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—Esto es inaudito —le dice uno de los ministros a Yarashápo, quien no encuentra las palabras para defender a su amante Pashimálcatl, que cumple su capricho y construye una cerca para dividir en dos la «tierra de las flores».63

Aunque al ejército no le guste, la ley de aquella ciudad, reformada por Yarashápo, le permite a aquel joven adueñarse de la mitad de Shochimilco.

—Es temporal —dice, en un intento por tranquilizar a los ministros.

—Mi señor —insiste el tecpantlácatl «cortesano»—, termine con esto de una vez.

El tecutli de Shochimilco exhala al mismo tiempo que baja la mirada. Se nota cierto temor en sus ojos. Le duele más perder a su amante que la mitad de su territorio. Sale del palacio y camina vacilante rumbo a la nueva frontera entre los dos Shochimilcos. Los trabajadores detienen su labor en cuanto ven a Yarashápo. Pashimálcatl ordena que continúen. Yarashápo espera pacientemente a que Pashimálcatl se acerque a dialogar, pero eso no ocurre. Su joven amante lo ignora con una soberbia insufrible.

—Pashimálcatl —dice Yarashápo con voz débil, casi inaudible—. Pashimálcatl. Pashimálcatl.

Los obreros si bien no alcanzan a escucharlo, se dan cuenta de que Yarashápo se dirige a su nuevo tecutli, quien no demuestra el menor interés.

—Le habla —interviene uno de los trabajadores mientras amarra uno de los troncos horizontales a otro de los verticales que forman la cerca.

Pashimálcatl ignora al jornalero y se dirige a uno de los soldados, le dice algo al oído y éste va hacia el obrero, lo sujeta del cabello y lo arrastra. El hombre, desconcertado, pregunta qué hizo mal y qué piensan hacerle. Ya alejados de la vista de todos, el soldado saca una fusta y comienza a flagelar al trabajador.

—¡Pashimálcatl! ¡Necesito hablar contigo! —grita Yarashápo. Pashimálcatl tiene el poder para humillarlo, así que una vez más lo ignora—¡Tlilmatzin tomó Teshcuco! —insiste. Sólo hasta entonces muestra interés.

—¿Qué dijiste? —cuestiona Pashimálcatl, que se detiene frente a la cerca.

—Tlilmatzin tomó Teshcuco.

—¿Quién le ayudó? —pregunta con arrogancia—. El solo no puede.

—Tecutzintli, señor de Shalco, e Iztlacautzin, tecutli de Hueshotla.

—Ya sé quiénes son —responde con enojo—. No necesito que me lo digas.

—Disculpa. —Yarashápo agacha la cabeza.

—¿Tecutzintli e Iztlacautzin fueron a la guerra con Tlilmatzin?

—¡No! De ninguna manera. Sólo le proporcionaron las tropas.

—Increíble que Tlilmatzin haya podido liderar un ejército. —Sonríe con desplante.

—En realidad, lo hizo Nonohuácatl.

Yarashápo está dispuesto a proporcionar más información, pero comprende que ya fue suficiente. Da media vuelta y se va de regreso a su palacio.

—¡Espera! —Pashimálcatl alza la voz—. Termina de contarme.

Yarashápo lo ignora y sigue su camino. Pashimálcatl detesta la incertidumbre. Shalco es uno de los vecinos más cercanos de Shochimilco; por ello, un aliado potencial de Yarashápo.

—¿Qué es lo que pretende Tecutzintli? —pregunta Pashimálcatl casi a gritos, aunque conoce perfectamente la respuesta: usurpar el huei chichimeca tlatocáyotl, algo que lo tiene sin cuidado. Lo que sí le preocupa es que Tecutzintli le otorgue su respaldo a Yarashápo y no a él.

Del otro lado de Shochimilco, se ubica una casa de descanso de la nobleza shochimilca a la que Pashimálcatl se mudó días antes y que pretende ampliar dentro de muy poco. Ahí mismo es donde ha instalado su nuevo gobierno y nombrado a algunos ministros y jefes del ejército. Aunque carece de recursos, muchos de ellos están dispuestos a servirle. Apenas regresa el nuevo tecutli, los ministros se percatan de su furia. No se atreven a preguntar qué ocurre. Esperan a que él se desahogue.

