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Que si es nahuala, que si es bruja, que si trabaja la hechicería negra o blanca, rumorean los ashoshcas, pero nadie se atreve a preguntárselo directamente a Tliyamanitzin y mucho menos a insinuárselo, y aunque les dé harto miedo —pues a los nahuales hay que temerles—, van a buscarla cuando necesitan… que un remedio para un dolor inexplicable, que para sanar una herida, que el chamaco se cayó y se rompió la frente, que al esposo de la vecina le dieron a beber un hechizo y el muy bruto ni cuenta se dio porque andaba ebrio, que un ungüento para los achaques, que un amuleto para cuidarse de esto y aquello, pero nunca nadie le pregunta ¿es usted nahuala?

Sólo Mirácpil ha tenido la osadía de preguntárselo más de una vez, a lo que la anciana Tliyamanitzin le responde, con indiferencia, que no diga tonterías y que se apure con sus quehaceres, pero la niña siempre acaba antes de tiempo y ni modo de regañarla por andar de ociosa, así que mejor le asigna otras tareas o la corre del jacal para que no ande de preguntona.

—Si me dice, prometo no contarle a nadie —insiste Mirácpil, quien tiene puesto un ichcahuipili146 y se encuentra afuera del shacali.

—¿No te cansas de hacer tantas preguntas? —pregunta Tliyamanitzin—. Soy agorera y chamana. No es lo mismo que ser nahuala.

—No me quiero ir con la duda —responde Mirácpil con un gesto de nostalgia, se queda en silencio mientras observa con melancolía los ojos de la anciana que le dio refugio por tanto tiempo y después de una larga pausa confiesa—: La verdad es que no me quiero ir…

Otonqui, a unos pasos detrás de Mirácpil, lleva varios minutos esperando con la muleta bajo la axila.

—¡Sí, sí! —exclama la anciana con un ademán dramatizado en tanto alza los brazos y extiende los dedos como garras—. ¡Soy nahuala! Y si no te vas en este momento voy a comerte…

Mirácpil sonríe y una lágrima cruza por su mejilla.

—La voy a extrañar. —Los ojos se le inundan de llanto.

—Yo también te voy a extrañar, cihuápil. —Tliyamanitzin arruga los labios, que se hunden dentro de su boca chimuela—. Pero no te puedes quedar aquí. Corres mucho peligro.

—¿Me puede repetir con exactitud lo que dicen los agüeros sobre mí? —pregunta Mirácpil. Traga un poco de saliva.

—Ya te lo dije. —La anciana suspira y, luego, aprieta los labios.

—Sólo quiero que me lo diga una vez más. —La mira fijamente con un mohín de plegaria.

—Tu agüero anuncia que salvarás la vida de un hombre bueno.

—No hablo de ese augurio. —Hace una mueca de desaprobación—. Sino de lo otro…

—Cihuápil. —Le pone las manos en los hombros y acerca su rostro al de Mirácpil—. La felicidad no depende de un momento específico. La felicidad la debes construir tú. Tienes que luchar por ella, sufrir por ella, ganártela…

—¿No cree que sea suficiente con lo que ya he sufrido?

—Eso yo no lo sé. —Alza la cara, mira al cielo e inhala profundamente—. Si tuviera todas las respuestas, yo no estaría escondida aquí. —Le quita las manos de los hombros—. Ya vete. Tu padre está esperándote.

Mirácpil tuerce la boca, camina hacia donde se encuentra su padre, se detiene por un instante, aprieta los dientes, respira agitada, se da media vuelta, abraza a la anciana Tliyamanitzin y llora en su hombro.

—Cuídate mucho. —Tliyamanitzin la abraza y le besa la frente.

