19

La madrugada se extingue, el alba acaricia los páramos en el norte del cemanáhuac, la neblina se disuelve lentamente y las aves comienzan a trinar. Desde la cumbre de un ahuehuete en la isla de Shaltócan, un centinela mantiene, desde la noche anterior, la mirada fija en la ciénaga del lado oriente, a la orilla de un caserío llamado Tecámac. Hasta el momento no ha habido ninguna señal de alerta. El joven guardián está agotado y lo único que desea es que llegue su remplazo para irse a dormir. Su concentración se debilita con cada segundo. Sus cansados párpados se cierran perezosamente. Abre los ojos con un sobresalto. Vuelve la mirada al llano ubicado en el otro extremo del lago de Shaltócan: los árboles, los matorrales y el pasto largo no dan señales de movimiento. El vigilante cierra los ojos una vez más, tan sólo un instante, los abre y entre la bruma que flota sobre el lago alcanza a distinguir una canoa. Enfoca la mirada. No es una; son cientos de embarcaciones cruzando de oriente a poniente. Aterrado, toma su caracola y sopla con fuerza para alertar al ejército de Nezahualcóyotl que los enemigos se van acercando.

Las tropas de Iztlacautzin y Teotzintecutli han tocado tierra y marchan rumbo a Toltítlan, ubicada a tres horas del lago caminando a paso lento, algo que los yaoquizque deben hacer para ahorrar energías. El centinela sigue soplando la caracola. Las falanges de Shalco y Hueshotla llevan soldados de Otompan, Chiconauhtla, Acolman, Tepeshpan, Teshcuco y Coatlíchan. Esperaban acercarse más a Toltítlan sin ser percibidos, pero ya no será posible. A la alerta del vigía a lo lejos responden los huehuetles y los teponaztlis como símbolo de guerra: ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… Al mismo tiempo los yaoquizque aúllan:

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!

Son los ejércitos de Tenayocan, Cílan, Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan. ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!

La distancia entre ambos ejércitos aún es bastante considerable. Las escuadras de Iztlacautzin y Teotzintecutli podrían regresar al otro lado del lago y esperar a que haya mejores condiciones, pero la ambición de los señores de Shalco y Hueshotla es mucho mayor que el peligro que corren. Avanzan casi media hora sin enfrentamientos. Los tambores de guerra enmudecieron hace un rato. No hay ruido. Parece que hasta las aves se pusieron de acuerdo con las tropas de Nezahualcóyotl y dejaron de gorjear. En esas circunstancias, el silencio es más peligroso que el sonido. No conocen la ubicación de sus enemigos; podrían estar en el lado norte, el sur o el poniente, incluso a sus espaldas, en el oriente. De súbito, una lluvia de flechas cae sobre los escuadrones de Iztlacautzin y Teotzintecutli, quienes inmediatamente se cubren con sus escudos, se arrodillan y se encogen, para luego ponerse de pie y dar dos o tres pasos antes de que abata la siguiente gavilla de saetas. La estrategia consiste en llegar ante el enemigo lo más pronto posible e iniciar el combate cuerpo a cuerpo, lanza contra lanza, macuáhuitl contra macuáhuitl, cuchillo contra cuchillo.

Iztlacautzin y Teotzintecutli desestimaron la noticia de que Nezahualcóyotl había creado un bloque en el norte. Pensaron que era una farsa para ahuyentar al enemigo y, por ello, dejaron a más de la mitad de sus huestes protegiendo cada uno de los altepeme conquistados en el oriente.

Por su parte, Nezahualcóyotl y los tetecuhtin de Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan observan, desde una loma cercana, el progreso de la batalla. Detrás de ellos, se esconden miles de soldados tendidos pecho tierra, sosteniendo el macuáhuitl en una mano y el chimali, «escudo», en la otra, para que cuando el príncipe chichimeca dé la orden, salgan corriendo en auxilio de sus compañeros, quienes ya se encuentran lanzando flechas y a punto de iniciar el combate cuerpo a cuerpo contra los regimientos del oriente.

Iztlacautzin y Teotzintecutli ven a lo lejos una milicia sustanciosa, mas no lo suficiente como para atemorizarse, así que ordenan la avanzada. Sus hombres corren con los chimalis sobre las cabezas, pero muchos de ellos son heridos en las piernas y los brazos por las saetas; unos simplemente se las arrancan, como quien se saca una espinita, y otros, severamente heridos, caen al piso y terminan bajo los pies de la estampida. Hasta que por fin ambas huestes se encuentran frente a frente: se lanzan las últimas flechas y, de inmediato, sacan los macuahuitles. Y al fondo los tambores retumban cual truenos en medio de una tormenta. ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

—¡Ahora! —grita Nezahualcóyotl. Los yaoquizque que se hallaban pecho tierra, ocultos detrás de la loma, se ponen de pie, corren a toda velocidad rumbo al epicentro de la escaramuza y toman desprevenidos a los enemigos, que en este momento deben pelear contra el triple de soldados que habían contemplado al inicio. Muy pronto, la sangre comienza a brotar por todas partes, hombres con las tripas de fuera, brazos mutilados, piernas cortadas, cuellos degollados…

