17
Una vez más, Mirácpil despierta de madrugada, atemorizada y empapada en sudor a pesar del frío que hace en Ashoshco, un pueblo ubicado en el punto más alto de las montañas al suroeste del cemanáhuac,89 donde las bajas temperaturas durante las noches de invierno suelen matar a algunos de sus habitantes. La joven tenoshca se sienta en el pepechtli y llora por Shóchitl, a quien acaba de ver en una pesadilla, acostada bocabajo, con la cabeza sobre la piedra de los sacrificios, mientras un sacerdote alzaba una pesada losa para dejarla caer sobre su cráneo. Frente a ella, dentro de una jaula de madera, Mirácpil observaba con las manos y los pies atados a los palos de la prisión, la cual, súbitamente comenzaba a incendiarse, y justo cuando el humo empezó a asfixiarla, ella despertó.
—A los muertos hay que dejarlos ir, de lo contrario te siguen por el resto de tu vida —le dice la anciana Tliyamanitzin, quien se encuentra acostada en un pepechtli junto a ella.
El shacali es una construcción pequeña y de una sola pieza. Tliyamanitzin se pone de pie, se dirige al otro lado la casa, donde tiene la leña aún caliente del tlécuil, «fogón», que encendió horas atrás, pone una olla de barro con agua y yerbas sobre la lumbre —la cual tiene tres piedras de dimensiones iguales, en las que colocan los comales y las cacerolas— y prepara dos pocillos para servir aquel brebaje. Finalmente, se dirige a su huésped:
—Cuando mataron a Ipehuiqui, tardé mucho en dejarlo ir, tanto que en algunas ocasiones quise revivirlo… —Suspira con desamparo y hace una larga pausa mientras observa los palos de madera que sostienen el techo de palmas—. Pero eso es brujería negra.
—¿Quién era Ipehuiqui? —pregunta Mirácpil más tranquila e intrigada con la conversación.
—Mi hijo —responde Tliyamanitzin, y sirve en dos pocillos el té recién preparado.
—¿Era joven? —cuestiona Mirácpil al mismo tiempo que se pone de pie para ayudar a la anciana a cargar las bebidas.
—Era más viejo que tu padre. —Ambas caminan al otro extremo del shacali, se sientan en sus respectivos pepechtlis y sorben sus brebajes con yerbas—. Pero con la mentalidad de un niño de siete años. Idiota a más no poder, pero muy gracioso y cariñoso. Cómo me hacía reír. Todos los días le decía: «Ipehuiqui, eres un idiota», y él se reía. Creo que hasta le gustaba que le dijera idiota. Tal vez nuca entendió el significado de la palabra. En una de ésas hasta creía que le decía que estaba guapo.
—¿Cómo lo mataron?
Mirácpil está sentada en el pepechtli, con las piernas contraídas hacia su pecho y las rodillas a la altura de su rostro, donde sostiene el tecontontli con su bebida.
—Estás muy flaca, cihuápil —responde Tliyamanitzin, observándola con un gesto de inquietud—. Así nadie te va a creer que eres un chico. Tendré que alimentarte hasta que engordes.
—Disculpe. —Mirácpil no entiende las palabras de la anciana y cree que es un argumento para desviar la conversación—. No quise ser inoportuna con mi pregunta. —Agacha la cabeza y concentra la mirada en el pocillo que tiene entre las manos.
—Lo mató Tlacaélel la noche que incendió mi shacali en Tenochtítlan. —Los ojos de la anciana enrojecen y sus labios tiritan sutilmente.
—¿Cómo sabe que fue Tlacaélel? —Ya habían hablado sobre el incendio el día en que la joven llegó al shacali de la anciana y ella le había comentado que el responsable había sido Tlacaélel, pero Mirácpil quiere llegar al fondo, aclarar algunas dudas y confirmar sus sospechas.
—Porque lo seguí —Tliyamanitzin responde con enfado, no por la pregunta sino por el recuerdo.
—¿Usted lo siguió? —Alza la ceja izquierda y continúa con su interrogatorio—. ¿Cómo?