Mirácpil se marcha con su padre, quien en las últimas veintenas la estuvo entrenando para que ingresara al ejército tenoshca, algo que en un principio no fue nada fácil para ninguno de los dos, pues ella se negaba a compartir tiempo con él, aunque sólo era para el beneficio de ella. Él, por su parte, no sabía siquiera qué era lo que sentía. A veces lo identificaba como arrepentimiento y otras como cariño, y en eso radicaba el mayor de sus conflictos, pues no conocía claramente el arrepentimiento ni el cariño. Había sido educado con mano dura, como todos los niños del cemanáhuac, sin jamás recibir una muestra de afecto por parte de su padre y su madre, y cuando el espectro de la ternura se asomaba, lo entorpecía una orden, un regaño, alguna situación que lo apartaba más y más de ese sentimiento ajeno que no conoció siquiera cuando se casó, pues a la mujer que se convirtió en su esposa se la presentaron un día antes de la boda. Si bien ya la había visto en las calles de Tenochtítlan, nunca habían conversado, pues ella, igual que todas las niñas y jovencitas, tenía prohibido hablar con los muchachos; no importaba si era un saludo, responderles perjudicaba su reputación. La gente pensaría que ella se les ofrecía a los jóvenes como una mujer pública y nunca nadie la pediría como esposa o concubina. Cuando Otonqui la esposó, ni siquiera se dio tiempo de hablar con ella: la acostó en su petate, la hizo su mujer y se durmió. A la mañana siguiente, volvió a montarla cual relámpago, para luego enviarla a preparar el desayuno. Al caer la noche, y todas las siguientes, repitió lo que él creía una hazaña, sin jamás ocuparse del placer ausente de aquella joven que en ningún momento le recriminó su pésimo desempeño sexual. Como a todas las mujeres, a ella nadie le enseñó que también podía y debía disfrutar del coito. Había sido educada para servir, complacer y obedecer al hombre, así como para cuidar de la casa y criar a sus hijos. A Otonqui, al igual que a todos los hombres, se le inculcó que su objetivo en la vida era reproducirse, ir a la guerra y no arrepentirse de nada. Por eso, cuando Mirácpil se escapó de Cílan, Otonqui no supo qué hacer con ella ni cómo ayudarla. Por primera vez, su mujer tomó las riendas de la familia y le exigió que salvara a su hija. Así fue como Otonqui decidió incorporarla al ejército y, sin imaginarlo, tejió una red de la cual no podría escapar jamás y que lo ataba a su hija más que nunca, más de lo que hizo con sus hijos varones. Entrenarla cada mañana, conocer su fragilidad e imaginarla en combate le sacudió la vida y lo despertó de la inercia en la que había caído. No era lo mismo que preparar a un mancebo, al que podía gritarle que no se acobardara o del que tenía la libertad de burlarse si era incapaz de trepar un árbol. Aquella niña le dio una lección de vida que jamás olvidaría: a pesar de su cuerpo enclenque, logró externar, desde lo más profundo de su ser, una fuerza que ni ella misma conocía, lo cual le permitió ejercitarse en el uso de las armas hasta dominar con maestría el macuáhuitl, el chimali, «escudo», el tlahuitoli, «arco», el yaómitl, «flecha», el átlatl, «lanza dardos», el tlatzontectli, «dardo», el tlacochtli, «lanza», el temátlatl, «honda» y el tlahcalhuazcuáhuitl, «cerbatana». Lo mejor de todo: Otonqui pudo escuchar, entender y conocer a su hija, con quien jamás había sostenido una conversación antes de entregarla como concubina a Nezahualcóyotl. Otonqui y Mirácpil eran dos perfectos desconocidos que comían y dormían en la misma casa. Ahora, lo que alguna vez pareció imposible, era una realidad: padre e hija caminan juntos y en paz en el bosque, como dos buenos compañeros de viaje. Si bien no son los mejores amigos, sí han aprendido a dialogar a ratos sin caer en rapapolvos. El tiempo transcurrido en Ashoshco sanó algunas heridas y abrió la puerta de la confianza. De otra forma, no habría sido posible que Mirácpil se ejercitara en las armas, mucho menos que se reconciliara más con ella misma que con su padre, pues si bien era cierto que Otonqui había fallado, lo que verdaderamente atormentaba a Mirácpil era la culpa que cargaba como una losa en la espalda por haber dejado en el camino a Shóchitl, esa hermosa concubina que tantas alegrías le había provocado y que ahora no es más que un esqueleto olvidado en algún osario.

—Voy a matarlo —espeta Mirácpil mientras caminan en las faldas de la montaña.

—¿A quién? —pregunta Otonqui.

—Sabes de quién hablo —responde Mirácpil.

Otonqui evade aquella conversación para no alimentar la ira de su hija, pero ella no está dispuesta a quedarse callada; quiere anunciarle con claridad lo que pretende hacer.

—Voy a matar a Nezahualcóyotl —informa muy segura de sí misma—. ¿Por qué crees que acepté ejercitarme en las armas?

—No lo conseguirás. —Camina mirando al frente.

—¿No me crees capaz? —cuestiona con tono amenazante.

—Sí, pero no será fácil acercarte a él —advierte con tranquilidad—. Si lo fuera, ya lo habrían asesinado sus enemigos.

—Eso es porque ellos no vivieron con él.

—Hay muchos yaoquizque que viven con él y podrían matarlo.

Otonqui elude el encuentro de miradas.

—Pero ninguno de ellos sabe en qué posición duerme ni a qué hora se despierta o si ronca —comenta y presume una sonrisa arrogante.

