25

La mirada ausente de Yarashápo, como la de un ciego que recién acaba de perder la vista, no sólo desvela su incertidumbre, sino también el más recóndito y tenebroso de sus miedos. Los ministros del tecúyotl shochimilca lo observan con tristeza y resentimiento. En el piso de la sala principal yace el cadáver empapado y putrefacto de Tleélhuitl, capitán de las tropas shochimilcas, cuya piel, además de estar hinchada, tiene un color entre café, gris y morado.

—Esta mañana lo hallaron flotando cerca del embarcadero de Cuitláhuac —informa uno de los embajadores de aquel poblado, quienes lo acaban de llevar al palacio de Shochimilco—. Nuestro tecutli Cuauhtemóctzin122 nos envió para entregar el cuerpo, esclarecer que nuestro altépetl no tuvo nada que ver en la muerte de su capitán y manifestarle sus condolencias y apoyo en lo que sea necesario.

Yarashápo no responde. Sabe quién es el responsable, pero no se atreve siquiera a insinuar su nombre. Treinta y cuatro días atrás, Tleélhuitl le había advertido al shochimílcatl tecutli que Pashimálcatl le enterraría un cuchillo por la espalda, consciente de que eso también podría ocurrirle a él mismo. Por ello, a partir de esa noche durmió con un técpatl en la mano, el macuáhuitl al lado de su pepechtli y un vigilante afuera de su casa, aunque por ser el capitán del ejército bien podía haber instalado una tropa completa, no sólo en su casa, sino en todo el calpuli donde vivía, pero no quiso alarmar a los vecinos, ni verse como un cobarde ante su cazador ni admitir que su peor pesadilla se había vuelto realidad, pues habría sido el equivalente a admitir que estaba vagando en la penumbra. ¡Primero muerto! Y así fue.

Pero no fue tan sencillo ni tan rápido. Antes de matarlo, Pashimálcatl se ocupó de otros asuntos para afianzar su lugar en el tecúyotl shochimilca. Primero que nada, se enfocó en embrutecer a Yarashápo, hasta que nuevamente perdiera su voluntad y la capacidad de ver más allá de sus narices. Si bien ya no parecía necesario engatusarlo más de lo que ya estaba, Pashimálcatl no quiso correr riesgos, pues al tecutli de Shochimilco lo rodeaba una horda de envidiosos que, aunque no eran del todo desleales, eran capaces de cualquier cosa con tal de mantener su posición en el gobierno, un sitio que evidentemente perderían en cuanto Pashimálcatl recuperara el dominio de aquel altépetl; para ello, debían asesorar correctamente a Yarashápo, quien nunca había sido tan feliz como en esos días en los que Pashimálcatl estuvo pegado a él, desde que amanecía hasta que anochecía, esos días maravillosos en los que, apenas abandonaban la sala los ministros, sin importar si era mediodía, lo desnudaba, se le arrodillaba entre las piernas, le chupaba la verga y le exprimía hasta la última gota de semen, para más tarde inventarse otra excusa y tener otro momento a solas, tal vez antes de comenzar las reuniones de la tarde, o a media tarde, o antes de cenar, apresurar los informes, rematar sin concluir, fuera todos, se acabó, salgan, reconquistar la privacidad y penetrarlo de la manera más salvaje posible, para dejarlo temblando de placer, de nervios y también de vergüenza por no pensar en las consecuencias ni en lo que debería haber hecho, en lugar de estar cogiendo, cuando su obligación era estar al frente del gobierno y procurar el bien de su gente.

No era un secreto para nadie que la estrategia de Pashimálcatl consistía en no dejar solo a Yarashápo ni un instante para que ninguno de los ministros pudiera susurrarle un chisme o una advertencia, nada que él no pudiera refutar o amparar, nada que truncara sus planes, por ello, los ministros, consejeros, sacerdotes y militares hicieron a un lado sus intentos de persuadir a Yarashápo de que su gobierno y su vida corrían peligro. Muchos de ellos se dieron por vencidos, conscientes de que cualquier día encontrarían el cadáver de su tecutli flotando en el lago de Shochimilco, sin imaginar que ellos también corrían el mismo riesgo.

Únicamente Tleélhuitl vaticinó su fin. Tuvieron que transcurrir treinta y cuatro días para que el capitán de las tropas se encontrara frente a la muerte. Treinta y cuatro días en los que hizo todo lo posible por acercarse al tecutli de Shochimilco, pero fue imposible ya que siempre estaba ocupado o indispuesto, según informaban los sirvientes que le negaban la audiencia. Tleélhuitl conocía a la perfección el itinerario y los hábitos de Yarashápo, por lo tanto, cualquier excusa que le dieran los fámulos era inverosímil. La respuesta era simple: Pashimálcatl era capaz de poner el palacio entero de cabeza con tal de evitar que Yarashápo se reuniera con el capitán de las tropas.

