23

Un par de soldados letárgicos hacía guardia afuera de la ergástula pestífera de Tenayocan, donde Nonohuácatl permanecía sentado día y noche, en la misma posición, con las manos atadas a su espalda y a uno de los maderos verticales de la celda. Únicamente lo desamarraban para que meara y defecara en un hoyo, cavado a una vara de profundidad en el otro extremo de la jaula, al que vertían puñados de tierra para sepultar la mierda y la orina.

Nonohuácatl dormía a ratos o cuando el sueño lo abatía. No recordaba cuántos días llevaba encarcelado. Desconocía los acontecimientos más allá de los barrotes de la prisión. Le quedaban sus conjeturas: si continuaba preso era porque sus aliados no pensaban rescatarlo, o bien, porque estaban fracasando en su intento de entrar a Tenayocan, lo cual implicaba que ambos bandos seguían sin ganar la guerra y el rehén aún valía lo suficiente como para mantenerlo vivo, pues, bien o mal, no lo habían golpeado, por supuesto, obedeciendo las órdenes de Nezahualcóyotl, quien pretendía utilizarlo para conseguir la liberación de Coyohua, de quien el príncipe chichimeca no sabía nada desde hacía siete veintenas, si acaso, algunos rumores, que él mismo catalogaba como artificios de sus enemigos para sacarlo de Tenayocan y enviarlo al rescate de su soldado más leal, de quien se decía deambulaba por Teshcuco con la cara desfigurada y la espalda torcida, algo que el heredero desterrado se negaba a creer, pues él había visto pelear decenas de veces a su amigo y jamás lo habían derribado. Prefería alimentar la creencia de que Coyohua seguía encerrado en una jaula y de que tarde o temprano pactaría un canje de rehenes, algo que el prisionero creía imposible, pues ignoraba que Coyohua había sobrevivido y tenía la certeza de que nunca saldría vivo de esa jaula, si no era fugándose.

La fuga se convirtió en su plan de vida, su único pensamiento, su doctrina, su musa y, para ello, adoptó la sumisión total ante los yaoquizque que, día y noche, permanecían afuera de la jaula. Aunque había quedado claro, por preceptos de Nezahualcóyotl, que no lo lesionaran, nada podía garantizar que se cumpliera la orden, pues los soldados que, generalmente, recibían la monótona faena de vigilar prisioneros, solían hartarse y, para desestresarse, volcaban su ira contra ellos batiéndolos a golpes, más aún si el interfecto los acechaba, los insultaba o los amenazaba, pero con Nonohuácatl eso no ocurrió: si un yaoquizqui llegaba colérico e intentaba desquitarse con el prisionero, éste bajaba la cabeza, permanecía en silencio y respeto absoluto y, en ocasiones les respondía con zalamería, pues en esas periferias de la vida la dignidad no era más que un apólogo y Nonohuácatl no pretendía desperdiciar un segundo en los amparos de su ego.

«Sí, señor» o «No, señor» les contestaba a los yaoquizque, quienes se divertían al tenerlo humillado y a sus pies, lo cual resultaba más entretenido que darle una golpiza.

—¿Estás hambriento?

—No, señor —mentía a pesar de que su estómago estaba vacío.

—¿Cómo que no tienes hambre? —Lo desataban y lo arrastraban al otro lado de la celda—. Ya es hora de tu almuerzo. —Le zambutían la cabeza en la letrina—. ¡Come! ¡Saborea un poco de tu mierda!

No era la primera vez que la vida lo maltrataba. Nonohuácatl había crecido en la miseria, bajo el cuidado de una madre negligente y los ultrajes de un padre abusivo. Las palizas habían sido una constante a lo largo de su infancia, por lo que desde entonces aprendió a resistir los golpes y las humillaciones en silencio, con un único objetivo: cobrar venganza.

—¿Quieres cagar? —preguntó uno de los soldados con sonrisa cruel.

—Sí, señor —respondió Nonohuácatl.

—Bien. —Lo desató—. Pero tendrás que ir sobre tus rodillas y tus codos.

Mientras el prisionero cruzaba la jaula de un extremo a otro, los guardias le acariciaron las nalgas y se carcajearon.

—Qué mujercita tan nalgona —dijo uno entre risas.

—¿Todavía será doncella? —cuestionó el otro.