—¿Y tú crees que por haber sido concubina de Nezahualcóyotl tienes más posibilidades de matarlo? Eso no te servirá de nada al momento de enfrentarte a él y a sus guardias. No seas ingenua.

—Me equivoqué al pensar que llegaríamos a Tenochtítlan sin discutir.

—Yo no estoy discutiendo; te estoy hablando con la verdad. Eso que pretendes hacer es una locura. Te van a matar.

—¿Y qué crees que me va a ocurrir si me mandan a la guerra?

—No irás a la guerra. Ya hablé con el cuauhpili. Le pedí que se hiciera cargo de ti y que te diera tiempo para prepararte más.

—Ya me preparé lo suficiente —presume con arrogancia—. Tú me entrenaste.

—Jamás será suficiente.

Mirácpil ve por el rabillo del ojo a Otonqui y decide no hablar más. Quiere llegar a Tenochtítlan en paz con su padre, quien también siente lo mismo. Ambos callan y siguen su camino hasta la isla, donde son recibidos por Ichtlapáltic, un telpochyahqui, «sargento», quien los guía al cuartel donde se enseña y entrena a los nuevos soldados. El cuauhpili recibe entusiasmado a su viejo amigo, con quien luchó codo a codo en varias guerras, hasta que Otonqui fue severamente herido, se retiró del ejército, se encerró en su casa y se alejó de sus amigos de forma indefinida para que no vieran su cojera. Tuvieron que transcurrir varios años para que Otonqui volviera a salir a las calles y aceptara que sus compañeros de batalla lo miraran en su nueva etapa.

—Así que éste es tu hijo menor. —Sonríe, le da una palmada en el hombro a Mirácpil y le pregunta—: ¿Cómo te llamas?

—Tezcapoctzin —responde Mirácpil con la cabeza agachada. Teme que el cuauhpili descubra que es una mujer.

—Ya tiene puesto su ichcahuipili —el cuauhpili frota el grueso chaleco de algodón—. Pero no será necesario por el momento. Sólo cuando vayamos a la guerra.

—A Tezcapoctzin le gusta mucho usar su ichcahuipili —justifica Otonqui para que Mirácpil pueda ocultar sus senos—. Ya le dije muchas veces que se lo quite, pero no me obedece. ¿Podrías permitirle que lo use a diario?

—Pero… —El cuauhpili se encoge de hombros y desvía la mirada por un instante para pensar en la respuesta—. Llamará mucho la atención de los demás alumnos, aunque tampoco le afecta a nadie. —Baja y sube la cabeza en signo de aprobación—. Que lo use. —Levanta el dedo índice—. Sólo porque es tu hijo.

—Tlazohcamati —responde Otonqui sumamente satisfecho.

—¿Te explicó tu padre cómo se inicia en el ejército? —pregunta el cuauhpili a Mirácpil.

—Sí —responde ella—. Comenzaré como tlaméme…

—No hay nada de malo en eso —explica el guerrero águila—. Los tlamémeh son sumamente importantes para un ejército. La mayoría comenzamos cargando las flechas y los arcos de grandes guerreros, como tu padre. Además, eso te ayudará a fortalecer tus músculos. Estás muy débil. —Le pone una mano en el brazo y aprieta para demostrar que tiene razón—. Ya cuando te conviertas en un hombre fuerte podrás ser yaoquizqui, telpochyahqui, como él. —Señala a Ichtlapáltic, el sargento que se encuentra cerca de ellos haciendo guardia—. O tlamanih…

—Pero nunca podré aspirar a grados directivos…

—Muchos macehualtin han acumulado grandes victorias en la guerra y eso es lo que verdaderamente importa… —responde el cuauhpili.

—¿Por qué hay tanta gente en las calles? —pregunta Otonqui para cambiar el tema de la conversación.

—¿Como que por qué hay tanta gente? —cuestiona asombrado el cuauhpili—. ¿Dónde estabas que no te enteraste?

—Mi hijo Tezcapoctzin y yo fuimos al bosque a entrenar desde la madrugada y ya regresamos tarde.

—Ocurrieron varias cosas importantes: ampliaron el mercado de Tlatelolco y la gente, entusiasmada por lo que había traído Cuauhtlatoa, fue a ver las mercancías y dejaron Tenochtítlan casi vacía. Tlatelolco era como un hormiguero, donde nadie podía caminar. Luego, Izcóatl mandó llamar a toda la población meshíca, nos concentró en el Recinto Sagrado para anunciar que un mancebo representará al dios Tezcatlipoca y ordenó que todos le mostremos reverencia cuando lo veamos en las calles. Más tarde Nezahualcóyotl, Izcóatl, Totoquihuatzin y el consejo tenoshca se reunieron y crearon un eshcan tlatoloyan147 entre Teshcuco, Meshíco Tenochtítlan y Tlacopan.