—Necesito dos espías —dice sin dirigirse a nadie en específico.

—Como usted ordene, mi amo —responde con lambisconería uno de los ministros.

—Ordénales que vayan de inmediato a investigar qué ocurrió en Teshcuco.

Al día siguiente, los espías le informan a Pashimálcatl que Teotzintecutli e Iztlacautzin proporcionaron sus ejércitos a Tlilmatzin y a Nonohuácatl para invadir Teshcuco, la cual estaba desprotegida. Nezahualcóyotl se hallaba con sus concubinas e hijos en la boda de Motecuzoma Ilhuicamina y Cuicani. Al frente de la ciudad se encontraba el yaoquizqui más leal del príncipe chichimeca, Coyohua, pero no hubo necesidad de disparar una sola flecha. Como los tomaron desprevenidos, no hubo forma de oponer resistencia. El ejército de Teshcuco era mucho menor que los de Shalco y Hueshotla. Nada pudo hacer Coyohua ante el demoledor ejército que marchaba hasta el palacio que, décadas atrás, había construido Quinatzin. Coyohua intentó dialogar con Tlilmatzin, pero no se le permitió decir una palabra. Los soldados lo apresaron y lo llevaron a una jaula de madera.

La historia entre el príncipe chichimeca y Coyohua comenzó diez años atrás, cuando huehue Tezozómoc decretó la persecución de Nezahualcóyotl, quien fue a Tepectípac, señorío de Cocotzin, fiel a Ishtlilshóchitl. Al llegar a la entrada del palacio, dos yaoquizque lo detuvieron. Uno de ellos era Coyohua. «Vengo a ver a su señor», dijo Nezahualcóyotl sin levantar la mirada. Los soldados lo observaron de arriba abajo y, luego, se miraron entre sí con gestos ladinos. «Lárgate de aquí». «Necesito hablar con él». «¿Quién lo busca?», preguntó uno de ellos con escarnio al ver la suciedad en las vestimentas del joven frente a ellos. «¿El tecutli chichimeca?», ambos bromearon con muecas sarcásticas. Temeroso de no saber qué recibimiento se le daría, Nezahualcóyotl levantó el rostro: «Sí, dígale que el hijo de Ishtlilshóchitl lo está buscando». El semblante de los soldados se opacó, pues era ya por todos sabido que el príncipe chichimeca deambulaba por el cemanáhuac, a veces disfrazado como mendigo. Miraron en varias direcciones, tragaron saliva y dudaron en responder. «¿En verdad eres Nezahualcóyotl?», preguntó Coyohua con temor. «Sí». «No le creas», expresó el otro y negó con la cabeza. «Llévenme con su señor y, si soy un impostor, él decidirá mi castigo». Ambos yaoquizque bajaron las miradas por un instante y luego llevaron al joven ante su tecutli. «¡Oh, mi señor Nezahualcóyotl!», Cocotzin lo reconoció de inmediato, sin que los soldados lo anunciaran. Se levantó de su tlatocaicpali y se dirigió a él. «Le ruego que me perdone», dijo Coyohua, y al instante se arrodilló. «Disculpe nuestra insolencia», expresó el otro. «¿Qué han hecho?», inquirió Cocotzin, y los miró con desconfianza. «Mi señor, no sabíamos que él era el príncipe heredero», explicó Coyohua sumamente arrepentido. Cocotzin jaló aire con tranquilidad, observó a Nezahualcóyotl, notó que en él tampoco había enfado hacia esos soldados y concluyó: «De ahora en adelante ustedes serán esclavos de Nezahualcóyotl». «Me sirven más como yaoquizque», dijo el príncipe chichimeca. «Pues así será». Desde entonces, aquel soldado ha ido a donde va el príncipe chichimeca. Nadie ha demostrado más lealtad a él que Coyohua. Incluso antes de morir, huehue Tezozómoc lo mandó llamar para sobornarlo. Le ofreció riquezas, mujeres y títulos de téucyotl («nobleza») a cambio de que traicionara a Nezahualcóyotl. No lo logró. La lealtad de Coyohua alcanzó una fama inimaginable. De igual forma, despertó celos y rencores. Tlilmatzin fue uno de los que más envidió el afecto entre el príncipe y su soldado. Por lo mismo, al tenerlo enjaulado en el patio trasero del palacio de Teshcuco, no pudo resistir el impulso de desquitar su tirria.

