I

 

Mi nombre es Judas. También soy conocido como Tomás o Dídimo, que en arameo y griego significan, respectivamente, “el gemelo”. Soy el hermano gemelo de Jesús de Nazaret. Y en estas escrituras narro la verídica historia del que es conocido como “el Cristo”.

Un equívoco se propaga por todas las naciones. Y en el nombre de este equívoco hay quien es perseguido, sufre tormento y es conducido a la muerte. Es vital que la verdad irrumpa y se afiance en los corazones de los hombres, sobre todo ahora que se cuentan tantas historias falsas acerca de mi hermano.

Por citar tan solo una de las mentiras que se han vertido, basta mencionar el relato que el apóstol Juan hace de las andanzas de su Maestro. Juan afirma que había un discípulo a quién Jesús amaba —al que no nombra, aunque parece referirse a sí mismo—, insinuando que entre el Maestro y el discípulo pudiera haber existido una relación que fue más allá de lo fraterno, similar a la que practican muchos griegos.

Desenmascarar, pues, el fraude en todas sus facetas es el propósito que persigo con mi testimonio. Sé que mi cobardía durante estos años pasados no tiene disculpa, pero no me ha sido posible alzar la voz hasta que he traspasado las fronteras del mundo conocido; de haberlo hecho antes hubiese acabado como mi hermano —aunque también admito, para mi vergüenza, que he tardado demasiado, que he dudado en exceso antes de tomar el cálamo—. Sin más dilación, comience aquí mi Evangelio.

Es difícil describir lo que supone tener un hermano gemelo, piensen por un momento que esa pálida imagen que contemplan ante el bruñido espejo no fuese tan solo un reflejo mudo y plano, sino que hubiese otra persona con ese rostro, los mismos ojos, idéntico color de pelo, la misma curva de la boca, que incluso bostezara igual que uno. Otra persona que hubiese estado a su lado desde siempre y en todo momento, que anduviese, vistiese y se moviese de una manera pareja a la suya. Si hubiesen vivido esa experiencia comprenderían que un gemelo no es un hermano ordinario y, entonces, sabrían, con rotundidad, que la relación con ese hermano sería el vínculo más especial que hubieran podido establecer jamás con persona alguna.

El Señor me había bendecido con la existencia de mi hermano Jesús —cuyo nombre significa “Dios salva”—, aunque aquella fue una vivencia malograda, pues ya en mi más remota infancia se fue abriendo entre ambos un foso que nos separó de una manera casi violenta. En cuanto tuve uso de razón me percaté de que mi hermano no era como yo, en muchos aspectos, ni era como otros niños; mi hermano era diferente. El que crea dirá que, siendo el Hijo de Dios, no podía ser igual que el resto de mortales; pero no es eso a lo que me refiero. Jamás advertí en mi hermano nada maravilloso ni sobrenatural pues comía, bebía, dormía y le afligían las necesidades del cuerpo igual que a cualquier semejante. Nadie lo investigó tanto como yo y no encontré en él nada milagroso. Mi hermano era especial porque era distinto, era mucho más sensible que lo que suele ser el común de los humanos. Así, desde niños fueron divergiendo nuestros caracteres. Jesús: reservado, generoso, compasivo, reflexivo, inteligente, pacífico, dispuesto siempre a contemplar la luz en los demás. En cambio, yo: jactancioso, egoísta, cruel, desconfiado, impulsivo, astuto, violento, duro.

Fueron mis padres, y en particular mi madre, los primeros en descubrir que mi hermano era diferente. Se hace difícil comprender que, en ocasiones, los padres no traten a los hijos por igual pese a sus deseos más sinceros en ese sentido. El hijo tullido, el enfermizo, el descarriado, aquel con más dificultades para valerse en la vida, recibirá una mayor porción de atención, cariño y disculpa que los demás. Por aparecer, mi hermano, en primer lugar, a la luz del mundo desde el útero materno, él era el primogénito; pero las obligaciones, responsabilidades y asperezas de la primogenitura recayeron sobre mis hombros, mientras que Jesús era protegido y mimado hasta el ridículo por nuestra madre. Yo me moría de celos, pero nuestra madre, lejos de negar que le amaba más que a mí, me contaba que un ángel se le había presentado siendo ella virgen para anunciarle que Jesús sería llamado Hijo de Dios y reinaría sobre la casa de Jacob. Revelación a la que mi progenitora añadía otras señales que corroboraban la excepcionalidad y santidad de mi hermano, como aquella que nos explicaba que Jesús nació con abundancia de cabello y yo casi calvo. Todo esto me fue dicho a una edad en que uno se cree cualquier cosa que le digan los padres. Es lógico que yo sufriera pues no entendía por qué el ángel había encumbrado a mi hermano, mientras a mí se me relegaba, siendo ambos tan idénticos (nadie ajeno a la familia nos distinguía, aunque quizás los ángeles sí pudieran hacerlo). Y soñaba con un tropel de seres celestiales que, en mis sueños, corregían la primigenia injusticia, y yo tomaba la posición de mi hermano mientras que él se desvanecía y era mío, entonces, el trono de David. Durante el día, cuando mis padres miraban para otra parte, aprovechaba para atizar a mi hermano cuanto podía; él lloraba, y mi padre, que sabía lo que yo había hecho, me propinaba, sin tan siquiera preguntarme por mi maldad, un correctivo con una vara de olivo que tenía preparada para tal fin. Desde que tuve uso de razón supe que mi madre era una mujer herida y que detrás de aquella historia increíble que nos narraba, latía un oscuro y vergonzante secreto de familia.

Mis lamentaciones no se agotaban en el seno de mi familia. Mi hermano era diferente y la diferencia se paga. Y si esa diferencia consiste en una mayor sensibilidad y bondad, entonces se paga doblemente. Los niños, con su crueldad inocente e implacable, tienen un olfato finísimo para identificar y dañar al que es distinto. Mi hermano Jesús sufrió el acoso por parte de los críos de mi aldea apenas supo caminar; se burlaban de él y le maltrataban, le apodaron “el niño loco”. Además, para agravar la situación, Nazaret al completo sabía que mi madre se había casado con mi padre estando embarazada de otro hombre —del que nunca se conoció su identidad porque mi madre jamás la reveló—; y era por ello que nuestros vecinos añadían a nuestro nombre el apelativo de “hijo de María”, mientras que mis otros hermanos fueron conocidos como “hijos de José”. Sin embargo, a mi madre la acabaron tolerando pese a su condición de pecadora, por pura conveniencia, por ser ella la única mujer de la localidad que peinaba, cortaba y arreglaba los cabellos con ocasión de las bodas y otras ceremonias solemnes y por ser su esposo el único carpintero y albañil de la aldea; y eso, a pesar de que Anás, el escriba, jamás cejó de soliviantar al pueblo exigiendo nuestra expulsión del vecindario, acusando a nuestra familia de ser un mal ejemplo, “la vergüenza de Nazaret”. Bien es sabido que el interés y la conveniencia —y también el dinero, aunque no fuera este el caso, —vuelven respetables a aquellos que no deberían serlo conforme a sus faltas. En cambio, a nosotros dos, a sus hijos, los niños de Nazaret —que no se sentían concernidos a mostrarse hipócritas o condescendientes— nos recordaban nuestra bastardía con una cotidianidad de insultos y golpes, agravadas las ofensas por el silencio cómplice de mis padres que nunca levantaron un dedo para defendernos, ya que mi madre, en tanto que adúltera, vivía como una judía entre gentiles, al resguardo de una tolerancia frágil que podía decaer en cualquier momento. Para hacer más hiriente la situación de Jesús y la mía, he de añadir que nuestros hermanos Santiago, José, Simón, Salomé y Susana, que nunca fueron molestados por nadie, —ya que eran hijos legítimos—, rara vez se preocuparon en acudir en nuestro auxilio, demostrando su escasa lealtad fraternal.

En lo que a mí se refiere, deciros que yo no daba abasto rescatando a Jesús, una y otra vez, de algún altercado en el que era golpeado por los niños de la vecindad; no por amor a él, sino por salvaguardar el maltrecho orgullo de la familia. Y era habitual que, tras el incidente, fuera yo el que golpeaba a mi hermano por su indignidad al no defenderse ante quienes le acometían. No diré que Jesús fuera cobarde, pues no huía y se enfrentaba con palabras firmes a sus agresores, pero no recurría a la violencia. Una vez que le reproché su actitud, me respondió que él, las bofetadas, las daba sin manos. Yo, que por defenderlo andaba sangrando profusamente por la nariz y por la ceja izquierda, me exasperé con un deseo, a duras penas reprimido, de herirle:

—¿Qué quieres decir? No te entiendo —le interpelé.

—Cuando ellos sean mayores y recuerden sus actos, se avergonzarán tanto, que el dolor que sientan será mucho mayor que el que pudiera causarles respondiendo a sus golpes.

—¿Esa es tu venganza?

—No es venganza; simplemente, en esta vida se recoge lo que se siembra.

Atrapé sus cabellos e iba a estirarlos hasta que le saltaran las lágrimas, pero, no sé por qué, me detuve y, en cambio, mojé mis dedos con mi sangre y los froté contra su rostro. Fue tan aguda la expresión de dolor que cubrió su semblante que me sobrecogí y desde entonces no volví a ponerle la mano encima. Contábamos diez años de edad.

Durante su infancia, mi hermano mantuvo una relación intensa con nuestro vecino Baraquia, rabino de la sinagoga de Nazaret, con el que pasó conversando muchas horas acerca de las cosas santas. El rabino era un buen hombre y sentía por nosotros una misericordia sincera. Jesús y yo teníamos prohibida la entrada a la sinagoga, en tanto que bastardos. Era algo que nos dolía, sobre todo durante la celebración de la fiesta del Purim, en la que se procede a la lectura del Libro de Ester y los niños hacen sonar sus matracas, con alegría desbordada, a lo largo de la plegaria cada vez que se nombra al malvado Amán. Baraquia se apiadaba de nosotros y nos guardaba dulces hechos con motivo de la celebración y nos los entregaba a escondidas. Por aquel entonces yo confundía la bondad con la debilidad y despreciaba al rabino por parecerme blandengue, de la misma forma que despreciaba a mi hermano por la misma razón; la vida era dura y despiadada —bien temprano que lo estaba aprendiendo—, la vida era lucha y no había lugar para los débiles, la bondad era un perfume demasiado caro para ser derrochado.

Baraquia, que se había encariñado con mi hermano, con motivo de un viaje que hubo de realizar a Jerusalén, se hizo acompañar por Jesús, con permiso de nuestro padre. Pasaron una semana hospedados en la casa Hilel el Sabio, el más grande rabino de Israel. Aquellas jornadas dejarían una huella indeleble en Jesús.

A Hilel se le consideraba el hombre más docto de Israel. Sedientos de su magisterio, varones judíos acudían a visitarlo desde de todos los rincones del mundo. En sus enseñanzas, el rabino enfatizaba el cumplimiento de los preceptos éticos, la piedad personal, la humildad y la preocupación por el prójimo. Cuando mi hermano, según nos contó más tarde, le preguntó, en un alarde de audacia, si era posible resumir todo el contenido de la Toráh en una única sentencia, Hilel respondió: “No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti; todo lo demás es comentario”. Jesús quedó deslumbrado por tal concisión e hizo suya la máxima.

Al regreso a nuestra aldea, mi hermano no dejaba de elogiar al rabino Hilel, al que tenía por un santo. En más de una ocasión manifestó su intención de ser como él. ¿Por qué no? Hilel, la máxima autoridad en la Ley judía, tenía unos orígenes humildes, comenzó siendo un zapatero de Babilonia que estudiaba la Toráh en sus ratos libres. Mi madre se encargó de quitarle de la cabeza la idea de emular al gran rabino: “Jesús, olvídate de eso, tú estás llamado para un destino mucho más grande”, sentenció. Muchos años después, ya de adulto, cuando llevaba mis alforjas cargadas de experiencias y había pagado la contribución de sufrimientos que nos exige la vida, me pregunté, con misericordia, si aquellas ensoñaciones de grandeza que arrebataban a mi madre, y en las que confiaba ciega y sinceramente, no fueron, sino, la forma que encontró de evadirse de sus penurias cotidianas, una manera de conllevar su simultánea condición de mujer, pobre, ignorante y adúltera.

Al año de su visita a Jerusalén, Baraquia murió. Pese a todo lo que renegaba de él, cuando supe de su fallecimiento le lloré en la intimidad como se le llora a un padre. Tras su muerte, mi hermano solía ponerlo de ejemplo para ilustrar la idea que acabó dominando su paso por la Tierra: que la fe puede mejorar a las personas. Por mi parte, yo contradecía su argumento y le señalaba que las buenas personas lo serían de todas formas, sin el apoyo de creencia alguna, porque tal cualidad era atributo del carácter personal de cada cual, añadiendo que, a la mayoría, la religión tan solo los convierte en hipócritas, obligándolos a ocultar sus vicios y a alardear de sus virtudes, ya sean estas ciertas o falsas, y que, a no pocos, el culto los volvía aún peores de lo que eran, algo que había constatado durante las lapidaciones prescritas por la Ley al contemplar la saña, la crueldad y el odio inexplicable de los que apedreaban a los infelices condenados a muerte. Verdugos que, con las manos manchadas de sangre, se creían, con absoluta sinceridad, buenos, justos e incluso santos por haber llevado a cabo aquello que estaba escrito.

Al cumplir los doce años ocurrió un incidente desagradable. Habíamos acudido en peregrinación a celebrar la Pascua a Jerusalén y, cuando nos disponíamos a regresar a Nazaret, mi hermano no aparecía. Tras buscarlo durante tres días, lo hallamos en el Templo, disputando sobre asuntos doctrinales con los sacerdotes y hasta con el propio Hilel, que estaba presente y que no salía de su asombro al ver que un mocoso le instruía acerca de la verdadera interpretación de la Ley. Cuando mis padres le riñeron por su ausencia, mi hermanito contestó: “¿Por qué tuvieron que buscarme? ¿No sabían, acaso, que tengo que estar en la casa de mi Padre?”. Cuando pudimos estar a solas, yo, a su vez, le reprendí:

—¿Qué está pasando? ¿Ahora juegas a ser rabino?

—Hermano, tú serás el primero en saberlo, pero te pido que guardes secreto hasta que sea el día. Yo soy el que esperan, soy el Mesías.

—Tienen razón aquellos que te llaman loco.

Mi hermano, a partir del incidente del Templo, se transformó en un iluminado. Hablaba a las gentes como si fuera un rabino erudito, reconviniendo a todo el mundo en cuestiones de moral. En Nazaret se ganó una fama pésima; nuestros vecinos murmuraban: “¿No es este uno de los chicos de la carpintería, hijo de María? ¿De dónde le viene esta sabiduría?”. Tan solo nuestro primo Juan, en las escasas ocasiones en que vino a visitarnos, parecía estar a gusto en su compañía. A partir de los catorce años, Jesús se obsesionó con las especulaciones sobre las cosas últimas, tales como nuestro destino después de la muerte, la existencia o no de un Juicio Final, la venida del Reino de Dios, la posibilidad de un Cielo para los justos, o bien, del Gehena donde los malvados purgarán para siempre... Yo me burlaba de él y, en privado, tildaba de “excrementos” sus preocupaciones piadosas, con el propósito de ofenderle, buscando provocar una ira que nunca conseguí arrancarle. A lo largo de nuestra juventud, mi hermano se dedicó a sermonearme de forma tenaz, siendo el resultado de sus prédicas el contrario al buscado, pues solo consiguió despertar en mí un deseo salvaje de pecar. Creo que si me abracé a todos los excesos fue por el gusto que encontraba en escandalizar a mis padres y en consternar a mi hermano. Las energías que empleó Jesús en fortalecer mi fe hicieron de mí el muchacho más incrédulo de Palestina. Además, ¿dónde estaba ese Dios en los momentos en que le había pedido ayuda? Un Dios que enviaba profetas que clamaban en el desierto y ángeles de luz, pero que era incapaz de corregir hasta la más pueril de las injusticias. Un Dios extraño, silencioso e inútil, al que no entendía ni me convencía. Llegué al privado convencimiento de que Dios no existía y que las Sagradas Escrituras no eran más que una profana y vulgar reunión de rollos escritos por hombres carentes de inspiración divina.

El punto culminante de estas discusiones se produjo cuando teníamos quince años de edad y asistimos, en Séforis —a donde habíamos acompañado a nuestro padre para ayudarle en unos trabajos de carpintería que se hacían con motivo de la reconstrucción de la ciudad—, a la lapidación de una adúltera. Yo aproveché aquel hecho para tratar de erosionar la fe de mi hermano:

—Jesús, esta es tu religión, la que mata a esa pobre mujer ante la puerta de la casa de sus padres. Una mujer que, no lo olvides, podría ser nuestra madre.

—El Señor no lo aprueba.

—¡Blasfemas! ¿Acaso no está escrito en la ley de Moisés que los reos de adulterio deben morir? ¿Quién eres tú para enmendar la Ley? ¿O es que, como eres el Mesías, ya pretendes fundar un culto distinto al que Yahvéh otorgó al pueblo de Israel?

—Nada de eso.

—¿Entonces? —Lo había cazado en una contradicción y disfrutaba con ello.

—Dios es amor y misericordia. Ama a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas.