—¿De qué estás hablando? —preguntó uno de los yaoquizque.

—Ya sabes de qué… —respondió burlándose el otro.

—Tenemos órdenes de no hacerle daño —afirmó con seriedad.

—No —corrigió—: tenemos órdenes de no golpearlo. Nadie dijo que estaba prohibido cogérnoslo. —Liberó una carcajada y el otro lo siguió.

Al principio aquella broma no pasaba de ser sólo eso, hasta que un día uno de ellos se postró frente al reo, le tomó las mejillas y le preguntó:

—¿Esta mujercita sabrá mamar vergas?

Nonohuácatl, como todos los días y a todas horas, tenía las manos atadas a la espalda y la única manera de preservar el honor era utilizando los dientes, sin embargo, el honor no le interesaba tanto como su vida, pues tenía claro que, le dio algunas prendas el pito de un mordisco, no lograría escapar, porque estaba atado de manos y porque el otro guardia no demoraría en matarlo en caso de que lograra soltarse. El soldado se bajó el máshtlatl y colocó su falo erecto frente a los labios del recluso, que no opuso resistencia y mamó aquel trozo de carne hasta que el custodio eyaculó en él. Mientras tanto, el otro guardia vigilaba que nadie se acercara a la jaula.

—Es tu turno —dijo el yaoquizqui a su compañero.

—Yo tengo una mujer en casa —respondió con una sonrisa cáustica.

El otro soldado no se dio por entendido y, al día siguiente, volvió a abusar de Nonohuácatl.

—¿Te gusta mi verga? —preguntó el yaoquizqui, y el prisionero contestó con un gemido—. Sí, se nota que te gusta. —Lo desató—. Arrodíllate —ordenó.

«Estoy bien», se dijo Nonohuácatl en silencio mientras el hombre le zampaba la verga por el culo.

