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La duda es como una astilla enterrada en la yema del dedo, incómoda hasta que se arranca, se elimina o se destruye. «¿Qué es el miedo?», le preguntó Tlacaélel a su maestro Totepehua. «¿No sabes lo que es el miedo?», el sacerdote observó con atención a su alumno de seis años. «No», respondió Tlacaélel y el Tótec tlamacazqui quiso pensar que estaba confundiendo la palabra con alguna otra que nunca había escuchado. «Imagina que es de noche y escuchas ruidos extraños», propuso Totepehua. «¿Qué sientes?», preguntó sin discurrir en las respuestas. «Nada», respondió Tlacaélel con indiferencia. «¿En qué piensas en esos momentos?», insistió Totepehua. «Nada». La respuesta era clara. «Nada». «¿Qué crees que son esos ruidos?». «No sé. Nunca pienso en eso». «¿No te preocupan?». «¿Por qué deberían preocuparme?».

Ésa fue la primera vez que Totepehua se sintió inquieto ante la presencia de Tlacaélel. Sólo hasta entonces comprendió que jamás lo había visto llorar. Trató de recordar algún momento en el que ese niño hubiera estado triste y no lo consiguió. Nada. Ni un solo instante. Le pareció preocupante que su pupilo jamás manifestara temor o melancolía. Luego quiso creer que estaba fingiendo ser fuerte. La infancia en Tenochtítlan no era fácil. A los hijos se les educaba para ser valientes, para no llorar, para jamás mostrar miedo. Los castigos eran tortuosos. Si mentían, les enterraban espinas de maguey en los labios y lengua. Si robaban, su maestro o su padre les pegaba cien veces en las palmas de las manos con una vara. Si desobedecían, los dejaban desnudos, con las manos extendidas hacia el frente, a la intemperie, toda la noche. Otros castigos consistían en picarles el cuerpo con espinas de maguey u obligarlos a inhalar humo de la leña. «Seguramente Tlacaélel aprendió bien la lección», pensó Totepehua. «¿Será?».

Totepehua necesitaba corroborar que tu comportamiento era sólo el resultado de una estricta educación. «Vamos, Tlacaélel, sígueme», ordenó el sacerdote. «¿A dónde?», cuestionaste. «¿Tienes miedo?», quiso retarte el maestro. «No», el niño siguió sus pasos con seguridad. «Sólo pregunto porque siempre quiero saber». «¿Qué quieres saber, Tlacaélel?». «No sé. Si supiera ya no preguntaría. Quiero saber todo». El Tótec tlamacazqui se detuvo y lo miró: El deseo de saberlo todo también puede ser una forma de expresar miedo e inseguridad. Tlacaélel no entendió lo que dijo aquel hombre encargado de su enseñanza. «¿Qué significa inseguridad?», preguntó.

Totepehua tenía cada vez más claro que Tlacaélel era el niño más seguro que había conocido en su vida y que por ello no conocía el miedo. No lo entendía. No lo entendías, Tlacaélel. Cruzaron la calzada de Tlacopan y siguieron directo hasta el bosque. Comenzaba a oscurecer. Para un niño de tu edad aquello habría detonado desconfianza, inseguridad y temores. Pero para ti, nada. De pronto, se escuchó un ruido a lo lejos. El Tótec tlamacazqui siguió su camino esperando que su alumno se detuviera o preguntara el origen de aquel sonido desconocido. Tlacaélel no preguntó ni mostró preocupación. El sacerdote quiso creer que se debía a que aún era muy temprano para asustar al niño. Decidió permanecer toda la noche en el bosque.

Para llevar a cabo su plan, solicitó el apoyo de cuatro pupilos de quince años de edad que debían seguirlos desde lejos y hacer toda clase de ruidos extraños para que Tlacaélel sintiera miedo. Su experimento fracasó. Tlacaélel no se despertó con los gritos ni con las bolas de fuego que los jovencitos habían lanzado para atemorizarlo. Totepehua despertó a su alumno con un fingido temor. Tlacaélel respondió que seguramente había alguien haciendo bromas.