—Mi hermano, en las cosas referidas a su fe, hablaba con sentencias, para mi irritación.

Le escuché perplejo, había resumido los numerosos y prolijos preceptos que constreñían la vida de los creyentes, normas que habían sido compiladas con paciencia meticulosa por los doctores de la Ley, en tan solo dos mandatos.

—¿Ya está?, ¿así de simple?

—Tú lo has dicho, así de simple.

Tal y como podéis observar, la intimidad de una familia puede resultar tan insólita como sorprendente puede llegar a ser la vida.

Por una parte, estaba mi padre, quien había aceptado, en un acto de amor, lo inaceptable: el embarazo de su desposada por parte de un desconocido. Él no solo la perdonó —ignorando lo que le recomendaron personas sensatas: que la repudiara en secreto para no exponerla a la ignominia pública—, sino que hasta emigró al país de las pirámides en un intento fallido de ocultar la preñez de su mujer a las miradas indiscretas. Un padre al que yo no le perdonaba que hubiese regresado a Nazaret desde Egipto, impelido por la nostalgia de la patria, cuando yo todavía era niño, exponiéndonos a mi hermano y a mí al oprobio que conllevaba el conocimiento público de nuestra bastarda concepción.

Por otro parte, mi madre. Una mujer visitada por ángeles que le transmitían mensajes, a veces tan prosaicos como aquel que nos obligaba a comer humus la víspera del Sábbath.

Sin olvidarme, por supuesto, de un hermano gemelo santurrón que nombraba a su Padre Celestial a cada momento; ni de otros hermanos, incrédulos como yo, de la condición profética de Jesús, pero que se alineaban siempre con la matriarca cuando se desataban las demasiado frecuentes discusiones familiares.

Comprenderéis que tuve que marcharme, alejarme de mi extravagante familia.

Al poco de cumplir los dieseis años, un día, cansado ya de las admoniciones que me dirigía mi hermano, me planté y le exigí, con gritos y malos modos, que me dejara en paz, que estaba harto de él, que no me censurara más, que no se atreviese ya a realizar la más mínima observación acerca de mi vida y conducta. Jesús me replicó:

—Examínate a ti mismo y aprende quién eres, de qué manera existes y cómo es que serás. Puesto que tú serás llamado mi hermano, no es adecuado que seas ignorante de ti mismo.

Recuerdo haberlo mirado con odio, con un desprecio infinito. “Es un loco”, pensé —eso creía entonces; en alguna ocasión había visto a Jesús hablando solo, ¿se supone que conversaba con su Padre Celestial?—. He de confesaros que también me recorrió un viejo y familiar escalofrío: el terror profundo a heredar la locura de mi madre, tal y cómo pensaba que le había ocurrido a mi hermano. Aquel mismo día pedí mi parte de la herencia y anuncié que me iba de casa. Mi madre trató de impedir mi marcha y, con una lucidez hasta el momento inédita en ella, me rogó que me quedará para proteger a Jesús:

—Tú eres el fuerte, él es el espiritual. Ama a tu hermano como a tu alma, cuida de él como a la pupila de tus ojos —me rogó.

—¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? —le respondí, con sarcasmo.

No me convenció. Muchas veces me he preguntado qué hubiera pasado de haberme quedado a protegerlo, tal y como me solicitó mi madre. De haber estado a su lado, ¿habría podido evitar que lo crucificaran?

En el reparto de la heredad no me tocó mucho, sin embargo, y pese al escaso peculio obtenido, mi decisión de abandonar el hogar paterno era firme.

El día de mi marcha no permití que ninguno de mis familiares me acompañara en la despedida. Al poco de abandonar la población por el camino que conducía hacia Judea, recuerdo haberme detenido y haberme dado la vuelta para divisar por última vez Nazaret; apenas un miserable y exiguo apiñamiento de viviendas de piedra blanca al resguardo de tres colinas. Agucé la vista hasta distinguir el hogar que dejaba atrás: la casa que mi padre José había construido tras regresar de Egipto, una casacueva que aprovechaba una hendidura natural en uno de los promontorios, situada en la periferia de la aldea. Suspiré y apreté el paso. Jamás regresé a Nazaret.

Durante los tres años siguientes anduve dando tumbos por toda Palestina. Fui borracho, haragán, bravucón, jugador y mujeriego. Me metí en innumerables problemas y, después de participar en una riña con un grupo de indeseables en la que un hombre cayó muerto, —aunque no por mi mano—, hui a Egipto para no acabar preso. Me instalé en Alejandría y aunque al principio probé suerte con la carpintería, preferí dejarlo por una ocupación más rentable y en la que no hubiese que trabajar tanto: me convertí en recaudador de impuestos.

Fueron pasando los años y no sentía añoranza por mi familia. Muy al contrario, cuando cerraba los ojos y me ponía a cavilar, encontraba que todas mis desdichas, todos mis desvíos y torcimientos tenían su raíz en mi peculiar familia. Para mi hermano reservaba un trabajado rencor; él, que por ser mi gemelo tenía que haber sido tan especial y trascendente en mi vida, mi principal apoyo, había sido el que más problemas me había causado. Muchas veces, al caer la noche, discurrí sobre todo aquello. ¡Cuántas veces deseé que mi hermano Jesús no hubiese venido al mundo!

Hay momentos en que un acontecimiento cambia completamente el rumbo en la vida de un hombre. Para mí, ese acontecimiento tiene nombre de varón y apareció un día en mi casa de Alejandría. Una tarde, al inicio de la primavera, un siervo llamó a mi puerta y me preguntó:

—¿Eres tú Judas, el publicano?

—Yo soy.

—Mi amo, Saulo de Tarso, solicita humildemente pernoctar en tu casa. Si estás de acuerdo, haz los preparativos.

—Lo estoy.

No conocía al tal Saulo y hasta tuve dudas que fuese hebreo y, dada la mala reputación que yo ostentaba en el seno de la comunidad judía de Alejandría, no entendía su interés por hospedarse en mi casa. A pesar de mis dudas, ordené y limpié mi morada, acondicioné una estancia para que durmiera en ella, compré el mejor vino que vendían en el mercado y encargué la cena a unos taberneros de mi calle que se dedicaban a esos menesteres. La cena consistió en una hogaza de pan de trigo —yo solía comerla de cebada—, habas, pescado ahumado, queso y dátiles. Y de postre, unas tortas de flor de harina, bien amasadas con aceite y acompañadas de miel.

Cuando llegó mi invitado me encontré con un judío joven, bajo de estatura y poco agraciado, de escasos cabellos y frente despejada, cejijunto, con nariz aquilina, barba gruesa, espaldas anchas, piernas arqueadas y rodillas sobresalientes; poseía ojos vivarachos y mirada penetrante y, tal como pude comprobar muy pronto, maneras afables, buena conversación y una inteligencia extraordinaria.

Saulo despachó la cena con prontitud y buen apetito, sin hablar mucho, salvo alguna que otra intrascendencia. Por mi parte, me aseguré que su copa estuviese siempre llena, pues bien es sabido que un vino generoso desata hasta las lenguas más silentes. Tras recoger las migas de pan y eructar, como lo haría toda persona educada que agradece una buena comida, Saulo entró directamente al tema que le traía:

—Te sorprenderá que siendo tan numerosa la colonia hebrea en Alejandría haya venido a pedir alojamiento al judío que peor reputación tiene de todo Egipto —declaró sonriéndome, mientras me dirigía una mirada pícara.

—Me parece que no te han informado bien —repliqué, molesto.

—Me han informado a la perfección. Tu nombre es Judas, eres recaudador de impuestos, solterón porque ninguna familia honrada te entregaría una hija. Soltero, aunque no célibe, pues no hay ramera de Alejandría que no te conozca, ¿sigo?

—No es justo, amigo Saulo, tú sabes muchas cosas de mí y yo no sé nada de ti —respondí, con aplomo.

—Razón tienes. Soy agente de Caifás, Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. Estoy aquí en misión secreta para averiguar los partidarios que pueda tener en Egipto un falso Mesías llamado Jesús de Nazaret. Si he venido a tu casa, en vez de a cualquier otra, es porque espero que tú me proporciones dicha información.

Recuerdo que, al escuchar el nombre de mi hermano, un latigazo estremeció mi corazón, aunque no permití que ni un solo músculo de mi rostro delatara mi sorpresa. ¿Mi hermano, un Mesías con discípulos? Así que aquel arrogante mal nacido iba en persecución de los seguidores de mi hermano, fuesen quienes fuesen. Por otra parte, era evidente que nunca había visto a Jesús, de lo contrario me hubiese reconocido:

—¿Y quién te dijo que yo era un delator?

—Por favor, no te ofendas, estamos hablando de negocios. Tú extorsionas a los contribuyentes cobrando más de lo debido —“como todos los que recaudamos impuestos”, pensé—, mientras que te dedicas a otros asuntos turbios. Te respeto, tú practicas tu negocio y yo, el mío; creo que podemos llegar a un acuerdo.

—Bien, ¿cuánto?

—No te andas con rodeos, ¿verdad? Te daré veinte monedas de plata a cambio de los nombres de los conjurados.

—Bien, te diré los nombres, pero antes tengo que preguntar por ahí. Necesito, al menos, un par de días.

—Lo entiendo. De paso, pregunta por su hermano.

Un segundo escalofrío recorrió mi cuerpo.

—¿Hermano?, ¿qué hermano?

—Sabemos que tiene un hermano gemelo que se llama igual que tú, Judas. El hermano abandonó Nazaret y cortó toda relación con los suyos. Por lo que sabemos, era un tipo violento, creemos que murió o quizás esté preso, pero no te cuesta nada preguntar también por él, por si alguien sabe algo.

—¿Y para qué queréis al hermano?

—Jesús y Judas son indistinguibles el uno del otro, podría sernos de utilidad.

Bebí un sorbo de vino, mi mano temblaba ligeramente de forma delatora. Saulo pareció no darse cuenta.

—Es preciso que me hables de ese tal Jesús. ¿Es cierto que dice ser el Mesías? Podría ser uno más de los santones que exhortan al arrepentimiento y predican el Fin de los Tiempos.

—No, este apunta más alto, hasta tuvo la ocurrencia de proclamar en la sinagoga de su pueblo que las profecías de Isaías que anunciaban la llegada del Mesías se cumplían en ese momento en él. Sus vecinos quisieron despeñarlo. Y, por si fuera poco, afirma que es de la casa de David. ¡Qué desfachatez! El hijo de un carpintero, galileo para más señas, de donde nunca se levantó profeta.

—Galilea de los gentiles (llamada así porque sus habitantes tenían fama de ser poco observantes de la Ley judía) —apostillé, para corroborar sus prejuicios.

—Tú debes de saberlo mejor que yo, eres de allí —dijo esto sin levantar los ojos del vaso de barro en el que bebía vino con sorbos pausados.

—Nací en Belén —me apresuré a mentir. No sé por qué nombré a ese pueblo, fue el primero que me vino a la cabeza.

—Tu acento es galileo.

Los años de destierro habían desdibujado mi pronunciación, pero, al parecer, Saulo de Tarso poseía un oído muy fino, ¿sospechaba de mí? Creo que aquel hombre recelaba hasta de su sombra, me estaba poniendo a prueba.

—¿Es que no lo sabes? Yo también soy el Mesías —blasfemé con tono y semblante serio, aludiendo a lo vaticinado por el profeta Miqueas de que el Salvador surgiría del pueblo de Belén. Mi invitado me observó con estupor, petrificado por unos segundos, y de inmediato estalló en una carcajada, y yo me reí con él. Su hilaridad fue tan grande y estruendosa que se atragantó con el vino. Aposté fuerte con el humor y la blasfemia y no perdí; pensé que, como todo hombre con poder, detrás de su fachada piadosa, Saulo era un descreído.

—Pero, dime, hermano, ¿en dónde naciste? —Aquel hombre era incansable, incluso carcajeándose, proseguía con su interrogatorio.

—En Belén, no te engaño —proseguí con la broma—. Yo no sé por qué mi padre, galileo, llevó a mi madre encinta, a punto de romper aguas, por esos caminos del diablo, pero hasta Belén fue mi familia. Digo yo que hay que ser burro, ¿verdad? Además, nací en un pesebre. No encontraron sitio en las posadas y mi madre dio a luz en un establo junto a un buey y un asno.

—Eso no se lo cree nadie.

—Te lo juro.

—No sigas, me voy a poner enfermo de tanto reír. Es lo más absurdo que he oído en mi vida. Eres muy gracioso, pero, dime, ¿de dónde eres?

—De Cafarnaúm. Antes de que la gente se forme opiniones equivocadas, prefiero omitir que soy galileo.

—Te comprendo, con la fama de brutos que tenéis. —Galilea, además, era también conocida por ser tierra de bandidos.

—Y también de leales y sinceros —añadí con orgullo local.

—¿A qué te dedicabas en Galilea?

—Mi padre y yo éramos pescadores en el mar Genesareth.

—Antes pescabas peces y ahora, como recaudador de impuestos, eres pescador de hombres —apuntó con malicia, todavía no repuesto del todo del ataque de risa—. Y supongo que abandonaste el terruño por algún problema con la justicia.

—Supones bien.

—No te preguntaré al respecto, no es de mi incumbencia y no deseo faltarte el respeto en tu propia casa.

—No lo haces.

—¿Conoces Nazaret?

—En una ocasión estuve allí, es una aldea mísera.

—En efecto, este falso Mesías del que te hablo ha brotado de ese agujero. ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Si hasta hay quien afirma que es un mamzer (bastardo) y que el carpintero es tan solo su padre putativo.

—Si fuera un mamzer estarían malditos él y sus descendientes por espacio de diez generaciones.

—Así está escrito: “No entrará bastardo en la Congregación de Adonai, hasta la décima generación no entrará”. —La cita pronunciada por Saulo de Tarso me era, por desgracia, harto familiar.

—Quizás, eligiéndolo, el Señor decidió ensalzar a un humilde para humillar a los poderosos.

—Atractivo argumento, pero eso implicaría que Él tiene sentido del humor, y de la lectura de la Toráh se infiere que esa cualidad está ausente en su divinidad.

—¡Hermano, rozas la blasfemia! —apunté con sorna.

—¿Y qué vas a hacer, denunciarme?

—No, te voy a servir más vino.

—¿Ves cómo nos entendemos, amigo Judas?

Le colmé la copa de vino:

—Así, que es un bastardo.

—Eso parece, aunque desconocemos quien es su padre. Algunos dicen que fue Judas el Galileo. — “Qué rumor tan idiota”, pensé. Judas el Galileo había sido un caudillo rebelde que se proclamó, a su vez, Mesías. El tal Judas se alzó, en tiempos de mi niñez, contra el Imperio en protesta contra la confección de un censo con fines recaudatorios ordenado por Quirinio, gobernador romano de Siria. Entre los dos mil rebeldes judíos crucificados con que se sofocó la revuelta se encontraban dos primos de mi madre. En aquella contienda mis abuelos maternos, Joaquín y Ana, perdieron su hogar y todo lo que tenían en la destrucción de Séforis a manos de las tropas romanas, por lo que tuvieron que marchar a refugiarse a la localidad de Ain Karem, próxima a Jerusalén. Pese a la derrota, la llama encendida por Judas el Galileo persistía en la secta de los zelotes. Este alzamiento tan solo trajo destrucción y muerte a mi patria, en mi casa se maldecía el nombre del caudillo.

—Quizás.

—Lo dudo. Son habladurías de vieja, tratan de otorgarle algo parecido a un linaje distinguido a quien no es más que un simple bastardo. No creo que ni la madre sepa quién es el padre. —Aquello ya era demasiado. En circunstancias normales le habría roto la cabeza a aquel tipo por insultar de forma tan grave a mi madre, pero sus revelaciones eran mucho más importantes que la satisfacción de mis impulsos. Pese a que logré contenerme, no puede evitar que en mi semblante se reflejara contrariedad—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara?

—Hablar así de una mujer judía…, no me parece correcto.

—De una puta judía, querrás decir.

En ese preciso momento, juré para mí, que algún día Saulo de Tarso pagaría por la ofensa que acababa de hacer.

—Y este falso Mesías, ¿qué predica? Presumo que será un zelote más que incita al pueblo a rebelarse contra los romanos —pregunté, para que se apartara del tema de mi madre.

—Nada de eso. Es muy extraño, como este no habíamos tenido a ningún otro. El tipo habla de misericordia y de perdón, de amar al prójimo.

—Entonces, ¿qué daño causa?

—Amigo Judas, no es prudente fiarse de las personas que dicen guiarse por buenas intenciones, siempre ocultan algo.

—Quizás solo se trate de un loco —dije, tratando de proteger a mi hermano.

—Sus parientes afirman que está fuera de sí, pero yo opino que está lúcido. Este nazareno es un lobo disfrazado con piel de cordero. Es un sedicioso que proclama: “No penséis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada”. Condena a escribas y fariseos y a otras gentes de bien, tachándolas de hipócritas y, mientras tanto, para escándalo general, bendice a una prostituta con el argumento de que “ha amado mucho”. Recibe y come con toda clase de pecadores. ¡Hasta se relaciona con recaudadores de impuestos! —Saulo subrayó la última frase con una carcajada—. Todo esto que digo no sería un problema si nadie le hiciera caso, pero las multitudes le siguen, enfervorizadas.