«Estoy bien», le había asegurado su hermana veinticinco años atrás, luego de haber sido violada por su padre. Tenía el rostro serio y los ojos sin una lágrima. Nonohuácatl, de apenas ocho años, había sido testigo de aquella barbarie sin poder defender a Citlalmimíhuatl. «Estoy bien», repitió la niña y Nonohuácatl se tragó su rabia por más de siete años, hasta que dejó de ser el niño enclenque para convertirse en un adolescente más o menos recio, flaco aún, pero macizo, lo suficiente como para enterrar un cuchillo treinta y nueve veces en el pecho de su padre y huir con su hermana a Teshcuco, donde años después conocieron a un piltontli humilde y trabajador llamado Tlilmatzin, quien entonces ignoraba que era hijo ilegítimo del príncipe Ishtlilshóchitl y no tenía más ambiciones que un jacal, una esposa y un montón de chamacos. Poco después, murió Techotlala y Tlilmatzin se enteró de su origen, que resultó más abrumador que ser un plebeyo, pues antes por lo menos no cargaba con la pesada losa de saberse un mugrón relegado. Nonohuácatl lo instigó a que apreciara los privilegios de ser un vástago del nuevo chichimecatecutli en lugar de enfocarse en las desventajas. «No entiendes nada», le dijo el joven Tlilmatzin lleno de resentimiento. «Tú no sabes lo que es ser un hijo ilegítimo del chichimecatecutli». «Trato de entender…», respondió Nonohuálcatl. «Pues entiende esto: La mujer que me crio no es mi verdadera madre. Yo soy hijo de Tecpatlshóchitl, nieto de huehue Tezozómoc y fui abandonado poco después de nacer, pues mi abuelo no quería exponer a su hija a la vergüenza pública de haber sido desdeñada por Ishtlilshóchitl, de quien además quedó preñada. Yo tenía que haber sido el príncipe heredero y no Nezahualcóyotl. Él me robó todo».120 «Tienes razón», aseveró inmune a los melodramas de Tlilmatzin y optó por una respuesta audaz. «Yo no he sufrido tanto como tú. Debe ser muy doloroso crecer sin un padre y sin una madre de sangre. Ahora que sabes quién eres, aprovéchalo. Fórjate un nuevo camino en la vida. Sal de esta miseria. Eres el hermano mayor de Nezahualcóyotl —le recordó—. Acércate a él». Por aquellos años, Ishtlilshóchitl se encontraba negociando su jura con la mayoría de los tetecuhtin, que temerosos al disgusto de huehue Tezozómoc, habían urdido toda suerte de excusas para retrasar tan magno acontecimiento. El joven Tlilmatzin no encontraba la lógica en la propuesta de Nonohuácatl de crear un vínculo con un chiquillo de diez años, a quien detestaba por el simple hecho de haber nacido privilegiado. Cuando Tlilmatzin aceptó el consejo de su cuñado, un guerrero meshíca ya había asesinado a Ishtlilshóchitl, huehue Tezozómoc se había autoproclamado in cemanáhuac huei chichimecatecutli y Nezahualcóyotl se había escondido en una cueva junto a su mentor Huitzilihuitzin. Fue tiempo después que Tlilmatzin estableció contacto con su hermano Nezahualcóyotl y le ofreció su lealtad, aunque ya era demasiado tarde: Shontecohuatl y Cuauhtlehuanitzin, también medios hermanos del príncipe, se le habían adelantado y Tlilmatzin nunca pudo desplazarlos o siquiera acomodarse entre los hombres de confianza del Coyote hambriento. Su cuñado Nonohuácatl, resistente a los fracasos, lo instruyó para que no se diera por vencido. Ninguno de los dos imaginaba lo que les esperaba en la vida, pues sólo ambicionaban un cargo en el gobierno de Teshcuco cuando Nezahualcóyotl recuperara el imperio. Todo cambió cuando Mashtla usurpó el huei tlatocáyotl y mandó llamar a Tlilmatzin para proponerle que traicionara a Nezahualcóyotl. El hermano celoso se dejó arrastrar por el arroyo de atrocidades del tecutli de Azcapotzalco, sin escuchar las advertencias de Nonohuácatl, que insistió una y otra vez que aquella deslealtad le costaría la vida. «¿Traición?». Tlilmatzin no escuchaba razones. «Yo no lo estoy traicionando; estoy reclamando lo que me pertenece». Nonohuácatl le daba la razón a su cuñado con tal de no discutir y, luego, le proponía otras soluciones, con el propósito de salvar la vida de su hermana y la suya propia, y no tanto la de Tlilmatzin, que en realidad no le importaba mucho. Sólo por su hermana Citlalmimíhuatl, su esposa Tozcuetzin y sus hijos es que Nonohuácatl había aguantado los abusos de aquel soldado en la prisión de Tenayocan.

—Vaya que te gusta que te coja —dijo el yaoquizqui luego de terminar en su culo.

—¿Me vas a extrañar cuando ya no esté aquí? —preguntó Nonohuácatl mientras el soldado lo ataba nuevamente a la jaula.

—¿De qué hablas? —Apretó el nudo en las muñecas del prisionero.

—Sé que muy pronto van a matarme. —Se pasó la lengua por la comisura de los labios, un gesto que seducía al soldado.

—Para eso falta mucho. —Se enderezó, se llevó las manos a la cadera y desvió la mirada—. Además, los bloques… —Se censuró a sí mismo.

—¿De verdad? —Sonrió genuinamente.

—No hagas más preguntas —ordenó el yaoquizqui y después salió de la jaula y regresó a su posición de guardia.

—Me alegra que aún falte mucho… —Nonohuácatl hizo una pausa para observar los gestos del soldado—. Así podré seguir chupando esa verga tan rica que tienes —dijo. Y, aprovechando la ausencia del otro guardia, añadió—: ¿Sabes que tú fuiste el primer hombre en cogerme?

—Cállate. El soldado se rehusaba a mirarlo.

—Nunca imaginé que lo disfrutaría tanto —mintió.

El guardia tuvo una erección en ese momento y el prisionero lo notó.

—Seguramente cuando me maten, llegará otro prisionero y te lo cogerás igual que a mí.

—Ordené que te callaras. —El yaoquizqui se sintió expuesto.

Nonohuácatl sabía cuándo debía callar, por ello, permaneció en silencio el resto de la tarde, tratando de descifrar la respuesta del guardia. «¿Falta mucho?», se preguntó. «¿Para que acaba la guerra? ¿Para que Nezahualcóyotl derrote a Iztlacautzin y Teotzintecutli? ¿Bloques? ¿Bloques de qué?».