—¿Nezahualcóyotl? —pregunta Mirácpil con azoramiento.

—¿Tlacopan? —cuestiona Otonqui sorprendido—. Tlacopan representa a los sobrevivientes de Azcapotzalco y a sus enemigos: Tezozómoc y Mashtla. ¿Por qué no se aliaron con Tlatelolco?

—Nezahualcóyotl dijo que lo hacía para que no muriera la raíz tepaneca.

—No creo que haya sido por eso —interviene Mirácpil—. Es probable que lo haya hecho porque Totoquihuatzin es fácil de manipular. Además, una de sus hijas es concubina de Nezahualcóyotl —agrega, sin saber que ya no sólo es una, sino dos: Zyanya y Matlacíhuatl.

—¿Y tú cómo sabes tanto, Tezcapoctzin? —pregunta el cuauhpili, pues no se había enterado que la hija de Otonqui había sido entregada a Nezahualcóyotl como concubina.

—Eso mismo estaba pensando —agrega Otonqui con una audacia falsa para desviar la atención—. A fin de cuentas, es otro bloque… —Sonríe—. Como el bloque que hicieron los altepeme del poniente.

—No. —El cuauhpili alza la mirada—. Esto es una triple alianza en la que, aun cuando termine la guerra, gobernarán los tres por igual.

—¿Nezahualcóyotl ya no será más el huei chichimécatl tecutli? —pregunta Mirácpil entusiasmada por lo que acaba de escuchar.

—Sí —responde el cuauhpili—. El chichimecatecutli, el tepanecatecutli y el meshicatecutli serán los huehueintin tlatoque, «grandes tlatoanis». Para ello, han establecido seis obligaciones.

—¿Quién las estableció? —indaga Mirácpil y el cuauhpili la mira con interés.

—Los tres gobiernos.

—¿Estás seguro? —cuestiona Mirácpil.

—Haces demasiadas preguntas, Tezcapoctzin. —Sonríe el cuauhpili—. No debería estarles diciendo nada de esto. —Dirige la mirada en varias direcciones para asegurarse de que no haya espías—. Sólo porque eres hijo de Otonqui te voy a contar, pero no debes platicar de esto con nadie.

En cuanto el guerrero águila termina de contarles, el telpochyahqui, «sargento» —que había guiado a Otonqui y a Mirácpil con el cuauhpili y que se había mantenido cerca de ellos— se aleja discretamente hasta abandonar el cuartel. Ya en la calle, camina apurado hasta llegar al lago, donde aborda una canoa y rema en dirección a Shochimilco para informar a Pashimálcatl sobre la creación y los términos del eshcan tlatoloyan. Uno de los guardias del palacio le comunica que Pashimálcatl se encuentra en una reunión con los miembros del bloque del sur.

—Dile a Pashimálcatl que Ichtlapáltic le trae información sumamente importante —insiste el espía—. Entra y dile a Pashimálcatl que es urgente.

—No puedo —responde el guardia con tono déspota—. Mi tecutli ordenó que no lo interrumpiéramos por nada.

—Como tú decidas —amenaza el informante—. Ruégales a los dioses que Pashimálcatl no te mate cuando se entere que me negaste la entrada.

El espía se da media vuelta y se aleja a paso lento, consciente de que los dos yaoquizque evitarán que se marche.

—Espera…

El guardia permanece absorto por un instante. Mira a su compañero, quien evade el cruce de miradas y acepta entrar a la sala, no sin antes amenazar al espía:

—Te aseguro que te voy a matar personalmente si la información que traes no es relevante.

—Apresúrate —ordena el espía—. Se te acaba el tiempo.

El guardia entra a la sala, en donde se encuentran reunidos los tetecuhtin del bloque del sur —Tlalílchcatl, de Chimalhuácan, Calashóchitl, de Aztahuácan, Cuauhtemóctzin, de Cuitláhuac, Coatzin, de Ishtapaluca y Tlilcoatzin, de Míshquic, casi todos ancianos—, y Pashimálcatl lo mira con gusto y agradecimiento, pues lo acaba de rescatar de un interrogatorio insostenible para él.

—¿Por qué no asistió el tecutli Yarashápo a esta reunión? —Minutos atrás había preguntado Tlalilchcatl, señor de Chimalhuácan, al entrar a la sala.

—Está indispuesto —respondió Pashimálcatl—, pero me pidió que les ofreciera disculpas en su nombre.