—¿Por qué le siguen?

—Por su aspecto desde luego no es, uno espera que el Mesías tenga un porte regio e irradie magnificencia. Pero, según mis informadores, este Jesús no es ni alto ni bajo, ni hermoso ni feo. Entre un grupo cualquiera de judíos, no se le distinguiría.

—Si acuden a él, algo tendrá de extraordinario.

—Por supuesto: Es rebelde, joven, inteligente, versado en la Ley. Trata a samaritanos y gentiles sin prejuicios, se pone del lado de los oprimidos, no respeta el descanso del sábado, no hace ayunos, come con excelente apetito, bebe vino. Tiene discípulas que le siguen y a las que instruye en sus enseñanzas como si la mujer fuese igual al hombre. Su oratoria es clara y seductora. Resumiendo: es osado y fascinante.

—¿El hijo de un carpintero versado en la Ley?

—Ese es otro de los misterios que existen en torno a ese individuo. Sabemos que, con tan solo doce años de edad, discutía acerca de los asuntos sagrados con los sacerdotes del Templo.

—Quizás posea esas sabidurías por inspiración divina.

—Prefiero pensar que sus saberes son obra de los hombres. No tenemos constancia que sea en Galilea donde adquirió dichos conocimientos. Su familia pasó un tiempo aquí, en Egipto, y fue aquí donde lo educaron. Quién le enseñó y con qué propósito son otros asuntos que deseo averiguar.

—Aun, con todo lo que me cuentas, sigo sin comprender qué amenaza representa ese Jesús.

—Tiene ideas peligrosas; él y sus discípulos viven en comunidad, venden todo lo que poseen y ponen en común lo obtenido distribuyendo a cada uno de ellos según su necesidad. Imagínate que ese sistema de gobierno se impusiese en toda Palestina ¡Sería la ruina! —“La ruina, ¿para quién?”, recuerdo que pensé.

—Antes que él hubo otros profetas, y nada cambiaron.

—El mayor pecado de este presunto Ungido es que alborota al pueblo. Individuos sencillos que antes de escucharlo aceptaban con sumisión el orden natural de las cosas, ahora se hacen preguntas, de repente quieren hacerse dueños de sus vidas, ser mejores personas y ya no se callan ante las injusticias y se vuelven insolentes con sus superiores. Pero, además, no debemos olvidar las consideraciones políticas del asunto.

—¿Consideraciones políticas?

—En la actualidad, Israel es una nación sujeta a Roma, pero aún contamos con nuestra religión y nuestras instituciones. Somos el pueblo elegido por el Altísimo y nada se puede comparar al favor de Yahvéh. Los romanos saben que ni su Derecho, ni sus acueductos, ni ninguna otra cosa de su civilización, por magnífica que sean, lograrán seducirnos jamás, por eso nos odian. Nos han vencido, pero no nos han convencido; nos han conquistado, pero no nos han sometido. Roma espera la más minúscula excusa, el más leve conato de rebelión, para arrojarnos sus legiones, destruir el Templo y reducirnos una vez más al cautiverio y al exilio. Y como si no tuviéramos bastante con los zelotes, aparece un falso Mesías a dividirnos todavía más, cuando es bien sabido que todo reino dividido contra sí mismo, es asolado. Un galileo muerto de hambre que dice que su reino no es de este mundo, haciéndose el tonto, cuando está escrito que el Mesías será rey de los judíos. Solo hace falta que este Jesús se proclame rey en Jerusalén con el apoyo del pueblo para que Roma tenga el pretexto que busca para aniquilarnos. La situación es demasiado delicada como para permitir que este individuo siga campando a sus anchas. El nazareno debe morir. Es necesario que un hombre muera en el interés de un pueblo y no que la nación entera sea destruida. Es por eso que estoy aquí, Caifás quiere saber cuál es la extensión del tumor antes de dar muerte a ese desgraciado. No sería sensato que, al matarlo para evitar una rebelión, la provocásemos. Hemos de saber con qué partidarios cuenta el falsario, dónde, y cuál es la reacción a la que podemos enfrentarnos dentro y fuera de Palestina.

—Y no habéis considerado que quizás no sea un falso profeta. Al fin y al cabo, esperamos el advenimiento del Mesías. ¿Por qué no podría ser este? —Saulo me observó con una expresión que parecía decir: “¡Vamos, hombre! no fastidies”—. Quizás él sea el Ungido.

—El nazareno es tan solo un glotón y un borracho, amigo de pecadores.

—Pues para ser solo eso, os estáis tomando demasiadas molestias.

—Eres un hombre inteligente, parece mentira que me hagas estas preguntas.

—Aunque la posibilidad de que Jesús sea el Mesías es remota, reconocerás que le pregunta es pertinente.

—Vamos a ver, si fuera el Mesías, advertiríamos señales, contemplaríamos milagros y otros portentos, ¿no?

—¿Jesús realiza milagros?

—Sus partidarios dicen que hasta resucita a los muertos como hizo el profeta Elías.

—¿Eso cuentan? —No supe ocultar mi sorpresa.

—Sí, ya solo falta que digan que ascenderá a los cielos en un carro de fuego —añadió Saulo con tono mordaz, refiriéndose de nuevo a la historia de Elías—. Es cierto que sana endemoniados, pero eso también lo hacen magos y curanderos.

—¿Es o no es el que ha de venir?

—La cuestión de los supuestos milagros del nazareno es un asunto complejo que nos tuvo desconcertados durante un tiempo porque había gente que afirmaba haber visto cómo Jesús realizaba curaciones prodigiosas e incluso, como he dicho, la resurrección de algunos muertos. Parte de esas declaraciones eran patrañas que se inventaba la gente y corrían como rumores. Por ejemplo: en su propia boda, Jesús convierte el agua en vino tras acabarse aquel. En otra ocasión multiplica panes y peces para dar de comer a una multitud hambrienta. Pescadores que dicen que lo han visto caminar sobre las aguas, etc. Todos ellos, milagros ingenuos nacidos de la imaginación del pueblo. Después están los prodigios que la gente dice presenciar, pero que nunca han existido, simples sugestiones fruto de la exaltación contagiosa que se produce en las asambleas que convoca este sujeto. Por último, sabemos que algunos de sus discípulos le preparan falsos ciegos, mudos, cojos, sordos y demás lisiados para que su mentor los cure; creen que actuando así favorecen la causa de su Maestro.

—¿Entonces es un falsario y todo es un engaño?

—No exactamente. Parece que Jesús no sabe nada de estos manejos, cree de buena fe que el Señor le ha concedido el don de sanar en su nombre. Tan solo hay dos hechos excepcionales a los que no hemos encontrado explicación. El caso de una mujer que sufría de menstruación constante desde hacía doce años y que, tocando la túnica de Jesús, cesó. Y la sanación de la suegra de Simón Bar Jona, discípulo del nazareno. A la suegra de Simón, Jesús le quitó la fiebre con solo tomarle la mano.

—¿Qué hay de las resurrecciones?

—Hay tres supuestas resurrecciones efectuadas por el nazareno: La del hijo de una viuda en Naín, que no pasa de ser un rumor. Una segunda resurrección referida a la hija de Jairo, el cual es un fanfarrón que lo simuló todo para poder presumir en su pueblo de que el mismísimo Mesías hacía milagros en su casa; en realidad no estaba muerta, sino que solo dormía. Y después está la resurrección de Lázaro, que con esta última son ya cuatro las veces que resucita.

—No entiendo.

—Sufre un mal muy poco frecuente. Esta enfermedad le provoca ataques que lo dejan en un estado de letargo indistinguible de la muerte. A este tal Lázaro es la cuarta vez que le ocurre. Jesús lo único que hizo fue reanimarlo. Jesús de Nazaret no hace milagros, no es el Mesías, es un usurpador. Todo lo más es un hechicero que seduce al pueblo, un embaucador que empuja a los judíos a apostatar de su religión.

Tras denunciar a mi hermano como impostor, Saulo se interesó por los entresijos de la comunidad israelita en la ciudad para pasar, más tarde, a tratar cuestiones más livianas. Después de trajinarse un ánfora mediana de vino, a mi invitado ya no se le entendía apenas lo que hablaba. Por mi parte, yo me había reído de buena gana oyéndole narrar anécdotas sobre sus aventuras con las rameras de Babilonia. Ebrio, en un estado próximo a la inconsciencia, trasladé a mi invitado al camastro.

Aproveché que mi huésped dormitaba para registrar su zurrón y estudiar los documentos que portaba. En ese momento agradecí, como nunca, que mi hermano me hubiera enseñado a leer —conocimiento que adquirió por obra de un rabino, miembro de la secta de los terapeutas, exiliado en la ciudad egipcia de Heliópolis, en donde vivimos hasta los ocho años—. Los escritos hallados consistían en dos rollos y un recibo por el que Saulo daba cuenta de la recepción, por parte de Caifás, de treinta monedas de plata destinadas a pagar delatores.

Tomé el primer rollo y me encontré con una traducción al arameo de un escrito en latín sobre Palestina, dirigida al legado (gobernador) de la provincia de Siria. En opinión del romano que había redactado el texto, mi país estaba al borde de la rebelión; las causas eran complejas:

Según el autor, mi patria soportaba un exceso de población que había llevado al agotamiento de las tierras útiles para el cultivo. Además de ello, una parcelación excesiva de las fincas, producto de sucesivas particiones hereditarias, imposibilitaba a muchos agricultores poder subsistir con el producto de sus predios y los empujaba a endeudarse con los usureros, mediante préstamos que, en demasiadas ocasiones, no podían ser atendidos y que se saldaban con la confiscación de las tierras, convirtiendo a sus antiguos propietarios en jornaleros. Estas circunstancias, sumadas al yugo de los impuestos, habían llevado a muchos labriegos a la ruina.

En Galilea, en cambio, existían grandes labrantíos que pertenecían, en su mayoría, al Rey Herodes Antipas, a sus familiares y a los colaboradores de este. Una multitud de braceros sin tierra malvivía cultivando los campos ajenos, trabajando de sol a sol por apenas un denario y la comida. El informe cifraba en diez millones de denarios anuales los ingresos de Herodes. Pese a su fortuna, la codicia del rey era insaciable; para apropiarse de los bienes que le apetecían llegaba, incluso, a matar a sus legítimos propietarios.

Herodes Antipas también eliminaba a sus oponentes, como fue el caso de Juan el Bautista, mi primo, que, tras pasar un tiempo retirado en el seno de la comunidad de los esenios, en Qumran, en el desierto, la había abandonado y se había transformado en un jasid (santón) que vestía con pieles de camello y se alimentaba de langostas y miel silvestre; era un profeta al que seguían numerosas personas a las que bautizaba en el río Jordán y con las que había formado su propia secta. Juan, en tanto que “voz que clama en el desierto”, no cejaba de criticar la corrupción herodiana, lo que le condujo a ser decapitado por orden real.

Con todo, aquello que el pueblo percibía como más opresivo y sangrante eran los impuestos. La recaudación de los tributos fijados por Roma se subastaba a unos oligarcas —algunos con asiento en el Gran Sanedrín—, que debían de abonar una cuantía acordada. Estos vendían, a su vez, sus derechos de cobro a recaudadores locales, los publicanos. Tanto oligarcas como publicanos recargaban los impuestos con los márgenes de beneficio que se embolsaban. Toda persona mayor de dieciséis años debía pagar impuestos si estaba inscrita en algún tipo de censo. Había censos de personas, de propiedades y de negocios. Los recaudadores disponían de estos censos y los mantenían al día. Nadie podía trabajar sin estar inscrito en alguno de ellos. Cuando los obligados no podían pagar, los recaudadores actuaban también como prestamistas, adelantando a los deudores el dinero que luego debían devolver con intereses.

Los publicanos eran odiados por el pueblo que los consideraba impuros. Se les despreciaba —¡que me lo cuenten a mí!—, jamás eran invitados a comer y no podían ser jueces, ni siquiera testigos de un proceso, pues se les tenía por pecadores y ladrones. Era un oficio tan deshonroso que tan solo las personas miserables —como yo— se atrevían a aceptarlo.

Y si los tributos imperiales no eran suficientemente gravosos, los fieles debían aportar, además, las contribuciones religiosas destinadas al sustento de la clase sacerdotal —los levitas— y del Templo.

Los impuestos religiosos eran numerosos y se abonaban tanto en metálico como en especie. Destacaban el diezmo, las primicias —que, sumados, abarcaban más de la cuarta parte de la producción agrícola— y el didracma (dos dracmas de plata), que todo judío debía de pagar anualmente.

El agente romano también reseñaba en su informe los avatares políticos de Palestina. Así, afirmaba que los dirigentes judíos estaban desprestigiados a los ojos del pueblo, bien por haberse acomodado al yugo romano (los fariseos), o por colaborar de forma grosera con el ocupante (los saduceos); descrédito al que contribuía el que el Sumo Sacerdote —jefe espiritual y político de los judíos— fuese designado y removido a voluntad del Prefecto imperial. La corrupción predominaba. En Jerusalén, una aristocracia compuesta por unas pocas familias pertenecientes a la facción saducea, se repartía los ingresos y el poder que dimanaba del culto al Templo.

Una reseña especial en el informe merecía el prefecto Poncio Pilato, hombre de carácter duro, arbitrario y feroz. Bajo su gobierno florecía la venalidad, los robos, las ofensas, las brutalidades, las condenas y las ejecuciones sin proceso previo.
Entre otros hechos oprobiosos, se relata que Pilato construyó un acueducto para llevar agua a Jerusalén, por lo que solicitó del Gran Sanedrín —consejo y tribunal máximo de los judíos— fondos del Tesoro del Templo para financiar la obra, bajo la advertencia de que, si eran negados, tendría que aumentar los impuestos. Los sacerdotes se negaron, en principio, alegando que era dinero sagrado, pero cedieron bajo la condición de que se ocultara el origen de los fondos y de que, en compensación, el principal flujo del líquido llegara a los depósitos del propio Templo. Sin embargo, el acuerdo fue descubierto, generando protestas en Jerusalén que el prefecto sofocó causando decenas de muertos.

Acorde a la situación descrita, el informante romano daba por descontado que se produciría una gran rebelión en Palestina en un futuro próximo. Mientras el levantamiento no prendía, la población, desesperada, se refugiaba bajo el abrigo de su religión, un hecho que, lejos de apaciguarla, la enardecía todavía más, “ya que los judíos esperan a un tal Mesías con la convicción que vendrá sin tardanza y restaurará el reino de Israel”.

Al final del documento aparecía una referencia a mi hermano. Según constaba, Claudia Prócula, esposa de Pilato, había recabado noticias sobre Jesús a través de mi tíoabuelo José de Arimatea, el ricachón de la familia, miembro del Sanedrín. La imagen que los romanos se hacían de Jesús era la de un guía religioso sin ambiciones políticas, insobornable y de una rectitud moral exagerada e incómoda, pero al que, llegado el caso, creían poder manipular al considerarlo ingenuo e inexperto. Por lo tanto, de producirse el esperado levantamiento, Roma prefería ver al frente de ella a mi hermano que a cualquier otro dirigente zelote indómito.

A partir de ahí, lo que seguía eran los comentarios de Saulo al informe. Mi huésped estaba alarmado; no se fiaba de los romanos, de los que admitía que, aunque preferían el mantenimiento del statu quo, estarían dispuestos a cambiar de alianzas y pactar con quien fuese si se producía una rebelión popular, con tal de asegurarse el cobro de sus tributos y la hegemonía imperial. Saulo opinaba que “solo matando al perro se acaba con la rabia”, por lo que era necesario anticiparse a una posible utilización de Jesús por parte de los romanos, eliminando al nazareno; de no hacerlo “nos arriesgamos a perder nuestros cargos, nuestro poder y nuestras rentas; a que nos confisquen nuestras propiedades y que nos destierren e, incluso, quien sabe si, también, están en juego nuestras vidas”. ¡Así que era eso! Es lo que tienen todos los granujas —pensé, sonriendo—, ponen a Dios y la nación por delante cuando lo único que quieren proteger son sus barrigonas satisfechas. “Si nosotros hemos sembrado riquezas espirituales, ¿será mucho que cosechemos cosas de este mundo?” Así justificaba Saulo el poder y los bienes acumulados por las autoridades del Templo.

El segundo rollo recogía un fragmento de un sermón pronunciado por Jesús, recopilado por un confidente llamado Simón Bar Jona, al que Jesús llamaba kefás (piedra, en arameo, pues así sería de obtuso el individuo) y que el romano traducía por el apelativo de Petrus:

“Habéis oído que fue dicho a los antiguos: ‘Ojo por ojo, y diente por diente’.

Mas yo os digo, que no hagáis resistencia al agravio, sino antes, si alguno te hiere en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.

Y al que quisiere ponerte a pleito y tomar tu túnica, déjale también la capa.

Y si alguno te forzare a que vayas cargado una milla, ve con él, dos.

Da al que te pidiere, y al que quisiere tomar de ti prestado, no le vuelvas la espalda.

Habéis oído que fue dicho: ‘Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo’.

Mas yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os injurian y os persiguen, de modo que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos, pues él hace que su sol se levante sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos.

Porque si amáis a los que os aman, ¿qué galardón habéis de tener? ¿No hacen también lo mismo los publicanos?

Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen así también los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto”.