La batalla se sostiene hasta el mediodía, cuando los tetecuhtin de Shalco y Hueshotla ordenan la retirada y corren al estrecho del lago, a la altura de Chiconauhtla, pueblo conquistado por ellos y en el cual tienen preparadas canoas y otra brigada para que los respalden mientras ellos se internan en el pueblo y se resguardan de los enemigos. El ejército de Nezahualcóyotl los sigue hasta el lago y alcanza a capturar a poco más de trescientos soldados. Iztlacautzin y Teotzintecutli son los primeros en llegar a Chiconauhtla, donde son recibidos por más guardias, quienes los escoltan hasta el interior del palacio. El príncipe chichimeca observa orgulloso aquella victoria y ordena a sus hombres que recojan a sus muertos, auxilien a los heridos y los lleven a Toltítlan. Al mismo tiempo, envía a las escuadras que no participaron en la ofensiva a vigilar el lago, desde Ehecatépec hasta el lago Tzompanco.98 De esta manera, será casi imposible que los ejércitos del bloque del oriente penetren los territorios ganados por el Coyote ayunado.

Acto seguido, expiden una veintena de heraldos a todos los altepeme del poniente y el sur para anunciar la derrota de Iztlacautzin y Teotzintecutli en esta batalla. Si bien esa pequeña victoria no representa el triunfo en la guerra, sí envía un mensaje muy claro: Nezahualcóyotl está de regreso, de pie y listo para recuperar el imperio chichimeca.

Para finalizar el día, el Coyote sediento invita a los tetecuhtin de Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan a celebrar en el palacio de Tenayocan. Sin embargo, no todo es alegría. Hay tensión entre los señores de Cuauhtítlan y Toltítlan, quienes aún añejan rencores entre ellos. Todo inició veintidós años atrás, cuando huehue Tezozómoc mandó matar a Shaltemoctzin, tecutli de Cuauhtítlan, e impuso a su bisnieto Tezozomóctli;99 mientras que en Toltítlan colocó a su nieto Epcoatzin.100 Los cuauhtitlancalcas se negaron a que los gobernaran los tepanecas y deambularon por varios altepeme —muchos de ellos pertenecientes a Hueshotzinco— por más de una década, hasta que Nezahualcóyotl y los meshícas le declararon la guerra a Mashtla, y los cuauhtitlancalcas, que formaban parte de las tropas hueshotzincas (aliadas de Nezahualcóyotl), también se levantaron en armas para recuperar sus tierras. Tezozomóctli, el bisnieto, huyó de Cuauhtítlan, temeroso de correr con la misma suerte que su tío Mashtla, y se suicidó. Entonces, se enseñoreó Tecocohuatzin, que andaba ataviado al modo de los hueshotzincas, con su vara de mando y el cordón de cuero torcido en la cabeza.

Terminada la guerra contra Azcapotzalco, los cuauhtitlancalcas iban a celebrar una gran fiesta. Los tultitlancalcas decidieron atacarlos durante el evento, pero los cuauhtitlancalcas defendieron su ciudad con fiereza, capturaron a los yaoquizque enemigos y los sacrificaron la misma noche de la celebración frustrada por los invasores. Al día siguiente, Tecocohuatzin envió a su gente a que hicieran excavaciones para cambiar el curso del río que entraba por Temilco, salía por Hueshocaltítlan y desembocaba en Toltítlan, lo que provocó tan tremenda inundación que los tultitlancalcas se refugiaron en Cuauhshimalpan, donde permanecieron hasta que los cuauhtitlancalcas les perdonaron el agravio, no sin antes obligarlos a represar el río colocando maderos de forma vertical para que sus aguas fueran en dirección a Citlaltépec.

El príncipe chichimeca tampoco está muy convencido de tener como aliado a Epcoatzin, nieto de huehue Tezozómoc, pero Totoquihuatzin —que también era descendiente del antiguo enemigo de Ishtlilshóchitl y ahora aliado de Nezahualcóyotl— le pidió una oportunidad para Epcoatzin, quien, como la gran mayoría de los nietos y bisnietos del difunto tepanécatl tecutli, únicamente había obedecido órdenes. A estas alturas es imposible quitar de su camino a todos aquellos que formaron parte del linaje tepaneca. El heredero del imperio chichimeca tiene que aprender a perdonar y a negociar. Sin Toltítlan, el bloque del norte estaría incompleto y, por ello, no recuperará el huei chichimeca tlatocáyotl. Entonces, opta por dar el ejemplo:

