14

Una mosca se frota meticulosamente las patas delanteras mientras reposa sobre una costra fresca en el pómulo derecho de Coyohua, quien, cubierto por grumos de sangre y lodo, sigue inconsciente en el fondo del barranco donde los soldados de Tlilmatzin lo arrojaron días atrás. El audaz díptero camina hacia las fosas nasales y, desde afuera, inspecciona el interior de aquellas cuevas atestadas de estalactitas de mocos. Justo en el momento en el que decide entrar para degustar aquel chicloso banquete, una mano gigantesca, multiplicada en los lentes seccionados de sus ojos, baja del cielo con el objetivo de aplastarla, pero su prodigiosa visión se lo anticipa con tiempo de sobra para que emprenda el vuelo y salve la vida.

Por culpa de —quizá gracias a— la mosca Coyohua se da un manotazo en la cara y despierta, alarmado y desorientado, sin poder recordar qué le ocurrió ni cómo llegó ahí. El alba apenas se asoma por el lejano horizonte. Intenta moverse, pero le duele todo el cuerpo, especialmente, la garganta y la espalda baja, donde tiene enterrada una rama del grosor de un dedo meñique. Yace casi sepultado entre matorrales secos y duros desde hace dos noches.

Se lleva la mano derecha a la espalda y se arranca de un jalón la rama que se le incrustó en la caída. El dolor es agudo. Se queja en silencio mientras aprieta los dientes, cierra los ojos y golpea la tierra con el puño izquierdo. La herida vuelve a sangrar. Intenta ponerse de pie, pero le resulta imposible, las piernas no le responden, como si estuvieran muertas. Tiene mucha dificultad para respirar; babea sin control y suda, a pesar de que hace frío. No logra recordar cómo fue a dar ahí. Si tan sólo pudiera saber quién es él, cómo se llama, dónde y con quién vive.

Se arrastra con lentitud por el barranco hasta la llanura donde continúa su tormentoso recorrido de casi toda la mañana, para, a medio día, alcanzar un riachuelo, cuyas aguas quietas le muestran el reflejo de su rostro desfigurado: costras de sangre en la frente, los pómulos y las quijadas, la nariz quebrada, los labios desgarrados, la boca chimuela y dos bolas negras que en ese momento son sus párpados. «¿Quién me hizo esto?», se pregunta agobiado. Bebe un poco de agua, se lava cuidadosamente la cara, recuesta su rostro de lado, sobre el brazo, y, de pronto, pierde el conocimiento a la orilla del riachuelo.

Al abrir los ojos, se descubre acostado en un pepechtli dentro del shacali de una pareja de campesinos que lo recogió veintenas atrás. Tiene un cuachicpali, «almohada», en la nuca, algo que reconforta su dolor en la columna. Una mujer le cura las heridas con ungüentos al mismo tiempo que el anciano le coloca trapos húmedos en el pecho para bañarlo. Coyohua emite un par de sonidos guturales e intenta levantar la cabeza.

—No se mueva —le dice el anciano—. Su cuerpo debe descansar.

—Ne… ir… co… —Apenas si puede hablar. El golpe que Tlilmatzin le arremetió en la garganta le provocó una inflamación aguda que obstruye el aire hacia los pulmones.

—No hable —le dice la mujer.

—Bu… quen… a Ne… —habla con estridor—. Ez…

Pero los campesinos no logran deducir que el paciente intenta pronunciar el nombre de Nezahualcóyotl, quien en esos momentos acaba de entrar triunfante con dos ejércitos a Tenayocan, luego de haber combatido por menos de medio día. Muy poco pueden defender en la ciudad las falanges de Télitl, que es capturado y llevado a rastras por los soldados tepanecas a la plaza principal, donde ya se encuentran, aprehendidos y arrodillados, los yaoquizque de Tenayocan.