No pude seguir leyendo, tal era mi enojo; con rabia y asco volví a guardar aquellas delaciones en el zurrón de Saulo. ¡Qué cantidad de tonterías! El empacho de religión le había reblandecido el cerebro a mi hermano. Creyéndose tan sabio, ¡qué lejos estaba de las verdades de la vida! Él, predicando amor indiscriminado, mientras había quienes tramaban su muerte por llevar al pueblo tales consejos.

Me senté a meditar, no sin antes abrir la única ventana que disponía mi humilde morada. La noche era tibia y serena y en el horizonte se divisaba la danza monótona de las llamas que iluminaban la cimera de la torre de la isla de Pharos. Sin embargo, yo me hallaba inquieto. Sabía que, al día siguiente, Saulo ya estaría redactando una carta para que alguno de sus agentes indagara sobre mí en Cafarnaúm; los perros de caza husmean hasta que se cobran la pieza. Me hallaba en una encrucijada, ¿qué debía hacer? ¿Revelar mi identidad y pactar con Saulo? Considerando que pudieran utilizarme para sustituir a mi hermano, eso supondría que eliminarían a Jesús o, como mínimo, lo enterrarían de por vida en una celda, oculto a la mirada del mundo. ¿Me prestaría a semejante ignominia? Y en caso de aceptar ese juego, ¿qué les impediría librarse de mí una vez que ya no les fuera útil? ¿Y por qué no ser intrépido y adelantarme a la jugada que tenían preparada y desbaratar así sus planes?

Me removí con desazón sobre mi asiento, la brisa traía sutiles aromas de jazmín que casaba mal con la oscuridad que atormentaba mi alma en aquellos momentos. Yo no quería que mataran a mi hermano, aunque reconocía que se la estaba buscando. Por otro lado, Jesús era tan lerdo que no entendía las implicaciones políticas de sus actos: podía ser rey de los judíos, pero aquel santurrón solo pensaba en agradar a su Padre Celestial. Pensé en todo aquello con una intensidad indecorosa. Siempre creí que la oportunidad era como un ángel que pasa solamente una vez frente a la puerta de tu casa y, en aquellos momentos, el espíritu de la oportunidad me catapultaba hacia lo inaudito: Yo, el hermano gemelo del rey. Jesús me necesitaba, con suerte podría salvarle el cuello. Mi hermano se había metido en un atolladero del que solo saldría como rey vivo o como sedicioso muerto. Necesitaba a su lado a un político o, al menos, alguien con capacidad para hacer política, una persona que supiera negociar. El defecto que más repugnaba a mi hermano era la hipocresía, ¿cómo podía ser, él, un político? Un político es alguien que miente como quien saluda, que promete sin que sus promesas le comprometan, que ha de saber ganarse a la gente con persuasión, pero que también debe mostrarse cruel y despiadado si las circunstancias lo requieren; un ser que no tiene amigos, familia ni fidelidades, que deja caer a las personas cuando les son un obstáculo y las olvida cuando ya no les sirven. ¿Jesús político? imposible. Y, sin embargo, la política —que es como llaman los griegos al arte del poder— era lo único que podía salvarle la vida, pues era en las estancias de los palacios donde urdían su muerte. Una vez más, como cuando éramos niños, me tocaba salir en su rescate. Al considerar que si la empresa se malograba mi cabeza rodaría como una naranja lanzada escaleras abajo, me dije en voz alta, con humor funesto: “Vamos también, para que muramos con él”.

Llevaba Saulo tres días de estancia en mi casa cuando le proporcioné cuatro nombres de judíos de Alejandría a los que acusaba falsamente de seguir a Jesús: dos con los que tenía pleitos y agravios pendientes y un tercero al que le debía dinero; a los que añadí el nombre de Filón de Alejandría, para que Saulo no pensara que solo le entregaba peces pequeños. Obtenida la información, Saulo dijo que al día siguiente emprendería el viaje de retorno a Judea. En aquel momento me di cuenta que Saulo era un factor que escapaba a mi control, alguien que podía complicar mis planes. Torpemente improvisé, diciéndole que antes de regresar a Jerusalén se informara bien, que el peligro se hallaba en Cartago Nova —fue la primera ciudad remota que acudió a mi mente—, que Jesús y sus desarrapados discípulos apenas eran la punta de lanza de una conspiración más vasta y más peligrosa protagonizada por ricos comerciantes de fuera de Palestina contra las autoridades del Templo y que en Cartago Nova residía la cabeza de la conjura. Saulo me escuchó sorprendido y desconcertado y con no poco recelo. Mi invitado esperó instrucciones del Sanedrín y tres semanas después de entrar en mi vida, la abandonaba con destino a Hispania. Le acompañé al puerto de Alejandría, y recuerdo que le abracé con efusividad simulada antes de que ascendiera por la pasarela por la que se accedía al buque, le saludé mientras aún pude distinguir su figura sobre la cubierta y, por último, respiré hondo, aliviado, cuando por fin la línea del horizonte engulló la nave.

Al día siguiente de la partida de Saulo, vendí mi casa y enseres, tomé dinero en préstamo a un usurero, compré unas sandalias nuevas y me uní a una caravana que se dirigía hacia Palestina.

Una semana más tarde (no sé cómo Moisés tardó cuarenta años en hacer el mismo recorrido), dejé la caravana y me detuve a comer en una posada de Emáus, a sesenta estadios de Jerusalén. Antes de entrar en la Ciudad Santa quería recabar información acerca de cómo estaba la situación política. Atendía, con diligencia, un joven llamado Daniel. Como ya había terminado la Pascua, el establecimiento se hallaba vacío de clientes. Mientras se asaba el cordero que le había pedido, entablé conversación con el mozo sobre cuestiones intrascendentes, preguntándole de todo un poco; un delicioso vino de Fenicia alegraba mi ánimo. Cuando creí llegado el momento oportuno lo interrogué en un tono distraído:

—¿Quién es ese tal Jesús de Nazaret? Me topé con unos mercaderes que iban hacia Damasco que me hablaron muy bien de él.

El muchacho abrió los ojos con desmesura en un gesto de sorpresa:

—¿Eres tú el único forastero que no sabes las cosas que han acontecido en Jerusalén en estos días?

—¿Qué cosas?

—Ese por el que preguntas era un profeta poderoso en obra y en palabra. A Jesús lo entregaron los sacerdotes a nuestros
gobernantes, lo sentenciaron a muerte y lo crucificaron en una colina que llaman Gólgota. Ocurrió antes de ayer —añadió, bajando la voz, como si hablara consigo mismo—, día catorce del mes de Nisán.

—¿Gólgota? —atiné a preguntar aquella intrascendencia negándome a aceptar lo que estaba escuchando.

—Nombrada así porque en una de sus laderas se reconoce la forma de una calavera. —El joven hizo una pausa, un gesto de aflicción ensombrecía su rostro—. Esperábamos que él fuera el que había de redimir a Israel. —Llegados a ese momento, plenamente consciente de la trascendencia de la noticia, sentí un escalofrío que casi hizo que se me cayera el jarro de vino de la mano. Hubiese querido poder disimular mi semblante, pero me fue imposible—. Tú eres uno de sus seguidores, ¿verdad?, me preguntó —asentí con la cabeza, con timidez—. Ha sido muy triste. El pueblo clamó por la vida del profeta, pero no pudieron salvarlo; el Prefecto Poncio Pilato, en previsión de altercados, había desplegado a la guarnición y la ciudad estaba tomada. El gentío protestó, pero no estaban dispuestos a rebelarse y arriesgar sus vidas. ¡Ese imbécil de Poncio Pilato! Porque, además de criminal, es un idiota que hizo el ridículo; el pueblo gritaba liberen a Bar Abbá (que en arameo significa hijo del padre), que era el apelativo cariñoso con que las gentes llamaban a Jesús porque siempre comenzaba sus oraciones con la palabra Abbá (padre). Y Pilato accedió, y dijo que para honrar la Pascua sería magnánimo y liberaría a ese tal Barrabás que le reclamaban, creyendo que se referían a otra persona.

—Chico, ¿tú has sido testigo de todo eso? —estaba atónito.

—Yo no pude ir a ver a Jesús porque aquí había mucho trabajo por esos días, pero mi hermano, que comercia con especies y esencias, sí estuvo presente. Él te puede jurar que estas cosas son ciertas. En estos momentos se halla fuera, ultimando un negocio, cuando regrese podrás charlar con él. A quien llegué a ver fue a María de Magdala, esposa de Jesús, vino con otras dos mujeres a comprar áloe, mirra y los demás ungüentos con los que se amortaja un cadáver. Traían una carta de pago de un tal Nicodemo. La viuda conversó largo rato con mi madre, que fue la que las atendió. Curiosa la historia de la mujer de Magdala; le contó a mi madre que se enamoró de su esposo después de que el Maestro le expulsara siete demonios que llevaba dentro. Además, no parece judía, es una mujer de cabellos rojos y sus ojos son verdes.

El mozo interrumpió su relato para servirme la carne, aunque a mí se me había pasado el apetito; pagué la comida sin tocarla y abandoné la taberna, aturdido, sin saber qué hacer ni a dónde ir. Todo había ocurrido demasiado deprisa, de manera implacable. Caminando sin rumbo fijo, abandoné la aldea y comencé a deambular por estrechos senderos franqueados de olivares, vides e higueras. Sudaba, sentía un calor y una excitación espantosa, parecía que alguien me hubiera sajado el pecho y, tras arrojar una brasa en mi corazón, lo hubiera cosido después. Mis planes se habían esfumado como en una mala jugada de dados, pero aquello, curiosamente, ya no me importaba. De la avalancha de sentimientos que se estrellaban como olas en mi conciencia, el primero que me arrebató fue el de un violento enojo hacia mi hermano por haberse dejado matar, por haber ido como un cordero directamente hacia el holocausto. Comencé a insultar a Jesús en voz alta: “¡Imbécil!”. Después pasé a la indignación por su homicidio y al odio intenso hacia sus verdugos. ¿Cómo habían podido matar a mi hermano, la persona más integra que había puesto los pies sobre la tierra? ¿Cómo podían ser tan criminales? También insulté al mismo Dios por permitir su muerte. Imaginé a mi hermano en la cruz y, con terror, vislumbré mi propia imagen; las piernas me flaquearon y tuve que sujetarme a un olivo para no desplomarme. Y fue entonces cuando recordé, aún con mayor horror, que yo había deseado la muerte de mi hermano en numerosas ocasiones, que incluso había
rezado por ella, y ahora mi plegaria había sido atendida. ¡Enhorabuena! Deseo cumplido: tu hermano gemelo crucificado. Me sentía, acaso, ¿satisfecho?, ¿vengado?, ¿reivindicado?, ¿feliz?, ¿liberado? ¿Qué clase de individuo desea la desaparición de su gemelo? Y hablábamos precisamente de Jesús, al que había maltratado sin que jamás se revolviera contra mí, del que solo había recibido amor y buenos consejos. Y fue como si mis ojos, de repente, viesen las entrañas de mi alma, pues me contemplé desnudo de justificaciones, con todas mis miserias y mi mezquindad al descubierto, y no pude soportarme. La opinión que durante todos aquellos años me había fraguado de mí persona estaba hecha añicos y sus restos me repugnaban. La ballena de la vergüenza me engullía y me sentía caer como en esas pesadillas en que uno sueña que se precipita al vacío. Aún pude caminar un trecho, llorando, gritando y balbuceando incoherencias como un poseso. Un tardío y solitario almendro en flor, cuyos pétalos se iban desvaneciendo dejando un mantillo albo sobre la tierra, quebraba con su blanca presencia el tedioso y ceniciento horizonte de olivares. Aquella alegría natural me pareció insolente en una jornada luctuosa. Me arrodillé frente al árbol y golpeé, repetidas veces, mi frente contra el tronco en un sincero deseo de infligirme daño, buscando el dolor, buscando borrarme de la faz de la tierra, hasta que el férreo sabor de la sangre en los labios me recordó que estaba vivo. Había sobrevivido a mi hermano; yo, el peor de los dos, vivo hasta el fin de mis días. Al mismo Dios que acababa de insultar le imploré su castigo, el más atroz que quisiera enviarme: “Que se haga tu voluntad y no la mía”, grité, rasgándome las vestiduras. Y entonces, agotado, al borde del colapso, desfallecí junto al almendro.

Al despertar comprobé que unos ladrones se habían llevado mi equipaje y la bolsa en la que traía mi dinero. En aquel suceso contemplé la mano del Supremo Hacedor y lloré agradeciéndole que comenzara a aplicarme la penitencia que me tenía reservada.

Anduve abatido durante un tiempo —que no sabría acotar— por los campos que rodean Jerusalén. Los escasos lugareños con los que tropezaba huían aterrados al verme, pues creían contemplar un espectro. El cielo se ceñía con la hora del crepúsculo y un sol moribundo dejaba jirones de nubes con tonalidades anaranjadas como mortajas transidas de sangre. Sin importarme que me alcanzase la noche en pleno campo, deambulé hasta
escuchar
unos sollozos delicados y sentidos. Al rodear un montículo contemplé, bajo la luz mortecina del ocaso, a una mujer que lloraba en la proximidad de un sepulcro abierto, horadado en una peña, junto a un huerto. Su aflicción, su cercanía a un lugar de muerte y el advertir que llevaba un desgarro en su ropa en señal de luto me hicieron suponer que me hallaba ante una joven viuda. Me acerqué con sigilo; ella, al advertir mi presencia, me dio la espalda con pudor y se ciñó el velo sobre sus cabellos de color cobre, y, sin dejar de llorar, se inclinó hacia el sepulcro y apoyó su frente contra el canto de la roca semicircular que había sellado la tumba.

Me arranqué la sangre reseca de mis cabellos y traté de recomponer mi compostura:

—¿Por qué lloras, mujer? —inquirí, con tono serio.

—Porque han tomado a mi señor y no sé dónde lo han llevado —y diciendo esto, se volvió hacia mí.

La mujer cortó, en seco, su llanto y me miró con ojos despavoridos, su boca quedó abierta por unos segundos. “Parece que ha visto un espíritu”, me dije. De inmediato, se arrojó a mis pies, los besó con furia, los bañó con sus lágrimas y los enjuagó con sus cabellos; y todo lo hizo a pesar de mis ruegos para que se irguiera, una oposición no muy recia debido a mi desconcierto; pensé que se trataba de una loca. Tras besarme en los pies, su boca buscó mi rostro, siguió besándome las mejillas, los párpados, hasta que sus labios se pegaron a los míos y su lengua fue a encontrarse con mi lengua. Fue cuando intuí que aquella mujer que me besaba con pasión era María de Magdala, la viuda de mi hermano. Parecía creer que Jesús había resucitado:

—¡María! —exclamé.

—¡Maestro! —me respondió—. Siente mi corazón —dijo, atrayendo mi mano derecha a su pecho izquierdo—. Y al palpar, percibí algo más que los latidos desbocados. Por encima de la túnica se adivinaba su delicioso pecho, ni muy pequeño, ni muy grande, acogedor y cálido. Y sí, sentí que la vida me reclamaba, y era como si la vida misma me gritara, ordenándome superar el dolor; y la vida tenía cuerpo de mujer. Contemplé, en la penumbra, un rostro joven, bello pese a la pena y el asombro. Acaricié sus cabellos largos, rojizos y espesos. Vislumbré unos ojos verdes enrojecidos por el llanto, una boca de labios carnales.

—Perdóname, porque he dudado —dijo María.

—¿De qué dudas me hablas?

—Creí que habías muerto para siempre, dudaba de tu resurrección. He dudado de tu palabra, mi esposo, mi Maestro.

Traté de consolarla:

—No te avergüences. —¿Cómo decirle que era el hermano gemelo de Jesús? No supe, no quise, no pude deshacer el equívoco.

—Cuánto has tenido que sufrir por amor —añadió acariciando con gesto maternal mis mejillas. Y después tomó mis manos y las examinó pasando sus dedos por la cara interior de mis muñecas—. No tienes las marcas de los clavos. Te han crucificado y no veo las heridas.

—De la misma forma que no sé ni cómo ni qué hago aquí, tampoco sé cómo estoy indemne —manifesté todo esto sin pensarlo, cediendo a un impulso.

María agachó la cabeza y durante un minuto la mantuvo inclinada, como si tratara de hallar una respuesta. Cuando la irguió declaró:

—De la misma manera que el Señor con su Poder y su Gloria obró el milagro de tu resurrección, así mismo borró las huellas del escarnio y la agonía. —No en ese momento, pero, pasado el tiempo, medité acerca de ese instante decisivo en que María rubricó con aquella sentencia su propio convencimiento en la resurrección de su esposo, al que profesaba un amor que vencía a la muerte—. ¡Bendito sea el Señor!

—Así sea.

—Tus discípulos han de saber que el Hijo del Hombre ha resucitado.

De repente sentí miedo, aunque no por mí, sino por ella. Estaba tan conmovido por aquella expresión de amor que temí que, si la vieran junto a mí, los que mataron a mi hermano pudieran hacerle daño:

—No temas; ve y da las nuevas a mis hermanos para que vayan a Galilea, y una vez allí, me verán. —No era prudente quedarse en Jerusalén donde no conocía a nadie y en donde acababan de crucificar a Jesús.