—¿Indispuesto? —cuestionó dudoso Tlilcoatzin, tecutli de Míshquic.

—Enfermo —especificó Pashimálcatl.

—¿De qué se enfermó? —interrogó Calashóchitl, tecutli de Aztahuácan, el más joven de los tetecuhtin presentes.

—No sabemos todavía. —Pashimálcatl fingió preocupación—. Lo están tratando cuatro chamanes.

—¿Puede hablar? —Cuauhtemóctzin, el tecutli de Cuitláhuac se mostró más desconfiado que el resto de los tetecuhtin, pues gente de su pueblo había encontrado en las aguas de su isla el cuerpo de Tleélhuitl, el cual envió de inmediato a Shochimilco y desde entonces sabía que algo andaba mal en aquel altépetl—. ¿Puede caminar? ¿Puede comer? ¿Qué tan grave es?

—Le duele el abdomen… —Pashimálcatl se llevó una mano al vientre, hizo una mueca y frunció el ceño para robustecer su dramatización.

—Permítame verlo —solicitó Coatzin, tecutli de Ishtapaluca—. He estudiado el uso de las hierbas y los males del cuerpo desde que era un mancebo.

En ese momento, irrumpió el guardia para informarle que uno de sus espías se encontraba en la entrada del palacio y pedía hablar con él urgentemente. Pashimálcatl se pone de pie, abandona la sala y camina al lado del guardia por el pasillo para que sus visitantes no escuchen.

—Le dije que usted estaba ocupado y que dejó dicho que no lo interrumpiéramos —se justifica el soldado—. Si usted ordena, lo arrestamos de inme…

—¡No! —interrumpe Pashimálcatl y lo mira con ansiedad, pues la llegada de su espía lo acaba de salvar del interrogatorio—. Hazlo pasar a la sala del fondo. Iré en un instante.

Pashimálcatl regresa a la sala principal para comunicar a sus huéspedes que debe salir un instante. Luego, se traslada a la sala donde se encuentra su informante, quien sin preámbulo le da todos los detalles sobre la creación de la Triple Alianza, detalles que ni el mismo Pashimálcatl puede creer y a los que no sabe cómo responder, así que decide aprovechar la presencia de los tetecuhtin y vuelve a la sala principal para notificarles lo ocurrido en Tenochtítlan. —¿Está todo bien? —pregunta Cuauhtemóctzin, desconfiado por la tardanza de su anfitrión.

—No… —Pashimálcatl aprovecha para desviar la atención de los tetecuhtin—. Uno de mis espías me acaba de informar que se acaba de crear un eshcan tlatoloyan entre Nezahualcóyotl, Izcóatl y Totoquihuatzin.

—Eshcan tlatoloyan repite Tlilcoatzin con abulia—. No es algo que debería preocuparnos. Es una alianza mucho menor a la nuestra. Ellos son tres altepeme. Nosotros somos seis: Míshquic, Chimalhuácan, Aztahuácan, Cuitláhuac, Ishtapaluca y Shochimilco.

—El eshcan tlatoloyan es sólo la dirigencia del nuevo tlatocáyotl —aclara el tecutli de Cuitláhuac—, pero tienen como aliados a Tlatelolco, Tenayocan, Tepeyácac, Aztacalco, Ishuatépec, Ehecatépec, Toltítlan y Cuauhtítlan, más Cílan, Tlacopan y Tenochtítlan. Son once ejércitos.

—Aun así, no es razón para que nos preocupemos —explica Calashóchitl, tecutli de Aztahuácan—. Todavía tienen que lidiar con los ejércitos de Shalco, Hueshotla, Otompan, Chiconauhtla, Acolman, Tepeshpan, Teshcuco y Coatlíchan, que han estado combatiendo desde hace veinte o treinta días, ya no recuerdo. Más el bloque del poniente: Atlicuihuayan, Chapultépec, Mishcóhuac, Cuauhshimalpan, Coyohuácan, Iztapalapan, Culhuácan, Huitzilopochco y Ashoshco. Ocho ejércitos en el poniente, nueve en el oriente, más seis nuestros, somos veintitrés contra once. Es imposible que nos derroten. Ha llegado el fin del huei chichimeca tlatocáyotl. Y eso que ni siquiera ha nacido eso que llaman eshcan tlatoloyan.