Tleélhuitl no se dio por vencido e hizo todo lo posible por entrar a la sala principal, incluso cuando el tecutli de Shochimilco se encontraba en reuniones con los tecpantlacátin, «ministros», y nenonotzaleque, «consejeros», pero la guardia en la entrada se lo impedía; soldados de menor grado que él, bisoños e inexpertos en la guerra, habían recibido la misión de contenerlo a toda costa. Aunque Tleélhuitl los amenazara con encerrarlos, aquellos jóvenes, instruidos cuidadosamente por Pashimálcatl, no cedieron ni se dejaron intimidar.

De eso Yarashápo no se había enterado. Estaba embobado con su idilio. Pashimálcatl secuestraba el tecúyotl de Shochimilco delante de sus narices y corrompía a quienes se dejaban, y a los que no cedían les tenía algunos ardides preparados, comenzando por Tleélhuitl, a quien, poco a poco, fue degradando en el ejército, sin jamás haberlo anunciado en público. Movió los hilos desde las sombras y creó una red de traidores que, cada día, se expandía como plaga de langostas, a tal grado que llegó el momento en que la autoridad de Tleélhuitl era equivalente a un chiste: la mayoría de los yaoquizque halaban a su espalda y se reían de él, como si se tratara del imbécil del pueblo. Pashimálcatl había orquestado eso y más, sin que Yarashápo se percatara de ello.

Todo terminó una noche solitaria y fría en la que Tleélhuitl salió tarde del cuartel, cuando una mujer bañada en llanto se le acercó y le rogó que salvara a su hijo, que había caído al lago y al que no podía encontrar debido a la oscuridad. El capitán del ejército titubeó por un instante, pues sabía que acudiría solo al sitio indicado por aquella desconocida: si bien podía tratarse de una súplica genuina, igual podía ser un artificio, pero a esas alturas, como comandante del ejército, no podía ni debía negarle el auxilio a una shochimilca. Caminó detrás de ella vigilando que nadie lo siguiera y cuando llegaron al embarcadero, encontró a algunos pescadores recogiendo sus redes para irse a descansar. La mujer le señaló el lugar donde su hijo había estado y pidió que el capitán de las tropas abordara una canoa y acudiera al punto indicado. Tleélhuitl permaneció dudoso por un instante, mirando al lago y las acalis que aún navegaban por ahí y a la mujer, con un gesto de desesperación, le preguntó qué le ocurría, que si no pensaba ayudarla y que si iba a dejar morir a su hijo. Él no se atrevió a responder, abordó la canoa y comenzó a remar con la mujer sentada frente a él. De pronto, otra canoa se acercó a ellos, en la cual aparentemente había sólo una persona a bordo, pero aparecieron cuatro hombres más que yacían escondidos bocabajo. Tleélhuitl los reconoció al instante: eran soldados shochimilcas. Comprendió que sus minutos estaban contados. La mujer eludió el choque de miradas con el capitán del ejército y brincó a la otra canoa, como un náufrago recién rescatado, mientras los yaoquizque le apuntaban a Tleélhuitl con arcos y flechas. «Hagan lo que tienen que hacer de una vez», espetó resignado. Pero ellos no respondieron una palabra; sin bajar la guardia, abordaron la canoa en la que iba Tleélhuitl y comenzaron a remar en dirección a Cuitláhuac, sin llegar a aquel puerto. A medio camino se encontraron con cuatro canoas más. Uno de los pasajeros era Pashimálcatl que sonriente brincó a la canoa donde estaba Tleélhuitl. «Te advertí que te mataría», sentenció con un tono satírico. «Cobarde», mantuvo la frente en alto y la mirada firme. «¿Por qué no viniste tú solo?». «¿Crees que me importa lo que pienses?», le enterró un cuchillo de pedernal en el abdomen. Tleélhuitl intentó defenderse, pero los demás soldados le apuñalaron la espalda, el abdomen y el pecho más de sesenta veces. El cuerpo de Tleélhuitl cayó al agua y quedó flotando hasta que lo encontraron tres días después.

—¿Por qué nadie me informó que Tleélhuitl había desaparecido? —pregunta Yarashápo a los ministros.

—No querían preocuparte —interviene Pashimálcatl de inmediato—. Todos ellos saben que estás muy ocupado.