—Mírate —le dijo al prisionero con socarronería—, derrotado y humillado.

Coyohua se encontraba sentado en el piso, con las manos atadas a la espalda y la cabeza agachada. Se sentía sumamente avergonzado por haberle fallado a su amo, quien le había confiado la defensa de la ciudad.

—¿Te creíste miembro de la nobleza porque mi hermano te ordenó que cuidaras la ciudad? —Coyohua alzó la mirada con desprecio—. Sí, te molesta lo que digo. —Caminaba de un lado a otro con arrogancia—. Te enoja que te diga la verdad. Pues escucha bien, imbécil. No eres más que un esclavo vestido de soldado. Jamás pertenecerás a la nobleza.

—Tú tampoco —respondió Coyohua con indiferencia.

Tlilmatzin disimuló su enojo. Trató de sonreír. Lo observó detenidamente. Pensó en lo que debía responder, pero su ira pudo más que su inteligencia. Entró a la jaula, se agachó, cogió del cabello al prisionero y lo obligó a mirarlo a los ojos:

—Escúchame bien. Yo soy hijo de Ishtlilshóchitl. Nieto de Techotlala y bisnieto de Quinatzin.

—Un bastardo. —Coyohua encogió los hombros y sonrió. Tlilmatzin enfureció y lo golpeó en el rostro un par de veces—. Un bastardo —repitió el prisionero con los labios manchados de sangre. Tlilmatzin le mallugó el abdomen a patadas—. ¡Bastardo! —gritó Coyohua como una burla—. ¡No eres más que un bastardo! —Tlilmatzin se le fue encima y le tapizó el rostro a puñetazos—. Desátame —lo retó Coyohua derribado en el piso—. Anda, demuestra tu habilidad para pelear. Atrévete…

Tlilmatzin se escurrió la sangre de las manos como quien exprime un trapo. Le dio la espalda al prisionero y continuó hablando:

—Tienes razón. Soy un bastardo. Eso no lo puedo cambiar. La vida fue muy injusta conmigo. Yo debería haber sido el hijo legítimo y no Nezahualcóyotl.

—Aunque hubieras sido un hijo legítimo, jamás habrías sido como tu hermano —respondió Coyohua desde el piso—. El respeto y el afecto no se arrebatan, se ganan.

—Ya cállate —dijo Tlilmatzin muy enojado.

—Nunca podrás ser como tu hermano. Él es valiente, honesto, decidido, humilde…

—¡Cállate! —insistió Tlilmatzin.

—Además de un bastardo, eres imbécil, soberbio e ignorante. Puedes matarme, yo sólo soy un soldado. ¿Sabes lo que hizo Nezahualcóyotl cuando se enteró de que su mentor había sido asesinado por Mashtla? —Tlilmatzin se quedó callado. Coyohua respondió—: Nada. No hizo nada. No lloró. No dijo una palabra. No preguntó más. Continúo con la guerra. Te aseguro que, si me matas, el príncipe no hará nada. Porque en realidad a él no le importa nadie más que llevar a cabo su venganza. Y tú eres uno de los traidores a los que asesinará. No por lo que me hagas, sino porque simplemente eres un traidor y como tal mereces morir.

Dominado por la ira, Tlilmatzin no pudo contenerse, se fue contra el prisionero y lo golpeó hasta dejarlo inconsciente.

—Dicen que Coyohua está muy mal herido —informa uno de los espías de Nezahualcóyotl en el palacio de Cílan.

—¿Pudiste verlo? —pregunta el príncipe chichimeca muy preocupado.

—No, mi amo. Todo el palacio está custodiado por las armadas de Shalco y Hueshotla.