—Hermanos, tíos, primos, abuelos. —Nezahualcóyotl se pone de pie mientras todos disfrutan del banquete—. Totoquihuatzin, tecutli de Tlacopan, Cuachayatzin, de Aztacalco, Atepocatzin, de Ishuatépec, Shihuitemoctzin, de Ehecatépec, Epcoatzin, de Toltítlan, y Tecocohuatzin, de Cuauhtítlan, les agradezco que hayan facilitado sus tropas. En el pasado hubimos de luchar en bandos opuestos y distanciar a nuestras familias, a pesar de que nuestros abuelos fueron hermanos y primos en tiempos de Shólotl, fundador del imperio chichimeca; y después durante los gobiernos de nuestros abuelos Nopaltzin, Tlotzin, Quinatzin, Techotlala, y también huehue Tezozómoc… —Los invitados se sorprenden al escuchar que Nezahualcóyotl incluye al difunto tlatoani de Azcapotzalco como uno de los abuelos—. Así es… huehue Tezozómoc, aunque fue enemigo de Techotlala e Ishtlilshóchitl, también es descendiente del fundador Shólotl, y como tal debemos recordarlo. No es nuestra función juzgar sus yerros, sino componer lo que se rompió desde hace ya varias décadas. Ha llegado el momento de que nos unamos como familia y tomemos como ejemplo que hoy estamos disfrutando de un banquete con Totoquihuatzin, tecutli de Tlacopan, y Epcoatzin, señor de Toltítlan, ambos nieto y bisnieto de huehue Tezozómoc, y yo, hijo de Ishtlilshóchitl. No somos culpables de lo que hicieron nuestros ancestros. Es momento de olvidar el pasado, construir un nuevo camino y comenzar una nueva historia, para contarles algo mejor a nuestros hijos y nietos. Los invito a que también dejemos atrás las enemistades que hay entre ustedes. Sé muy bien que como vecinos han tenido diferencias y que han llegado a las armas. Olvidar no es fácil, perdonar tampoco, pero no es imposible.

Epcoatzin, de Toltítlan, y Tecocohuatzin, de Cuauhtítlan, se encuentran sentados en extremos opuestos de la sala y, desde sus lugares, se dirigen las miradas en señal de paz. Esto puede parecer demasiado forzado, pero Nezahualcóyotl sabe que no conseguirá más en ese momento, así que se da por bien servido. Los tetecuhtin invitados comienzan a disfrutar del banquete que les sirven las concubinas del príncipe chichimeca. Al mismo tiempo, llegan las jícaras llenas de octli y el ambiente se relaja. Los vencedores de la batalla de hoy, por fin, comienzan a celebrar; sonríen, platican con amenidad. Algunos hacen comentarios graciosos y, de pronto, se escuchan las primeras carcajadas. Una victoria más para ese día.

Contento con los resultados, Nezahualcóyotl dirige la mirada hacia sus concubinas y decide que, para coronar el día, se llevará a Matlacíhuatl a su alcoba mientras el resto de los tetecuhtin continúan celebrando. Por su parte, Zyanya no le ha quitado la mirada al príncipe chichimeca desde que regresaron del campo de batalla. Sigue furiosa con su padre por haber entregado a su hermana a Nezahualcóyotl, quien desde entonces no la ha solicitado para pasar la noche. Está segura de que Matlacíhuatl manipuló a su padre y se lo echó en cara días atrás, pero ella lo negó todo.

—Tú sabías de mi plan —le reclamó Zyanya enfurecida—, y ahora quieres adueñártelo.

—No sé de qué hablas —le respondió su hermana fingiendo ingenuidad.

Una hora más tarde Nezahualcóyotl se prepara para irse a su habitación, pero antes va a la cocina, donde se encuentran todas las concubinas, y llama a Matlacíhuatl.

Zyanya la observa y trata de disimular la cólera que hierve dentro de su ser. En cuanto Nezahualcóyotl y su hermana se retiran, Zyanya se pone de pie y va a la sala principal en busca de su padre, a quien saca del palacio para hablarle en privado. Necesita información para recuperar la atención del príncipe chichimeca.

—No sé qué quieres que te diga, hija —responde Totoquihuatzin desconcertado.

—Lo que sepas —exige enojada—. Tú me quitaste la atención del príncipe Nezahualcóyotl, ahora es tu obligación ayudarme a recuperarla.

—¿Para qué? —Totoquihuatzin tiene deseos de decirle a su hija que ya deje ese asunto por la paz y sea feliz, pero la conoce bastante bien y sabe que no se quedará tranquila y tampoco lo dejará a él vivir en paz.

—Para que se case conmigo. —Alza los hombros y las palmas de las manos con ironía y rabia—. Yo no quiero ser su tecihuápil, «concubina», por el resto de mi vida. ¿Quieres que tus nietos sean unos bastardos?

—No creo que sea malo. —Mira a la derecha y, luego, a la izquierda, como buscando un aliado que respalde su respuesta.

—Tus nietos nunca heredarán el imperio chichimeca —lo amenaza.

—Tú sabes que yo jamás he ambicionado nada de eso. —Niega con la cabeza y dibuja una sonrisa forzada.

—Pero yo sí. —Da un paso al frente en señal de confrontación.