Aquella actitud intrigó aún más al sacerdote. Así que en cuanto su pupilo se volvió a dormir, el Tótec tlamacazqui se marchó, dejándolo solo en medio del bosque. Aparentemente solo. Entre él y sus cuatro alumnos se dieron a la tarea de espiarlo hasta el amanecer. Para sorpresa de todos los presentes, el niño se despertó y caminó rumbo a Tenochtítlan.

Cuando Totepehua llegó a la isla, el tlatoani Huitzilíhuitl ya se había enterado de que su hijo había sido abandonado en el bosque durante la noche. El regaño al teopishqui fue mayor de lo esperado. Totepehua explicó al meshícatl tecutli que no había abandonado a su hijo, sino que como parte de su entrenamiento lo había dejado solo, pero lo había vigilado todo el camino, con ayuda de otros estudiantes. Cuando finalmente tu padre se tranquilizó, el Tótec tlamacazqui le comentó que no le tenías miedo a nada, Tlacaélel. Por un instante, Huitzilíhuitl mostró sorpresa, pero en breve ignoró el tema para hablar sobre asuntos de gobierno. Poco le interesaba tu vida y la de tus hermanos. Toda su atención estaba enfocada en Chimalpopoca, el heredero, el futuro tlatoani por mandato de Tezozómoc.

Tampoco le dio importancia cuando le contaste a tu padre que el maestro Totepehua te había colgado de un árbol para comprobar si sentías miedo. Nada. En cambio, te reíste, Tlacaélel, a carcajadas. Totepehua no podía comprender por qué su alumno no mostraba señales de temor. El niño, colgado de un pie, desde la rama más alta de aquel árbol se carcajeaba como si le hicieran cosquillas. Y en otra ocasión lo llevó a la orilla de un río con corriente acelerada y quiso simular que lo empujaba, con la firme intención de detenerlo antes de que perdiera el equilibrio y cayera, pero algo, algo salió mal y el niño se fue directo a las aguas que avanzaban con velocidad. No sabías nadar, Tlacaélel, pero no tenías miedo. Aquel clavado fue como la entrada a un mundo nuevo. El Tótec tlamacazqui desesperado buscó al niño toda la tarde y toda la noche. Hasta que se dio por vencido, fracasado y responsable de la muerte de su alumno.

Al llegar al palacio de Huitzilíhuitl la mañana siguiente, el maestro te encontró sentado junto a tu padre. Cínico y soberbio le sonreíste, Tlacaélel. Totepehua esperaba ser condenado a muerte, por aquel gravísimo error. Se arrodilló ante Huitzilíhuitl sin decir una palabra. Te estuvimos buscando todo el día, dijo el tlatoani. Necesitábamos tu consejo para algunos asuntos de gobierno. El sacerdote comprendió que Tlacaélel no había mencionado nada al respecto.

«¿Por qué no le contaste a tu padre lo del río?», Totepehua preguntó más tarde a su alumno. «Porque no le importa lo que me suceda», respondió Tlacaélel con indiferencia. «Sólo se preocupa por Chimalpopoca». «No digas eso». Su alumno guardó silencio. Era muy obediente. «¿Cómo saliste del río?», preguntó el maestro. «Nadando». «¿Sabes nadar?», la intriga se apoderó del sacerdote. «No», cerró los ojos y encogió las cejas. «Creo que ahora sí. Antes no sabía. Pero al estar dentro del río mantuve la respiración y dejé que la corriente me llevara. Y de pronto mi cabeza salió, jalé aire y vi a donde mi dirigía. Moví los brazos para mantenerme a flote». «¿Sentiste miedo?», preguntó Totepehua. «No», respondió el niño. «Discúlpame, Tlacaélel». «¿Por qué?», preguntaste sin entender la actitud de tu maestro. «Por haberte lanzado al río». «Está bien, no pasó nada», respondiste. «Pero no debí haberlo hecho. Fui un irresponsable».

El Tótec tlamacazqui abandonó su deseo por saber por qué Tlacaélel no sentía miedo, pero entre más conocía a su pupilo más le intrigaba su manera de ser. Ya no le preocupaba si sentía miedo o no. Sólo quería comprender a su alumno. Era tan distinto a los demás. Hablaba y se comportaba como un adulto. Entendía más de lo que debía; sin embargo, callaba demasiado. Era tan astuto que advertía que no debía demostrar su inteligencia.