En cuanto el informante se retira, Nezahualcóyotl envía embajadas a los pueblos aliados —Otompan, Chiconauhtla, Tepeshpan, Acolman y Coatlíchan— para que vayan a verlo de inmediato al palacio de Cílan, pero no recibe respuestas inmediatas. Pierde la paciencia. Le preocupa la vida de Coyohua. Así que decide marchar con su ejército a Teshcuco, donde lo reciben las falanges de Shalco y Hueshotla. Un ejército aplastante, comparado con el que él comanda. Aun así, advierte a los invasores que tomaron la ciudad, que se rindan y que nadie saldrá herido. Los soldados se ríen, pues a simple vista se nota que el número de efectivos de su ejército es mucho menor que el de ellos. Tlilmatzin sale a confrontar a su hermano. Ya no es el mismo que salió huyendo de Teshcuco veintenas atrás. Es más soberbio que nunca. Un yaoquizqui arrastra a Coyohua atado de una soga al cuello.

—Aquí está tu amigo.

Tlilmatzin se burla y señala a su prisionero. Nezahualcóyotl enfurece al ver el rostro destrozado de Coyohua. Hace un gesto de arrebato, indicación de que dará comienzo la batalla. Pero Tlilmatzin se apresura y lo amenaza con matar a Coyohua si da un paso más. El príncipe chichimeca comprende que no habrá diálogo y decide regresar al palacio de Cílan. Desde ahí, envía una embajada a Tenochtítlan, donde continúa la celebración de la boda de Ilhuicamina y Cuicani, quienes después de cinco días salen de la alcoba y son recibidos con un banquete.

Tlacaélel observa desde lejos. Los esposos orgullosos muestran la sábana ensangrentada que «demuestra» la virginidad de la joven esposa. Una vez más comienzan las danzas y se sirve el banquete. Tlacaélel desaparece.

Nadie se percata de que Cuicani se aleja de su esposo. Camina a uno de los pasillos del palacio. Discretamente se esfuma detrás de un muro. Total, ¿qué podría hacer? Nadie desconfía de la hija de uno de los consejeros y la nueva esposa del futuro tlatoani. Cuicani transita sigilosamente hasta el final de uno de los pasillos. Justo donde se ubica la habitación de Tlacaélel. La joven entra sin pedir permiso. Tlacaélel y Cuicani se miran. Ella está furiosa. Él sonríe ligeramente.

—¿Te estás burlando? —pregunta Cuicani con las cejas comprimidas.

—Estoy festejando el matrimonio de mi hermano. —Sonríe Tlacaélel.

—Me engañaste. —Sus ojos se llenan de lágrimas—. Te burlaste de mí.

—Fue divertido… —Cuicani lanza una bofetada, pero Tlacaélel le detiene la mano en el aire—. Cuidado —advierte al mismo tiempo que le oprime la muñeca.

—Te vas a arrepentir —lo amenaza—. Ya lo verás.

—Tú querías casarte con mi hermano. Ya lo conseguiste. Eres la esposa del futuro tlatoani.

—Yo me había enamorado de ti. —Cuicani llora en silencio. Quiere tragarse sus palabras—. A tu hermano no lo conozco.

—Ya tendrás tiempo para conocerlo. No eres la primera mujer que se casa con un desconocido.

Tlacaélel se da media vuelta. Camina a la salida, pero ella lo toma del brazo.

—Le voy a contar a mi padre que me engañaste —lo amenaza.

—Adelante. —Se voltea y la mira fijamente a los ojos como si quisiera matarla—. Si lo haces yo admitiré todo. Les diré que eres una experta mamando vergas, que tienes el culo más sabroso que he conocido, que me cogiste mejor que nadie en la vida. Por otro lado, si lo niego, pensarán que eres una mentirosa. No olvides que tu padre hizo que me nombraran sacerdote. Entonces, él quedaría mal ante los miembros del Consejo y el tlatoani Izcóatl. Provocarás un conflicto entre los sacerdotes.