—No deberías. —Totoquihuatzin cierra los ojos y agacha la cabeza—. La ambición hace daño.

—Tú no estás en condiciones de decirme qué debo o no debo hacer. —Se acerca tanto a su padre que él puede oler su aliento—. Gracias a mí salvaste tu vida y la de tu gente. Yo le rogué a Nezahualcóyotl que no destruyera Tlacopan. Yo fui la que le pidió que te invitara a luchar con él.

—Te lo agradezco, hija —responde derrotado—, pero no puedo darte información, porque no la poseo. Yo no tengo espías.

—Pues entrena o contrata informantes y envíalos a los altepeme enemigos, como lo hacen todos los tetecuhtin. Investiga dónde está Coyohua.

—¿Coyohua? —Se muestra asombrado—. Yo tenía entendido que estaba muerto.

—¿Qué? —Ahora ella es la sorprendida, pues como la mayoría de la gente que sigue a Nezahualcóyotl cree que Coyohua sigue preso en Teshcuco—. ¿Quién te lo dijo? El príncipe no sabe que Coyohua está muerto. Eso no es bueno. Él era… o es el hombre de mayor confianza del príncipe y sin él… —Se queda pensativa unos segundos—. Tal vez no. Lo importante es tener información. Envía a alguien a que investigue si Coyohua sigue preso o está muerto.

—Yo escuché que estaba muerto. —Se encoje de hombros.

—Necesitamos tener la certeza. Averígualo —ordena Zyanya y se da media vuelta para regresar al palacio.

—Lo intentaré.

Totoquihuatzin se queda solo en medio de la calle, mirando la larga cabellera de su hija. Al día siguiente, se esmera en complacerla y envía dos hombres, con nula experiencia en espionaje, a que investiguen sobre el paradero de Coyohua, pero no lo encuentran. Nadie lo ha visto desde que los soldados de Tlilmatzin lo tiraron por un barranco. Nadie sabe de Coyohua desde hace casi siete veintenas, durante las cuales ha estado en un jacal en el que un humilde matrimonio lo ha cuidado, curado y alimentado sin cuestionarlo ni juzgarlo. Su rostro está cicatrizando y ya puede caminar, aunque con mucha dificultad. Lo más difícil fue recuperar el habla, ya que Tlilmatzin le había destrozado la garganta con un golpe a puño cerrado. Los ancianos que le salvaron la vida ni siquiera le han preguntado su nombre, tan sólo le llaman «hijo», a lo que Coyohua amorosamente responde con tata y nana,101 no como un gesto de reciprocidad, sino porque a su entender ellos le dieron la vida, una segunda vida que cada día le gusta más, alejada de los ejércitos, las guerras, los tlatoque, la envidia y la maldad. Nunca antes Coyohua se había sentido tan tranquilo, pues desde que comenzó a caminar lo único que hace es salir del jacal para ayudar al anciano a cortar maíz o leña —en su caso, cortar ramas secas lo suficientemente gruesas para mantener la fogata encendida—; es muy poco lo que alcanza a realizar debido a que las dos piernas le quedaron torcidas y la espalda hecha una culebra. A la anciana también le ayuda con los quehaceres: lava, cocina, recoge trastes, dobla ropa, lo que sea necesario para no ser una carga y mucho menos un estorbo, algo que los viejos jamás le han insinuado, pues Coyohua se convirtió en el hijo que jamás tuvieron, y antes de conocerlo se habían resignado a morir en soledad. Y si bien, al encontrar a aquel desconocido a la orilla de un río, jamás pasó por su mente que podrían adoptarlo, con el paso del tiempo esa jamás mencionada adopción se fue dando de manera natural, sin presiones y sin promesas, pues bien sabe el par de octogenarios que un día el huésped se irá; por ello, que jamás han querido saber cómo se llama ni qué hizo en su pasado ni qué hará en su futuro, para no extrañarlo, para no decir su nombre en las noches, para no llorar por su ausencia, con el tiempo que les dé, será suficiente. Coyohua también ha tenido tiempo de sobra para replantear su vida, imaginarla al lado de esos padres adoptivos o en las tropas de Nezahualcóyotl; aquello lo coloca en una disyuntiva: por un lado, se siente obligado a cumplir el juramento que le hizo al príncipe chichimeca y luchar con él hasta el último momento; por el otro, se siente responsable por el destino del par de ancianos, porque sabe que les queda poco de vida y que, sin un hijo o un nieto, cada día les será más difícil salir a cosechar el maíz, a pescar o a lavar ropa, pero también tiene claro que si permanece con ellos, los pone en peligro, pues los yaoquizque enemigos podrían llegar en momento y matarlos. Sus temores no son infundados, hace apenas unos días vio a lo lejos a una tropa marchando hacia el norte. Sólo hasta entonces se atrevió a preguntarle a sus viejitos en dónde estaban y ellos le respondieron: «Afuera del huei altépetl Teshcuco». Coyohua comprendió que el ejército que había visto era de Iztlacautzin y Teotzintecutli.