Tras marchar María, me quedé un rato meditando acerca de Dios y sus designios, envuelto ya por las sombras de la noche. Sin guía ni indicación, mis pasos se habían encaminado, con exactitud, hacia la tumba de mi hermano en el concreto momento en que su viuda lo velaba; se diría que una mano invisible me había conducido hasta allí, hacía dónde José de Arimatea poseía un sepulcro que cedió para albergar el cuerpo de Jesús. ¿Casualidad? En el estado de conmoción en el que me hallaba, creer en coincidencias equivalía a blasfemar ante el Arca de la Alianza. Creí que Dios tenía una misión para mí, que mi persona era un instrumento del que Él se serviría para hacer llegar a los hombres su mensaje. Llorando de nuevo, me clavé de rodillas y me dije: “Judas, tú no eres tú, tú eres ahora tu hermano, y tu nombre es Jesús. Dios lo manda”.

Ya era noche cerrada cuando decidí entrar en el sepulcro de mi hermano. Quien fuera que hubiera estado allí recientemente había dejado encendido una lucerna, un humilde candil. En un nuevo asombro, hallé la tumba vacía sin más efectos que la sábana de lino, el tallit (manto) de oración y otras telas ensangrentadas que le habían servido de sudario. En los días que siguieron nadie me confesó que tomara su cuerpo. Lo que sí supe, según me contaron más tarde, es que los jefes de los sacerdotes se quejaron a Pilato de que no hubiese destacado una guardia que custodiara la sepultura, tal como le solicitaron, pese haber avisado al prefecto de que Jesús había profetizado su resurrección —supongo que fue Pedro quien les informó— y en consecuencia era previsible que los discípulos del nazareno sustrajeran el cuerpo al amparo de la noche para simular el milagro.

María llegó al lugar en el que se escondían Juan el Sacerdote y Pedro, quien se aprestaba para huir a Galilea, y les
comunicó la buena nueva de la resurrección, pero no la creyeron. Yo, que en aquellos momentos estaba sobrepasado por lo que estaba viviendo, no reparé, hasta mucho tiempo después, en la incongruencia que suponía que Pedro y el resto de los apóstoles, quienes aseguraban haber visto a Jesús resucitar a tres personas, no creyeran en la resurrección del Mesías cuando escucharon la noticia, lo cual me lleva a una conclusión: que el único en creer de buena fe en sus poderes milagrosos fue el propio Maestro —y, si acaso, su esposa—, y que los apóstoles alentaron en torno a Jesús, durante el tiempo que duró su predicación, un ambiente de exaltación y paroxismo en el que cualquier prodigio podía ser creíble. Por eso os digo que quien tenga fe, que crea en la resurrección; a mí me es imposible creer en ella, ya que se supone que soy yo la prueba fehaciente, la evidencia viva de dicha resurrección.

El día en que conocí a María de Magdala fue el primero de cuarenta días de viaje alucinado en los que me convertí en mi hermano Jesús y me dediqué a esconderme y a mostrarme, a aparecer y a desaparecer, tanto en Judea como en Galilea. Durante todo aquel tiempo parecía que el espíritu de mi hermano me poseyera, pues, con total naturalidad, hablaba, profetizaba, caminaba, me movía y actuaba como lo hubiese hecho él. Esperaba a la noche para vagar a través de campos y senderos poco frecuentados, durmiendo por el día allí donde me concedían cobijo, esparciendo la buena nueva —y el misterio— del Mesías resucitado. María no se separaba de mí y, a menudo, y en público, me besaba en la boca con pasión y deliciosa desvergüenza. Yo sentía por primera vez en mi vida la fuerza transformadora del amor, su dimensión mágica, pues todo el que ama se convierte en otra persona. La entrega de María, su abnegación me embriagaba como el más dulce de los vinos. Un brillo especial prendía en sus ojos, una felicidad desmedida la impulsaba; y yo, vapuleado por su alegría y su compromiso, cada vez me tornaba más humilde, más cautivo, y ya no imaginaba mi existencia sin su compañía. Pero no solo era María la que me amaba, me anegaba el amor por doquier: labriegos de rostros roturados por el sol y el trabajo, lloraban como niños al verme, según creían, resucitado; ancianos y jóvenes se acercaban a mí, benevolentes y asombrados, mientras yo les manifestaba: “palpadme, mirad; un fantasma no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”. Todo lo que contemplé me superaba, pues un solo día en la vida de Jesús valía más que diez años de mi vida anterior. Sabía que después de aquello ya no podría volver a ser el de antes. Sentí que estaba perdido y era hallado, estaba muerto y volvía a vivir.

Una noche en que yacía con María, recosté mi cabeza sobre el seno desnudo de mi amada. Enfermo de amor hacia mi hermano, rompí a llorar. María mesaba con ternura mis cabellos; inclinando la cabeza, sus cabellos rojos me acariciaron con levedad y yo, que no sabía describirle aquello que sentía, tan solo sollozaba y, aún sin palabras, ella parecía entenderlo. Fue entonces que comprendí las palabras de mi hermano dichas en el sermón del monte Tabor, transcritas en el informe que llevaba Saulo. Ciertamente el pensamiento de Jesús era muy superior al común de los hombres, por eso el sentido común no podía calibrarlo. Entendí que era necesario deshacerse del rencor, pues, aun cuando somos víctimas de injusticias, el resentimiento nos condiciona y nos envilece, y el inicuo vence por partida doble: por la afrenta que ejerce y por la amarga huella del agravio con que nos mancha, infectando nuestro espíritu y colonizando nuestra memoria. Si queremos combatir el mal, el mal debe ser superado, ha de ser como una tormenta de verano; incluso debemos sentir compasión por el injusto, ahí radica la auténtica superioridad. Jesús quería liberar la mente de las personas, redimirlas de la moral antigua, extirparles las verdades romas y sabidas, pues las reclamaba para su transformación, no para la continuidad y el conformismo. Hablaba de poner la otra mejilla y, de esa manera, proclamando lo que desafiaba toda sensatez, pretendía que las gentes se cuestionasen todo lo que creían saber hasta ese momento. Bien sabía él que lo que les pedía no era práctico, que el ejercicio de la bondad no es ninguna garantía de que en esta vida uno vaya a obtener reconocimiento, reciprocidad u otras bendiciones, pues, tal como advertía, “nuestro Padre Celestial hace llover por igual sobre justos e injustos”. Mi hermano llamaba a ser perfectos como lo es el mismo Dios, nos convocaba a un imposible y, al hacerlo, trazaba el camino a seguir, llenándonos de exigencias morales. Jesús creía en la perfectibilidad del ser humano y, si fue un iluso, su ilusión ha sido la más hermosa de todas. Su milagro no consistió en volver de entre los muertos, sino en poder resucitar con sus palabras y con la coherencia de sus actos, el corazón de las personas. Y el comprender estas verdades era por lo que yo lloraba como un infante, tocado por el alma de Jesús. Ya no sentía rencor respecto a las malas experiencias del pasado, me había liberado.

No pasó mucho tiempo en que me reuní, por fin, con los apóstoles en Galilea, en el monte Arbel, un promontorio de peñascos cercano al mar de Genesareth, lugar en el que María de Magdala los había convocado en mi nombre. Los hallé a la hora de la comida y al verme se postraron unos, aunque otros no lo hicieron, y entre estos: Jacobo, Santiago, Juan, Pedro y Andrés. Los cinco apóstoles citados vacilaron y expresaron dudas acerca de mi regreso a la vida. ¿Quién pensaban que era? ¿Acaso conocían que Jesús tenía un hermano gemelo y habían llegado a la conclusión de que lo había suplantado? He de deciros que nadie mencionó a gemelo alguno. Por mi parte, las precauciones que dispuse para que no se descubriera mi engaño fueron improvisadas y someras: abstenerme de pisar Nazaret y alejarme de mi aldea natal cuanto pude, e, incluso, en algún momento me disfracé tratando de no ser reconocido, cosa que logré en algunas de mis apariciones, incluso entre mis discípulos. Pero, si entre ellos había quienes conocían mi embeleco, ¿por qué no desvelaron mi secreto y me repudiaron como impostor?, ¿qué propósitos ocultaron, entonces, con su silencio? La actitud exhibida por los apóstoles me movió a afearles por su incredulidad.

Tras mi reprensión, me dispuse a comer con ellos: “La paz sea con vosotros”, dije bendiciendo del ágape. Tomé un trozo de pan, lo partí con mis manos y lo distribuí entre los reunidos. Y me hallaba comiendo un pescado asado junto con el pan, cuando Pedro, sin consideración ni respeto a la sagrada hora de comer, me preguntó, con la aquiescencia del resto:

—Señor, ¿restituirás en este tiempo el reino a Israel?

—No os toca a vosotros saber los tiempos ni las razones que el Padre ha guardado en su propia Voluntad —respondí, tras una pausa, molesto porque me estaba interrumpiendo la comida y tenía hambre; pero, sobre todo, porque seguían mostrándose suspicaces.

Insatisfechos con mi respuesta, insistieron en interrogarme acerca del Final de los Tiempos, por lo que añadí:

—El día del Señor vendrá como ladrón en la noche —y como no entendieron la metáfora, se la tuve que aclarar—. Respecto de aquel día o aquella hora, nadie sabe cuándo será, ni aun los ángeles en el cielo, ni tampoco el Hijo, sino el Padre. Pero en verdad os digo que no pasará está generación sin que todo esto sea hecho. Y que hay algunos de los que están aquí que no probarán la muerte hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su Reino —añadí la última profecía para conformarles y para que no me importunaran más.

Sin embargo, siguieron preguntando y me irritaron tanto que me quitaron el apetito, por lo que me levanté y me fui sin responderles ni despedirme. Desaparecí de su presencia, al menos por aquel día, aunque ya no logré zafarme de ellos hasta el momento de mi huida. No conocía a los apóstoles y admito que me llevé de ellos una primera impresión pésima. Sé que hay gente que nunca estará contenta y que siempre desdeñará, por el placer de criticar, lo que uno haga; personas ciegas a todo lo que sea la grandeza ajena. Individuos que mi hermano tuvo que soportar y a los que retrató con agudeza: “Os tañimos flauta y no bailasteis; os cantamos lamentos fúnebres y no plañisteis. Porque vino Juan el Bautista, que ni comía pan, ni bebía vino, y dijeron: ¡Demonio tiene! Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen; ¡He aquí un glotón y un borracho!”. Pero, aun conociendo la naturaleza humana, lo que estaba viendo y oyendo lo superaba todo. ¡Por el amor de Dios! se suponía que Jehová me había levantado de entre los muertos y, aun así, aquella gente seguía recelando, ¡increíble! Todavía no les perdono que, en el momento más excelso de mi vida, me turbaran con sus mezquindades y cortedad. Yo, que fui feliz como nunca lo he sido durante aquella cuarentena maravillosa que pasé con mi amada María, tuve que contemplar cómo aquella nube sucia de apóstoles desmerecía el límpido firmamento azul de mi gozo; porque, quizás, la felicidad completa sea inalcanzable por ser atributo de Dios y no de los hombres, y hasta en el mismo Cielo habremos de disputársela a los ángeles.

Con todo, lo peor no fue la decepción que me produjeron los famosos apóstoles, pues la historia de la infamia nunca se detiene. Llegó a mis oídos que mataron a Esteban, uno de los primeros nazarenos, quien murió con el nombre de Jesús prendido en los labios y solicitando el perdón de Dios para aquellos que le quitaron la vida; crimen al que había que añadir una circunstancia que lo hacía para mí aún más alarmante: Saulo de Tarso estaba entre los que lo lapidaron. Era obvio que Saulo sospechó de mi persona durante la visita que me hizo en Alejandría y que nunca llegó a desembarcar en Cartago Nova y que, hallándose en Palestina, no se detendría hasta darme caza. Era cuestión de tiempo que Saulo o cualquiera de los secuaces del Sanedrín llegasen hasta mí y hasta María de Magdala. Mientras tanto, mis apariciones fueron causando cada vez mayor revuelo, hasta el extremo de encontrarme en una ocasión ante una asamblea de más de quinientas personas esperándome. En aquella última asamblea les previne, aunque sin nombrarlo, acerca de Pedro: “Yo sé que después de mi partida entrarán entre vosotros lobos voraces que no perdonarán el rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres, hablando cosas perversas, a fin de apartar a los discípulos, para que vayan en pos de ellos. Así que no todo el que me diga ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos. Muchos dirán aquel Día: ‘Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios?’ Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí, apartaos de mí, gentes de iniquidad!”.

Mientras descendía del monte en el que había hablado a la multitud, ensimismado en mis pensamientos, incluso sin hacer caso a mi amada María ni tampoco a los fieles que me seguían enfervorecidos jaleándome, como aquella mujer que me gritó: “¡Bienaventurado el seno que te trajo y los pechos que mamaste!”, regándome a preguntas, bendiciéndome o tan solo aspirando a poder tocarme aunque solo fuese la tela de mi túnica, entendí, con clarividencia, que mi actuación como usurpador de mi hermano se había vuelto insostenible y que debía cesar en ella. Y fue tras aquella jornada que comencé a sentir con aprensión cómo se espesaba la noche y la niebla del acoso a mi alrededor. Tocaba protegerme y, sobre todo, proteger a María.

A todo esto, averigüé que Pedro estaba celoso de María de Magdala, por ser ella el discípulo que mi hermano más amaba y la que había recibido las enseñanzas más aventajadas por parte del Maestro. En un intento de apaciguar la envidia que abrasaba a Pedro, le prometí que en mi ausencia él sería el jefe de mi Congregación y le confiaría las llaves del Cielo en la otra vida
(precisamente a él, que como supe más tarde, había negado hasta tres veces a Jesús tras su prendimiento; él, al que mi hermano en una ocasión le había llamado Satanás, por no poner su mirada en las cosas de Dios, sino en la de los hombres; él, a quien el Maestro tildaba de zoquete e impulsivo); y hasta el infierno le hubiera prometido con tal de proteger a mi amada María. Y fue así que, ante todos, le retiré la primacía de la iglesia a María y se la conferí a Pedro con el encargo de que pastoreara a mis ovejas tras mi marcha —ya tenía en la mente la idea de huir junto con mi amada—. Sin embargo, enseguida me percaté que aquellas promesas de gloria no bastarían para refrenarlo y supe que, si a mí me pasaba algo, Pedro entregaría a María para que la matasen. Con un sufrimiento indecible comprendí que María, a la que consideraba ya mi esposa, jamás estaría segura mientras permaneciera a mi lado. No nos iban a dejar en paz, yo llevaba la causa de mi persecución inscrita en mi faz y eso no podía cambiarlo. Las zorras tienen madrigueras, las aves del cielo nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde poder recostar su cabeza. Y fue por amor que tuve que renunciar al amor. Me llegó la noticia de que un navío estaba próximo a zarpar desde Cesarea Marítima rumbo a las Galias, así que exhorté a María a que marchara a dicho puerto y se embarcara en él. María se resistió a abandonarme:

—Siempre me dijiste que, si algún día me faltabas o debíamos separarnos por algún motivo grave, debía ir a Nazaret y buscar amparo en la casa de mi suegra; “He ahí tu madre”, me decías. ¿Y ahora me pides que me embarque con destino a un país remoto del que nada conozco?

—El Señor, que me ha levantado de entre los muertos, así me lo ha ordenado. Vete tranquila, yo me reuniré más adelante contigo.

María lloró y al cabo de un rato, ya más repuesta, mientras se acariciaba el vientre, me preguntó:

—¿Qué nombre le pondremos? —Se refería al hijo que llevaba dentro, cuyo padre era Jesús.

—Judas, si es varón y Sara si es niña. ¿Te parece bien?

—Así sea.

La noche anterior a su partida, interrogué a María para que me explicase cómo fue la última semana de vida de mi hermano:

—¿Cómo te voy a referir lo que tú mismo sabes? —me interpeló, extrañada.

—Apenas recuerdo nada de aquellos días, no sé por qué. He llegado a pensar que, de la misma manera que el Señor borró de mi piel las lesiones que dejaron los clavos, Él así ha tachado de mi memoria todo lo ocurrido. Me imagino que, en un acto de amor, ha querido ahorrarme el recuerdo del sufrimiento.

—Hay personas que, tras un accidente vulgar, han perdido la memoria. Tú, que has resucitado, bien podrías sufrir tales desvaríos. Pero si esa ausencia de recuerdos proviene del Señor, ¿quién soy yo para contradecir Su Voluntad?

—La continuación de mi obra depende de que conozca con certeza lo que pasó.

—¿Qué quieres saber?

—Todo. Desde las circunstancias que envolvieron mi entrada en Jerusalén hasta el instante de mi muerte.

Vacilante, María accedió a complacerme. Antes de comenzar a narrarme los hechos, me aclaró que ella había sido testigo de la mayor parte de los mismos, y que lo que no conocía por sí misma, lo sabía por los testimonios de los apóstoles.