—No es sólo una alianza para la guerra —aclara Pashimálcatl, alarmado por la despreocupación de los tetecuhtin—. Van a dividir el tlatocáyotl entre Teshcuco, Tenochtítlan y Tlacopan. De acuerdo con mi informante, los ahí reunidos discutieron hasta la madrugada. Primero Nezahualcóyotl hizo la propuesta, pero Tlacaélel se negó. Nezahualcóyotl dijo que ésa era su única oferta. Izcóatl aceptó el acuerdo del eshcan tlatoloyan entre Tenochtítlan, Tlacopan y Teshcuco, pues ahora tiene un miembro del Consejo más a su favor, además de que los otros ya quieren rescatar a Ilhuicamina y acabar con la guerra. Tlacaélel aceptó, aunque a regañadientes. Entonces, los meshítin le prometieron a Nezahualcóyotl enviar a sus tropas para acabar con los rebeldes. Nezahualcóyotl, Totoquihuatzin, el Consejo meshíca y el tlatoani Izcóatl discutieron sobre los términos del eshcan tlatoloyan y, finalmente, poco antes del alba, llegaron a un acuerdo.

—¿Quién dictó los términos? —pregunta Coatzin, tecutli de Ishtapaluca.

—Tlacaélel…

—Hace algunas noches tuve un sueño premonitorio en el que un dios me ordenó apagar las llamas, pues ésa era la única forma de salvar nuestros tetecúyo148 —interrumpe Tlilcoatzin, señor de Míshquic—. Así que mandé llamar a los agoreros y sacerdotes y les pedí que interpretaran mi sueño y auguraron el fin del mundo, pero advirtieron que, si queremos sobrevivir, debemos matar a Tlacaélel.

Todos los tetecuhtin se miran entre sí. Pashimálcatl los observa en silencio y, al ver que nadie responde al comentario de Tlilcoatzin, decide continuar:

—Tlacaélel, Nezahualcóyotl, Izcóatl y Totoquihuatzin establecieron seis lineamentos. Uno: el eshcan tlatoloyan será una alianza militar con fines hegemónicos. Ganada la guerra y colocados los vencedores en una posición favorable, reordenaran el territorio. Estos acuerdos no sólo establecerán un nuevo orden en la región, sino que permitirán ejercer un dominio expansivo que garantice su permanencia en el poder, el control de importantes rutas comerciales y la centralización de la riqueza gracias a los tributos y al tráfico mercantil. Las étetl tzontecómatl, «las tres cabeceras», proyectarán las campañas conjuntamente, mientras que la dirección de las mismas quedará a cargo de Meshíco Tenochtítlan. Dos: el tributo de todas las ciudades se dividirá entre Meshíco Tenochtítlan, Teshcuco y Tlacopan. Dos quintos para Meshíco Tenochtítlan, dos quintos para Teshcuco y un quinto para Tlacopan. Tres: étetl tzontecómatl in altépetl, «las tres ciudades capitales», se auxiliarán entre sí en la construcción de teocalis, chinámitl, calzadas y edificios públicos proporcionando material y esclavos. Cuatro: deberá haber lealtad absoluta entre las tres cabeceras, más aún cuando uno de los tlatoque haya fallecido. Los dos tlatoque sobrevivientes defenderán y supervisarán la elección, en el caso de Tenochtítlan, y la sucesión por herencia, para Teshcuco y Tlacopan. El reconocimiento y jura del nuevo tlatoani será celebrada por los otros dos tlatoque, así como acompañada de importantes ritos, uniones matrimoniales entre los miembros de las casas gobernantes y la danza que se lleva a cabo en Meshíco Tenochtítlan, en honor al dios Shipe Tótec, durante la veintena de tlacashipehualiztli. Cinco: establecerán un ordenamiento político regional con claras reglas de jerarquía, aunque ésta tenga que ser por medio de la fuerza. Seis: el eshcan tlatoloyan tendrá un solo poder judicial para todo el territorio. Será este poder, sin duda, una de las facultades más importantes para el establecimiento del orden político general. Los asuntos difíciles serán enviados de Meshíco Tenochtítlan para que sean juzgados en Teshcuco. Además, cada cuatro veintenas se reunirán los tres tlatoque aliados en una de las capitales para deliberar sobre los asuntos más importantes».149

—Matemos a Tlacaélel —espeta el tecutli de Míshquic.

—¿Cómo? —pregunta Pashimálcatl.

—Ordénaselo a tu espía, ése que te acaba de traer toda esta información —responde Tlilcoatzin.

—No es tan sencillo —responde Pashimálcatl.

—Estoy de acuerdo en que no es fácil —interviene el tecutli de Chimalhuácan—. Por eso, deberíamos proponerle una alianza al bloque del poniente.

—¡No! —exclama Calashóchitl—. Entre más grande sea nuestra alianza, menos riquezas nos quedarán cuando termine la guerra.