—Eso no es cierto —lo interrumpe un anciano—. Hemos intentado hablar con usted sobre muchos temas, pero…

—¿En verdad cree que es correcto hablar de asuntos internos frente a los embajadores de Cuitláhuac? —le pregunta Pashimálcatl con una mirada amenazante.

—¿Entonces cuándo? —cuestiona el anciano al mismo tiempo que arruga las cejas, la nariz y los labios—. Ya nunca nos dejan hablar con nuestro tecutli.

—Fue suficiente. —Pashimálcatl se pone de pie. Con los dedos de la mano derecha hace una seña a los yaoquizque para que acudan a su llamado y se dirige a los ministros y embajadores—: Nuestro tecutli Yarashápo necesita un momento para recuperarse del dolor que le ha causado la terrible pérdida de nuestro valeroso Tleélhuitl, capitán de las tropas shochimilcas. Así que les pido que abandonen la sala.

Los soldados que hacían guardia en la entrada se acercan para guiar a la concurrencia a la salida.

—¡No! —El tecpantlácatl que estaba hablando intenta dirigirse al tecutli shochimilca, pero un soldado lo toma del brazo—. Queremos saber qué piensa nuestro tecutli.

—Avance, anciano —ordena el yaoquizqui de forma despótica.

—¡A mí háblame con respeto! —Se quita la mano del soldado e intenta dirigirse a Yarashápo—. ¿Va a permitir esto?

Yarashápo observa atónito e incapaz de gesticular cualquier sonido. El escenario que tiene frente a él es la prueba fehaciente de que ha perdido el dominio de su gobierno y de su persona. Sin embargo, no puede hacer eso que le grita una voz en su interior: «Levántate, detén este desastre, reivindícate, demuéstrales a todos que aún tienes autoridad y la capacidad para gobernar». Si lo hiciera, recuperaría todo en un instante y lo perdería todo, pues sin Pashimálcatl de nada le sirve el poder, el gobierno, el palacio, los sirvientes, la vida… «Total, yaoquizque mueren y son remplazados. Pashimálcatl no tiene remplazo. Jamás… ¡Ya cállate! Cállate. Eres un cobarde. ¡Imbécil! Tleélhuitl no era cualquier soldado, era tu mano derecha, el hombre más leal a tu gobierno. No puedo… No… No puedo vivir sin Pashimálcatl… Lo intenté y no pude».

—¡Mi señor, no permita esto! —grita el anciano antes de cruzar la salida.

—Ven. —Pashimálcatl le ofrece la mano al tecutli, que se encuentra sentado en su tlatocaicpali—. Yo sé lo que tú necesitas. Vamos a la alcoba.

—No puedo. —Dirige la mirada al cadáver de Tleélhuitl—. Necesito… —Los labios le tiemblan sin control, siente que le falta el aire y las fuerzas para seguir—. Debo… —Aprieta los labios para detenerlos.

—Vamos a la alcoba. —Pashimálcatl se acerca a él y lo toma de la mano—. Deja que los sirvientes limpien todo esto. Aquí hiede a más no poder.

—Lo siento. —Avergonzado se pone de pie, agacha la cabeza y da unos pasos hacia el centro de la sala donde yace el cadáver—. Tengo que hacerme cargo del funeral. —Mira el cuerpo y, luego, levanta la mirada como una súplica—. Debo visitar a su esposa y a sus hijos para informarles que… —Comienza a llorar—. Oh, esto no debió suceder.

Pashimálcatl se acerca con una actitud paternal y lo envuelve en un abrazo amoroso, justo como a Yarashápo le gusta.

—Esto no debió ocurrir. —Se aferra a Pashimálcatl y llora como un bebé—. Todo esto fue mi culpa.

—No digas eso. —Le acaricia el cabello—. La Tierra está revuelta. Estamos en guerra. Seguramente fueron los meshícas, pero no nos van a intimidar.

Yarashápo se separa de Pashimálcatl y lo observa con atención.

—¿Crees que fueron los meshítin?

—Absolutamente. Si no, ¿quién más? Tleélhuitl era un buen hombre. No tenía enemigos.

—No tenía enemigos —repite el tecutli, que baja la cabeza con tristeza. Sabe que sí tenía un enemigo, un enemigo que se encuentra justo delante de él—. ¿Fuiste tú? —pregunta Yarashápo, temeroso de la respuesta.

—¿Yo? —Se echa para atrás y se muestra ofendido—. ¿Me crees capaz de eso?

El tecutli shochimilca lo observa con tristeza, pues sabe perfectamente que su amante está mintiendo y que jamás admitirá su crimen.

—Si eso es lo que piensas de mí, no puedo permanecer a tu lado. —Desvía la mirada hacia la salida y dibujó en su rostro un gesto de lamento.