Desde entonces, no ha podido dormir tranquilamente; despierta a cada rato preocupado de que lleguen los soldados y pregunten por él o, peor aún, que entren y sin clemencia asesinen a sus padres adoptivos. Una mañana, Coyohua intenta salir de la casa sin despedirse, pero la mujer lo descubre y le pregunta a dónde se dirige, a lo que él apenas si puede argumentar que va a cortar leña para preparar el desayuno, y la anciana sólo responde con un amoroso «gracias, hijo», que le hace añicos el corazón al yaoquizqui rengo, que no puede más que cumplir con lo dicho: sale en busca de leña y nuevamente ve, muy a lo lejos, otro ejército marchando hacia el norte. Concluye que si él se encuentra afuera de Teshcuco, las tropas se dirigen a Tepeshpan o Chiconauhtla y se hace decenas de preguntas que no podrá responderse mientras permanezca ahí. Entonces, decide que ha llegado el momento de agradecer y despedirse. A su regreso de cortar la leña, se encuentra con los ancianos, acostados en su pepechtli, tapados por una manta de algodón, imagen que lo desmorona. Piensa en las palabras y no se le ocurre nada convincente, pues tampoco quiere mentirles. En ese instante, la mujer levanta la cabeza y lo ve en la entrada.

—¿Ya quieres que prepare el desayuno, hijo?

—No se preocupe, nantli. Descanse otro rato. —Camina hacia el pepechtli y se sienta en el piso a un lado de ellos—. Quiero… —Cierra los ojos y aprieta los labios con tristeza—. Quiero agradecerles…

—No tienes nada que agradecer. —El anciano se apresura a ponerse de pie—. Iré a encender el tlécuil.

—Ya es tarde —dice la mujer y también se levanta inmediatamente—. Voy a preparar el nishtámal.

Coyohua se queda solo en la habitación, sin decir una palabra más. La vida está llena de decisiones difíciles y ésta es una de esas, y como tal debe afrontar las consecuencias, así que, sin despedirse, sale por la parte trasera del shacali y camina lento, con los ojos rojos y la nariz moqueando, hasta perderse en la pradera, seguro de que en algún momento de la mañana aquel padre y aquella madre entrarán al jacal para llamarlo a desayunar y descubrirán que aquella fantasía llegó a su fin, aguantarán las ganas de llorar y regresarán a la cocina para servir sus alimentos y fingir que nada ocurrió, que su hijo anda por ahí, cazando ranas o conejos, y que al caer la tarde ella le dará su masaje en las piernas y en la espalda, pues, como tantas veces se lo dijo, no debía salir hasta que se le enderezara esa columna que le había quedado tan torcida como el camino de tierra para subir al monte Tláloc, y tal vez, al caer la noche, a la hora de irse a dormir, el par de viejitos se acuesten en su pepechtli y se abrecen hundidos en la melancolía de haber perdido a su único hijo y le lloren hasta quedarse dormidos, o quizá no duerman esta noche, preguntándose dónde se encuentra su hijo sin nombre, si habrá comido o si tendrá un lugar dónde resguardarse, un sitio en el que lo traten con el mismo cariño con el que ellos lo envolvieron todos esos días. Espero que esté bien, mi niño, podría decir aquella mujer mientras una lágrima cruce el tabique de su nariz y se deslice al otro extremo de su rostro recargado en la espalda de su viejo, que tanto se está aguantando la tristeza, pero eso sí, en ningún momento pasará por sus mentes que aquel muchacho fue un mal agradecido, no, todo lo contrario, fue un buen hijo que siempre dio todo de sí y que evitó a toda costa generarles cualquier tipo de tristezas, como darles explicaciones indeseadas y despedidas dolorosas.

A pesar de que la distancia entre el jacal de aquellos ancianos y el huei altépetl Teshcuco no es demasiada, Coyohua se demora casi medio día en llegar, apenas si puede caminar con la espalda descuartizada y las piernas torcidas, que no lo dejan dar más de dos pasos sin que se tambalee y tenga que detenerse un instante para recuperar el equilibrio y, por qué no, para arrepentirse por abandonar a sus viejitos, pero quién lo manda, la necedad no tiene escrúpulos ni conciencia y ahora debe aguantarse y seguir su camino; a ver si consigue su objetivo, aunque al paso que va, parece que lo alcanzará cuando termine la cuenta de los años, si tiene suerte, pues hasta el momento, en su recorrido por las calles de Teshcuco, lo han rebasado más personas de las que jamás lo habrían aventajado ni en sus momentos de mayor flojera, pues si algo tenía Coyohua, cuando estaba sano y fuerte, es que caminaba aprisa por todas partes y no había quién pudiera aguantarle el ritmo, pero ahora no sólo su lentitud es causa de burla, sino también su modo de cojear y de retorcerse cual mitotiqui, «borracho», sobre una canoa; y no falta quién se ría a su espalda, y quién se aterre al verlo de frente, pues el desfiguro que le hicieron en la cara lo dejó como un monstruo, tanto que ya más de uno fue incapaz de reconocerlo, pues si bien, Coyohua no era el hombre más célebre de Teshcuco, el cargo que le había adjudicado Nezahualcóyotl, lo había catapultado a la notoriedad local, sobre todo cuando Tlilmatzin invadió aquella ciudad y lo hizo su prisionero. De aquel Coyohua nada quedó. El hermano bastardo del príncipe chichimeca le destrozó no sólo el rostro, la garganta, la espalda y las piernas, también destruyó su reputación, su dignidad y el privilegio de morir con honor en un combate. En cambio, lo mandó lanzar como un pedazo de carne podrida a un barranco. Y es por tal ignominia que este soldado en ruina decidió abandonar el único paraíso que tuvo en su vida, para defender a sus viejos y para cobrarle a Tlilmatzin cada una de las patadas, puñetazos y escupitajos. «¡Cobarde!», se ha repetido Coyohua todos los días desde entonces. «¡Te voy a matar, Tlilmatzin!».