—Hay cosas que no quieres saber, cihuápil. —La anciana coloca su pocillo en el piso y se acuesta bocarriba.
—¿Entonces usted salió a perseguir a Tlacaélel y dejó a su hijo dentro del shacali?
—¿Cómo se te ocurre decir eso? —Se molesta y se vuelve a sentar sobre el pepechtli—. No iba a dejar a mi hijo ahí dentro. Lo saqué y le dije que esperara afuera, pero el idiota se volvió a meter. No sé por qué. Seguramente quiso rescatar algo suyo o creyó que podría apagar el incendio. Además de idiota, era necio y desobediente. Cuando regresé, todos los vecinos estaban apagando las llamas. Creían que yo había muerto con mi hijo, así que aproveché y me fui de ahí para siempre.
—¿Nunca volvió por el cadáver de su hijo?
—Sólo quedaban sus cenizas. —Tliyamanitzin traga saliva y aprieta los ojos para impedir la salida de unas lágrimas—. Las cenizas no sirven de nada.
—¿Y por qué se fue de ahí? ¿Por qué no se quedó para denunciar a Tlacaélel? —Le da un sorbo a su té.
—¿Por qué no te quedaste en Cílan a denunciar a Nezahualcóyotl?
—Porque me quiere matar… —Mirácpil agacha la cabeza avergonzada—. Disculpe. Soy una tonta. No debí… —Está a punto de terminar la conversación, pero de inmediato recuerda su objetivo e insiste con el interrogatorio—: Usted dice que descubrió que Tlacaélel fue quien incendió su shacali, porque lo siguió. ¿Cómo lo alcanzó?
La anciana demora en responder y Mirácpil sólo escucha el crepitar de las llamas.
—¿De verdad quieres saber? —La mira fijamente, como si fuera a hipnotizarla, pero la joven no le tiene miedo. Desde que era una niña escuchó muchas historias sobre la anciana: que era bruja y nahuala, que había muerto cien años atrás, pero que gracias a su brujería logró resucitar siete días después, que vivía como anciana a la luz de sol y al caer la noche se transformaba en una bestia mitad mujer y mitad fiera, que se convertía en tecolote, que su cuerpo podía quedarse acostado en el pepechtli mientras su espíritu se introducía en las consciencias de las personas para obligarlas a cometer actos atroces, y otras decenas de historias inverosímiles.
—¿Entonces es cierto que usted es una nahuala? —Deja su tecontontli en el piso y observa atenta a Tliyamanitzin.
—Ya duérmete, cihuápil, tienes que despertar muy temprano para preparar el nishtámal.90
—¿Usted es una nahuala? —insiste—. ¿Se convierte en una fiera salvaje en las noches? ¿Puede matar a quien quiera?
—Los nahuales no existen.
La anciana se acuesta en su pepechtli y le da la espalda a su huésped.
—Usted podría ir a Teshcuco a investigar si Shóchitl aún sigue viva.
—Ya deja de decir idioteces y duérmete.