El Desposeído no comprendía el significado de su nombre. Nadie se lo explicó. Sólo sabía que se lo habían cambiado cuando nació su hermano Chimalpopoca. Veías tu vida desde tu propia y única perspectiva, Tlacaélel. Eras dueño de tu entorno y líder entre tus hermanos, primos y vecinos. No conocías el temor. La curiosidad era la mayor de tus virtudes y el peor de tus defectos. Nunca supiste quedarte quieto. Pasaste la primera década de tu existencia con moretones y raspones en todo el cuerpo a causa de tus innumerables caídas. Si algo estaba prohibido, tú tenías que descubrir por qué lo prohibían los adultos. Aprendiste a nadar y a escalar árboles solo.

Asumía que todos los niños debían comportarse de la misma forma. Todos, sin importar estatura, edad o linaje. Le era incomprensible la cobardía de algunos. Lo veía como algo que se podía quitar con tomar riesgos. Por eso mismo, cuando Chimalpopoca, de seis años, hizo evidente su temor a nadar en el lago, Tlacaélel lo empujó sin pensar en las consecuencias. «¡Se está ahogando!», exclamó Ilhuicamina asustado. Tlacaélel no se inmutaba. Contemplaba absorto el zarandeo de su hermano menor dentro del agua. «¡Tenemos que sacarlo!», Ilhuicamina gritó. «Espera», respondió Tlacaélel con tranquilidad. «Tiene que aprender». En ese momento, apareció a lo lejos la imagen de un hombre que caminaba junto al canal. Inmediatamente, Tlacaélel se lanzó al agua y rescató a Chimalpopoca quien segundos antes había dejado de patalear para hundirse hasta el fondo. En cuanto ambos niños salieron, fueron auxiliados por el sacerdote Azayoltzin, quien cargó a Chimalpopoca hasta el palacio de Huitzilíhuitl. «¿Qué ocurrió?», preguntó el meshícatl tecutli al mismo tiempo que revisaba a su hijo predilecto. «Se metió a nadar», respondiste, Tlacaélel. «¡Chimalpopoca no sabe nadar!», te gritó tu padre exaltado y furioso. «Lo sé, pero dijo que quería aprender», te excusaste con un gesto de timidez. «¿Y por qué lo permitiste?», te regañó el tlatoani. «¡Tú eres el hermano mayor!». «Tlacaélel lo salvó», intervino Azayoltzin. Entonces Huitzilíhuitl cambió su actitud por completo. Ayacíhuatl se apresuró a abrazar a Tlacaélel. «Gracias, gracias, gracias, repitió entre lágrimas la madre de Chimalpopoca».

En ese momento, tu vida cambió por completo, Tlacaélel. Descubriste que el dolor ajeno te fortalecía. El temor de los demás te hacía poderoso. Comprendiste entonces por qué no sentiste el más mínimo interés por rescatar a Chimalpopoca del lago. Aquellos gritos de auxilio no despertaban nada en ti. En cambio, el rostro aterrado de tu hermano menor te llenó de curiosidad. Te pareció interesante ver en Chimalpopoca algo que tú jamás habías experimentado, algo, para ti, absolutamente ajeno: el pánico.

Por fin, Tlacaélel había comprendido la inquietud de Totepehua. Inquietud que le transfirió hasta convertirla en una obsesión. «¿Qué es el miedo? ¿Cuándo se transforma en pánico? ¿Por qué yo no siento eso? ¿Todos lo sienten?». Obsesionado con saber más de ese comportamiento, decidió averiguar si los animales experimentaban lo mismo. Un día lanzó un conejo al agua, pero éste a pesar del susto logró mantenerse a flote sin generar mayor exaltación. Repitió el experimento con un perro, que tampoco mostró señales de pánico.