—¡Si me vas a matar, hazlo de una vez! —grita Télitl bañado en sudor al mismo tiempo que es obligado por dos soldados a arrodillarse ante Nezahualcóyotl.

—Lo haré —responde el Coyote ayunado mientras camina, con el macuáhuitl en una mano, alrededor del detenido—. Es lo que te mereces por usurpar tierras que no te pertenecen.

—Yo no usurpé nada —asegura Télitl con la dignidad en todo lo alto—. Tu bisabuelo Quinatzin abandonó Tenayocan. ¿Qué esperaban, que la gente muriera de hambre y sin un gobierno?

—Mi bisabuelo nombró a otro gobernante y tú te aprovechaste cuando él murió en la guerra contra Teshcuco —replica Nezahualcóyotl, que toma el macuáhuitl con las dos manos, lo sostiene de forma vertical y contempla las piedras de obsidiana incrustadas en el arma.

—El huei chichimecatecutli Tezozómoc me cedió estas tierras. —Télitl se pone de pie y, al instante, los yaoquizque lo obligan a arrodillarse nuevamente.

—¡Eres un traidor! —Nezahualcóyotl alza la voz y aprieta el macuáhuitl con una mano.

—Traidor, el cobarde Totoquihuatzin que, por salvar su miserable vida, le dio la espalda a su sangre y te dejó entrar a Azcapotzalco para que mataras a sus habitantes y a Mashtla; y ahora te proporcionó el ejército con el que invadiste Tenayocan. Vaya que tiene principios. Yo jamás rendí vasallaje a tu padre ni lo haré contigo. Así que no me llames traidor. Tengo más honor que tú, que con tal de saciar tu sed de venganza te alías con los descendientes de tus enemigos.

Enfurecido, Nezahualcóyotl levanta el macuáhuitl sobre su hombro derecho y le da un golpe en el rostro a su prisionero, quien de inmediato cae al suelo. Sin decir una palabra, el príncipe chichimeca se da media vuelta y se dirige al palacio de Tenayocan para tomar posesión. Los nenenque del palacio se arrodillan ante él y ruegan clemencia. El Coyote sediento les exige que le juren lealtad y todos acceden atemorizados. En otras circunstancias, habría ordenado la destrucción de los teocalis, los palacios y las casas, pero Nezahualcóyotl y sus hombres no fueron ahí para demoler la ciudad sino para habitarla. Inmediatamente organiza a su gente para que todo vuelva a funcionar como antes. Reúne a los pobladores y les da un largo discurso en el que les recuerda que Tenayocan fue fundada por Shólotl, que por ello todos ahí son una sola familia, que no va a castigarlos, pero que sí les exige lealtad.

Al caer el oncalaqui Tonátiuh,80 Totoquihuatzin llega al palacio de Tenayocan acompañado de su esposa, sus concubinas, hijas, hijos y sirvientes. Un niño de tres años corre apresurado por el centro de la sala.

—¡Chimalpopoca! —grita la esposa de Totoquihuatzin al mismo tiempo que camina apresurada detrás del futuro tecutli de Tlacopan.

—Disculpe a mi hijo —expresa con humildad el nieto de huehue Tezozómoc—. Es el menor, Chimalpopoca.

El príncipe acólhua no le da importancia. Entonces pregunta:

—¿Dónde estuviste toda la mañana y la mitad de la tarde?

—En Tlacopan… —contesta nervioso Totoquihuatzin.

—Creí que estarías al frente de tu batallón —Nezahualcóyotl no se ha bañado, aún tiene manchas de sangre y tierra en todo el cuerpo.

—No. —Desvía la mirada—. Yo no nací para la guerra.

—¿Entonces para qué naciste? —El príncipe chichimeca se lleva las manos a la cintura, inclina la cabeza a la izquierda y mira a Totoquihuatzin con ironía—. ¿Para gobernar? ¿Para que te atiendan?