La madera sigue ardiendo en el otro extremo del jacal, aunque la flama ya se apagó. Mirácpil se acuesta, escucha el crepitar de la leña. La incertidumbre de no saber si Shóchitl sigue viva o si ya fue sacrificada la tiene al borde de un abismo. «Quisiera ser una nahuala para rescatar a Shóchitl», dice en voz baja. «O vengar su muerte si es que ya la mataron». De pronto, un cansancio muy pesado la invade y minutos más tarde cae en un profundo sueño que la lleva a la noche en la que la milicia de Mashtla llegó al palacio de Cílan con la orden de llevar preso al príncipe chichimeca a Azcapotzalco. Nezahualcóyotl los invitó a disfrutar del banquete que ya estaba preparado, argumentando que los yaoquizque estaban hambrientos por el viaje y que necesitarían alimento para regresar a Azcapotzalco. El camino era largo. El capitán, llamado Shochicálcatl, aceptó y entró al palacio para comer como un tlatoani, mientras dos soldados resguardaban la salida, y sin darse cuenta, el Coyote sediento huyó por un hueco que tenía en la pared de la sala principal, fabricado para escapar por un laberinto subterráneo. En cuanto los soldados se percataron del engaño, destrozaron todo dentro del palacio y las concubinas se quedaron aterradas toda la noche. A eso le siguió la histeria colectiva y las discusiones entre ellas, excepto Mirácpil y Shóchitl que observaban divertidas la manera en la que todas ellas se peleaban y competían por ser la concubina más dramática. Entonces, Shóchitl invitó a Mirácpil a salir del palacio. «¿A dónde?», preguntó la joven tenoshca, quien tenía poco de haberse mudado a Cílan. Shóchitl siguió hasta el fondo de los jardines del palacio, se sentó sobre las hierbas e invitó a su compañera a que hiciera lo mismo: «Nadie nos va a decir nada», aseguró. La joven meshíca observó el palacio a lo lejos, rodeado de teas encendidas y yaoquizque, luego caminó hacia su nueva amiga y se sentó a su lado. Shóchitl observaba el cielo lleno de estrellas, en silencio, con una sonrisa pueril y, de pronto, como una niña juguetona, se dejó caer de espaldas sobre la hierba. «Acuéstate», invitó a Mirácpil, quien una vez más dirigió la mirada al palacio antes acostarse sobre la hierba para contemplar las estrellas y, hechizarse con la hermosura del paisaje. «¿Eres feliz?», se aventuró a preguntar Mirácpil sin imaginar las consecuencias. Shóchitl volteó hacia ella y respondió: «En este momento, en este lugar, sí, sí soy feliz», se acostó de lado y descansó la mejilla sobre la palma de su mano. Intercambiaron sonrisas y Shóchitl se acercó a los labios de la nueva concubina. «Nos van a ver», susurró Mirácpil luego de un suspiro irrefrenable. «No», bisbisó Shóchitl y pasó su lengua por el cuello de su compañera. «Nadie nos ve, ya es tarde». Un maremoto de emociones estremeció a la joven tenoshca, quien asustada se apartó para sentarse lo más erguida posible, pero el susto de la felicidad no pretendía darle tregua y le quitó todas las fuerzas para salir corriendo. «Los guardias —intentó frenar un gemido—, los guardias están allá». «Nadie nos ve», Shóchitl le chupó el lóbulo derecho. «Qué bella eres. Imposible no enamorase de ti». Mirácpil no podía quitar la vista del paisaje, el palacio silencioso, las hierbas que danzaban eróticas con el viento, las estrellas infinitamente lejanas y admitió que hacía muchos años que añoraba ese momento —o algo parecido— y que no estaba tan cuerda como para posponerlo un minuto más. Mirácpil buscaba una flor y esa noche la encontró. Cerró los ojos y se dejó barnizar la piel con los besos de Shóchitl. Solamente una lluvia de estrellas y un búho esponjado sobre la rama de un ahuehuete fueron testigos del inicio de aquel idilio. Una nube impidió el paso de la luz de la luna, las estrellas se perdieron en el fondo infinito y ninguna de las dos se percató de que el tiempo se había fugado a pasos agigantados. En ese momento, ambas comprendieron que su destino era estar juntas.
Mirácpil despierta poco antes de que salga el sol, se levanta para preparar el nishtámal, recoge los dos pocillos del piso para lavarlos y descubre que Tliyamanitzin no bebió su té. Entonces, comprende que lo había preparado sólo para que ella lo tomara y se durmiera. Se dirige a la cocina, saca el tlaoli 91 de la olla, en el que permaneció toda la noche en agua con cal previamente hervida, lo lleva afuera del jacal y, por un instante, se detiene para contemplar la espesa neblina que descansa sobre las montañas, una bruma que generalmente desaparece a media mañana para dar paso al deslumbrante paisaje de un macizo montañoso cubierto por una alfombra de abetos, oyameles, pinos, encinos y otras coníferas. La joven tenoshca coloca la olla de maíz en el piso, lava los granos con agua limpia, los escurre y pone el métlatl 92 en el suelo, se arrodilla, coloca el tlaoli en el centro del métlatl y comienza a quebrarlo con el metlapili por más de media hora, hasta que queda una masa lista para las tortillas, los tamales y el atole.