Según su relato, Jesús reunió a sus discípulos una semana antes de la Pascua y les anunció que se proponía encabezar, en calidad de Mesías, un cambio profundo en todos los órdenes que traería la justicia del Reino de Dios a la tierra (“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”). Este gobierno de Dios proporcionaría una abundancia tanto material como espiritual. La abundancia material se obtendría mediante la supresión de las injusticias y el reparto de las riquezas, y la abundancia espiritual sucedería tras una profunda reforma religiosa. Según lo que me expuso María —a la que insistí para que tratara de reproducir las palabras exactas dichas por mi hermano—, los atributos del gobierno que Jesús soñaba erigir venían a ser, resumiendo, los siguientes: La autoridad no procedería de privilegios de cuna ni se basaría en ninguna otra causa, sino que emanaría de la autoridad ética de aquel que con mayor rectitud sirviera a la comunidad (“Si alguno de vosotros quiere ser grande, sea vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, sea siervo de todos”). En consecuencia, el ejercicio del poder no podría ser jamás objeto de provecho personal (“Ningún siervo puede servir a dos patrones, porque necesariamente odiará a uno y amará al otro o bien será fiel a uno y despreciará al otro. No podéis servir al mismo tiempo a Dios y al dinero”). Junto a los cambios de gobierno habría de producirse un renacimiento espiritual en el que la búsqueda de la iluminación divina y la observancia del sentido de la justicia sustituirían al lucro como fuente de prestigio y gozo (“Mirad, y guardaos de toda suerte de codicia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee”). En cuanto a la religión, Jesús abogaba por una relación íntima entre el creyente y Dios (“Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, porque ellos aman estar en pie orando en las sinagogas para ser vistos. Más tú, cuando ores, entra en tu aposento, y habiendo cerrado tu puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará”). Ausencia de intermediarios entre el Creador y sus hijos que, por lógica, conllevaría la abolición del sacerdocio (“Los escribas y los fariseos aman el primer puesto en las cenas y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y ser llamados rabinos. Mas no seáis vosotros llamados rabinos, porque uno solo es vuestro Maestro, y vosotros todos sois hermanos. Y a nadie llaméis padre, porque uno solo es vuestro Padre, el cual está en los Cielos”). Así mismo se desaprobaría la mortificación de los fieles, pues Jesús no creía que el ser humano hubiese venido al mundo a sufrir (“Los escribas y los fariseos se sientan en la cátedra de Moisés y atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres, pero ellos mismos no quieren moverlas”). La nueva fe aborrecería de los ritos abigarrados y huecos de contenido (“Y orando, no uséis de vanas repeticiones, como los gentiles, porque ellos piensan que por su mucho hablar serán oídos”); a la vez que se opondría al exceso de normas y al uso cínico de estas —el culto judío contaba con doscientos cuarenta y ocho mandatos y trescientas sesenta y seis prohibiciones— (“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque diezmáis la hierbabuena, el eneldo y el comino, y habéis desatendido las cosas más importantes de la Ley, a saber, la justicia, la misericordia y la fe”). Y, por último, vinculaba la fe a una ética, sin la cual, toda actividad piadosa es yerma (“Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros. En esto consiste la Ley y los Profetas”). Mi hermano se disponía a realizar su proeza de poner el mundo al revés sin intriga alguna, de una forma simple: entraría en Jerusalén como el profeta Zacarías había predicho que lo haría el Rey prometido por Yahvéh, sobre un asno. Ascendería hasta el Templo y, asentado en él, predicaría públicamente y se proclamaría Mesías ante la nación de Israel. Amparado por el pueblo, esperaba ser ungido como el Salvador, tras lo cual, a sus oponentes no les quedaría más opción que reconocerlo. Todo esto debía producirse sin derramamiento de sangre y contando con la ventaja que la ciudad estaría repleta de peregrinos que habrían acudido a celebrar la Pascua. No dudaba en lograr el apoyo popular, sencillamente se trataba de recoger los frutos de aquello que venían sembrando desde hacía tres años por toda Palestina. Pedro preguntó a Jesús si existía una estrategia alternativa en caso de que los acontecimientos no se desarrollasen como el Maestro preveía. Jesús le tildó de “hombre de poca fe” y añadió que no podían fracasar, pues Dios estaba con ellos; hacían Su Santa Voluntad.

Tal y como había predicho mi hermano, el día siguiente al Sábbath entró en Jerusalén y las muchedumbres enardecidas lo alabaron al grito de “¡Bendito el que viene, el rey, en nombre del Señor!”. Los discípulos que acompañaban a Jesús no paraban de felicitarse unos a otros sin lograr contener su emoción al contemplar un mar de gentes que les recibían como libertadores.

El lunes, Jesús y sus discípulos y una multitud tras ellos subieron al monte del Templo. Los apóstoles, galileos pueblerinos, se admiraron de la magnificencia del Recinto Sagrado y le gritaron a Jesús: “Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios!”.

Llegado a este punto de la narración, la visión del Templo de Jerusalén se me hizo presente en la memoria con precisa vigencia. Construido sobre el monte Moriáh, en la parte más visible de la ciudad, destacaban en un primer vistazo la alta torre del Santuario y sus enormes muros recubiertos con espesas placas de oro y mármol que refulgían al sol. Mostraba tal cantidad de mármol blanco, jaspeado con vetas rojizas y azules, que desde lejos parecía una montaña nevada. Contaba con nueve grandes puertas que daban acceso al Recinto, ocho de ellas vestidas totalmente de oro y plata, lo mismo que sus jambas y dinteles, y la novena en bronce de Corintio, que sobrepasaba en valor a las otras decoradas en metales nobles. En su interior abundaban los portones, también forrados con láminas de oro y plata; así como los candelabros, copas, cadenas y utensilios sagrados, áureos y argénteos. María, que me vio abstraído en mis recuerdos, me preguntó si quería que siguiese con el relato de los hechos. Le rogué que prosiguiera.

María retomó el recuento de aquello de lo que fue testigo y me narró que Jesús, tras acceder al monte del Templo, halló en el patio de los gentiles a numerosos cambistas que facilitaban las monedas precisas para la compra de animales que habrían de sacrificarse por Pascua, así como a otros mercaderes que profanaban con su comercio el Recinto Sagrado, lo que le indignó sobremanera. Portando en la mano un azote de cuerdas, los expulsó a latigazos mientras censuraba, a gritos, que hubiesen convertido aquella casa de oración en una cueva de ladrones. Acción, esta, que le granjeó una simpatía entusiasta por parte del pueblo, pues era de conocimiento general que la venta de animales para los sacrificios lo controlaba la familia de Anás —suegro del Sumo Sacerdote, José Caifás— y de la que se enriquecía con desmedidos beneficios a costa de lo que era de obligada compra por prescripción religiosa. Purificado el Templo con su acción, mi hermano penetró en el atrio interior por la puerta oriental y allí se instaló, a los pies del Santuario. Jesús comenzó a predicar a la muchedumbre que, entre osada y atónita, le había seguido: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero, y me hospedasteis, desnudo y me vestisteis, enfermo, y me visitasteis, estuve en la cárcel, y acudisteis a mí”. Y muchos de los que escucharon la prédica le preguntaron extrañados: “Maestro, ¿cuándo hicimos todas esas cosas?”. A lo que Jesús respondió: “En cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos, a mí me lo hicisteis”. Sobrecogido por el sermón, un joven rico se dirigió a mi hermano llamándole “Maestro bueno”, por lo que Jesús le reprendió con severidad: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino solo Dios”. Y la gente humilde comprendió que el ideal que propugnaba no consistía tanto en ser bueno, como en ser justo, y celebraban su sabiduría comentándose unos a otros: “Verdaderamente este es el Mesías que esperábamos”.

Ocupado el Templo por los partidarios de mi hermano, y arrinconados los poderosos que hasta ese momento habían tenido allí su sede, estos —jefes de los sacerdotes, escribas y otras autoridades— trataron de oponerse a Jesús, pero no hallaron cosa alguna que pudieran hacer porque todo el pueblo estaba pendiente de los labios de su Redentor. Satisfecho y confiado acerca de cómo su plan se cumplía con exactitud profética, Jesús marchó a pasar la noche a casa de su amigo Lázaro, en Betania. Acababa de cometer su primer error.

Jesús regresó el martes por la mañana a Jerusalén y reinició su predicas en el Templo. Mientras tanto, sus enemigos habían pasado toda la noche conspirando. Entre el pueblo comenzó a cundir el desconcierto porque veían como aquellos que se oponían a Jesús, e incluso exigían abiertamente su muerte, seguían libres y acechantes, y hasta le visitaban y debatían con él. Y no era menos sorprendente que los romanos no respondieran al acto de sedición protagonizado por el nazareno al entrar como MesíasRey en la ciudad, siendo motivo de sospecha y causa de rumores que la guarnición estuviese acuartelada desde el viernes en la fortaleza de la Torre Antonia, la ciudadela militar próxima al Templo. Sin la más mínima desazón, Jesús siguió predicando, explicando parábolas y denunciando a los hipócritas. Incluso se permitió despreciar a los jefes de los sacerdotes y a las autoridades allí presentes, a los que consideraba corruptos: “En verdad os digo que los publicanos y las rameras os van delante en el Reino de Dios”. Tampoco evitó tachar a los escribas y fariseos de “sepulcros blanqueados por fuera, pero llenos de podredumbre por dentro” y “raza de víboras”. Fue su segundo error. El pueblo celebró las palabras de mi hermano, pero aquellos insultos cohesionaron a sus enemigos, que afirmaron su oposición con más encono, cerrando la posibilidad de atraer a algún miembro de las clases dirigentes a su causa. A media mañana, una comisión de fariseos y herodianos abordó a Jesús con la intención de entramparle: “¿Es lícito pagar el tributo al emperador, o no? ¿Lo pagamos, o no lo pagamos?”. Si Jesús admitía la licitud del tributo, aparecería como colaborador de los romanos; si respondía que no, era posible que provocase una reacción de Pilato. Jesús les pidió que le mostrasen un denario y les preguntó: “¿De quién es la imagen y esa inscripción?”. Ellos le dijeron: “Del emperador”. Y Jesús les dijo: “Lo del emperador, dádselo al emperador y lo de Dios, a Dios”. Mi hermano se zafó de la trampa con bastante ingenio, pero no pudo evitar que sus enemigos tergiversaran sus palabras dando a entender que no pretendía abolir el pago de tributos a Roma, lo que tuvo unas consecuencias nefastas. Aquellos que simpatizaban con los zelotes —y hasta entonces le habían apoyado como libertador, pero de una manera crítica, pues no entendían que no hubiese armado al pueblo desde la primera jornada y por ello despreciaban sus sermones tachándolos de “palabrería”— comenzaron a especular con que era un siervo de los romanos y dedujeron que era por ese motivo por lo que Pilato aún no había sofocado la revuelta, de tal modo que renegaron del él, coincidiendo en el repudio con aquellos grupos minoritarios que apoyaban a las autoridades del Templo. Al mediodía, Jerusalén era un hervidero de controversias en las que discutían con pasión detractores y partidarios de mi hermano. Aunque a esas horas todavía le seguían muchedumbres, Jesús ya había perdido la ventaja de tener a la inmensa mayoría del pueblo de su parte y aunque él no lo sabía, ya tenía la batalla perdida. A primera hora de la tarde, uno de los discípulos de mi hermano, Simón el zelote, que conocía lo que se decía en las calles, llevó a Jesús a un aparte y, hablándole en privado, instó a su Maestro para que hiciera frente a las maquinaciones de sus enemigos:

—Maestro, tú nos enseñaste que las prédicas pueden liberar el alma y el entendimiento de los hombres y es por haber obrado esos milagros que te reconocemos como guía. Pero para liberar a todo un pueblo, cuando las palabras no bastan, es necesario empuñar la espada. ¡Salvador, arma a tu pueblo!

—No lo haré.

—Maestro, ¿a qué esperas?

—Confío en el Señor, Él intervendrá como muestran las Sagradas Escrituras, tal como hizo tantas veces en los tiempos de los profetas, e inclinará la balanza de nuestro lado. El Señor no nos abandonará. —Y dicho esto, un gran trueno apagó sus palabras.

Simón salió irritado de su conversación con Jesús y declaró, en público, que era un charlatán y que le había prometido que su Padre Celestial mandaría una docena de legiones de ángeles con los que derrotar a sus enemigos, lo cual era falso. El resto de la tarde del martes, mi hermano se la pasó predicando en el Templo y departiendo con unos saduceos que especulaban acerca del estado matrimonial que tendría, tras la resurrección, una viuda que se había casado de forma sucesiva con siete hermanos. A favor de la grandeza de mi hermano he de decir que incluso en una situación en que las amenazas hacia su vida se iban tornando más severas a cada minuto que pasaba, él seguía predicando amor. Así, en su respuesta a un escriba que le preguntó cuál era el más grande mandamiento que contenía la Ley, Jesús le dijo: “Amarás al Señor con todo tu corazón y con todo tu entendimiento. Este es el primero y el más grande mandamiento. Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Sin embargo, pese a la buena voluntad exhibida en sus palabras, mucha gente desengañada comenzó a abandonar el Templo, dándole la razón a Simón, el zelote, y a los demás que criticaban al Maestro. Y por si parecía imposible cometer alguna torpeza más, mi hermano todavía fue capaz de errar de nuevo antes de caer la noche del martes. Elogiando la limosna que había ofrendado una viuda, lanzó una diatriba contra los adinerados y contra la rapacidad de los escribas en su relación con los menesterosos, “los cuales se tragan las casas de las viudas”, y criticó la caridad de los ricos que solo ofrendan en limosna lo que les sobra, para lavar sus conciencias y ganar el favor divino, creyendo que este puede ser comprado. Y al escuchar aquellas proclamas, individuos que hubieran respaldado a Jesús en una lucha contra los romanos, pero que deseaban que el resto de las opresiones que imperaban en la nación de Israel se mantuvieran intactas, le dieron la espalda, ofendidos y hostiles. Y a partir de ese momento corrieron rumores que afirmaban que Jesús era un sujeto peligroso que, de consolidar su trono, obligaría a poner todos los bienes en común, de modo semejante en que lo practicaban los detestados esenios que moraban en Qumrán. Y también hubo quien lo acusó de samaritano y otros, incluso, de estar endemoniado. Aquella noche, Pedro esparció en el Templo el rumor de que una tropa romana se dirigía a tomar el lugar. Jesús, para preservar la vida de los centenares de personas desarmadas que todavía permanecían con él, decidió abandonar el Recinto Sagrado, para estupefacción y desamparo de muchos. Mi hermano marchó con los suyos a Betania, pero, incluso allí se sintió que los vientos del destino se le volvían en contra. Para sorpresa de Jesús, su amigo Lázaro, al que había resucitado, le negó hospedaje y nadie más que Simón el Leproso se atrevió a acogerles en su casa.

El miércoles, al amanecer, se reunieron en el palacio de Caifás los principales sacerdotes y las autoridades. Estaban exultantes, apenas un día antes temían perder todo su poder y ahora veían cómo se reconducía la situación a su favor. Así que determinaron apoderarse, con astucias, de Jesús, y matarlo; decían: “Durante la fiesta no, para que no se arme un tumulto en el pueblo”. Esperaban que pasase la cena Pascual para prenderlo, pues era habitual que el viernes muy temprano por la mañana saliesen de la Ciudad Santa, de regreso a sus lugares de origen, los peregrinos; el que la ciudad se vaciara de gentes allanaba sus propósitos. En Jerusalén, los que defendieron a mi hermano se hallaban descorazonados, pues creían que su Mesías había huido como un fugitivo cualquiera, siendo general la opinión de que Jesús hablaba muy bien, pero que solo hacía eso, pues no era un luchador. Y eran muchos los que el día siguiente al Sábbath, habiéndole amado, llegado el miércoles, le odiaban, pues tal era su decepción, frustración y despecho. Y circuló un chiste que hizo fortuna: todo se debía a un malentendido, el galileo había confundido la conmemoración de la solemne Pascua con la alegre y alcohólica fiesta del Purim, celebración en la que los varones están autorizados a beber vino hasta el extremo en que lleguen a confundir los nombres de Amán y Mardoqueo.

A lo largo del miércoles, Jesús permaneció en Betania discutiendo, en privado, con Judas Iscariote y María de Magdala, el rumbo a seguir.

—Maestro —expuso Judas—, debiste actuar como un político y te comportaste como un profeta. El único Dios que entienden el pueblo de Israel y sus enemigos es el Jehová de los ejércitos. El gentío esperaba un caudillo victorioso como lo fue el rey David.

—¿Qué deberíamos hacer? —le preguntó mi hermano.

—Negociar con el Sanedrín una solución de compromiso o, al menos, una tregua que nos permita ganar tiempo. Volver al Templo, para que el pueblo vea que no les has abandonado, y hacer públicas promesas de un gobierno que concite el máximo de apoyos. Y, no menos importante, armar a los que te sean incondicionales por si nuestro destino hubiese de dirimirse con la espada —pronunció, en voz baja, esta última frase.

—Judas, ¿la espada otra vez?

—Maestro…, yo…

—Ve tú a hablar con el Sanedrín, yo no sabría cómo negociar el Reino de Dios. Se hará todo lo que has dicho, menos ejercer violencia.

—Pero, Maestro...