La joven agacha la cabeza y, sin despedirse, sale agobiada. Se esconde en la primera habitación que halla a su paso, se sienta en un rincón y se lleva los brazos al pecho antes de dar cauce a un río de lágrimas. Pero ni la cascada más extensa del mundo sería suficiente para vaciar su dolor. Cuando la traición y la humillación llegan de la mano, no hay poder humano que sane tan profunda herida. Cuicani aprieta en su puño el dobladillo de su huipil. Con las uñas comienza a rascar y a rascar. Las lágrimas no se detienen. El sufrimiento la revienta por dentro. Sus ojos arden. Sus labios tiemblan. De pronto, da un fuerte jalón a la tela del huipil y la desgarra, como si con ello quisiera arrancar el recuerdo y el amor que sentía por Tlacaélel. Pero la memoria es injusta: nos obliga a recordar lo indeseado y, a veces, nos borra lo mejor de la vida. ¿Acaso no es el desamor el indeseado recuerdo de lo mejor de una vida? A veces. En otras ocasiones, es tan sólo un espejismo. El autoengaño de que eso fue lo mejor de la vida. Y que lo mejor de la vida se encontraba en otra parte, en otros tiempos, con otros seres, con otras sonrisas y otras miradas. El espejismo de un Ilhuicamina falso se desvanece ante la cruel realidad. Cuicani quiere morir. Aquella joven ya no tiene esperanzas ni razones para seguir. Todo el amor que tenía para dar lo entregó de golpe y sin reserva. Se quedó hueca. Ya no tiene voz, ni sueños ni fuerza. Vuelve a rasgar su huipil. Otra vez. Otra vez. Y otra. Y otra… Al final, no le queda más que un tendedero de trapos rasgados colgándole de los hombros. Su cuerpo desnudo tiembla. No hace frío. Tirita de rabia, de impotencia y de dolor. Piensa en la manera más sencilla de quitarse la vida. No sabe si tendrá el valor. En ese momento, entra a la habitación una de las sirvientas del palacio y, de inmediato, se da cuenta de que Cuicani tiene el rostro empapado de lágrimas, la nariz inundada de mocos y la boca salivando como un arroyo. Se apresura a tomar una manta de algodón y la cubre de cuerpo entero. No pregunta nada. Sólo la envuelve entre sus brazos. Cuicani se recarga en su hombro y desborda su llanto. No le importa quién es esa mujer. No quiere saber. No quiere hablar. No quiere que la escuchen. No quiere nada. O, por lo menos, eso cree hasta este momento. Si hay una muerte que desea más que la suya, ésa es la de Tlacaélel. Pero ella jamás ha matado a nadie. No sabría cómo hacerlo. No se atrevería. ¿O sí, Cuicani? No. No sabe. Llora. Llora, llora, llora, Cuicani. Llora tanto que ya no sabe cuánto tiempo ha transcurrido desde que entró a esa habitación. Abre los ojos y descubre un poco de oscuridad. La tarde ha caído sobre Tenochtítlan. Debe regresar a la celebración. Ya es casi el final. En unas cuantas horas, todos los invitados regresarán a sus casas, a sus pueblos, a sus vidas, a sus rutinas, a sus tragedias. De alguna manera, todos viven sus propias tragedias. Cuicani no está más tranquila, pero lo intenta. La criada se pone de pie y busca, entre las ropas de la esposa de Izcóatl, algo a la medida de la recién casada. Encuentra un huipil viejo, que seguramente ya no le queda a aquella mujer que ha subido varias tallas. Se acerca a Cuicani y, por primera vez, dice una palabra: «Póngaselo». Cuicani lo recibe sin ponerle atención. Se suena la nariz con los trapos desgarrados de su huipil. Exhala e infla los cachetes. Apenas si puede alzar los párpados de tanto llorar. Piensa en lo que debe hacer y lo que quiere hacer. Se muerde el labio inferior y, sin poder controlarlo, se precipita otra tempestad de lágrimas. La sirvienta la observa en silencio. Ya no se sienta junto a ella. Ya no la abraza. Ya no hay tiempo. Hace un rato que la mandaron a buscar a Cuicani.

—Su esposo la está buscando.

—Sí —responde Cuicani—. Ya voy. —Se seca las lágrimas, se pone el huipil y se acomoda el cabello—. Gracias —le dice a la mujer y se va de regreso a la fiesta, donde todos la reciben con entusiasmo.