—No creo que te maten —confesó el guardia horas más tarde, sin mirar al prisionero.

—¿Por qué? ¿Qué bloques? —cuestionó, pues aún no comprendía su significado.

—La guerra ahora es entre cuatro bloques, formados por los pueblos del norte, sur, poniente y oriente.

—Supuse que tarde o temprano algo así ocurriría. Había demasiados tetecuhtin inconformes. Nezahualcóyotl nunca recuperará el huei chichimeca tlatocáyotl. Eres joven. —Se arrepintió de haberle dicho joven, pues temió que el guardia lo tomara como una ofensa, por ello, volvió a la seducción—: Además, muy apuesto… Sería una lástima que perdieras la vida en esta guerra sin sentido. —El guardia lo miró de reojo y Nonohuácatl fingió no haberse percatado de ello—. No me queda duda de que si los ejércitos enemigos lograran entrar a Tenayocan, tú serías abandonado por tus líderes. Dejarán que mueras en manos de los enemigos. A ellos no les interesan sus soldados. Te lo digo yo, que tengo aquí varias veintenas como prisionero. Yo sé que ni Iztlacautzin ni Teotzintecutli ni Tlilmatzin vendrán a rescatarme. Por eso, ya no espero nada de la vida, pero tú, que eres joven, galán y muy inteligente deberías salvarte. Yo podría ayudarte…

—¿Sí? —El soldado volteó a verlo y alzó una ceja—. ¿Cómo?

—Llevándote conmigo a Teshcuco, donde tengo una casa con sirvientes. No tendrías que trabajar jamás.

—Crees que soy tonto. No voy a caer en tu trampa. Eres un imbécil. Sólo te utilicé para divertirme.

—No me malinterpretes. Estoy seguro de que eres muy inteligente, sólo que tus superiores no han sabido valorarte y te tienen de guardia en esta prisión, cuando podrías estar liderando una tropa.

—No te voy a soltar. —Eludía verlo a la cara.

—No estoy pidiendo eso.

—¿Entonces? —Apretó los labios.

—Que te vayas. —Cambió su argumento, consciente de que lo anterior había sido un error—. Sálvate. Si no te vas de aquí, no sobrevivirás. Yo soy más viejo que tú. Ya he vivido mucho. Fui testigo de la guerra entre Tezozómoc e Ishtlilshóchitl. Luego, entre Nezahualcóyotl y Mashtla. Fui testigo de la muerte de miles de yaoquizque más jóvenes que tú. Los vi desangrándose, con las tripas de fuera, con brazos mutilados. Gritaban de dolor y pedían que los salvara. Esta guerra será peor que todas las anteriores. Salva tu vida.

—Ya cállate.

—Me callaré si me prometes que te irás de aquí y salvarás tu vida.

Aquella conversación terminó esa tarde, pero tuvo muchas secuelas. Nonohuácatl había sembrado el temor y la duda en el yaoquizqui, que cada día veía más peligros en todo lo que escuchaba y veía a su alrededor. Cada orden de sus superiores representaba el desdeño que Nonohuácatl le había anunciado. Un día se le ocurrió preguntarle a su capitán cuánto tiempo más tendría que vigilar al prisionero y éste, que andaba de malas, le respondió con despotismo: «Hasta que te mueras».

Aquel soldado se había incorporado al ejército de Cílan poco después de terminada la guerra contra Azcapotzalco. Desde entonces, la única batalla que había tenido la milicia acólhua había sido cerca del lago de Shaltócan contra Shalco y Hueshotla, pero el yaoquizqui no participó en ella, pues le habían asignado la guardia en la cárcel, una tarea, más allá de aburrida, considerada degradante por la mayoría de los oficiales, ya que ello implicaba que el bisoño no era lo suficientemente competente para emplearse en funciones más complejas o más riesgosas. Su desempeño como vigilante de la ergástula no era evaluado ni valorado por sus superiores. Nadie le había pedido un reporte de labores; era suficiente con que el prisionero permaneciera en la jaula. Desde que Nonohuácatl había cultivado en él la semilla de la incertidumbre, el soldado se sentía cada día más insignificante, más desprotegido, más endeble. Veía enemigos en todas partes.