—Mis señores —saluda Coyohua y agacha la cabeza ante los cuatro guardias que resguardan la entrada del palacio de Teshcuco—. ¿Tendrán alguna tortilla que me regalen para comer? —pregunta para ver si lo reconocen.

—¡Lárgate! —responde uno de los yaoquizque con desprecio, harto de que todos los días se acerque al palacio todo tipo de campesinos, indigentes y ancianos a pedir limosna o algo de alimento.

—No he comido nada en dos días —dice con la entonación de un limosnero.

—¡Ése no es mi problema! —contesta el guardia sin mirarlo.

Vuelve a la memoria de Coyohua el día en que Nezahualcóyotl, disfrazado de mendigo, llegó a la entrada del palacio de Tepectípac y pidió hablar con el tecutli Cocotzin, a lo que él y su compañero respondieron con el mismo desprecio con el que ahora está siendo tratado. Desde ese día, se arrepintió de la soberbia con la que andaba por la vida. El Coyote sediento le había dado la mayor lección de su existencia.

—El príncipe Nezahualcóyotl no me negaría algo de comida —insiste aquel yaoquizqui roto, cuya intención es obtener información.

—Aquí no gobierna el Coyote en ayunas —responde uno de los guardias—. El tecutli de Teshcuco es Tlilmatzin. Ahora lárgate.

Años atrás, Coyohua había sido uno de esos soldados impacientes y altivos con los macehualtin, por lo que tiene claro que debe marcharse en este instante si no quiere que le terminen de romper la espalda y las piernas. Se siente satisfecho porque consiguió dos cosas: comprobar que nadie lo reconoce y asegurarse de que Tlilmatzin sigue gobernando en Teshcuco, pues a Coyohua, hasta cierto punto, le preocupaba que Iztlacautzin y Teotzintecutli lo destituyeran de su cargo o que los hombres de Nezahualcóyotl lo hubieran matado, ya que si algo tiene bien claro el yaoquizqui rengo es la forma en la que matará a aquel bastardo. Ahora debe encontrar la manera de ingresar al huei tecpancali de Teshcuco sin ser descubierto, acto que a estas alturas es casi imposible debido a que en tiempos de guerra los palacios se convierten en fortalezas impenetrables.

Mientras camina por la calle, Coyohua hace una lista mental de personas que tendrían la posibilidad de ayudarlo en su propósito. Llegan a su recuerdo los nombres de algunas cocineras, unos cuantos soldados, las fámulas, pero ninguno le parece confiable, no tanto por la falta de convicción, sino por las amenazas que pueden haber recibido. Nadie en su sano juicio pondría en peligro a sus abuelos o a sus hijos para apoyar a un soldado que fue gobernador interino por unos días y del que ya ni una persona se acuerda, y si acaso alguien lo hace, tal vez sea para burlarse o para lamentar su desgracia.

Mientras recorre el huei altépetl Teshcuco, observa detenidamente a la gente, analiza su comportamiento, trata de reconocer a algunos. Le preocupa el silencio en las calles: es como si todos estuvieran escondidos en sus casas. Se pregunta si Tlilmatzin habrá impuesto algún toque de queda. Luego, llega a la conclusión de que es una decisión de sus habitantes, que están hartos de las invasiones en Teshcuco.

Tiene hambre. No ha comido en todo el día. Piensa en algunas personas que podrían invitarlo a comer en sus casas, pero no se atreve a visitarlos. Si sólo un individuo se entera de que él sigue vivo, al día siguiente más de la mitad del pueblo lo sabrá.