—¿Tenías planeado invadir algunos altepeme? —interroga asombrado el tecutli de Cuitláhuac—. Yo tenía entendido que esta alianza era sólo para defendernos.

—Era para defender nuestros tetecúyo —contesta Coatzin—, pero eso ya no será suficiente.

—Dejen de decir estupideces. —El tecutli de Míshquic se pone de pie—. Enviemos a nuestros espías a que maten a Tlacaélel. ¡Él es el verdadero peligro para el cemanáhuac! ¡Está en los agüeros que él acabará con nuestros tetecúyo! ¡Nos convertiremos en esclavos de los tenoshcas!

—¿Qué hacemos? —pregunta Pashimálcatl atemorizado por el pronóstico de Tlilcoatzin.

—Por el momento nada —responde Cuauhtemóctzin con firmeza—. No podemos tomar ninguna decisión mientras Yarashápo se encuentre indispuesto.

—¿Por qué? —Pashimálcatl pregunta sorprendido.

—Porque así es nuestro acuerdo en el bloque del sur: no tomaremos ninguna decisión si uno de los tetecuhtin está ausente —explica Tlalílchcatl.

—Pero yo estoy en su representación. —Pashimálcatl se señala a sí mismo con los dedos.

—Sí, pero no eres el tecutli de Shochimilco —interviene Cuauh-temóctzin con acritud—. Eres su amante.

—Por eso tengo el mismo derecho. —Hace todo lo posible por ocultar su enojo.

—¿Ves a una de nuestras esposas en la reunión? —pregunta el tecutli de Cuitláhuac, cuyo rostro expresa una alharaca virulenta, al mismo tiempo que señala toda la sala con una mano de manera circular.

Pashimálcatl mira con aborrecimiento a su interlocutor. Se sabe acorralado.

—Déjanos hablar con Yarashápo —espeta Calashóchitl.

—Se encuentra indispuesto.

—¿Indispuesto o muerto? —Cuauhtemóctzin arremete con su interrogatorio—. ¡¿Dónde está Yarashápo?!

Lo que Pashimálcatl no está dispuesto a confesar es que el día que Yarashápo le preguntó si él había matado a Tleélhuitl, le respondió con mucha tranquilidad que sí había sido él. «Y lo volvería a hacer si alguien se interpone en mi camino», amenazó. El tecutli shochimilca no supo cómo responder en ese momento, pues se le estaba cayendo el mundo encima: la persona a la que más amaba, a quien le entregó sus sueños, sus pensamientos, su ciudad, su gobierno, su voluntad y su dignidad se había convertido en un monstruo dispuesto a todo con tal de hacerse de poder, incluso, quitándolo a él mismo del tecúyotl.

Ante aquella confesión, el shochimílcatl tecutli fingió no estar molesto; se encerró en su alcoba, pero ya no lloró como un niño. Había caído hasta el fondo del abismo que él mismo había cavado con su ceguera y su sordera, y sólo le quedaba buscar la manera de regresar a la cima en la que se encontraba su amante y derrocarlo de una vez por todas como a una estatua de barro. Pasó varias horas mirando a la nada, como si se hubiera quedado catatónico. Poco antes de que llegara la madrugada, regresó a la sala principal donde Pashimálcatl había pasado las últimas veintenas dando órdenes y regañando a los sirvientes, jefes del ejército y ministros, según él administrando el gobierno para que Yarashápo no se desgastara y tuviera tiempo para gozar de la vida. Lo encontró solo, sentado en el tlatocaicpali, como un tecutli arrogante y autoritario. Pashimálcatl no se dio cuenta de su presencia, pues Yarashápo había ingresado por la entrada que daba a un lado del asiento real y, desde esa posición, no se podía dar cuenta si no se giraba para ver.

Yarashápo llevaba un arco y una flecha, listo para disparar. Estaba decidido a matarlo en ese momento. Por primera vez en mucho tiempo ya no le temblaban las manos al encontrarse delante de Pashimálcatl, ya no sentía ese miedo incontrolable que lo hacía pequeño ante él cada vez que lo veía enojado o presentía que se iba a incomodar. Levantó el arco y la flecha y apuntó, pero justo en ese instante Pashimálcatl volteó a la derecha y lo vio.

—¿Qué haces? —preguntó nervioso.

—Se acabó —anunció Yarashápo sin bajar el tlahuitoli. Tenía la cabeza de Pashimálcatl en la mira. Sabía que si tiraba daría en el blanco, pues una de sus grandes virtudes era su destreza con el arco.