—No confíes en nadie —dijo Nonohuácatl en una de sus cada vez más recurrentes conversaciones—. Cualquiera de los que están allá afuera te traicionará con tal de salvar su vida.

—¿Y tú? —preguntó suspicaz.

—¿Yo qué? —cuestionó el reo, seguro de lo que el guardia pretendía saber, pero quería que se mostrara más indefenso que nunca, más necesitado de afecto y lealtad.

—¿Me vas a traicionar? —Lo miró fijamente a los ojos, como si con ello intentara amenazarlo y a la vez rogarle que le hablara con la verdad.

—No. —Mantuvo la mirada firme, como quien confiesa amor sempiterno a la persona amada—. Yo no te voy a traicionar. —Estuvo tentado a decir más, pero concluyó que con esas palabras era más que suficiente. Dejó que aquella promesa se sembrara en la mente del yaoquizqui y se regara, poco a poco, con el llanto de la desesperación.

Veintenas más tarde, un informante llegó precipitadamente a Tenayocan para avisar al príncipe Nezahualcóyotl que las tropas de Iztlacautzin y Teotzintecutli iban en camino a Tenayocan. De inmediato, el heredero chichimeca envió a su ejército, y a los de los pueblos aliados, a fortificar la orilla del lago desde Tzompanco hasta los límites de Tlacopan, con lo cual dejó la ciudad casi desierta. El soldado preguntó a varios de sus compañeros que seguían haciendo guardia en la entrada de Tenayocan si creían posible que ganara su ejército, a lo que respondieron con incertidumbre. El yaoquizqui tomó entonces la decisión más arriesgada de su vida:

—Despierta —dijo el guardia.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nonohuácatl, fingiendo no comprender nada.

—Despierta —dijo el guardia a Nonohuácatl.

—¿Qué ocurre? —Fingió no comprender nada.

—Vámonos… —Se encontraba de pie frente al prisionero—. Sólo te advierto una cosa. —Le apuntó a la cara con su cuchillo de pedernal—: Si me traicionas, te mato.

—Puedes confiar en mí.

El soldado desató al prisionero, le proporcionó un balde de agua para que se bañara y le dio algunas prendas de soldado que le servirían como disfraz.

—Necesitaré un macuáhuitl —dijo Nonohuácatl—. Si no voy armado, desconfiarán de mí.

—Que desconfíen. Sólo yo iré armado.

—¿Qué ocurre? —Nonohuácatl preguntó en cuanto salieron del palacio de Tenayocan.

—Los ejércitos de Iztlacautzin y Teotzintecutli vienen en camino… —Se detuvo y lo miró a los ojos con mucho temor—. Mis compañeros dicen que no lograremos vencerlos. Es muy probable que la mayoría muera.

Nonohuácatl se mantuvo pensativo.

—Prometiste que no me traicionarías —continuó el soldado.

—Mi promesa sigue en pie. Estaré contigo. —Le puso una mano en el hombro y el yaoquizqui se echó para atrás con reconcomio. No confiaba en Nonohuácatl, pero tampoco en la milicia que iba a defender a Tenayocan. La paranoia se había apoderado de él.

—¿Qué hacemos? —La bestia que había profanado la dignidad de su víctima por varias veintenas se rindió sin percatarse de ello.

—Vamos a Teshcuco. —Nonohuácatl tomó el mando sin mostrarse autoritario. Lo dijo casi como una sugerencia.

—¿Cómo? —No tenía idea de lo que debía hacer.

—Tendremos que rodear caminando por el norte, entre Cuauhtítlan y Toltítlan, hasta llegar al lago de Tzompanco. Luego, bajaremos por Shaltócan y cruzaremos por Acolman y Tepeshpan. Si corremos con suerte, llegaremos en dos días.

—Es demasiada distancia.

El yaoquizqui se veía aterrado. Quería salir de ahí lo más pronto posible, pues sabía perfectamente que, si lo capturaba, el ejército de Nezahualcóyotl lo iba a sentenciar a muerte por traición.

—Es lo más seguro. El lago está lleno de canoas. Nos descubrirán y nos matarán.

—Vamos —dijo el soldado.