Decidió dar el siguiente paso. En compañía de sus hermanos, amarró al perro de las cuatro patas y del pescuezo y le enterró un cuchillo de pedernal. Ilhuicamina y Chimalpopoca estaban aterrados. No podían creer lo que estaban presenciando. Tlacaélel les había dicho que sólo era un juego. «¡Ya déjalo!», te gritó Chimalpopoca con lágrimas en los ojos. El perro aullaba de dolor. «¿Crees que en verdad le duele o sólo está asustado?», preguntaste Tlacaélel mientras contemplabas la herida que le habías causado al animal. «¡Claro que le duele!», gritó Ilhuicamina. «Vamos a soltarlo». «¡No!», ordenó Tlacaélel. «Yo decido cuándo se termina el juego». «¡Esto no es un juego!», respondió Chimalpopoca. «¿Tienes miedo?», se puso de pie y observó a su hermano directo a los ojos. «Sí… Sí…», respondió el niño. «Te voy a enseñar a no ser tan cobarde…», Tlacaélel se dio media vuelta, se arrodilló frente al animal herido y le enterró el cuchillo nuevamente hasta abrirle la panza. En ese momento, las tripas se desparramaron. El animal aulló hasta perder el último aliento. Chimalpopoca e Ilhuicamina lloraban horrorizados. «¡Le voy a decir a mi padre!», amenazó Chimalpopoca. «¡Tú no le dirás nada!», Tlacaélel le apuntó al rostro con el cuchillo empapado de sangre.

Chimalpopoca se llevó aquel secreto a la tumba. Ilhuicamina se lo confesaría años más tarde a su huei amatlacuilo.61 Asimismo, le relató que, al cumplir los doce años, los tres hermanos fueron de cacería al bosque y ahí se encontraron un niño de cuatro años de edad con retraso mental. Cuando le preguntaron su nombre, descubrieron que el niño era incapaz de decir una palabra correcta. Todo eran ruidos raros. Tlacaélel convenció a sus hermanos de llevarlo a una cueva. Luego, encendieron una fogata. Hasta ese momento el niño se había mantenido tranquilo y amigable. De pronto, Tlacaélel amarró al niño, que inmediatamente comenzó a gritar. Ilhuicamina y Chimalpopoca intentaron convencer a Tlacaélel de que llevara al niño con su familia. «¿Cuál familia?», preguntó Tlacaélel. «No sé. Debe tener familia», respondió Chimalpopoca. El niño gritaba desesperado sin decir una sola palabra. «¡Es un idiota!», exclamaste. «Ni siquiera sabe hablar». «Con mayor razón debemos llevarlo con alguien que lo ayude», insistió Chimalpopoca. «Ya vámonos», intervino Ilhuicamina. «Piensa en su futuro», dijiste. «¿Qué tipo de vida tendrá este niño cuando sea adulto?». «No sé», Chimalpopoca se encontraba consternado. «No sé. No sé. Ya déjalo ir». «Tienes razón. Lo voy a dejar libre. ¿Qué le ocurrirá?». «¡No sé!», Chimalpopoca alzó la voz. El niño gritaba y lloraba con desesperación. Tlacaélel sacó una flecha, la colocó en su arco y apuntó hacia el niño. «Si no me respondes voy a disparar esta flecha». «¡No sé!», gritó Chimalpopoca. Tlacaélel disparó la flecha, la cual dio en una pierna del niño. Los gritos del infante se incrementaron. «¡Ya basta!», gritó Ilhuicamina. «No», respondió Tlacaélel con voz baja al mismo tiempo que preparaba la siguiente flecha. «Quiero que los dos piensen y me digan qué le espera a este niño en el futuro». «Nada…», Ilhuicamina respondió sumamente nervioso. «¿Nada?». «¿Por qué?». «Porque es incapaz de hablar. Seguramente será incapaz de ejercer algún trabajo…». «¿Estás de acuerdo, Chimalpopoca?», Tlacaélel apuntó la flecha al niño. «Sí». «¿Sí?», Tlacaélel disparó la segunda flecha, la cual dio en el brazo del niño. «¿Qué clase de respuesta es ésa?» El niño gritó de dolor. «Lo voy a soltar», Ilhuicamina se acercó al niño, pero fue demasiado tarde. Una flecha ya había perforado el corazón del infante, el cual murió en ese momento. Chimalpopoca e Ilhuicamina llenos de pánico voltearon a ver a Tlacaélel. «Estos niños son inútiles. Son un desperdicio de la vida. Sólo generan gastos y problemas a sus familias. Deben ser sacrificados», Tlacaélel se acercó al niño, le arrancó las tres flechas que le había clavado, las guardó en el micomitl 62 que llevaba colgado en la espalda y salió de la cueva.