Después de caminar un rato, aquel soldado rengo se sienta a descansar bajo la sombra de un árbol, donde ya se encuentra reposando un anciano. Ambos se saludan sin mirarse. Coyohua, que bien conoce los modos y disgustos de los locales, permanece en silencio por un largo rato para no parecer un entrometido. Observa el cielo como si fuera lo único en el paisaje. Se comporta del mismo modo en que lo hace un viajero que va de paso y espera. Aunque aquel anciano actúe como si no le interesara lo que pueda decir aquel extraño, en el fondo lo comen las ansias por conocer los motivos del viaje del foráneo, no tanto porque le importe su vida, sino porque los teshcocas han sufrido décadas de guerras, invasiones y yugo, y él desea relatar esa historia trágica. Los más jóvenes no saben cómo era vivir bajo los gobiernos acólhuas, en tanto que las historias en torno a Shólotl o Nopaltzin son sólo leyendas para sus oídos, fábulas sobre un paraíso perdido.

—Este árbol lo cortaron poco después de la fundación de Teshcuco —cuenta el anciano sin mirar al intruso—. Utilizaron la madera como leña para la mezcla que se utilizó en la construcción del palacio del huei chichimécatl tecutli Quinatzin.

Fingiendo interés, Coyohua se voltea para ver el tronco del árbol.

—No parece. —Coyohua sabe que aquello es sólo un preámbulo para un interrogatorio—. Se ve como si nunca le hubieran hecho daño.

—Así son los árboles y las plantas. Siempre se recuperan. —El anciano dirige por primera vez la mirada hacia su interlocutor y lo escudriña ligeramente.

—Quisiera recuperarme de la misma manera —confiesa Coyohua al sentirse observado—. En verdad, quisiera recuperar mi rostro.

—Si viniste aquí huyendo de quien te hizo eso en la cara, lo mejor será que sigas tu camino —advierte el anciano al mismo tiempo que que desvía la mirada, simulando que no le interesa el destino de aquel desconocido.

—La persona que me hizo esto cree que estoy muerto —responde el soldado roto con un tono de voz confidencial.

—Es lo mejor. —Vuelve a verlo, pero choca con los ojos atentos de Coyohua y, al saberse descubierto, se voltea al lado contrario—. Para ti. —Mira en dirección al camino que lleva a la salida de Teshcuco—. Siempre y cuando no estés buscando venganza.

—¿Qué hay de malo en cobrar venganza? —A Coyohua ya no le importa lo que vaya a pensar el anciano y mantiene la vista fija en él, con la intención de que su interlocutor también se deje de reservas.

—Que nunca terminas —explica el anciano—. Siempre es una y, luego, otra. —Mueve las manos frente a su rostro, con los dedos índices en posición vertical, hacia adelante y hacia atrás—. Lo que tú le hagas a tu enemigo, te lo cobrará al doble y, luego, tú buscarás cobrárselo al triple y así, hasta que se maten entre ustedes. Y si ése fuera el final, tal vez sería útil, pero lo peor de todo es que las venganzas se heredan de padres a hijos, de hijos a nietos y de bisnietos a tataranietos. Te lo dice alguien que ha sobrevivido a todas las guerras en esta ciudad.

—Aquí no hay guerra… —Finge no estar enterado.

—Por el momento. —Baja la cabeza en gesto de gratitud.

—¿El tecutli Tlilmatzin ha mantenido la paz? —continúa con la simulación.

—Tlilmatzin no es el tecutli; él sólo es un vulgar sirviente de Iztlacautzin y Teotzintecutli. Es un imbécil cobarde que no habría podido hacer nada en su vida si no lo hubieran auxiliado, primero, las tropas de Mashtla y, después, los ejércitos de Shalco y Hueshotla.

—Y si es tan torpe —dice ya en confianza—, ¿por qué lo dejan al frente del gobierno?

—Porque Iztlacautzin y Teotzintecutli también son unos idiotas. —Lo mira directo a los ojos e inclina ligeramente la cabeza hacia la izquierda.

—Supongo que debe haber alguien que asesore a Tlilmatzin.

Coyohua sabe que el hombre no puede dejar de ver su desfigurado rostro. Aunque lo incomoda, evita demostrarlo. Le interesa más sacarle información.

—Había, pero lo secuestraron. —Desvía la mirada hacia el palacio.

—¿Lo secuestraron? —Coyohua sabe que el anciano está hablando del cuñado de Tlilmatzin. Entonces recuerda que debe fingir y de inmediato agrega otra pregunta—: ¿A quién?

—A Nonohuácatl, el cuñado del imbécil —responde el hombre y, de nuevo, observa fijamente al forastero—. El príncipe Nezahualcóyotl envió a un grupo de yaoquizque para rescatar a Coyohua, pero no lo encontraron, así que secuestraron a Nonohuácatl para interrogarlo y ofrecer un intercambio de prisioneros, pero ni a Iztlacautzin ni a Teotzintecutli les importa la vida de Nonohuácatl.

—Nezahualcóyotl ordenó el rescate de Coyohua. —Sonríe con una alegría imposible de ocultar.

—El príncipe te aprecia —dice el anciano y Coyohua se sorprende al saberse descubierto.

—No sé de qué habla. —Se voltea hacia el lado opuesto.

—Estoy viejo —le dice al mismo tiempo que se da tres ligeros golpes con el dedo índice en la sien—, pero mi memoria sigue como si tuviera veinte años.