—¿Dónde estabas? —pregunta Ilhuicamina.

—¿Dónde más? —Tlacaélel aparece a espaldas de Cuicani—. ¿Qué preguntas haces, hermano? Como toda mujer, por ahí llorando de felicidad. Ya sabes cómo son.

Cuicani asiente con la cabeza y se seca un par de lágrimas que la traicionan. Ilhuicamina sonríe y la abraza.

—Vamos a otra parte —le dice Cuicani a Ilhuicamina con cierto tono de complicidad y amenaza dirigida a Tlacaélel—. Quiero hablar contigo de algo muy importante.

—No se vayan —la interrumpe Tlacaélel—. La celebración aún no termina.

—Necesito hablar con mi esposo —le responde Cuicani con la voz firme y toma de la mano a Ilhuicamina.

—Y bien. ¿De qué era eso tan importante que querías hablarme? —pregunta Ilhuicamina muy intrigado cuando se aleja Tlacaélel.

—Necesitaba decirte que me siento muy apenada contigo por lo de la primera noche, pero no me pude contener. Deseaba muchísimo estar contigo. Quiero hacerte muy feliz.

—Ya lo haces —responde Ilhuicamina.

Cuicani se acerca y le dice al oído:

—Vámonos de aquí.

—¿A dónde? —pregunta Ilhuicamina con picardía.

—¿A dónde crees? —contesta ella y le pone una mano entre las piernas.

La pareja llega a la alcoba de Ilhuicamina que se encuentra en el mismo palacio. Cuicani utiliza toda su sensualidad para embobar a su esposo. Está determinada a enamorarlo hasta la locura, para luego cobrarle todas juntas a Tlacaélel por medio de su hermano y futuro tlatoani. Aquella noche se lo coge hasta exprimirlo. Hasta que el joven esposo queda casi muerto de cansancio en el pepechtli.

Afuera, la celebración llega a su fin. Los invitados se retiran. Los sirvientes limpian el palacio para que al día siguiente todo vuelva a la normalidad. Comienza una noche larga para Cuicani. Quizá la más extensa de su vida. No ha podido cerrar un ojo. Ya no llora. No debe llorar ahí, con Ilhuicamina acostado junto a ella. Se traga su dolor. Piensa en su nuevo plan. Todo tiene que salir a la perfección.

A la mitad de la madrugada se levanta, se pone el huipil que le dio la sirvienta. Busca, entre las pertenencias de Ilhuicamina, algún cuchillo o lancilla. Halla un macuáhuitl, pero no sabe cómo utilizarlo. Además, no cree tener las fuerzas suficientes para usarlo correctamente. Por suerte, encuentra un cuchillo de obsidiana. Mide casi veinte centímetros de largo. No pesa tanto como el macuáhuitl. Le parece fácil de manipular.

Sin hacer un solo ruido, Cuicani sale de la habitación y se va caminando sigilosamente por el pasillo hasta llegar a la habitación de Tlacaélel. Entra sin que nada se lo impida. Tlacaélel duerme bocarriba. Ronca. Cuicani lo observa con odio. Se pone en cuclillas, para poder salir con premura. De pronto, alza el arma por arriba del hombro y la baja rápidamente. Le raya la frente a Tlacaélel, quien despierta de inmediato y se encuentra con Cuicani. La contempla en silencio. Se percata del cuchillo de pedernal. Una catarata de sangre le escurre por el rostro. La herida arde. Se lleva la mano a la frente y la baja a la altura de su pecho para mirarla: está empapada en sangre. Mantiene la calma. Analiza el escenario. Ella se ve más nerviosa que enojada.

—¿Vas a matarme? —pregunta con serenidad, sin miedo, sin preocupación.

—No —responde ella al mismo tiempo que se pone de pie—. Sólo quiero asegurarme de que nunca más puedas engañar a otra mujer haciéndote pasar por tu hermano.

63 La palabra Xochimilco (xochi, «flor», mil, «tierra de labranza», y co, «lugar») puede traducirse como «tierra de flores». Sin embargo, muchos la interpretan como «sementera de flores».