—¿Qué ocurre? —Intentó ponerse de pie, pero Yarashápo disparó una flecha de manera intencional hacia el respaldo del tlatocaicpali, sólo como advertencia, por lo que Pashimálcatl creyó que el tecutli shochimilca no estaba dispuesto a hacerle daño y se puso de pie, pero su cazador sacó otra flecha del micómitl que llevaba colgado en la espalda y la colocó inmediatamente en el tlahuitoli y apuntó de nuevo.

—Si das un paso más, te mato —amenazó con voz serena.

—Sé que estás enojado por lo de Tleélhuitl, pero… era necesario —mintió—. Estaba intrigando en tu contra…

—¡Cállate! —Disparó una flecha que dio certera en el hombro izquierdo de Pashimálcatl, quien no supo qué hacer por el asombro.

—Perdóname. —Se arrodilló y alzó los brazos, mientras la sangre escurría de su hombro por su axila hasta su torso.

Yarashápo sacó otra flecha de su aljaba, la colocó en el arco y, sin quitarle los ojos de encima, avanzó lentamente hacia Pashimálcatl. Estaba furioso y dispuesto a matarlo en ese momento, aunque se arrepintiera días o minutos después.

—Hablemos. —Bajó las manos y puso la frente en el piso—. Esto no tiene que terminar así.

—Esto ya se terminó. —Jaló la cuerda del arco sin quitar la mirada de su presa, pero antes de que lanzara el tiro, un golpe en la nuca lo derribó y cayó inconsciente.

Pashimálcatl levantó la cara del suelo y vio con gusto al sargento que acababa de derrumbar al tecutli shochimilca. Se trataba de Ichtlapáltic, un joven espía que se había convertido en su amante veintenas atrás. Estaba seguro de que Pashimálcatl lo convertiría en su concubino si mataba a Yarashápo. Entonces, tomó el arco y la flecha y se dispuso a dispararle en la espalda.

—¡Detente! —Se sacó la flecha que tenía enterrada en el hombro y avanzó hacia ellos—. ¿Qué haces?

—Lo voy a matar —respondió el joven con soberbia.

—¡No! —lo regañó—. ¿Cómo se te ocurre hacer eso? No seas torpe.

—Matémoslo de una vez.

—¡No! —Le arrebató el arco y la flecha—. Si lo asesinamos en este momento, el pueblo shochimilca no me aceptará como tecutli.

—No se trata de que te acepten sino de que te impongas como su señor. —Sacó un cuchillo que llevaba en la cintura.

146 Ichcahuipilli, «chaleco de cuero relleno de algodón prensado, utilizado como armadura para la guerra».

147 Chimalpáhin Cuauhtlehuanitzin utiliza cuatro nombres para referirse a la Triple Alianza: Excan Tlahtoloyan, Excan Tlahtóloc, Yexcan Tlahtoloyan y Excan Tzontecómatl. Excan, «en tres partes»; tlahtoloyan y tlahtóloc derivan el verbo tlatoa, cuyos significados son «hablar», «cantar» o «gobernar». Por consiguiente, tlahtoloyan y tlahtóloc son «lugar de mando», «lugar de gobierno», con dos funciones específicas de poder: las decisiones conjuntas de acciones militares y, con insistencia, la judicatura. El Códice Osuna lo consigna de la siguiente manera: Étetl tzontecomatl in altépetl, «las tres ciudades cabeceras» o «las tres ciudades capitales»; y Étetl tzontecómatl, «las tres cabeceras» o las «tres capitales». Alvarado Tezozómoc escribe Teuctlatoloyan. Molina traduce tecutlatoloyan como «lugar donde juzga o sentencia el juez» o «audiencia real». Alva Ixtlilxóchitl se referirá a la Triple Alianza como «las tres cabezas» y «las tres cabezas del imperio», aunque también, al repetir la letra de un antiguo canto, dice que es in ipetlícpal in téotl a Ipalnemoani. La expresión in ipetlícpal es una contracción del difrasismo in ípetl in iícpal, o sea «su estera, su silla», cuyo significado sería «su gobierno, su poder». De esta manera, la designación completa indicaría que los tres tlatoque de Meshíco Tenochtítlan, Teshcuco y Tlacopan eran los guardianes terrenales «del poder de Dios, de aquel por quien se vive». Véase El nombre náhuatl de la Triple Alianza.

148 Tetecúyo —plural tecúyotl— equivale a un gobierno estatal y el tlatocáyotl al gobierno federal.

149 Sobre las funciones del Excan Tlahtoloyan, véanse: Chimalpáhin, Anales de Cuauhtitlan, Durán, Sahagún, Ixtlilxóchitl, Benavente, Zurita, Pomar, Torquemada, Carrasco y El nombre náhuatl de la Triple Alianza.