—Debo hacerme cargo del funeral… —Finge no haber escuchado la última frase, pero por dentro se está quebrando en pedazos.

—Me iré —amenaza Pashimálcatl al mismo tiempo que le da la espalda.

—Me ayudaría mucho que me acompañaras al funeral. —Deja caer los hombros y exhala con desánimo.

—Luego no digas que no te lo advertí. —Se voltea con fanfarronería—. Cualquier día de estos las tropas de Shalco y Hueshotla invadirán Shochimilco. ¿Sí sabías que llevan cinco días combatiendo contra los ejércitos del bloque del norte? Muy pronto asesinarán a Nezahualcóyotl. Y tú estarás solo.

El tecutli de Shochimilco baja la mirada y permanece en silencio por un instante. Piensa en la trayectoria y en el porvenir del príncipe chichimeca, a quien ha admirado en silencio y a la distancia desde la muerte de Ishtlilshóchitl.

—Enviaré una embajada a Nezahualcóyotl para ofrecerle mis tropas. —Le tiemblan las manos y las piernas.

—Y cuando nuestros hombres salgan rumbo a Tenayocan, llegarán los tenoshcas y nos invadirán —amenaza Pashimálcatl, con plena consciencia de que sus artimañas no están surtiendo efecto.

—Nezahualcóyotl me necesita…

Lo que menos le conviene a Pashimálcatl es que Yarashápo se ocupe de los asuntos verdaderamente importantes.

—Él está bien —espeta furibundo—. Tiene muchos aliados. Nezahualcóyotl no te necesita.

La realidad es que, en estos momentos, al príncipe chichimeca le urge el apoyo de todos los pueblos que alguna vez le juraron lealtad. Por quinto día consecutivo, las huestes de Iztlacautzin y Teotzintecutli han atacado Tenayocan. Nezahualcóyotl y sus aliados de Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan apenas si pueden sostener los combates, pues sus ejércitos son demasiado pequeños en comparación con los de Shalco, Hueshotla, Otompan, Chiconauhtla, Acolman, Tepeshpan, Teshcuco y Coatlíchan.

Esa misma mañana el Coyote ayunado camina con un brazo vendado por el campamento del bloque del norte, donde yacen más de novecientos soldados heridos, la mayoría sin ser atendidos, ya que las curanderas no se dan abasto.

—Necesitamos que todas las mujeres jóvenes y de mediana edad de Tenayocan, Cílan, Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan vengan a curar a nuestros yaoquizque —dice Nezahualcóyotl en la reunión que tiene en el campamento con los tetecuhtin aliados.

—Enviaré un grupo de soldados para que las traigan —responde Atónal, comandante de las tropas del príncipe chichimeca.

—Las que teníamos en Toltítlan ya están aquí —interviene Epcoatzin, encogiéndose de hombros—. Las demás ya preparan tlacuali, «comida».

—No importa —comenta Cuauhtlehuanitzin, medio hermano de Nezahualcóyotl, con un tono desesperado—. Que dejen lo que están haciendo y que vengan a auxiliar a los heridos.

—Eso no se puede hacer —aboga Totoquihuatzin, tecutli tlacopancalca, con la misma parsimonia de siempre—. Los yaoquizque que en este momento se encuentran en el campo de batalla necesitan alimentarse.

—Pero también necesitan refuerzos —agrega Cuachayatzin, tecutli de Aztacalco—. Y sin ellos también morirán.

—Todos ustedes tienen razón —dice Pichacatzin, consejero de Nezahualcóyotl—. Y también se equivocan. No podemos quitar a unas mujeres de un lugar para que hagan otras cosas y dejar un vacío. Los soldados necesitan alimentarse, curarse y descansar. La solución… —Hace una pausa y mira a cada uno de los tetecuhtin—. Es que solicitemos la ayuda de las mujeres de los pueblos más pequeños, los más alejados, aquellos que apenas tienen mil o dos mil habitantes.

—Algunos poblados tienen menos de quinientos habitantes —responde Atepocatzin de Ishuatépec con la intención de recalcar la pobreza en la que viven.

—Con que nos envíen cien mujeres, nos ayudarían muchísimo —dice Shontecohuatl, medio hermano de Nezahualcóyotl.

—¿Y si nos niegan la ayuda? —pregunta Tecocohuatzin de Cuauhtítlan.

—Pues vamos a otro poblado —contesta Shihuitemoctzin de Ehecatépec—. No los podemos obligar.

—Están obligados a ayudarnos —ataja Tecocohuatzin—. Son pueblos vasallos.