—¿Cómo supo que era yo? —Coyohua ha perdido el control de la conversación. Se siente acorralado. Le preocupa que el hombre lo denuncie. Si lo hace, le sería imposible salir corriendo.

—Mejor dime a qué volviste. Te hubieras quedado donde estabas. —Se cruza de brazos y recarga la espalda en el árbol—. Aquellos ancianos te querían. O, mejor dicho, te quieren como a un hijo.

—¿Cómo sabe de…? —A Coyohua se le inflan los ojos.

—No te preocupes por ellos —aclara—. Nadie sabía que cuidaban a un paciente. Nunca le contaron a nadie. Pero una vez pasé por ahí, los saludé y me di cuenta de que escondían algo, así que días después los vigilé desde lejos. No creas que soy un entrometido, sólo cuido la ciudad. Al principio, pensé que alguien los estaba obligando a esconder soldados enemigos o espías. Tú sabes que así se mueven esos informantes, compran a la gente más pobre o los amenazan con matarlos si no los dejan esconderse en sus jacales.

—Muchas veces pensé en quedarme a vivir con ellos —confiesa Coyohua—, pero me preocupaba ponerlos en peligro. Si un día llegaban las tropas de Shalco y Hueshotla, no habrían dudado en matarlos.

—Tienes razón hasta cierto punto —comenta el anciano y sonríe ligeramente—, aunque te seré muy honesto: no eres una preocupación para nadie. En este momento, Iztlacautzin y Teotzintecutli están más enfocados en cruzar el estrecho de Chiconauhtla que en encontrarte. Y suponiendo que te descubrieran y te apresaran, no eres un rehén tan valioso como para que Nezahualcóyotl se rinda. No lo hizo cuando mataron a su mentor.

—¿En dónde está Nezahualcóyotl? —cuestiona Coyohua, y de inmediato se avergüenza.

—Veo que te perdiste de muchas noticias: Iztlacautzin y Teotzintecutli conquistaron todo el lado oriente del cemanáhuac. Nezahualcóyotl y su gente abandonaron Cílan, huyeron al otro lado del lago e invadieron Tenayocan; luego, creó una alianza en el norte con Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan. Con eso, hace apenas unos días, logró evitar que los ejércitos del oriente cruzaran al poniente. Iztlacautzin y Teotzintecutli, iracundos con la derrota, mandaron llamar a los ejércitos que tienen en Hueshotla, Chiconauhtla, Acolman, Otompan, Shalco, Tepeshpan, Teshcuco y Coatlíchan, y dejaron sólo a unas cuantas tropas al frente de las ciudades conquistadas, lo cual es un grave riesgo, pues podrían llegar ejércitos de otros altepeme y apoderarse de lo que ya conquistaron. O bien, que los mismos altepeme conquistados se rebelen.

—Debo aprovechar la ausencia de las tropas —se dice Coyohua a sí mismo en un soliloquio—. Es el mejor momento para asesinar a Tlilmatzin.

—¿De verdad crees que tienes la fuerza para matar a alguien? —pregunta el anciano con las cejas alzadas—. Mírate. Apenas si puedes caminar. En cuanto se te pongan en frente dos yaoquizque, te aplastarán como a un insecto.

—Usted no me conoce —responde con orgullo.

—Tú y yo nunca habíamos hablado —explica con seguridad—, pero siempre supe de ti, mucho más de lo que te imaginas. Conozco tu historia. Sé que eras yaoquizqui de Tepectípac. Un día Nezahualcóyotl llegó a las puertas del palacio y pidió hablar con el tecutli Cocotzin, y tú y tu compañero se burlaron de él. Cuando Cocotzin se dio cuenta del agravio que habían cometido, los regaló como esclavos, pero el príncipe acolhua prefirió mantenerlos como soldados. Y desde entonces has estado a su servicio, por lo menos hasta que Tlilmatzin casi te mata.

—¿Cómo sabe todo esto? —cuestiona Coyohua muy sorprendido.

—Soy el tlacuilo de Teshcuco. —Sonríe orgulloso.

—No recuerdo haberlo visto antes. —Se muestra dudoso—. Su responsabilidad era permanecer en el palacio y yo no lo vi. Usted nunca se presentó ante mí.

—No tenía por qué. Mi trabajo es crear y preservar los libros pintados de Teshcuco, sin importar quién gobierne. Abandoné el palacio cuando huehue Tezozómoc invadió Teshcuco y, desde entonces, he vivido aquí de manera discreta. Todos los que sabían que yo era el tlacuilo jamás me delataron con las tropas tepanecas. Muchos de ésos ya murieron. Los más jóvenes apenas si comprenden lo que está ocurriendo ahora.

98 Tzompanco, hoy Zumpango.

99 Véase el «Árbol genealógico tepaneca» al final del libro.

100 Véase el «Árbol genealógico tepaneca» al final del libro.

101 Nana deriva de nantli, que significa «madre».