—Quiebras el nishtámal igual que tu madre —dice Otonqui con una muleta bajo la axila. Mirácpil levanta la cara y observa a su padre ligeramente, para luego continuar con su labor—. Saluda —exige mientras camina hacia ella.
—¿No ves que estoy ocupada? —responde Mirácpil mientras restriega el metlapili sobre el métlatl.
—¿Dónde está Tliyamanitzin? —Se asoma al interior del jacal.
—Está allá atrás, alimentando a los conejos y los guajolotes.
Para eludir el cruce de miradas con su padre, Mirácpil continúa quebrando el nishtámal, ejerce más fuerza sobre el métlatl y su espalda serpentea.
—La esperaré aquí. —Se sienta sobre una piedra, frente a su hija y la observa. A Mirácpil le incomoda tenerlo ahí. Le molesta su voz, su forma de ser, su aroma. Por muchos años aguantó su presencia y su actitud bravucona. Cuando la entregó como concubina a Nezahualcóyotl, lo odió más que a nadie, pero el día en que conoció a Shóchitl, su aborrecimiento se redujo a un desprecio menor. La noche que huyó de Cílan con Shóchitl, decidió ir a su casa, consciente de que deberían aguantar a su padre algunos días hasta que ella y su amante pudieran resolver a dónde se irían, pero la actitud de Otonqui no hizo más que desempolvar un rimero de recuerdos.
—¿A qué viniste? —Deja el metlapili sobre el nishtámal ya convertido masa y se endereza para ver a su padre a los ojos.
—¿Cómo que a qué vine? ¿No te dijo nada Tliyamanitzin? —Se muestra sorprendido.
—¿Qué es lo que tenía que decirme? —Su rostro muestra un gran enfado y, a la vez, mucho miedo. Teme que Tliyamanitzin ya esté enterada de lo que le ocurrió a Shóchitl y no le haya dicho nada.
—No le dije una sola palabra, porque eso te corresponde a ti —comenta la anciana al salir del jacal con una canasta en las manos—. Tú eres su padre. Yo no tengo que decirle qué hacer con su vida.
—¿De qué están hablando? —Mirácpil inserta las manos en una cacerola llena de agua para lavarlas, después se pone de pie mientras se seca con el huipil.
Otonqui y Tliyamanitzin se miran entre sí. Él está nervioso; ella demasiado tranquila.
—Nezahualcóyotl envió una embajada y una tropa a la casa —explica Otonqui con preocupación—. Preguntaron por ti. Dijeron que te escapaste. A pesar de que les aseguramos repetidas veces que no te habíamos visto y que no sabíamos nada de ti, no nos creyeron y entraron a la casa a revisar. Movieron todo. Te buscaron hasta en las copas de los árboles. Salieron a las calles y preguntaron a los vecinos si sabían algo de ti. Ninguno dijo una palabra, pues no te han visto desde que te fuiste con Nezahualcóyotl. No conformes con ello, los soldados y los embajadores permanecieron ahí toda la tarde, hasta que oscureció, vigilando en todas direcciones, corriendo de un lado a otro en cuanto escuchaban un ruido extraño. Luego, se marcharon y amenazaron con arrestarnos si descubrían que les habíamos mentido. Los embajadores se marcharon, pero dejaron dos soldados vigilando la casa por cuatro noches. Y como no vieron nada raro, se fueron hace dos días.
—No creo que se hayan ido —asevera Mirácpil muy dudosa—. Seguramente fingieron que se marcharon para engañarte.
—Se fueron —responde Otonqui con certeza.
—¿Cómo sabes que no te siguieron hasta aquí? —pregunta Mirácpil muy nerviosa.
—Fui al mercado de Tlatelolco y estuve ahí casi toda la mañana.
—¿Crees que eso no levantó sospechas? —cuestiona con enfado—. ¿Qué estabas haciendo ahí?