—No. Si tomamos la espada, como pides, con tanta o más razón la empuñarán los partidarios del Sanedrín. Y yo te pregunto: ¿Acaso ves al Mesías dirigiendo o, tan siquiera, bendiciendo una guerra entre hermanos? La guerra no es el camino ni ahora ni nunca. Siempre que se ha tratado de alcanzar fines justos a través de métodos injustos, los métodos han devorado a los fines. De la misma manera en que no se puede obligar a los hombres a que tengan fe, tampoco se les puede forzar a que sean justos. Si queremos enraizar la justicia del Reino de Dios en el alma de las personas, tendrá que ser a través de la persuasión. Es por lo que os exijo tanto a vosotros, y me exijo tanto a mí mismo, porque debemos ser el ejemplo vivo de lo que enseñamos, la vanguardia del Reino de Dios. Bastará con que el pueblo contemple con nitidez la justicia de nuestros propósitos para que se nos una. Recurrir a la violencia sería la más brutal y abyecta negación de todo lo que hemos predicado hasta el momento. Mi Padre es un dios de amor y misericordia. Si desde el día de nuestra entrada en la Ciudad Santa hasta hoy hemos perdido influencia es porque, quizás, me he explicado mal. Mañana haremos una gran cena Pascual en el Templo, y le mostraremos al pueblo nuestro compromiso.

—Maestro, esa manera tuya de avergonzar a los demás desde tu superioridad moral no siempre convence. Hay hombres duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, inmunes a tus invectivas y, ya sea por influjo de Satanás o por una terrenal combinación de pobreza de espíritu y de iniquidad e indiferencia ante el sufrimiento ajeno, no cejarán en su empeño de cometer y tolerar injusticias. Al contrario, al avergonzarlos se revuelven con más furia, como un hervidero de gusanos en el estiércol.

—Tendrías razón si nuestra lucha fuese un puro asunto de hombres, pero estamos en una misión divina, y lo que no es posible para los mortales, es posible para Él. Ten fe.

—Así sea.

—Y ahora, marcha a Jerusalén, reúnete con el Sanedrín y haz los preparativos para la cena de Pascua.

Y mientras esta reunión se producía, Pedro, rabioso de celos al sentirse excluido del círculo de confianza del Mesías, soliviantaba a sus compañeros diciéndoles:

—¡Que se aleje la Magdalena de nosotros!

El jueves, mi hermano se encontró con que sus apóstoles se negaban a regresar con él a la ciudad, pues cundía el derrotismo. Jesús les reprendió: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Cómo es que no tenéis fe todavía? Si tuvierais fe del tamaño de un grano de mostaza, moveríais montañas y las arrojaríais al mar”. Y solo así, hiriendo su vanidad, consiguió que le acompañaran, aunque le siguieron atenazados por un temor fiero. Penetraron en Jerusalén por la puerta del muladar, por parejas y amparados por la noche para no ser descubiertos. Hallaron que el Templo había sido tomado por gente armada. En las inmediaciones del monte de Sión Jesús halló a Judas, que estaba esperándoles. El Iscariote, viendo que no era seguro quedarse en la ciudad, había preparado el cenáculo en una casa extramuros, propiedad de Juan el Sacerdote.

La casa de Juan era amplia y bien aprestada, y su dueño había dispuesto todo lo necesario para el banquete en un salón de techo alto y mobiliario suntuoso situado en el primer piso de la vivienda. El anfitrión, tras besar a mi hermano, se despidió de él sin dejarse ver por el resto de los convidados, pues el tal Juan pertenecía a una distinguida familia sacerdotal vinculada al Templo y prefería mantener en sigilo su fidelidad a la causa de Jesús. Con Juan se marchó también Judas, pues el Sanedrín, reunido en una sesión extraordinaria, le había prometido al Iscariote que aquella misma noche le daría una respuesta a la proposición de iniciar negociaciones.

Tras los lavatorios purificadores y la oración de agradecimiento y bendición del ágape, los comensales se apostaron a cenar recostados en sus triclinios. Nadie hablaba, el ambiente era sombrío. No llevaban mucho tiempo cenando cuando Judas regresó de su encuentro con el Sanedrín y le pidió a Jesús hablar en privado:

—¿Les afecta a ellos lo que tienes que decirme?

—Sí.

—Entonces, dilo en público.

—Caifás ha llegado a un acuerdo infame con los romanos: va a transferir buena parte del tesoro del Templo a las arcas del prefecto, a cambio de su auxilio. Poncio Pilato ha sido muy inteligente, no se ha decidido a intervenir hasta tener la seguridad de que su acción no provocaría una revuelta. Acudiendo en ayuda del Sanedrín, humilla y somete aún más a nuestras autoridades.

—Déjate de intrigas y dinos qué pasará con nosotros —se le encaró Simón, el zelote.

—Una cohorte de tropas romanas a la que se han agregado bandidos pagados por Caifás se están preparando en estos momentos para salir en nuestra búsqueda. El Sanedrín exige que se entreguen el Mesías y sus discípulos sin condiciones; dicen que nos garantizan un juicio justo.

Mi hermano, viendo la gravedad de la situación, y a pesar de su aversión a la violencia, no se atrevió a negarles a sus apóstoles el derecho a luchar por su vida. Así que les aconsejó: “El que tenga bolsa con dinero, tómela, y el que no tenga, que coja su manto y su alforja y venda cada una de estas cosas y compre una espada”. Pero Simón el zelote interpretó que mi hermano se proponía dar una respuesta insurreccional a la situación: “¿Ahora quieres que nos armemos? ¿Ahora que está todo perdido?”. Y Andrés arrancó a llorar, pues se veía ya crucificado. Cundió el pánico entre los presentes, así que comenzaron a blasfemar y vociferar, insultando a Jesús, al que hacían responsable del desenlace previsible de aquella aventura descabellada y suicida. Tan solo Judas y María guardaban la compostura.

Mi hermano, contemplando que se portaban de manera indigna, trató de avergonzarlos:

—Ya veo que entre vosotros hay quien me traiciona.

—No, no —protestaron airados los apóstoles.

—Señor, dispuesto estoy para ir a la cárcel e, incluso, a la muerte —gritó Pedro.

—¿Tú? Tú serás de los primeros en escapar corriendo —le replicó mi hermano—. En verdad te digo que en cuanto te veas en peligro, renegarás de mí. —Viendo que era inútil tratar nada con ellos, Jesús se apartó con Judas y María en una habitación para hablarles en secreto:

—Judas, ¿cómo ves la situación?

—Desesperada.

—¿Qué propones?

—Huir sin demora.

—Huyendo no solucionamos nada, si nos alcanzan en plena evasión, que es lo más probable, nuestro final será el mismo que si nos quedásemos en Jerusalén, además de poner en peligro a las buenas gentes que nos refugiasen. Escapándonos ahora, nos desprestigiaríamos ante la nación de Israel y perderíamos el favor de Dios. El Hijo del Hombre entró en Jerusalén como el Ungido y no saldrá de la Ciudad Santa como un vulgar fugitivo. No es esa la voluntad de mi Padre.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer si no es tratar de salvar la vida?

—Enfrentarnos a la adversidad. Si quieren enjuiciarnos, que lo hagan. Nunca como en juicio semejante quedará tan contrastada la justicia de nuestras intenciones frente a la iniquidad de sus intereses. Quizás entonces sea el momento en que el pueblo se nos una. Al juzgarnos, serán ellos los que se juzguen.

—Maestro, ese juicio es una trampa, no cedas a ese espejismo, no hay posibilidad de que nos absuelvan.

—Si me llevan a juicio, el pueblo me absolverá y, lo que es más importante aún, el Señor me absolverá. Todavía confío en que Él ha de intervenir en nuestra ayuda, ten fe.

—Salvador, tú sabes que tengo fe, pero fe no es temeridad. Una fe enemiga de la razón se queda en mera superstición. Yo creo que, si el Creador nos otorgó el atributo divino de la razón, haciéndonos superiores a los animales, fue para que la usásemos. Y la razón me indica, me suplica, me implora, que hemos de ponernos a salvo.

—Judas, razonas bien, pero tu fe flaquea y es por eso que crees que no saldrás vivo de este trance. Te diré lo que vas a hacer: ve y negocia mi entrega a cambio de preservar la vida de mis discípulos.

—Maestro, no puedo hacer eso que me pides. — Judas lloraba de rabia e impotencia—. La vida de todos esos histriones juntos no vale lo que vale una sola gota de tu sangre.

—No los juzgues, temen por su vida. Además, tú sabes que debo hacerlo porque, aunque fuese el hombre más impío sobre la tierra, por coherencia habría de responsabilizarme del destino de aquellos que, confiando en mí, me siguieron. Si es la voluntad de mi Padre, pagaré con mi vida la lealtad de los que vieron en mí a su Salvador. Pero mi rendición no puede parecer tal, eso sería demasiado ignominioso y desmoralizante, ha de parecer que me entregas. Y por hacer lo que te pido, tú serás mejor que todos los demás porque sacrificarás el cuerpo de hombre del que estoy revestido, y estarás sentado a mi diestra en el Reino de los Cielos, aunque tu nombre será maldecido durante generaciones.

—No aceptarán un acuerdo semejante —alegó Judas, que se resistía a llevar a cabo aquel mandato.

—Todavía no nos tienen, ¿verdad? Me buscan a mí, aceptarán el trato.

Judas se dirigió a María, buscando apoyo para oponerse a la petición de mi hermano:

—María, ¿tú qué opinas?

—Yo estoy con Jesús —respondió María con determinación.

—Lo haré —prometió Judas con una angustia que le hacía temblar los labios.

Llegados a este punto de la historia que me narraba María, cavilé que si Judas, al traicionarle, estaba cumpliendo un encargo del propio Jesús, lo lógico es que hiciera la tarea completa y también se deshiciera del cadáver de mi hermano para que pareciese que se cumplía la profecía de su resurrección.

De regreso al comedor, Jesús se encontró con que sus apóstoles habían pasado de discutir entre sí a llegarse a las manos y ofrecían un espectáculo vergonzoso, pues hasta el plato de estaño que se reservaba al profeta Elías, por ser esta una cena Pascual, había caído al suelo en la confusión y había sido pisoteado como pisoteados estaban el pan ácimo, las hierbas amargas y el vino derramado. Tan solo Leví, el antiguo recaudador de impuestos, se mantenía al margen de la disputa y trataba de apaciguarlos. Jesús les ordenó callar y les aconsejó:

—Amaos los unos a los otros como yo os he amado.

—¿Por qué hablas en pasado? —preguntó Pedro al Maestro.

Jesús les anunció que no se iban a cumplir los designios de liberar al pueblo de Israel e instaurar el Reino de Dios y su justicia, propósitos que quedaban postergados hasta que se produjera una segunda venida del Mesías a la Tierra. Y, también, que era posible que muriera, pero, en ese caso, no debían estar tristes por él, pues Jehová lo resucitaría para mostrar a los incrédulos su Poder y su Gloria. En lo que se refería a ellos, salvarían su vida terrenal por voluntad del Altísimo. Mi hermano les contó todo aquello porque él era un fanático de esas cosas y creía con sinceridad que él era el Mesías prometido. Así que, si fracasaba en esa primera aventura, habría de producirse necesariamente una segunda parte para que se cumpliese todo aquello que estaba escrito, pues le era inadmisible que Dios fuera a abandonarle o que no sucediese lo que estaba profetizado. Simón el zelote, haciendo un sarcasmo, replicó a Jesús con un discurso en tono falsamente profético:

—De la misma manera que Jonás permaneció tres días y tres noches en el vientre de la ballena, es seguro que el Mesías al tercer día de su muerte resucitará, y no solo eso; pues el velo del Santuario se rasgará en dos, de alto a bajo, y temblará la tierra, y las rocas se hendirán, y los sepulcros se abrirán, y muchos cuerpos de santos, que habían dormido, resucitarán, y saliendo de los sepulcros después de su resurrección, vendrán a la Ciudad Santa, apareciéndose a muchos.

—En verdad os digo que, después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea y allí me veréis —respondió Jesús con expresión seria. Y, escanciando vino en un cáliz, añadió para infundirles ánimos—: ¡La próxima copa, en el Reino de Dios!

Y al escuchar aquello, sus apóstoles pensaron que les estaba embaucando, a lo que le insultaron con furia, le escupieron en el rostro y su vida corrió peligro, pese a que Judas trataba de protegerlo. Entonces María intervino con ademán enérgico:

—No lloréis y no os entristezcáis; no vaciléis más, pues su gracia descenderá sobre todos vosotros y os protegerá. Antes bien, alabemos su grandeza, pues nos ha preparado. Yo le creo —y fue María quien atajó el alboroto de esa manera, pues les abochornó que ¡una mujer! demostrase, en aquellas circunstancias difíciles, tener más coraje y más dignidad que todos ellos.

Superado aquel trance, Jesús declaró que marchaba a orar al Monte de los olivos, y sus apóstoles le siguieron a regañadientes, convencidos con el argumento que profirió Pedro, que era mejor permanecer juntos a dispersarse y que los cazaran uno a uno como a liebres. Viendo que Judas se unía a ellos, Jesús le pidió que marchase a cumplir su encargo:

—Lo que tengas que hacer, hazlo rápido.

Con sigilo, abandonaron las inmediaciones de Jerusalén, cruzaron el torrente del valle de Cedrón y marcharon hasta el cercano Monte de los olivos, al que ascendieron portando antorchas, pues, aunque la luna llena volvía a insinuarse en el firmamento, jirones de neblina desfiguraban aquellos parajes. Estuvieron caminando hasta que el Maestro decidió acampar en un lugar llamado huerto de Getsemaní. Entonces Jesús les pidió a sus discípulos que velasen y orasen para no caer en tentación. Tras lo cual, se apartó de ellos, como un tiro de piedra, para orar en la intimidad. El Monte de los olivos, al oriente de Jerusalén, era la colina en la que, según la profecía de Zacarías, Jehová aparecería para instaurar el Reino de Dios. Jesús aun esperaba un milagro.

Al poco de estar orando Jesús, María se acercó al lugar en el que estaba su esposo e, iluminándole con la luz que desparramaba una antorcha, le arrojó las alforjas y le requirió:

—Vámonos.

—¿A dónde quieres que vayamos?

—Todavía tienes partidarios en muchos lugares, nos darán asilo. Corre, huyamos antes de que se disipe la niebla.

—Entonces, nada de lo que dijiste en la cena era cierto.

—Lo que dije en cena bien dicho está, pero comprenderás que no iba a discutir con nadie la salvación de mi esposo; así que ahora, coge tus cosas y larguémonos de aquí. Seamos personas y no héroes.

—Si huyo ahora, ¿en qué me convierto? En alguien indigno que no quiso asumir la responsabilidad de sus actos. ¿Sabes lo que eso supone? Destruiría la obra que vengo haciendo desde el día en que Juan me bautizó, traicionaría a todos los que creyeron en mí como su Mesías, ofendería al Señor mostrando al mundo que por Hijo escogió a un cobarde y, lo que es para mí más importante en estos momentos, condenaría a una muerte segura a mis discípulos.

—¡Por el amor de Dios! No puedo creerlo. ¿De verdad te vas a sacrificar por ellos? Ninguno es digno de tu magisterio, solo Judas es un buen hombre.

—Están asustados, no los juzgues.

—Entiéndeme, no deseo que les pase nada malo, pero
debemos salvar nuestras vidas. No perdamos más el tiempo. ¡Vámonos!

—Me pides que haga lo que ni los gentiles hacen, pues el centurión comparte la misma suerte que sus hombres.

—No te lo repetiré más. ¡Vámonos!

—Ya sabes la respuesta.

—¡Jesús! —María rompió a llorar—. No aguanto más. Soy una mujer fuerte, he soportado lo que ninguna otra mujer hubiese resistido. Te he acompañado por toda Palestina como una
perra vagabunda, renunciando a tener casa propia; me he resignado a no poseer nada porque todo lo que cae en tus manos lo repartes entre los necesitados, de tal forma que, de morirme ahora, tan solo dejaría dos peines en herencia; y nada de eso me importó, y hasta los infiernos te hubiera seguido gozosa porque tú eras la luz del mundo. Pero no te admito que me dejes viuda, no me puedes hacer esto.

—Respeto tu dolor.

—No, no me comprendes. ¿Por qué, Jesús, por qué? ¿Por qué todo esto? ¿Por qué las cosas no pueden ser como cuando vivíamos en Cafarnaúm? Allí tuvimos nuestra propia casa; yo conseguí durante un tiempo que tú casi olvidaras que eras el Mesías y parecía que habías aceptado que lleváramos una vida parecida a las de los demás, y hasta dejaste de predicar; buscábamos tener hijos, crear una familia. Fuimos felices, entonces. Luego regresaste de meditar en el desierto, poseído por aquella determinación invencible, vendimos la casa, les entregamos lo obtenido a los pobres y nos echamos a los caminos. Todavía estamos a tiempo, huyamos, recoge tus cosas y marchémonos, reharemos nuestro hogar en otro país dónde no te conozcan.

—No me retengas —dijo, y apartó de sí las alforjas.

—Jesús, te amo.

—Nunca debiste enamorarte de un profeta.

Y al escuchar su réplica, María se exaltó, agotada su paciencia:

—¿Y ahora es cuando me lo dices? No me vas a dejar viuda, no te lo consiento, ¿me oyes? No voy a dejar que te sacrifiquen como a un cordero —y diciendo esto, comenzó a darle patadas y golpes a su marido para que reaccionase. Pero Jesús se limitaba a cubrirse con las manos—. Malditos sean tus principios si te llevan a la muerte y maldito sea tu Dios.

—María, por favor —dijo Jesús con suavidad.

—¡No! No me impidas que blasfeme, ¿Qué clase de Dios es el tuyo que permite que maten a su hijo? Ni Satanás haría eso.