Chimalpopoca e Ilhuicamina jamás se atrevieron a denunciar aquel crimen. Nunca hablaron del tema. Ni siquiera se atrevieron a contradecir a su hermano en los años siguientes. Tlacaélel, por su lado, dedicó la mayor parte de su tiempo a la veneración de los dioses. Tomó como misión personal satisfacer las necesidades, deseos y caprichos de los dioses; en especial, los de Tezcatlipoca, el espejo que humea, el dios omnipotente, omnisciente y omnipresente. Siempre joven, el dios que da y quita a su antojo la prosperidad, riqueza, bondad, fatigas, discordias, enemistades, guerras, enfermedades y problemas. El dios positivo y negativo. El dios caprichoso y voluble. El dios que causa terror. El hechicero. El brujo jaguar. El brujo nocturno. El dios de las cuatro personalidades: Tezcatlipoca negro, el verdadero Tezcatlipoca. Tezcatlipoca rojo (Shipe Tótec). Tezcatlipoca azul (Huitzilopochtli). Tezcatlipoca blanco (Quetzalcóatl). Titlacahuan, Aquel de quien somos esclavos. Teimatini, El sabio, el que entiende a la gente. Tlazopili, El noble precioso, el hijo precioso. Teyocoyani, El creador (de gente). Yáotl, Yaotzin, El enemigo. Icnoacatzintli, El misericordioso. Ipalnemoani, Por quien todos viven. Ilhuicahua, Tlalticpaque, Poseedor del cielo, poseedor de la tierra. Monenequi, El arbitrario, el que pretende. Pilhoacatzintli, Padre reverenciado, poseedor de los niños. Tlacatle Totecue, Oh, amo, nuestro señor. Youali Ehécatl, Noche, viento; por extensión, invisible, impalpable. Monantzin, Motatzin, Su madre, su padre. Telpochtli, El joven, patrón del telpochcali, Casa de la juventud. Moyocoani, El que se crea a sí mismo. Ome Ácatl, Dos carrizos, su nombre calendárico.

Por lo mismo, su relación con Totepehua se hizo cada vez más estrecha. Tlacaélel no escuchaba a nadie más que a su maestro. Pasaba la mayor parte de su tiempo en los teocalis, venerando a los dioses o barriendo sus pisos. «Deberías salir más», le dijo Totepehua en alguna ocasión. «No vale la pena», respondió Tlacaélel. «Necesitas tener contacto con el pueblo», explicó el anciano Totepehua a su joven alumno. «El pueblo es idiota por naturaleza», respondió Tlacaélel. «Y tú eres soberbio», le contestó el sacerdote. «Soy soberbio», admitió el pupilo, «pero porque soy sabio. No vale la pena discutir con los demás». «¿Ni conmigo?», preguntó el Tótec tlamacazqui. «Con usted no discuto», manifestó el alumno. «Con usted aprendo. Dialogo. Intercambio ideas. Con los demás sólo es una inútil confrontación de estupideces contra mi sabiduría».

«Un día —auguró el anciano— haré y diré cosas que te disgustarán mucho». «No lo creo», Tlacaélel alzó la frente. «Dejarás de pensar como lo haces hoy», continuó Totepehua: «Me quitarás de tu camino». «¿Por qué haría algo así?», preguntó el alumno y el maestro respondió: «Para tomar mi lugar, para convertirte en mí». De pronto, miró el rostro del anciano Totepehua y sus ojos comenzaron a llorar: «Teimatini, Tlazopili, Teyocoyani, Icnoacatzintli, Ipalnemoani, Ilhuicahua, Tlalticpaque, Pilhoacatzintli…». «Ése soy yo, Tlacaélel. El dios que da y quita a su antojo la prosperidad, riqueza, bondad, fatigas, discordias, enemistades, guerras, enfermedades y problemas. El dios positivo y negativo. El dios caprichoso y voluble. El dios que causa terror. El hechicero. El brujo jaguar. El brujo nocturno. «Tlacatle Totecue…», respondió Tlacaélel. «Yo soy Tlacatle Totecue y tú serás el instrumento de Dios, mi voz y mis manos». «¿Y sus ojos y oídos?». «No. Yo lo veo y escucho todo. Sólo serás mi voz y mis manos». «Sólo seré su voz y sus manos, Tlacatle Totecue».