—Claro que están obligados, pero no podemos hacer nada en estos momentos —Shihuitemoctzin alza la voz—. Y si no quieren, ¿qué vas a hacer? ¿Enviar las tropas a que los maten?

—Ya dejen de pelear —interrumpe Nezahualcóyotl—. Hagamos lo que propuso Pichacatzin.

—También podríamos solicitar el auxilio de los meshícas y los tlatelolcas —insiste Atónal.

—No —responde tajante el príncipe chichimeca al mismo tiempo que se lleva la mano derecha al brazo izquierdo, como si con ello lograra disminuir el dolor que siente.

Cinco días atrás había sido herido en un duelo con Iztlacautzin. Momentos antes de su combate cuerpo a cuerpo, Nezahualcóyotl había notado la presencia de Iztlacautzin y Teotzintecutli, por lo cual corrió hacia ellos con la certeza de que podría derrotarlos personalmente como lo había hecho con Mashtla. Cuauhtlehuanitzin, Shontecóhuatl y Atónal corrieron detrás de él, directo a la trampa que le había puesto el señor de Hueshotla. Los huehuetles y los teponaztlis seguían retumbando. ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… Al mismo tiempo los yaoquizque aullaban: ¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay! Nezahualcóyotl iba furioso con su macuáhuitl y su chimali, determinado a despedazar a Iztlacautzin y Teotzintecutli, sin darse cuenta de que una tropa de doscientos soldados los iba a rodear. Callaron los huehuetles y los teponaztlis y la batalla se detuvo. «¡Perdiste, Coyote!», gritó Teotzintecutli triunfante y, en ese momento, entraron en una estampida los ejércitos de Toltítlan y Cuauhtítlan. La batalla aún no había terminado: el príncipe chichimeca corrió detrás de Teotzintecutli, señor de Shalco, pero se encontró con la audacia de Iztlacautzin, tecutli de Hueshotla, un guerrero por demás experimentado e invicto. El heredero del imperio chichimeca se postró delante de su adversario con el macuáhuitl en las dos manos, en posición diagonal, con las piedras de obsidiana por arriba de su hombro derecho, las piernas abiertas, una delante y otra detrás. Iztlacautzin, por su parte, jugueteaba con el macuáhuitl, sosteniéndolo con la mano izquierda y girándolo como una honda, listo para lanzar la primera piedra. Mientras tanto, alrededor, el resto de los yaoquizque peleaban cuerpo a cuerpo. Nezahualcóyotl mantuvo la mirada firme en los ojos de Iztlacautzin, quien sonreía de la misma manera en la que sonreía el ocelopili, «guerrero jaguar», que había asesinado a Ishtlilshóchitl y no pudo evitar el recuerdo de aquel día fatídico: el joven Nezahualcóyotl tuvo que esconderse en la copa de un árbol para salvar su vida y, desde ahí, ser testigo mudo. El meshíca se había quitado la cabeza de jaguar y sonrió con malicia, mostrando su dentadura de escasos cuatro dientes al frente. Se limpió el sudor de la cara y dio un par de pasos hacia su enemigo, que no se movió esperando el ataque. Ishtlilshóchitl soltó un golpe y dio ligeramente en la boca del jaguar, cortándole el labio e hiriendo un diente. El jaguar volvió a sonreír (su boca sangraba), y con rapidez soltó un golpe que le quitó de las manos el chimali al tecutli acolhua. Ahora los dos estaban sin escudo, sólo con sus macuahuitles. El jaguar miró fijamente a Ishtlilshóchitl. Sonrió con la misma perversidad. La sangre le escurría de la boca. Se arrancó el diente lastimado, lo mostró a su adversario, sonrió, se lo tragó y lanzó otro porrazo que dio certero en el brazo de Ishtlilshóchitl, quien pronto empezó a desangrarse. Inmediatamente soltó otro golpe, justo en el abdomen. El huei chichimecatecutli estaba sumamente herido. Y a pesar de eso seguía de pie. El jaguar gritó con gusto a sus aliados, quienes con prontitud abandonaron sus batallas para ver al tecutli en desgracia. Los guerreros chichimecas también acudieron al llamado. Hubo un silencio total. Ya nadie luchaba, ni siquiera los que se encontraban muy retirados. Todos se detuvieron. Los más cercanos observaron. Unos con lamento y llanto, otros con expresiones de gozo. La guerra había terminado. Tezozómoc había ganado y sería a partir de entonces el nuevo tecutli de toda la Tierra. Ishtlilshóchitl cayó de rodillas mirando a su adversario, con su brazo casi mutilado, colgando como trapo, y su abdomen completamente abierto, con las tripas desbordándose. El jaguar sonrió con arrogancia. Miró a todos para cerciorarse de que lo estuviesen observando. Volvió a sonreír con burla y dio el golpe final: la cabeza del tecutli chichimeca salió volando. Nezahualcóyotl se llevó las manos a la boca para no liberar un grito de dolor. Por si fuera poco, tuvo que permanecer escondido en la cima de aquel árbol hasta que los ejércitos de Tezozómoc desarmaran a los soldados de Ishtlilshóchitl y los ataran para llevarlos prisioneros a Azcapotzalco.