Caminaron discretamente por las calles de Tenayocan, donde la mayoría de la gente ya se había resguardado en sus casas por órdenes de Nezahualcóyotl. De pronto, una escuadra de treinta soldados cruzó a un lado de ellos, por el mismo camino, pero en dirección contraria, y saludó al par de yaoquizque. Algunos de ellos fijaron su atención en el hombre desconocido, aunque ninguno se detuvo a investigar. Poco después salieron de la ciudad. Para no ser descubiertos, siguieron por un camino polvoriento, bajaron por una cañada, atravesaron una acequia de agua casi helada, pasaron entre arbustos y matorrales y, finalmente, se incorporaron al monte.

El soldado seguía dudoso. Por momentos sentía que había cometido el peor error de su vida y a ratos pensaba todo lo contrario. Nonohuácatl se percató de la vacilación del soldado.

—¿Qué tienes?

—Estoy preocupado —respondió tardíamente el yaoquizqui.

—No deberías. Ya salimos de Tenayocan.

—Pero seguimos en el bloque del norte. Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan están aliados a Nezahualcóyotl. ¿No lo sabías?

—No me explicaste bien —dijo Nonohuácatl, a quien en esos momentos no le interesaba ahondar en tales detalles.

—Pues ahora lo sabes. —El soldado arrugó los labios y negó con la cabeza—. Debemos ir con más cuidado.

—Tendremos que descansar. —Se detuvo a ver el horizonte.

—¿En este momento? —Miró en varias direcciones para asegurarse de que no los estuvieran siguiendo los soldados de Tenayocan—. ¡No!

—Ya está oscureciendo. —Fijó la mirada en dirección al este—. No podemos seguir sin la guía del sol. Nos perderemos.

—Creí que sabías el camino. —Apretó los dientes.

—Lo sé, pero no me voy a arriesgar a viajar de noche. —Seguía con los ojos en el horizonte.

—¿Y qué hacemos? —Había perdido su astucia.

—Busquemos un lugar donde dormir.

—¿Dónde?

—En realidad, no importa. Cualquier lugar será igual.

Finalmente, decidieron quedarse entre unos arbustos.

—Di la verdad. ¿Por qué me liberaste? —preguntó Nonohuácatl mientras quitaba algunos palos de madera del piso en donde iban a acostarse.

—Porque no quiero que me maten. —Se encontraba de pie, mirando el lugar con desconfianza.

—¿Ésa fue tu razón? —Se acercó a él lentamente.

—Sí. —Puso los brazos en jarras.

—¿Y qué te asegura que yo no te voy a matar? —Se encontraba justo frente a él.

—Me prometiste lealtad. —El yaoquizqui se llevó una mano al macuáhuitl que llevaba atado a la cintura.

—También te dije que nunca confiaras en nadie. —Le dio un puñetazo en el rostro.

—Te voy a matar. —Tomó el macuáhuitl con las dos manos.

—¿En verdad crees que podrás hacerlo? —Se puso en guardia con los puños. El soldado se lanzó al ataque con el macuáhuitl, pero su adversario lo esquivó y le dio un puntapié en la espinilla, con lo cual el guardia perdió el balance.

—Fuiste muy ingenuo al confiar en mí —se burló Nonohuácatl. El yaoquizqui volvió a atacar— ¿Creíste que lo que me hiciste se iba a quedar sin castigo? —Nonohuácatl esquivo varias veces los ataques de su contrincante, que por más que intentaba dar en la cara, el pecho o el abdomen de su opositor, no lograba acertar un solo golpe.

—Te advertí que te mataría. —Alzó el arma y se fue directo al cráneo de Nonohuácatl, quien una vez más lo esquivó y, al mismo tiempo, le dio un derechazo en el abdomen, luego, al tenerlo encorvado, le enterró el codo en la nuca. El soldado cayó bocabajo en el piso y su macuáhuitl se fue deslizando lejos de él.