—Estuve con un amigo que vende vasijas de barro. Los dos nos sentamos y platicamos; mientras tanto, tus hermanos caminaban alrededor, a una distancia en la que podían ver si alguien me seguía. Luego, abordé una canoa rumbo a Teshcuco y, a medio camino, me crucé con uno de tus hermanos que iba en otra canoa. Cuando estuvimos seguros de que no había nadie cerca, intercambiamos lugares; él se siguió en dirección al oriente y yo me fui al sur, para rodear la isla y desembarcar en el lago de Shochimilco. Y, desde ahí, caminé toda la tarde. Al llegar a Ashoshco, me escondí en las montañas toda la noche, hasta que amaneció. Un poco más y me hubiera muerto de frío.
—¿Qué sabes de Shóchitl?
—Nada. No he tenido forma de preguntar. No puedo. Si lo hago, van a sospechar… —Otonqui hace una pausa larga—. Aquí no estás segura.
—Está bien. —Mirácpil aprieta los labios, respira profundo, dirige la mirada hacia la montaña y se cruza de brazos—. Hoy mismo me iré de aquí.
—No. —Otonqui se muestra muy preocupado—. A dónde quiera que vayas, alguien te verá y llamarás la atención.
—No voy a regresar a Cílan. —Mirácpil se pone a la defensiva. Está dispuesta a salir corriendo en ese momento si es necesario.
—Yo no dije eso. —Por primera vez en su vida, aquel hombre está dispuesto a hacer lo que sea necesario por su hija, aunque vaya en contra de todas las leyes.
—¿Entonces? —pregunta ella con miedo.
—Quiero que te incorpores a las tropas de Tenochtítlan. —El único lugar que Otonqui consideraba seguro era el cuartel de los yaoquizque y no se le ocurrió otra idea mejor que reclutar a su hija en el ejército—. Como soldado. Tengo muchos amigos que te protegerán. Además, nadie te buscará ahí.
—Las mujeres no podemos entrar al ejército. —Niega con la cabeza y aprieta los puños frente a su rostro como si quisiera golpearse a sí misma.
—Entrarías como un hombre —interviene Tliyamanitzin con autoridad—. Mejor dicho, como un chico.
—Pero yo no sé pelear —responde temerosa Mirácpil, segura de que es una idea absurda.
—No te preocupes, entrarás como tlaméme93 —asegura la anciana.
—Algún día tendré que aprender a pelear… —comenta Mirácpil con desánimo—. Van a matarme.
—Para eso estoy aquí —explica Otonqui—. Yo te enseñaré a usar las armas.
—Pero tienes que comer mucho, para que estés fuerte —dice la anciana, y Mirácpil recuerda la conversación de la noche anterior.
—¿Usted sabía de esto? —La joven tenoshca dirige la mirada a la anciana.
—Sí —responde Tliyamanitzin.
—¿Cómo lo supo? —pregunta con un tono retador.
—Tliyamanitzin fue a verme a la casa —explica Otonqui.
—¿Cómo? Ella ha estado aquí todo el tiempo. Día y noche —dice Mirácpil, que en ese momento se queda pasmada. Piensa en el brebaje que la anciana le da a beber con frecuencia en las noches. Sonríe y la observa—. Lo sabía. —Sonríe triunfante—. Lo sabía. Usted es una…
—Ya no digas tonterías, cihuápil —se defiende Tliyamanitzin sin mirarla—. Y déjense de tanto argüende y pónganse a entrenar.
—No quiero —responde Mirácpil con firmeza.
—Es la única opción que tienes —le dice su padre—. Incluso para huir de aquí tienes que aprender a defenderte de los asaltantes.
—Por una vez en tu vida, cihuápil, deja de ser tan terca y obedece —exige Tliyamanitzin.
Mirácpil observa a su padre y a la anciana. Permanece en silencio por un largo rato. No quiere entrar al ejército. Le da mucho miedo. A esas alturas todo le da pavor. Pero comprende que es la única salida y acepta entrenar para unirse a las huestes meshícas.
—Lo haré sólo para vengar la muerte de Shóchitl —Se arma de valor.
—Ése no es un buen plan —comenta la anciana—, debes seguir con tu vida.