—No me refería a eso, mi señor. —Se encorva—. Quise decir que soy un pésimo estratega de guerra y, si yo participara, únicamente provocaría más muertes y, peor aún, el fracaso de la batalla.

—Eres honesto. Eso me agrada. —Alza la cara con asombro, sin quitarle la mirada de encima.

—Mi tío Mashtla fue un militar tan malo que mi abuelo Tezozómoc jamás lo puso al frente de sus brigadas.

Nezahualcóyotl se pierde en un silencio largo y Totoquihuatzin se percata de ello.

—Disculpe, mi señor, no era mi intención…

—Lo sé… —Sube y baja la cabeza repetidas veces y, de pronto, libera una tenue sonrisa—. Estaba pensando en las ironías del destino: tanto que se pelearon Acolhuatzin y Quinatzin, Tezozómoc y Techotlala, Tezozómoc e Ishtlilshóchitl, Mashtla y yo para que al final, tú, Totoquihuatzin, rindieras al estado tepaneca y facilitaras tus armas al enemigo de tu abuelo y tu tío, a mí, el Coyote hambriento.

—Y ahora somos aliados. —Totoquihuatzin finge una sonrisa para no llorar. Nezahualcóyotl acaba de evidenciarlo como un cobarde traidor ante su esposa, sus concubinas, hijas, hijos y sirvientes. Tiene que disimular fortaleza. Sonríe y aprovecha el momento—: Para refrendar mi lealtad le he traído a mi hija predilecta, Matlacíhuatl, para que sea su tecihuápil «concubina».

Una niña risueña de quince años da un paso al frente y Nezahualcóyotl la observa con deseo. Ya la conocía desde que Totoquihuatzin le había entregado a Zyanya para que fuera su concubina un par de años atrás. Matlacíhuatl era entonces una escuincla macilenta, sin las nalgas, las tetas y la postura refinada que presume en este momento. Zyanya mira a su padre con furia, pues no esperaba aquella traición; cómo no llamarla traición, si Totoquihuatzin bien sabe que las dos hermanas no soportan estar juntas y, ahora, las obliga a compartir al mismo hombre, la misma cama y la misma vida. Matlacíhuatl se acerca a Nezahualcóyotl y se arrodilla, pero él se lo impide, la toma de la mano y la ayuda para que se ponga de pie. La joven inclina la cabeza hacia un lado y se lleva una mano al cabello mientras presume su sonrisa.

—Hermanita, no había notado que sonríes igual que Mirácpil. —Dispara Zyanya un dardo envenenado que nunca imaginó utilizar.

El rostro del príncipe chichimeca cambia del encanto a la amargura en un instante.

—¿Quién es Mirácpil? —pregunta Matlacíhuatl desconcertada.

—Una concubina que se escapó —contesta Zyanya con apuro.

—No tiene importancia —responde el Coyote hambriento tratando de ocultar su disgusto.

—¿A dónde se escapó Mirácpil?

Nezahualcóyotl sigue sin conocer el paradero de Mirácpil, quien llegó a la casa de su padre en Tenochtítlan la madrugada en la que huyó de Cílan. Otonqui, su progenitor, estuvo a punto de enterrarle una flecha en el corazón al escuchar los ruidos afuera de su shacali.

—Soy yo, tahtli —se anunció con rapidez—. Mirácpil, tu hija.

Otonqui bajó el tlahuitoli y el yáomitl, y arrugó los ojos para reconocer a su retoño en la sombría silueta que se movía entre los oscuros arbustos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó al tenerla frente a él.

—¿Puedo entrar? Necesito beber agua —respondió la joven con un aspecto lúgubre.

En el interior del jacal se encontró con su madre y dos de sus hermanos.

—¿Qué te ocurrió? —La madre se apresuró a abrazarla y a limpiarle el rostro—. ¿Por qué estás tan sucia?