El príncipe chichimeca nunca olvidaría la sonrisa del guerrero jaguar que le había arrebatado la vida a su padre, esa misma sonrisa que ahora parecía haber revivido en el rostro del tecutli de Hueshotla. «Anda», dijo Iztlacautzin, «¿Qué esperas para atacar?», y giraba el macuáhuitl como si no pesara. «¡Ataca!», sonrió. Sin darse cuenta, por primera vez en su vida, el Coyote ayunado se había intimidado en un combate que aún no comenzaba, que era sólo un baile de dos guerreros midiendo sus fuerzas. «¡Tienes miedo!», Iztlacautzin mostró la sonrisa más amplia que pudo, «Se ve que tienes miedo». Ahí estaba la sonrisa del jaguar. Burlona. Cínica. Perversa. Nezahualcóyotl enfureció y lanzó el primer porrazo sin dar en su objetivo, ya que el tecutli de Hueshotla era ágil, bailarín y saltarín. El Coyote sediento se reincorporó con rapidez, con el macuáhuitl en las dos manos, en posición diagonal, tal y como lo enseñaban en todos los ejércitos, mientras que Iztlacautzin jugaba con descaro y despreocupado. Lanzaba el arma de una mano a otra al mismo tiempo que meneaba las caderas de derecha a izquierda. Poco a poco, los demás combatientes fueron pausando sus batallas para presenciar la pelea entre sus líderes. Nezahualcóyotl se supo observado y comenzó a ponerse nervioso, algo que lo debilitaba más que cualquier golpe. Lanzó un porrazo que su contrincante esquivó con maestría. «¿Eso es todo?», preguntó gozoso. El heredero chichimeca atacó una vez más y, nuevamente, falló, quedando en ridículo ante cientos de yaoquizque. Entonces, Iztlacautzin decidió emprender la ofensiva: un golpe por la izquierda, el cual Nezahualcóyotl detuvo con su macuáhuitl, otro golpe por la derecha, luego uno a la izquierda, derecha, izquierda, a las piernas, a los brazos, al abdomen, al rostro, de nuevo a las piernas, todos sin descanso y sin piedad, todos detenidos por el garrote de Nezahualcóyotl, quien en esos momentos estaba empapado en sudor. Los dos contendientes hicieron una pausa, se contemplaron con furia y, de pronto, el Coyote hambriento emprendió la defensiva con una retahíla de porrazos que su rival logró atajar con pericia. «Ya me cansé de este jueguito», dijo el tecutli de Hueshotla y lanzó otra docena de trancazos, que el príncipe acólhua apenas si pudo detener, hasta que finalmente uno de esos golpes le dio en el brazo. Entonces Shontecóhuatl, Cuauhtlehuanitzin y Atónal corrieron en su auxilio, atacando a Iztlacautzin, quien inmediatamente fue socorrido por su ejército. Nezahualcóyotl había perdido aquella batalla de manera personal, a pesar de que esa tarde ambos ejércitos, sin declararse vencedores, se retiraron a sus campamentos en cuanto el sol se ocultó, para regresar a la mañana siguiente.

—Necesitamos del auxilio de los meshícas y los tlatelolcas —insiste Atónal con preocupación.

—Dije que no —responde enojado el príncipe acólhua y se marcha al palacio de Tenayocan con la mano derecha acariciando la herida de su brazo izquierdo.

Al llegar a la entrada del palacio, se topa con uno de los ministros, que le informa que Izcóatl ha enviado una embajada.

—¿Cuál es el motivo de la embajada? —pregunta Nezahualcóyotl, sin detener su recorrido hacia la sala principal del palacio.

—No lo sé, pero enviaron veinticinco cihuapipiltin. —El hombre camina apurado detrás del Coyote hambriento, quien avanza a zancadas.

—¿Veinticinco mujeres? —Se detiene de súbito y voltea a ver al ministro. Le parece extraño que enviaran mujeres justo después de que él y los tetecuhtin aliados dialogaran sobre la escasez de éstas en el campamento. Se pregunta si alguien dirigió un mensaje a Izcóatl haciendo una solicitud en este sentido. Y si así hubiera sido, le parece que la respuesta son muy pocas mujeres.