—¿Cómo? —Un par de lágrimas recorren sus mejillas—. Nezahualcóyotl está persiguiéndome y quiere matarme. Ya no tengo nada. Ya no quiero nada. Usted me mintió. Hace algunos años me dijo que la felicidad llegaría después de la muerte del tlatoani.
—¿Y no llegó? —La anciana le seca el llanto con los dedos—. ¿No te encontraste con Shóchitl?
—Sí. —Suspira con tristeza—. Y la encontré. —Hace un esfuerzo inmenso por no derramar una lágrima más.
—Entonces no mentí, cihuápil. —Niega con el dedo índice derecho, torcido y arrugado. Los ojos de Mirácpil siguen el dedo de la anciana que baja hasta su cintura. Nunca se había fijado en su forma. Por primera vez se da cuenta de que son los dedos más viejos que ha visto en su vida, muy chuecos y extremadamente arrugados.
—Pero esa felicidad me duró muy poco. Los agüeros son engañosos.
—Tu augurio decía que encontrarías la felicidad, pero nunca dijo que sería para siempre. —Tliyamanitzin sabe que la joven está enfocada en sus dedos—. Los agüeros nunca mienten.
—¿Qué más dicen? —Hay una profunda melancolía en los ojos de Mirácpil.
A Tliyamanitzin no le gusta proporcionar demasiada información sobre los augurios. Prefiere que la gente ignore su futuro. Únicamente los divulga cuando sabe que eso las ayudará.
—Está en tu agüero que le salvarás la vida a un hombre bueno —revela con seriedad—. Y que ésa es tu misión en la vida.
—¿A quién? —pregunta sin poder creer lo que escucha. Siente que la anciana le está mintiendo.
—No lo sé, cihuápil. —La anciana cierra los ojos—. Ven. Acércate a mí —le dice con ternura y Mirácpil camina hacia ella—. Voltéate —indica y la joven obedece sin indagar más. Cree que eso es parte de la chamanería. Tliyamanitzin le toma el cabello largo por la espalda, lo arremanga y, de un solo tajo, lo corta por arriba del hombro. Mirácpil se sorprende y se voltea asustada para descubrir que la anciana le acaba de mochar su hermoso pelo—. Necesitamos que te veas como un joven soldado, Tezcapoctzin.
—¿Tezcapoctzin? —No sabe qué le sorprende más: el nuevo nombre o que le haya cortado el cabello.
—Así es, Tezcapoctzin.
—Ya lo tenía todo planeado. —La mira con enfado.
—Sí —confirma la anciana y se da media vuelta—. Ahora ponte a trabajar.
—¿Trabajar? —La mira y luego dirige la mirada al nishtámal—. Pero ni siquiera he desayunado.
—Cierto —responde Tliyamanitzin—. Debes comer bastante. Aliméntate y, luego, ejercítate en las armas con tu padre, que no tienes mucho tiempo.
—¿Cuánto tiempo vamos a entrenar? —le pregunta a su padre, quien no se ha atrevido a decir una palabra.
—Todos los días, desde el amanecer hasta el anochecer. —Otonqui se siente intimidado por su hija.—¿Eso significa que te quedarás aquí? —Lo mira con desprecio.
—Sí. —Se encoje de hombros.
—Ya dejen de perder el tiempo —interviene Tliyamanitzin y camina rumbo a la cima de la montaña—. Yo me voy.
—¿A dónde va? —Mirácpil la sigue ansiosa.
—A visitar a Techichco, tecutli de Ashoshco, quien mandó llamarme. —La anciana sigue su camino sin mirar a la joven.
—¿A usted? ¿Para qué quiere verla?
—Eso no es asunto tuyo…
—Pero… —Mirácpil se queda atrás, observando la larga cabellera que le cubre toda la espalda y le llega hasta las pantorrillas a la anciana—. ¡Déjeme acompañarla!
—¡Conozco el camino! —exclama Tliyamanitzin, que avanza con paso lento—. ¡No me perderé!