—Necesito agua. —Caminó con apuro hacia la tlacualchihualoyan, «cocina», y bebió de una jícara. Sus padres la siguieron y la observaron preocupados. Luego de saciar su sed, se sentó en el piso con la espalda y la cabeza recargadas en la pared. Cerró los ojos. Respiraba agitadamente.

—Habla —ordenó Otonqui con las manos en jarras.

—Me escapé de Cílan. —Volvió a beber. Después puso la jícara entre sus piernas, las cuales tenía extendidas en el piso—. Y los soldados de Nezahualcóyotl me persiguieron…

—¿Por qué te escapaste? —Otonqui la miró con enojo.

—Porque no era feliz ahí. —Negó con la cabeza al mismo tiempo que liberó un par de lágrimas.

—Tu obligación es permanecer con el príncipe hasta que mueras. Así lo ordenan las leyes. En cuanto salga el sol te llevaré de regreso a Cílan —amenazó Otonqui.

—Si lo haces, me van a matar —advirtió y le dio otro trago a la jícara.

—Que lo hagan. Es lo que te mereces.

La madre de Mirácpil tuvo que interceder:

—¿Por qué te quieren matar?

—Porque tuve… —Tragó saliva, se llevó las manos a la cara y se frotó para evitar que el llanto la traicionara. Shóchitl no había llegado a Tenochtítlan. La esperó un largo rato a la orilla del lago, pero un par de yaoquizque hacían guardia y no pudo permanecer ahí por más tiempo—. Tengo una relación amorosa con otra de las concubinas.

—Con mayor razón te llevaré de regreso a Cílan —concluyó Otonqui, para quien aquella revelación no fue una sorpresa.

—Deja que termine de explicarte —intervino la madre de Mirácpil.

—Ya lo dijo todo: le fue infiel al príncipe Nezahualcóyotl y debe pagar por su delito —insistió Otonqui alzando la voz.

—Es tu hija. ¿Estás dispuesto a enviar a tu única hija a la piedra de los sacrificios?

La mujer tomó valor y, por primera vez en su vida, confrontó a su esposo.

—Tahtli, no haga esto —intervino un hermano de Mirácpil—. Podemos buscar alguna solución.

—No me importa lo que ustedes digan. En cuanto amanezca, la llevaremos a Cílan.

—Entonces me iré en este momento. —Mirácpil se puso de pie.

—¿A dónde? —cuestionó su madre con preocupación.

—No lo sé. Lejos de ustedes. —Se dirigió a su padre y corrigió—: Lejos de ti. Tú nunca has sabido quererme. Únicamente me has hecho daño.

—No te puedes quedar aquí —comentó Otonqui, evitando el cruce de miradas—. Lo más seguro es que vengan las escuadras de Nezahualcóyotl a buscarte en cuanto amanezca.

—Lo entiendo —respondió Mirácpil—. Por eso, me iré.

La madre y los dos hijos miraron a Otonqui con desconsuelo y rabia.

—Espera… —La detuvo Otonqui—. Yo te acompaño.

—¡No! —exclamó Mirácpil y se apresuró a salir de la casa.

—Te llevaré con una persona que sabrá esconderte —dijo Otonqui con actitud sumisa, como si quisiera pedirle perdón, no por lo que había comentado esa madrugada, sino por todo lo que no hizo por ella en toda su infancia y adolescencia.

Mirácpil se detuvo, giró la cabeza y miró a su padre por arriba del hombro:

—¿Con quién?

—Con una anciana que vive en Ashoshco —explicó Otonqui, ya tranquilo y dócil—. Confío en ella y sé que no te traicionará.

—Prométeme que no me llevarás con Nezahualcóyotl.

—Lo prometo.