—Están ahí adentro. —Señala la entrada de la sala principal. Nezahualcóyotl dirige la mirada a la sala y permanece pensativo. No le agrada que los embajadores lo vean con una venda en el brazo, pues es la evidencia más clara de que perdió un combate o, por lo menos, que fue severamente herido. Asimismo, cree que no debería ocultarse, ya que eso demostraría un fracaso de mayores proporciones. Entonces decide entrar, a pesar de su incomodidad.

En cuanto ve a las veinticinco doncellas, Nezahualcóyotl se percata de su belleza y comprende que no las enviaron para que asistieran a los soldados heridos. Cree saber el motivo, pero no dice nada; decide esperar a que los embajadores hablen. Camina hacia el otro extremo de la sala, sube tres escalones, se sienta en su tlatocaicpali y saluda.

Cuali tlaneci, tlazohtitlácatl, «buenos días, mi señor amado», —dice uno de los cuatro embajadores, luego de haber cumplido con todos los protocolos de arrodillarse, tocar el piso con la mano y llevarse un poco de tierra a la boca—. Nuestro amado tlatoani Izcóatl nos ha enviado para que traigamos antes usted a estas veinticinco cihuapipiltin, hijas de los pipiltin más importantes de nuestro altépetl, para que elija a una como esposa.

El príncipe chichimeca permanece en silencio por un largo rato y observa a las niñas que le han enviado: la mayoría no rebasa los catorce años, aunque parecen mayores. Deduce que las escogieron con mucha cautela.

—¿Ése es todo el mensaje? —pregunta esperando que los meshícas finalmente acepten jurarlo y reconocerlo como in cemanáhuac huei chichimecatecutli sin dividir el chichimeca tlatocáyotl.

—Así es. Nuestro amado tlatoani le ofrece una alianza para combatir a los pueblos rebeldes —responde el embajador con tono humilde.

—¿Eso significa que me reconocerán como in cemanáhuac huei chichimecatecutli sin dividir el tlatocáyotl?

—Lamento mucho no tener la respuesta a esa pregunta, mi señor, ya que nuestro amado tlatoani no nos dio instrucciones con respecto a ese tema.

—En otras circunstancias, les ofrecería hospedaje y alimento, pero como ustedes saben estamos en guerra. Mis yaoquizque están peleando en estos momentos contra los ejércitos rebeldes. De esta manera, me veo obligado a darles una respuesta inmediata. Y es no.

Los embajadores permanecen atónitos.

—Llévenle las doncellas a su tlatoani y díganle que no aceptaré nada hasta que me juren y reconozcan como huei chichimecatecutli… sin su estúpida exigencia de dividir el huei chichimeca tlatocáyotl en dos. También comuníquenle a su meshícatl tecutli que, si no accede a mis condiciones, muy pronto marcharé a su ciudad con toda la fuerza de mis tropas y los someteré a mi mando.

Sin más que decir, los embajadores regresan a Tenochtítlan con las veinticinco doncellas y Nezahualcóyotl, enfurecido, se marcha a su alcoba. En el camino se encuentra a Zyanya, la cual minutos atrás acaba de tener un altercado con su hermana menor, Matlacíhuatl, quien la desplazó y no le ha permitido acercarse al príncipe chichimeca desde que se convirtió en concubina:

—Crees que eres la concubina preferida de Nezahualcóyotl porque últimamente te busca sólo a ti —dijo Zyanya con un tono retador—, pero la realidad es que todas pasamos por lo mismo. Cuando se canse, conseguirá otra concubina y tú quedarás en el olvido.

—Yo no quedaré en el olvido, como tú. —Sonrió orgullosa.

—No te metas en mi camino —amenazó Zyanya.

—Y si lo haciera, ¿qué me vas a hacer? —preguntó Matlacíhuatl burlona.

Zyanya le dio una bofetada. Matlacíhuatl le respondió con otra bofetada. En eso momento, el príncipe Nezahualcóyotl apareció al final del pasillo. Las dos hermanas disimularon a la perfección. Zyanya se apresuró a alcanzarlo.

—¿Se encuentra bien, mi señor? —pregunta Zyanya al mismo tiempo que entra a la alcoba con Nezahualcóyotl.

—No —contesta sin mirarla—. Necesito estar solo.

—Tal vez lo que necesite sea un poco de cariño. —Pretende tener sexo con él. Hace mucho que no la toca a ella ni al resto de las concubinas, excepto a Matlacíhuatl.