«¡Tlacaélel!», Totepehua zarandeó el cuerpo inerte de su alumno que yacía en el piso. «¡Tlacaélel! ¿Me escuchas?». El joven abrió los ojos y se encontró con el rostro de Totepehua. «Seré su voz y sus manos». «¿Qué te ocurrió?», preguntó el anciano. «Seré su voz y sus manos», respondió Tlacaélel. «Bebe esto», Totepehua ofreció un tecontontli con un brebaje caliente que le acababan de llevar para despertar a su alumno. «Yo tomaré su lugar y me convertiré en usted», repitió el joven sin comprender lo que decía. «Así es», replicó el sacerdote: «Algún día tomarás mi lugar. Serás sacerdote y consejero de Meshíco Tenochtítlan».

Totepehua tardó varios años en comprender lo que había ocurrido aquella tarde. Fue hasta el día de su muerte que entendió las palabras de su alumno: «Yo tomaré su lugar y me convertiré en usted». Habían transcurrido varias veintenas desde la muerte de Chimalpopoca y su esposa Matlalatzin. Todo indicaba que ella había sido asesinada cobardemente por los tepanecas. El Consejo acababa de elegir a Izcóatl como tlatoani. Tlacaélel estaba en desacuerdo, pero no podía hacer nada al respecto porque aún no era nonotzale «consejero» ni teopishqui. La guerra contra Azcapotzalco había comenzado. Mashtla estaba rodeado. Muy pronto caería la tiranía tepaneca y Nezahualcóyotl recuperaría el imperio chichimeca.

Minutos antes de que Tlacaélel saliera al frente de un ejército rumbo a Azcapotzalco, se encontró con el anciano Totepehua, quien sin preámbulo le dijo que sabía que él había asesinado a Matlalatzin y que había entregado a Chimalpopoca con Mashtla. Amenazó con denunciarte con el Consejo, Tlacaélel. Tú lo negaste todo. Fingiste no saber de qué hablaba el sacerdote, pero comprendiste que el augurio se estaba cumpliendo. Era momento de quitar a Totepehua de tu camino para tomar su lugar y convertirte en él. Las brigadas meshícas salieron a la guerra. Tenochtítlan se quedó casi vacía. Sólo los ancianos, los niños y algunas mujeres permanecieron en la ciudad. Sin faltar a la costumbre, el anciano Totepehua, que tantas veces dijo que la madrugada era su mejor consejera, se despertó a las cuatro para disfrutar del aire frío y la neblina que a esa hora se recostaba sobre esa isla solitaria… Y como de costumbre, esa madrugada gélida y nublada, Totepehua recibió su desayuno de manos de una de las cocineras de más confianza y, a los pocos minutos, murió envenenado. Totepehua era tan viejo que nadie dudó por un segundo que su muerte hubiera sido por otras causas que no fueran naturales. Inmediatamente, los cinco consejeros enviaron a un mensajero a informar a Izcóatl que Totepehua había fallecido y que pronto tendrían que elegir a su sucesor. Al terminar la guerra, el Consejo te nombró a ti, Tlacaélel, como el nuevo sacerdote y consejero de Meshíco Tenochtítlan.

61 Un tlacuilo (plural tlacuiloque) pintaba los códices, generalmente, en la sala principal mientras los tlatoque sesionaban, de tal forma que los que pintaban en ese momento quedaba como testimonio. Los tlacuiloque estudiaban en el calmécac y se preparaban desde la infancia. El huei amatlacuilo era el escribano principal y mayor.

62 Micomitl, «aljaba hecha de piel».