Otonqui avanzó cojeando. Un soldado acólhua le había destrozado la pierna en la guerra contra Teshcuco, cuando los meshícas aún eran vasallos de Azcapotzalco y Tezozómoc pretendía arrebatarle el imperio a Ishtlilshóchitl. Por aquellos años, Otonqui era uno de los mejores soldados de Tenochtítlan, pero nunca recibió un ascenso importante en la milicia por ser un macehuali. Sólo dos cosas lo hacían sentirse orgulloso: jamás haber sido herido en batalla y no haber engendrado una hija. Hasta entonces tenía ocho vástagos, a los cuales presumía como «la tropa». Y no sólo eso, también se jactaba de su buena puntería pues, según él, cada vez que regresaba a casa de una guerra, embarazaba a su mujer. Hasta que comenzó la guerra contra Teshcuco.

Un día recibió la noticia de que su esposa esperaba al noveno hijo y jamás se preocupó por preguntar acerca del género del nuevo integrante. Estaba seguro de que había sido otro varón. Transcurrieron cuatro largos años y la guerra llegó a su fin. Poco antes del último combate contra Ishtlilshóchitl, uno de los soldados le comentó a Otonqui que su esposa había tenido una hija. Aquella noticia le machacó el ego a aquel hombre y, para mitigar la pena, se embriagó con una jícara de octli y salió a pelear. Un yaoquizqui le destrozó la pierna y otro le rebanó la espalda con su macuáhuitl. Azcapotzalco ganó la guerra, aunque Otonqui perdió la batalla más importante de su vida. Nunca más volvió a combatir. Quedó lesionado por el resto de su existencia.

Por aquellos días, rondó por su cabeza la idea de quitarse la vida, pero el capitán del ejército lo convenció de que adoptara el oficio de tallar cabezas de madera con formas de serpientes, águilas y jaguares para los guerreros. Aunque no estaba muy convencido, aceptó la propuesta y regresó a casa, al lugar donde lo esperaba una tropa de ocho varones y una niña de cuatro años que, con una rama frondosa entre las manos, corría desnuda detrás de un sholoitzcuintle que diariamente perseguía guajolotes para arrancarles un par de plumas, quizá envidioso de verlos tan bien vestidos mientras él sólo podía presumir un manojo de pelos en el hocico y la frente. Los guajolotes se esponjaban y sacudían luego de saberse liberados del acoso del sholoitzcuintle de pecho blanco.

Cierto día, cumplida su labor de rescatar a las aves espantadas, la niña regresó a darles de comer, mientras el sholoitzcuintle observaba sentado, con la lengua colgante, las orejas erectas y la mirada fija en los guajolotes, hasta que la llegada de un forastero le arrebató la atención. Con una retahíla de ladridos y un par de pasos apresurados se acercó al intruso, pero su presencia lo hizo retroceder al sentirse vulnerable. Mirácpil dirigió su atención al hombre, que caminaba con un palo bajo la axila que le servía de muleta, y corrió al interior de la casa. «¡Nantli, hay un hombre allá fuera!».

La llegada de Otonqui a casa no hizo más que desvanecer la felicidad en la que, desde hacía años, se encontraba la familia, acostumbrada ya a la ausencia del padre. En la tarde, mientras comían, la madre de Mirácpil le contó a Otonqui que durante las veintenas en que estuvo preñada de la niña la cosecha dio el maíz más grande y rico que se hubiese visto por aquellos lugares, y que el día en que nació, Tonátiuh, el sol, seguía dando luz a una hora en que ya debía estar oscuro. La predicción de la abuela fue que la niña nacería en la noche. A las pocas veintenas de vida, ya superaba en actitud a la mayoría de los niños de su edad. Cuando Mirácpil enfermaba, la cosecha se secaba. A los tres años poseía la cordura de una niña mayor, suficiente para percibir el desdén en los ojos de su padre, al cual ella también respondió con una indiferencia que persistió hasta el día en que Nezahualcóyotl la pidió como concubina y Otonqui la entregó sin la menor pena.

—Llegamos —informó Otonqui al detenerse frente a un shacali que se hallaba en medio de las montañas de Ashoshco.