—Déjame solo —responde Nezahualcóyotl al mismo tiempo que se acuesta en su pepechtli.

—Si quiere puede contarme qué es eso que lo tiene tan preocupado —propone Zyanya.

—Quiero dormir —dice Nezahualcóyotl, acostado bocarriba y con los ojos cerrados.

Zyanya sale de la alcoba derrotada y llorando. Justo en ese momento entra Matlacíhuatl con una jícara llena de agua fresca. Zyanya la mira con odio; su hermana menor, en cambio, le sonríe coqueta.

—Mi señor, le traje algo de beber —anuncia Matlacíhuatl en cuanto Zyanya abandona la habitación.

Nezahualcóyotl agradece sin abrir los ojos.

—Mi padre me contó sobre las intenciones de los meshítin de apropiarse de la mitad del imperio —dice mientras sirve agua en un pocillo—. Yo pienso que eso está muy mal.

El príncipe chichimeca levanta la cabeza y la observa detenidamente. Le llama la atención la forma en la que habla esa niña, que se arrodilla a su lado y le ofrece el tecontontli con agua, el cual acepta en silencio.

—Yo creo que hay otra solución… —Se pone de pie y camina a la salida.

—Espera. —La ataja al mismo tiempo que se sienta en su pepechtli.

Ella se detiene seductora sin mirarlo.

—Ven —ordena—. Siéntate aquí. —Coloca la palma de la mano en el pepechtli.

—Como usted diga… —Se acomoda el cabello y camina hacia él.

—¿Cuál es esa solución? —pregunta en cuanto tiene a su concubina sentada junto a él.

—Que divida el tlatocáyotl en tres… —responde y sonríe coqueta.

Nezahualcóyotl también sonríe, cierra los ojos y agacha la cabeza al mismo tiempo que niega con ella.

—Olvídalo —comenta decepcionado de la propuesta de su joven concubina—. Ya te puedes retirar.

El Coyote ayunado se acuesta nuevamente.

—Haga una triple alianza —insiste Matlacíhuatl, aún sentada junto a él.

—No entiendes nada. —Se frota el brazo herido y la mira con simpatía, pues la ve como una niña entusiasta.

—Divida el tlatocáyotl entre Teshcuco, Tenochtítlan y Tlacopan. —Clava la mirada en los ojos de Nezahualcóyotl y deja que analice la propuesta.

—Eso no es una buena solución. —Se vuelve a sentar en su pepechtli.

—Claro que lo es. —Le pone las manos sobre la pierna.

—No. —Exhala.

—Los meshícas no cederán. —Lo mira con firmeza y le aprieta la pierna con la mano—. Usted necesita de sus tropas.

—No las necesito —refuta. Muestra su dentadura, alza la frente e infla el pecho.

—Si derrota a Iztlacautzin y Teotzintecutli, todavía queda el bloque del poniente y el bloque del sur contra los meshícas —continúa la joven tecihuápil, «concubina»—. Esto demoraría algunos años. Usted se puede cansar, sacrificar a miles de soldados y, al final, perderlo todo. O puede hacer una alianza con los meshícas y vencer en la guerra sin desgastar a sus ejércitos. Cuando concluya el conflicto, requerirá de aliados para que lo ayuden a defender lo ganado. Siempre necesitará amigos. Los vasallos no siempre son amigos. Usted no puede gobernar solo. Si acepta dividir el tlatocáyotl en dos, a usted le toca la mitad. Pero si incluye a mi padre, usted se quedaría con dos terceras partes sin entrar en guerra con los meshítin. Usted conoce a mi padre: tiene aspiraciones muy limitadas. Sólo quiere vivir tranquilo. Él hará lo que usted le diga. Votará a su favor en todo y obedecerá ciegamente. Cuando haya asamblea y deban tomarse decisiones importantes, usted siempre contará con dos sufragios, el suyo y el de mi padre, por lo que los meshícas no tendrán más opción que acatar sus resoluciones.123

122 Por muy inverosímil que parezca, en 1429, en la isla de Cuitláhuac, hoy en día Tláhuac, gobernaba un tecutli llamado Cuauhtemóctzin. Anales de Tlatelolco.

123 Fray Juan de Torquemada y Mariano Veytia sostienen la versión de que Matlacíhuatl fue la precursora para la creación de la Triple Alianza. Torquemada llama Matlaltzihuatzin a quien convence a Nezahualcóyotl para que incluya a su padre, Totoquihuatzin, y a su pueblo, Tlacopan, en aquel pacto. Francisco Javier Clavijero plantea que Matlacíhuatl fue esposa de Nezahualcóyotl, pero que se casaron después de la consumación de la alianza.