Lo cierto es que son muy pocos los forasteros que pueden asegurar que conocen el camino a Ashoshco, el cual posee una hermosa y gigantesca cordillera que le sirve, al mismo tiempo, de muralla y de refugio, por lo tanto, quienes desconocen la ruta suelen extraviarse en las montañas y, a veces, mueren de sed, hambre o frío. Por ello, los extranjeros no se atreven a subir sin un guía. Asimismo, debido a la lejanía del lago y a la altura de sus tierras, ninguno de los altepeme del cemanáhuac se ha interesado en conquistar Ashoshco, fundado por uno de los diversos grupos chichimecas que inmigraron al cemanáhuac tras la desaparición de Tólan Shicocotitlan.94
Poco antes del mediodía, la anciana llega al centro ceremonial de Tequipa,95 que se encuentra rodeado de pochtecas que revenden las mercancías —adquiridas en Tlatelolco todas las mañanas— a los oriundos, generalmente, mujeres y ancianos. Los hombres y los jóvenes trabajan en la tala de árboles, que venden al resto de los altepeme del cemanáhuac, pues es poco lo que se produce en la zona. Otros viven de la caza de conejos, ardillas, coyotes, zorros y la colecta de insectos.
Alrededor, un caserío nutrido conforma el pueblo, mientras que en la cima de la montaña se ubica el palacio de Ashoshco, donde Tliyamanitzin es recibida sin ningún protocolo por Techichco, un hombre de ochenta años de edad, bisnieto de uno de los chichimecas que fundaron aquel pueblo tan cercano al cielo. También es uno de los gobernantes más viejos del cemanáhuac. Conoció y compartió banquetes con huehue Tezozómoc, Techotlala, Ishtlilshóchitl, Huitzilíhuitl y muchos otros tetecuhtin que, poco a poco, han ido muriendo. A pesar de su vejez, Techichco camina erguido, sin dolores ni problemas de salud. No ha salido de Ashoshco desde que asistió a los funerales de huehue Tezozómoc en Azcapotzalco. Todo lo que sabe sobre el cemanáhuac es por medio de sus hijos, ministros e informantes.
—Mi señor —saluda Tliyamanitzin con la cabeza agachada. Si fuera alguien joven se le obligaría a arrodillarse, pero a los ancianos se les concede el privilegio de mantenerse de pie—. Vine en cuanto usted me mandó llamar. ¿En qué le puedo servir?
Techichco la observa desde su tlatocaicpali. Detrás de él se encuentran seis de sus hijos en absoluto silencio. Todos ellos ya son mayores de cincuenta años.
—Hace un año o dos que llegaste solicitando permiso para habitar en mis territorios y prometiste lealtad a mi gobierno y a mi gente. Eres una tenoshca…
—Ya no soy tenoshca, soy ashoshca —interrumpe la anciana mirando al tecutli.
—Cuando llegaste, no me informaste algunos secretos tuyos. ¿Quieres contármelos?
—Le informé que soy chamana. —Baja el rostro nuevamente—. Y desde que llegué me he dedicado a curar a los naturales de Ashoshco.
—Corre el rumor de que eres una bruja y… —Hace una pausa sin quitarle la mirada de encima—. Una nahuala.
—También hay muchos rumores infundados sobre su persona y yo no los escucho.
—¿Puedes leer los agüeros? —Se encorva, como si con ello se acercara a su interlocutora.
—A veces… —Tliyamanitzin levanta la mirada—. Si los dioses me lo permiten.
—¿Puedes ver la profecía de mi…? —Hace otra pausa—. Olvídalo. No me interesa. —Suspira—. Te mandé llamar porque se ha creado un bloque en el poniente y no estoy muy de acuerdo con ello. En las guerras contra Ishtlilshóchitl, Tezozómoc y Mashtla me mantuve al margen y no habría formado parte del bloque del poniente si mis hijos no me hubieran convencido de los riesgos que corre mi pueblo.
—Es lo mejor que pueden hacer, pues Tlacaélel es un peligro para todo el cemanáhuac —responde Tliyamanitzin con humildad mal fingida.
—Ni siquiera huehue Tezozómoc me preocupó tanto como Tlacaélel —confiesa Techichco—. Las cosas que he escuchado son preocupantes.