Jesús al escucharla comenzó a reír, pero su risa no era alegre, sino tétrica:

—¿Te imaginas por un momento que yo no fuese el Mesías y que todo se tratase de una ensoñación que tuve? ¡Menuda broma!

—¡Estás loco! ¿Lo sabías?

—María escúchame, te lo ruego. —Y la mujer iluminó el rostro de su esposo y vio que estaba bañado en sudor, pese a que no hacía calor, y se percató que estaba sufriendo y dejó de increparle—. Yo no elegí ser el Mesías, fue Dios quien me eligió a mí y eso ocurrió incluso antes del momento de mi concepción. Una vez proclamé que mi yugo era suave y mi carga ligera, mas no para mí. He vivido toda la vida esclavizado, agobiado, aplastado por el peso de la responsabilidad, esquivando imperfecciones, dando incansablemente ejemplo, buscando motivos para compadecer a los que me agraviaban, reprimiendo con disciplina de hierro todo sentimiento de rencor, de ira, de vanidad, escarbando dentro de mí, una y otra vez, para obtener fuerzas, esperanzas y alientos que me evitaran no sucumbir a la tentación de ser simplemente un hombre. Nunca viví con despreocupación, jamás me dejé llevar. Cada acción, cada palabra, cada gesto que hice, incluso el poner un pie delante del otro, no lo hice como Jesús el hombre, sino como el Mesías. Y aunque hice todo esto por convicción, que no por obligación, también te diré que infinidad de veces, en la soledad de la noche, maldije a mi Padre por haberme otorgado el privilegio de ser su Hijo, sintiendo incluso envidia de mis hermanos que no tuvieron más peso sobre sus hombros que el de vivir su vida. Y no te resulte extraño si te digo que hay una parte de mí, quizás la más auténtica, la más íntima, que espera que, tras mi muerte, nadie me siga, nadie me busque, no deje ningún recuerdo, pues no puede ser un modelo aquel que, en su vida, no consiguió ser feliz. Y ahora vienes tú y me exiges que con un solo acto de cobardía malogre el esfuerzo de toda una vida. No puedo satisfacerte, debo ser consecuente hasta el final, no me traicionaré a mí mismo.

—Yo no soy como tú, soy humana. No soy perfecta, no quiero serlo. —Y viendo que la determinación de mi hermano permanecía incólume, la sacudió un escalofrío, pues ahora sí estaba segura que aquel hombre no se arredraba ante la muerte. Retrocedió unos pasos y la niebla difuminó los contornos de Jesús—. Siento que no te conozco... eres extraño. ¿Quién eres en realidad? ¿Nunca cediste a una debilidad? ¿Siempre hiciste lo correcto? —Empezaba a inquietarle lo que antes le había enamorado—. En verdad has de ser el Hijo de Dios porque tu proceder no es propio de los hombres. Si salimos de esta con vida, quiero que me des carta de divorcio. Jesús de Nazaret, no quiero seguir a tu lado. Que el Señor te proteja.

Y, despidiéndose, le dio la espalda. Jesús la dejó marchar sin replicarle, pues comprendía sus razones.

Sin más compañía que la soledad y la angustia, mi hermano se arrodilló y rezó durante un rato; después fue a ver a sus discípulos, a los que halló dormidos. Confiados en la falsa seguridad que les proporcionaba estar fuera de las murallas de la ciudad, se habían dejado mecer por el cansancio. Enfurecido, interpeló a Pedro: “¡Simón Bar Jona! ¿Duermes?, ¿no has podido velar una sola hora?”. Y también al resto de sus apóstoles: “¿Por qué dormís? Levantaos y rezad”. Y, viendo que le miraban con los ojos cargados de sueño y expresión necia, los dio por imposibles, pues tal era la inconsistencia de aquella gente. “Dormid lo que resta del tiempo”. Jesús regresó al rincón que había elegido para rezar y siguió orando con la frente apoyada contra el tronco de un olivo.

María —que ya había salido del huerto y marchaba monte abajo— regresó sobre sus pasos, movida por el presentimiento de que, quizás, aquellas serían las últimas horas que pasase junto a su esposo y no quería que las postreras palabras que le dedicase fuesen de rencor. A su vuelta, ella se encontró a su marido postrado, rezando, y escuchó cómo pronunciaba en voz alta las siguientes palabras: “Padre, todas las cosas, para ti, son posibles. Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz”. Y María entendió que le rogaba a su Padre Celestial que le salvase, pues mi hermano quería vivir, ya que amaba la vida y consideraba que el Dios que predicaba era un Dios de vida y no de muerte. Y, al pensar de esta manera, se le hacía todo aún más penoso y desolador porque sabía que su fin se acercaba. María le iluminó con su antorcha y descubrió a su esposo tembloroso y empapado, transpiraba un sudor espeso que le corría como grandes gotas de sangre engrumecida que caían sobre la tierra desde su frente.

—¡María! —dijo, abrazándose a las piernas de su mujer—. Tú crees que Dios existe, ¿verdad?

—No te quepa duda.

—Por fuerza ha de existir. Pues si no hay Dios, y no contamos con la esperanza de la resurrección, ni con una justicia más perfecta que la contaminada y corrupta justicia de los hombres, ¿qué propósito tendría la vida? Estaríamos indefensos y nuestra existencia sería como la de los animales. —Separándose de su mujer y algo más repuesto, siguió hablando—: No hagas mucho caso de las palabras sombrías que te dije antes. Tristísima está mi alma esta noche. Cuando pienses en mí, piensa en la esperanza que brindé a los que nada tenían, en los milagros que realicé, en la bondad y en el consuelo que supe dar y, sobre todo, en que enseñé a los humildes a ser rebeldes, a no conformarse, a no resignarse nunca. Empeñé todos mis esfuerzos en comportarme de manera que los demás vieran en mí al hombre nuevo que habitará en el Reino de Dios, he intentado demostrar desde mi humanidad que otro camino para la humanidad es posible. Y, por encima de todo, recuerda cómo te amé, aunque, a causa de mi compromiso, nunca te correspondí todo lo que tu amor se merecía. No es verdad que nunca haya sido feliz, contigo lo fui. Tu amor ha sido para mí un anticipo del paraíso.

Y su esposa le besó sobre los párpados y lo abrazó con ternura para consolarlo. María le propuso que se entregaran el uno al otro, pues con ese acto de vida ahuyentarían juntos el espectro de la muerte, pero mi hermano no pudo satisfacerla. Algo más tarde, María dejó a Jesús que siguiera orando en la intimidad, pues debía estar a solas con su Padre.

Una turba de gente armada se presentó en el huerto, les guiaba Judas el Iscariote. La soldadesca sorprendió a los apóstoles durmiendo y, viéndose estos acorralados, se arrebujaron aterrorizados los unos contra los otros; incluso María lloraba y gritaba desconsolada, solo Jesús permanecía impávido. Con gesto contrito, Judas se acercó a mi hermano y le beso en la mejilla, diciéndole:

—El Señor te guarde, Maestro.

—Amigo, cumple aquello a lo que vienes —le respondió Jesús.

—Señor, he aquí dos espadas —declaró Jacobo sin revelar quien había traído aquellas armas.

—¿Herimos con la espada? —preguntó Simón el zelote, el cual no estaba dispuesto a morir sin antes tratar de que algún enemigo le acompañase en su postrero viaje.

—¡Basta! —los acalló mi hermano.

Y fue en aquel momento álgido, que apareció Juan, el apóstol, quien se acababa de despertar a causa del barullo, envuelto en un lienzo, todavía adormilado. Y uno que estaba entre los captores dijo: “A ese también”, por lo que Juan se asustó y despojándose de la sábana huyó desnudo. El incidente creó un momento de desconcierto que fue aprovechado por Pedro para blandir una espada que portaba oculta bajo su capa y, de un mandoble, cortarle la oreja derecha a uno de los enviados por el Sumo Sacerdote, llamado Malco. (No tengo duda de que Pedro actuó como un agente al servicio de Caifás y que su acto no tuvo nada de impulso espontáneo, sino que su acción iba encaminada a tratar de desencadenar una matanza, ya que resultaba políticamente más oportuno que mataran a Jesús allí mismo que someterlo a un juicio público, por amañado que estuviera. También me parece muy sospechoso que Pedro, tras provocar un hecho de sangre, no fuese arrestado). Como siempre, mi hermano estuvo a la altura de la situación y, con autoridad, ordenó a Pedro que envainara su espada para, de inmediato, preocuparse por el estado del herido, haciendo que le trajeran un ungüento al que la imaginación popular atribuía propiedades milagrosas. Sus captores vacilaban y se miraban unos a otros, confusos, impresionados por la misericordia de aquel hombre que era capaz de mostrar compasión hacia aquellos encargados de apresarle. Y fue en ese momento que Jesús, mientras curaba a Malco, declaró: “¡Salisteis a capturarme con espadas y palos, como lo haríais contra un bandido! Todos los días estaba con vosotros predicando en el Templo, y no me prendisteis”, y diciendo esto, mi hermano obró el milagro de desarmar, con su autoridad moral, a toda una cohorte al completo, haciendo que, incluso aguerridos legionarios que se habían curtido en las guerras contra los bárbaros, exclamaran, pálidos de vergüenza: “No debemos arrestarle, es un hombre justo, esto que hacemos no es honorable”. Y hasta los criminales que había reclutado Caifás estaban dispuestos a perder su salario antes de llevar a cabo la vileza para la que habían sido contratados. Jesús y María se cruzaron emocionadas miradas cómplices, creían ver en lo que estaba sucediendo el poder de Dios que, apiadándose de su Hijo, iba a librarle de la muerte. Mientras tanto, el comandante que mandaba a las tropas les recordaba, voz en grito, a sus hombres que las órdenes eran sagradas, que las cruces ya estaban listas y que, si no las llenaban con los cuerpos de aquellos rebeldes, serían ellos los que las ocuparían por insubordinación. En aquel momento Judas intervino exigiendo que se cumpliese el trato de llevarse únicamente al nazareno, a lo que el comandante, llamado Longinos, respondió, poniéndole la espada en el cuello: “Maldito traidor hijo de ramera infecta. ¿No cobraste ya tus treinta monedas de plata? ¿Qué más quieres? Lárgate de aquí si en algo aprecias tu vida”. Y Judas viendo que no podía hacer nada, abandonó el huerto. Jesús volvió a intervenir: “Sí a mí me buscáis, dejad que se vayan estos”. El comandante aceptó el trato, pues en aquellos momentos recelaba de la lealtad de sus hombres y pensó que era mejor volver con el cabecilla que regresar con las manos vacías. Al ver los apóstoles que se les permitía su marcha, se produjo una desbandada general en la que todos abandonaron a su Maestro. El primero en evadirse fue Pedro que, arrojando la espada al suelo, se fugó con premura, desapareciendo entre la niebla. Los únicos discípulos que no huyeron fueron Simón el Zelote y otro que le seguía como un perro, llamado Yehohanán. Pero, aun así, las tropas seguían sin obedecer las órdenes y rogaban a su comandante: “Regresemos a la guarnición, diremos que cuando llegamos aquí, el profeta y su gente ya se habían marchado. Juraremos por nuestro honor guardar el secreto”. Entonces, cuando el comandante se estaba ablandando y las probabilidades de que mi hermano salvara la vida eran muy altas, Simón el zelote, quien había seguido a mi hermano por conveniencias oscuras, esperando que la aventura de Jesús desembocara en una guerra santa contra Roma y viendo que sus planes se evaporaban, incapaz de contener su frustración, explotó y, en un acto ciego y estúpido, se abalanzó, ayudado por Yehohanán, contra un soldado que tenía envainada su espada, degollándolo con una daga. Y fue aquel repentino crimen lo que provocó que la soldadesca cambiara de opinión y procediera al apresamiento. Jesús, Simón y Yehohanán fueron maniatados. Mientras los cautivos iban siendo conducidos a empujones loma abajo, Simón le espetó a mi hermano: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros”. Jesús, que se preciaba de que jamás había prometido nada que no hubiese cumplido, ni profetizado nada que no hubiese ocurrido, comprendió que no estaba en condiciones de hacer cumplir la promesa dicha en la cena de que todos sus discípulos salvarían la vida, así que con apuro proclamó lo siguiente: “Todos los que toman la espada, a espada perecerán”, pero sonó impostado, a profecía forzada por las circunstancias. Cuando, al fin, llegaron a las puertas de las murallas de Jerusalén, los soldados obligaron a María a quedarse fuera, negándole, siquiera, que diera un beso de despedida a su esposo.

De cómo transcurrió el proceso contra mi hermano, María no sabía más que lo que le habían referido, pues no la dejaron presenciarlo. También me contó que, en cuanto se supo la sentencia de muerte dictada contra Jesús, se produjo una nutrida asamblea de ciudadanos de Jerusalén que protestaban contra el veredicto y solicitaban clemencia, pues hasta los que se le oponían, o aquellos otros que se habían sentido decepcionados con su aventura, consideraban que se trataba de un hombre justo que no debía morir. Sin embargo, Pilato había traído refuerzos armados desde Cesarea, y el pueblo no se sintió con valor para amotinarse.

Sobre la crucifixión, era tanto el dolor que le producía a María recordar aquellos hechos que apenas si quiso explicar nada; excepto que se burlaban de mi hermano diciéndole “¡Salve! Rey de los judíos”, y hasta le ciñeron una corona hecha de espinas. Y en la parte superior de la cruz se clavó un cartel escrito y colocado por el propio Pilato en el que se leía “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos”. Entre los detalles hirientes que recordaba, el de un sacerdote que, al verlo transportando el madero, —pues le hicieron cargar con el travesaño de la cruz hasta el calvario—, dijo: “Miradle, salvó a otros, y no puede salvarse a sí mismo”.

En el Gólgota crucificaron a mi hermano junto a Yehohanán y Simón el zelote. Un retén de soldados veló la agonía de Jesús y sus compañeros de muerte, con instrucciones de abortar cualquier intento de rescate. Pese a que veía que María estaba sufriendo contándome aquellas cosas, no pude evitar preguntarle acerca de las últimas palabras de mi hermano:

—Tan solo dijiste dos frases: “Tengo sed”, y justo antes de morir: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

A la mañana siguiente me despedí de María con bromas y sonrisas para que no sospechara que la separación era definitiva. En el momento decisivo, estando ya en la vereda por la que debía encaminarse hasta su destino, se ensombreció el rostro de mi amada, como si intuyera lo que estaba ocurriendo, como si supiera que aquel sería el último instante en que estaríamos juntos. María, con gesto serio, extrajo un diminuto rollo de su talega y me lo entregó.

—¿Qué es esto? —le pregunté.

—¿Recuerdas que tú siempre predicabas de viva voz, y que tus palabras brotaban de tu garganta por inspiración divina?

—Sí.

—Pues este sermón, el más importante que darías, el sermón que pronunciarías en el Templo cuando hubieses triunfado como Mesías, comenzaste a escribirlo, quedó incompleto porque tu crucifixión quebró tu cálamo. —Hice el ademán de desenrollar el papiro, pero ella me lo impidió—. Léelo cuando estés a solas.

Aquella misma noche, amparado por la soledad de mi refugio, encendí una lamparilla de aceite, tomé el rollo y leí las palabras escritas en él:

Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe.

Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy.

Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y no tengo amor, de nada me sirve.

El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.

El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará.

Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará.

Ahora vemos cómo a través de un espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara envueltos en la luz prístina del amanecer.

Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres dones; pero el mayor de ellos es el amor.

Emocionado, con mis mejillas húmedas por las lágrimas, juré que todos los años, en esa misma fecha, repetiría aquella lectura en memoria de María de Magdala.

Al día siguiente, en la alborada todavía incierta, una inquietud, un desasosiego de origen desconocido hizo que me despertara y me irguiese del precario lecho de paja en el que había pasado la noche, en una casucha de campo en la que su dueño me había permitido pernoctar y que era usada para guardar aperos de labranza. Recuerdo que escuché voces y que atisbé por un mezquino ventanuco un baile de antorchas que ascendían hasta la cima de la colina donde me hallaba. Las voces se hicieron más nítidas y reconocí la del hombre que impartía las órdenes; era Pedro, y escuché que dijo: “Hay que rodearlo”. Sobre la identidad de los que le acompañaban, si eran los apóstoles o no, lo ignoro. Lo que me restaba de sueño se evaporó, pues supe que venían a matarme. Me vestí con prisa endiablada y, con no menos premura, armé una alforja con los escasos enseres que poseía. Maldije no tener espada y si no recé por mi vida fue porque ni tiempo había para ello. Y cuando creí que estaba todo perdido, una nube, que brotó solo el Señor sabe de dónde, se esparció sobre la colina en la que me hallaba, sumiéndolo todo en una niebla densa como no había visto antes, por lo que aproveché para abandonar el refugio y salir corriendo, burlando el cerco, pues tan próximos estaban mis perseguidores que puede decirse que fui arrebatado a vista de ellos gracias a esa nube que me sustrajo a sus ojos.

Tres jornadas más tarde, huía de Palestina. La última visión que me llevé de mi patria, antes de internarme en los altos del Golán, fue la de un predio cuajado de amapolas, flores tan rojas como la sangre y, sin embargo, alegres.

 

 

Fin de la primera parte