—Increíble lo que puede hacer un imbécil como tú con autoridad y lo que es incapaz de hacer sin poder. —Se agachó para voltear el cuerpo del yaoquizqui bocarriba, luego le puso la rodilla en el cuello y la mano en los testículos y los apretó tan fuerte que el hombre comenzó a gritar de dolor al mismo tiempo que zangoloteaba las piernas como un pez recién sacado del agua—. Me tomaría el tiempo de destazarte por completo, pero tengo asuntos más importantes. —Le quitó el cuchillo de pedernal que llevaba en la cintura y, lentamente, se lo enterró en el ojo derecho y luego en el izquierdo. El soldado se llevó las manos a la cara mientras gritaba aterrado—. Pensaba matarte, pero luego de escucharte por tanto tiempo, me he dado cuenta de que mi mejor venganza será dejarte vivo. Ojalá sobrevivas por lo menos hasta que te encuentren los yaoquizque de Nezahualcóyotl. —Nonohuácatl caminó hasta llegar al lago, robó una canoa y cruzó tranquilamente hasta llegar al extremo oriente, donde caminó en dirección a Teshcuco. En la madrugada un par de guardias encontró al yaoquizqui sin ojos, desangrándose y al borde de la muerte. De inmediato, lo trasladaron al palacio de Tenayocan para presentarlo ante Nezahualcóyotl, quien ya había sido informado la noche anterior que Nonohuácatl se había escapado y que, probablemente, llevaba como rehén al guardia que lo vigilaba.

—¿Qué fue lo que ocurrió? —le pregunta al soldado, pero éste no responde.

En ese momento, se escucha el silbido de los tepozquiquiztlis que anuncia la cercanía de las tropas de Iztlacautzin y Teotzintecutli a Tenayocan. Nezahualcóyotl abandona la sala, sin dar instrucciones sobre qué hacer con el soldado herido. Afuera ya se encuentran las cuadrillas formadas. El príncipe chichimeca da la orden de marchar hacia el norte mientras sólo una tropa de mil hombres mantiene la guardia afuera de Tenayocan. El sol aún se oculta detrás del horizonte. A lo lejos se oyen los huehuetles y los teponaztlis de las falanges de Shalco, Hueshotla, Otompan, Chiconauhtla, Acolman, Tepeshpan, Teshcuco y Coatlíchan.

¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

Al mismo tiempo, los soldados de Tenayocan, Cílan, Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan aúllan:

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!

¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!

Un diluvio de saetas cruza de norte a sur, donde se encuentran los ejércitos del Coyote ayunado, quien en ese momento da la orden a sus yaoquizque de responder al ataque con otra tormenta de flechas. En el cielo se forma un huracán de dardos, que dura un largo rato y deja cientos de heridos. Cuando las saetas se acaban, los ejércitos emprenden la carrera hacia el centro del campo de batalla.

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!

¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

Inician los combates cuerpo a cuerpo. Miles de hombres colisionan y estallan sus macuahuitles entre sí. De pronto, llegan por el lago, a la altura de Ehecatépec, Ishuatépec y Aztacalco, otros contingentes aliados de Iztlacautzin y Teotzintecutli. Las huestes de Tenayocan, Cílan, Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan son superadas tres a uno. El príncipe chichimeca comprende en ese momento que sus adversarios han traído toda su armada y él no puede quedarse atrás, así que da la orden de que llamen a todos los regimientos que se encuentren vigilando desde el lago de Tzompanco hasta las costas de Tlacopan, algo que, para su mala fortuna, demorará demasiado, incluso hasta mediodía.

—¡¿Y si enviamos una embajada a Tenochtítlan para solicitar auxilio?! —pregunta a gritos Atónal, el comandante de las tropas, pues el ruido de la guerra es ensordecedor.

—¡No! —responde Nezahualcóyotl con un grito.

—¡No sea orgulloso! —arremete el comandante de las tropas.

—¡No es orgullo! —Nezahualcóyotl tiene su chimalis en la mano izquierda y su macuáhuitl en la derecha—. ¡Ya hice demasiadas propuestas a los meshítin y no las aceptaron! ¡No debemos humillarnos ante ellos!

Lo que no sabe el príncipe chichimeca es que justamente la noche anterior Izcóatl envió una embajada para proponerle una alianza, pero ésta nunca llegó a su destino porque los ministros comisionados fueron asesinados y arrojados al lago, en donde los pescadores encontraron los cuerpos durante la madrugada.

—¡Hágale caso a Atónal! —insiste Shontecóhuatl, quien se encuentra de pie junto a su medio hermano Cuauhtlehuanitzin.

—¡Ya dije que no! —exclama enfurecido Nezahualcóyotl, que, toma un arco y flechas, y comienza a disparar a los soldados enemigos.