—¿Aquí es Ashoshco? ¿Y el pueblo? ¿No hay casas ni teocalis?

—Es territorio de Ashoshco, pero el pueblo está más arriba. Mucho más arriba.

En ese momento, salió una anciana.

—¡Tliyamanitzin! —exclamó Mirácpil con asombro.

—¿La conoces? —preguntó Otonqui algo desconcertado, pues no imaginó que su hija la conociera en persona, aunque sabía que la anciana era famosa en Tenochtítlan.

—Sí…

—Nos volvemos a encontrar, chamaca —dijo Tliyamanitzin con una sonrisa desde la entrada de su shacali—. Métanse. —Entró sin esperarlos.

—Creí que estaba muerta —confesó Mirácpil al mismo tiempo que se peinaba un mechón de cabello por arriba del hombro.

—Lo dices porque quemaron mi casa —expresó la anciana con tristeza y suspiró—. Es mejor que piensen que estoy muerta.

—¿Quién quemó su casa? —preguntó intrigada Mirácpil.

—Tlacaélel…

Antes de la guerra contra Azcapotzalco, el tlatoani Izcóatl había solicitado a Oquitzin, el tlacochcálcatl, que investigara sobre la muerte de Matlalatzin, viuda de Chimalpopoca. Oquitzin comenzó por interrogar a los yaoquizque que habían hecho guardia la noche en que una flecha asesinó a la hija del tecutli de Tlatelolco a la orilla del lago. Con ello descubrió que los soldados, que hicieron guardia la noche en que Chimalpopoca y su hijo Teuctlehuac fueron secuestrados, estaban coludidos con un capitán de la milicia, llamado Moshotzin. Para evitar que Oquitzin descubriera quién estaba detrás de todo eso, intentaron asesinarlo una noche en la que caminaba solo por las calles de Tenochtítlan, sin percatarse de que se encontraban justo frente a la casa de la anciana Tliyamanitzin, que salió al rescate del tlacochcálcatl; apenas lo dejaron desangrándose. Si bien no pudo salvarle la vida, logró descubrir los motivos por los cuales lo agredieron y, días más tarde, se dirigió al palacio de Tenochtítlan para informarle a Izcóatl que sus soldados habían asesinado a su tlacochcálcatl. De inmediato, se desató un combate en la sala principal del palacio entre yaoquizque meshítin para que no delataran a Tlacaélel, quien al día siguiente quemó la casa de la anciana con intenciones de matarla.

—Pero no lo logró —presumió Tliyamanitzin en tanto les servía agua a sus visitantes.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Mirácpil.

—Esconderme. Tlacaélel sabe que sigo viva.

—¿Cómo lo sabe?