—Le recomiendo que las tome muy en serio.
La postura de la anciana pasa de la humildad a un evidente resentimiento.
—¿Y si utilizáramos magia negra para acabar con él?
—Yo no utilizo la magia negra, mi señor.
No es la primera vez que alguien le solicita que haga uso de la magia negra y siempre se ha negado.
—Deberías. —Se pone de pie y camina hacia ella.
—No puedo. —Tliyamanitzin quisiera, pero sabe que eso sería catastrófico. Tampoco se lo puede contar a nadie.
—¿Por qué? —La observa fijamente para asegurarse de que ella no le esté mintiendo.
—Son mis principios. —Mantiene la mirada firme.
El tecutli de Ashoshco camina alrededor de Tliyamanitzin para intimidarla:
—Entonces, utiliza tu magia blanca.
—Tampoco funciona de esa manera. —Comienza a fastidiarse con la conversación.
—¿Por qué no? —cuestiona Techichco mientras pone las manos en jarras.
—Porque yo sólo puedo hacer actos de justicia.
—Matar a Tlacaélel es un acto de justicia. —Extiende los brazos hacia los lados y, luego, los deja caer, con lo cual sus palmas golpean sus costados.
—Aunque así fuera, no puedo.
Tliyamanitzin recuerda a su hijo muerto y las veces en las que, hundida en la tristeza y la impotencia, estuvo al borde de utilizar la magia negra para vengarse.
—¿Por qué no? —insiste y regresa a su asiento real.
—Porque a Tlacaélel lo defienden los dioses de la oscuridad —confiesa con angustia.
—Entonces, ¿para qué sirves? —pregunta con soberbia.
—Puedo curarlo, darle consejos, escucharlo y hacerle justicia cuando realmente sea necesario.
El tecutli Techichco dirige sonriente la mirada a los hijos que tiene a su derecha, y luego, a los que se ubican a su izquierda. Todos ellos le responden con sonrisas, como si obedecieran a la orden de: «Sonrían».
—¿Qué opinas de Nauyotzin? —Vuelve la mirada a Tliyamanitzin.
—No debería preocuparle.
—¿Entonces puedes matarlo? —pregunta con bellaquería—. Sería un acto de justicia…
89 El Ajusco, también conocido como La Sierra del Ajusco-Chichinauhtzin o Serranía del Ajusco, es un conjunto de montañas y volcanes con una altura máxima de 3930 metros sobre el nivel del mar. Uno de los volcanes más famosos de la zona es el Xitle que tras hacer erupción en el año 250 a. C., destruyó la ciudad y el centro ceremonial de Cuicuilco, cuya zona arqueológica se encuentra en la esquina de Insurgentes sur y Periférico, en la Ciudad de México.
90 El nixtamal —pronúnciese nishtámal— (nextli, «cenizas de cal», y tamalli, «masa de maíz cocido») es una masa de maíz precocido que se utiliza para la preparación de tortillas, tamales y atole.
91 Los nahuas llamaban tlaolli al maíz desgranado; xílotl a la mazorca tierna; élotl a la mazorca de granos listos para su consumo; y centli a la mazorca seca. La palabra maíz es de origen caribeño y fue traída por los españoles a México.
92 Métlatl, adaptado al castellano como «metate», consiste de dos piezas de piedra volcánica o de granito sin porosidades: una plancha de piedra rectangular y otra del mismo material en forma cilíndrica, llamada metlapilli, la cual se utiliza como un rodillo para quebrar y moler el maíz.
93 Tlameme, en plural tlamémeh —también escrito como tameme—, «cargadores». Por lo general, eran esclavos utilizados exclusivamente para cargar cosas pesadas y por largas distancias. También los soldados comenzaban su carrera en el ejército como tlamémeh.
94 Tollan Xicocotitlan, hoy Tula, Hidalgo, fue desocupada repentinamente entre los años 900 y 1051 d. C.
95 Actualmente, la zona arqueológica de Tequipa se encuentra en total abandono. El basamento está sepultado bajo la maleza y su interior ha sido saqueado.