Mientras tanto, frente a ellos, en el campo de batalla miles de jóvenes son masacrados. Algunos yacen en el piso, con las tripas de fuera y los brazos mutilados. Otros se arrastran y entierran las uñas de las manos en la tierra, pues ya les faltan una o las dos piernas. La tierra se ha convertido en un lodazal de sangre.

Poco a poco, antes del mediodía, comienzan a llegar las milicias de Tenayocan, Cílan, Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan que estaban haciendo guardia en las fronteras de sus respectivas ciudades.

—¡Ustedes marchen por el poniente, rodeen el campo de batalla y ataquen desde el norte! —ordena Nezahualcóyotl a las tropas que vienen de Tlacopan—. ¡Ustedes sigan de frente y distráiganlos! —indica a los yaoquizque de Aztacalco, Ishuatépec y Ehecatépec.

Aún faltan los ejércitos de Toltítlan y Cuauhtítlan y aquellos que montaron guardia en los lagos de Tzompanco y Shaltócan. Por otro lado, miles de mujeres ayudan a los soldados heridos y los llevan de regreso a Tenayocan. Nezahualcóyotl sabe que sus hombres no resistirán hasta la tarde, cuando ambos bandos, como es costumbre, regresen a sus campamentos, pues nunca pelean de noche. Lleva medio día dirigiendo a sus hombres, con la ayuda de Shontecóhuatl y Cuauhtlehuanitzin, sus medios hermanos, y de Atónal, el comandante de las tropas. Siente deseos de incorporarse a la batalla, aunque sabe que no debe hacerlo. Si muere él, se acaba la guerra. Pero a estas alturas su rabia es tanta que no puede contenerse. Es consciente de que en cualquier momento entrará en combate.

—¿Ya vieron a esos dos allá en el fondo? —les pregunta a Shontecóhuatl, Cuauhtlehuanitzin y Atónal.

Ni sus hermanos ni el comandante de las tropas logran distinguir a los hombres que señala el príncipe Nezahualcóyotl. Hay miles de guerreros. Todos luchando entre sí.

—¡Son Iztlacautzin y Teotzintecutli! —grita el Coyote sediento—. ¡Esos traidores ahí están! —Corre en dirección a ellos. Shontecóhuatl, Cuauhtlehuanitzin y Atónal marchan detrás de él.

—¡Mira quién viene ahí! —exclama con alegría el señor de Shalco al ver al príncipe acólhua.

—¡Cayó en la trampa! —responde a gritos el señor de Hueshotla.

Los huehuetles y los teponaztlis no han dejado de retumbar.

¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

Ni los yaoquizque han dejado de aullar.

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!

Nezahualcóyotl corre enfurecido con su macuáhuitl y su chimali, dispuesto a matar a sus enemigos, pero justo en el momento del ataque llega una tropa y rodea al Coyote ayunado, a Shontecóhuatl, a Cuauhtlehuanitzin y a Atónal. Son más de doscientos soldados. La batalla es imposible. Los tienen cercados. Teotzintecutli, señor de Shalco, e Iztlacautzin, señor de Hueshotla, sonríen triunfantes. Dan la orden de que se callen los huehuetles y los teponaztlis, lo cual indica a los yaoquizque que detengan la batalla.

—¡Perdiste, Coyote! —grita Teotzintecutli con júbilo.

Nezahualcóyotl lo mira con rabia, sin soltar el macuáhuitl y su chimali. Está dispuesto a morir en combate.

De pronto, irrumpen en el campo de batalla los ejércitos de Toltítlan y Cuauhtítlan, que aplastan por completo a los doscientos hombres que habían rodeado a Nezahualcóyotl y a sus hermanos. Las milicias de ambos bandos reanudan los combates. El príncipe chichimeca va detrás de Teotzintecutli, señor de Shalco, pero es defendido por su compañero Iztlacautzin, señor de Hueshotla. Mientras tanto Shontecóhuatl, Cuauhtlehuanitzin y Atónal se baten a muerte con los soldados que se les ponen en frente.

Entonces, inicia un combate cuerpo a cuerpo entre Nezahualcóyotl e Iztlacautzin…

120 De acuerdo con José Luis Martínez, Tlilmatzin era hijo de Tecpatlxóchitl e Ixtlilxóchitl, por lo tanto, era el heredero legítimo al trono.