—Yo lo veo desde aquí. Veo su maldad. Veo cómo engaña al pueblo meshíca…

—¡Tenoshcas! —grita Tlacaélel en la cima del Monte Sagrado frente a miles de personas—. Hijos de Huitzilopochtli, hermanos, nietos de Acamapichtli y Huitzilíhuitl, gente buena, gente sabia, madres humildes, hijas esmeradas, hijos valientes, nuestro pueblo ya ha sufrido muchos años, desde la diáspora de nuestros abuelos de Áztlan y en su búsqueda de la tierra prometida. Luego, a su llegada al cemanáhuac, hubieron de vivir como esclavos de muchos tetecuhtin que no sólo abusaron de los tenoshcas, sino que también los violentaron. Grande valor hubimos de acumular para poder confrontar al tirano Mashtla de Azcapotzalco y liberarnos del yugo. Ahora que la tierra está revuelta, muchos altepeme se han revelado y, en su perversidad, otros han agredido a nuestras mujeres en Coyohuácan y a nuestros pochtecas en Shochimilco. El tirano Cuécuesh ha secuestrado a nuestro hermano Motecuzoma Ilhuicamina y lo tiene preso en una jaula sin agua ni alimento. Quieren que caigamos en sus provocaciones. Muy pronto, cualquiera de nuestros vecinos intentará robarnos a nuestras hijas y hermanas, pretenderán usurpar nuestras plumas y nuestras mantas, nos querrán arrebatar la comida que nos hacen nuestras madres y abuelas, y exigirán vasallaje, pedirán que nos arrodillemos y, peor aún, querrán destruir nuestros teocalis. Pero ustedes, hermanos, nietos de Acamapichtli y Huitzilíhuitl, madres, hijas, hijos son gente buena, gente sabia, gente valiente, y nuestro dios Tezcatlipoca lo sabe, pues él todo lo ve y todo lo escucha y, por ello, me ha hablado y me ha encargado una misión: enseñar a todos los que caminan, a todos los que comen, a todos los que hablan que él es el dios omnipotente, omnisciente y omnipresente, es Icnoacatzintli, «el misericordioso»; Ipalnemoani, «por quien todos viven»; Ilhuicahua, Tlalticpaque, «poseedor del cielo», «poseedor de la tierra»; Monenequi, «el arbitrario»; Pilhoacatzintli, «el padre reverenciado, poseedor de los niños»; Titlacahuan, «aquel de quien somos esclavos»; Teimatini, «el sabio, el que entiende a la gente»; Tlazopili, «el noble precioso, el hijo precioso»; Teyocoyani, «el creador de gente». Asimismo, pide que le ofrendemos la sangre de cuatro sacrificios humanos para que nos ayude a rescatar a nuestro hermano Motecuzoma Ilhuicamina. Todos somos hermanos, somos nietos de Acamapichtli y Huitzilíhuitl. Hoy debemos estar unidos. Es nuestra obligación entregar nuestras vidas para defender nuestra ciudad, nuestra sangre, nuestra raza, nuestras familias, nuestras hijas. Los enemigos no nos vencerán, no podrán doblegarnos. Nosotros somos los hijos de Huitzilopochtli, el pueblo de la guerra. ¡Somos meshícas!

—¡Somos meshítin! —repite la multitud entusiasmada.

—No teman, no fallezcan, nuestro trabajo será recompensado, así lo ha prometido Tezcatlipoca. ¿Están listos para defender la sangre tenoshca?

—¡Sí! —grita la gente.

—¡Nunca más seremos humillados! —grita Tlacaélel.

—¡Nunca más! —repite la multitud.

—¡Alimentemos a nuestro dios Tezcatlipoca con la sangre que nos exige!

La concurrencia ovaciona a Tlacaélel. Grita de emoción.

¡Pum!

Retumba el huéhuetl.

¡Pum!… ¡Pum!…

Cruza por la plaza un contingente de sacerdotes con cuatro prisioneros, que son llevados hasta la cima del Coatépetl.

¡Pum!… ¡Pum!… ¡Pum!… ¡Pum!…

El primer cautivo es acostado en el téchcatl, donde cinco teopishque le sostienen las piernas, los brazos y la cabeza en tanto Tlacaélel entierra el cuchillo sacrificador en el abdomen del sacrificado para sacar los intestinos, introduce la mano hasta llegar al corazón y lo arranca aún latiendo. Tlacaélel corta las arterias con el cuchillo y alza el corazón frente a su rostro mientras la sangre escurre por sus brazos.

Comienzan a sonar los huehuetles. ¡Pum!… ¡Pum!… ¡Pum!… Y los teponaztlis, ¡Pup! ¡Pup! Frente al Coatépetl y una veintena de mitotique, «danzantes», engalanados con bellísimos atavíos, frondosos penachos y cascabeles atados a los pies, comienza el mitotia, «baile», en honor a Tezcatlipoca. ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

La multitud aúlla sobreexcitada:

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!

¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

80 Oncalaqui Tonátiuh, «el sol se mete», hacia las seis de la tarde. Véase el anexo «La cuenta del tiempo» al final del libro.