30
Igual que una canoa que se tambalea en medio de una borrasca, pero que se niega a hundirse, Yeyetzin sobrelleva el tornado que genera Cuécuesh con sus arranques beligerantes y se protege con discrecionalidad, sin que eso inspire desconfianza, ni afecte la relación con su esposo, quien es incapaz de admitir que una mujer le ha salvado el pellejo en más de una ocasión, la misma mujer que él se resiste a reconocer como artífice de sus logros. Lo cierto es que la inteligencia de Yeyetzin es, por sí sola, una afrenta tan grande y tan humillante para él que más vale no reconocerla para no tener la platónica necesidad de venerarla. Y si el hermoso rostro de Yeyetzin no tuviera aún el brío de la juventud, la cólera de Cuécuesh sería menos penosa. Incluso sus más breves silencios responden a esa necedad de arruinarlo todo, de una manera en la que ya simplemente no funcione, pero que le satisface, igual que esos viejos modos de expresar una desvencijada hipótesis de las costumbres. En verdad, anhela una victoria, pero mucho más que ganar una guerra, quiere vencer una enfermedad o la vejez, su gran triunfo sería debilitarle el carácter, quebrantarle el ánimo y demostrarle que ella está equivocada y que él tiene la razón, aunque sea por una vez en su miserable vida, aunque esa misma noche, como muchas antes lo ha hecho, se confiese vencido ante la implacable dulzura y la naturaleza ardiente de su mujer, y derrotado saboree el placer de la calma, para recuperar a la mañana siguiente su actitud combatiente, pues en realidad, no se resigna a la inferioridad a la que ha tenido que someterse desde que viven juntos; sin embargo, Yeyetzin no considera a Cuécuesh como un inferior, sino como una persona sin razón de existir más que en sí mismo, necio, ciego, sordo e ignorante, de las cuales hay muchos semejantes y de las cuales hay que alejarse lo más pronto posible, como quien se aparta de una casa en llamas, una casa que Cuécuesh no se harta de incendiar, mientras Yeyetzin va detrás de él apagando con trapos mojados las pequeñas flamas, antes de que asciendan por las paredes y el techo, el cual en un descuido podría venírseles abajo, pero no como un simple cúmulo de troncos y paja chamuscados, sino como la corpulenta erupción de un volcán, llena de obstáculos y desgracias que Yeyetzin no podrá detener si, de inmediato, no le pone un alto al pelafustán que lleva un largo rato interrogando a su informante, que arrodillado en medio de la sala y rodeado por los miembros de la nobleza coyohuáca, acaba de dar una prolongada explicación sobre la creación del eshcan tlatolóyan y la colérica reacción de Tlacaélel en cuanto terminó el cabildo.
—Salió muy enojado de Tenochtítlan —informa el espía.
—¿Iba solo? —cuestiona el tecutli de Coyohuácan sentado en el tlatocaicpali mientras su esposa Yeyetzin permanece de pie en una esquina de la sala, a un lado de los sirvientes que esperan atentos el llamado de su amo.
—Sí. —El hombre sigue arrodillado con la frente en el piso—. Salió solo y muy disgustado. Parecía una fiera. Algunos de los sacerdotes intentaron tranquilizarlo, pero los ignoró. Aun así, ellos caminaron detrás de él, y éste se detuvo de manera súbita y les exigió que no lo fastidiaran y que no lo siguieran. Los sacerdotes se quedaron ahí, mirando a Tlacaélel perderse en la distancia.
—¿A dónde se dirigió? —A Cuécuesh le satisface la noticia. Tiene la certeza de que sin Tlacaélel los meshícas son más débiles.
—Nadie sabe. —El hombre alza un poco la frente sin haber recibido permiso—. Sólo sé que abordó una canoa.
—¿Lo seguiste? —Se cruza de brazos.
—No.
—¿Por qué no lo seguiste? —Se pone de pie muy enojado. Los ministros se alteran, pues bien conocen los arranques belicosos del tecutli coyohuáca, quien cada día se parece más al difunto Mashtla. Quienes conocieron a Cuécuesh en sus años mozos, aseguran que él no era así, y que se fue formando de esa manera por culpa del tecutli tepaneca; otros piensan que sólo imita a su antiguo amo para demostrar poder.
—Porque habría sido muy obvio. —El informante alza el rostro y mira a Cuécuesh—. Y si me hubiera descubierto, yo no estaría aquí.
—¡Eres un imbécil! —Camina enfurecido hacia él, con los puños apretados.
—Le suplico que me perdone, mi señor. —El espía se echa para atrás y cae de nalgas.
—¡No! ¡No te perdono! —Alza un brazo dispuesto a golpear al hombre—. Debiste seguirlo.
—Si Tlacaélel me hubiera descubierto, me habría matado. —Se vuelve a poner de rodillas, con las palmas de las manos y la frente en el piso—. En Tenochtítlan se cuentan cosas sobre él que…
—¡Eres un imbécil! —grita y regresa al asiento real.
—Perdóneme… —Humillado, agacha la cabeza.
—¿Qué ocurrió después? —Se acomoda en su tlatocaicpali.
—Nezahualcóyotl regresó a Tenayocan con la mitad del ejército tenoshca. —El informante está sudando y sus manos tiemblan de miedo.
—¿Y la otra mitad? —Cuécuesh frunce el ceño, se cruza de brazos y se lleva una mano a la barbilla. Cree que es un buen momento para aprovechar la vulnerabilidad de la isla.
—Viene hacia acá. —El hombre, aún de rodillas y con la frente en el piso, teme que Cuécuesh vuelva a ponerse de pie, por lo que aprieta los labios y cierra los ojos. —¡¿Y por qué no me informaste eso primero?!
—Porque antes debía informarle sobre el eshcan tlatolóyan. —Se encoge sobre sus rodillas, aunque menos preocupado al ver que el tecutli de Coyohuácan se ha mantenido en su asiento.
—¡¿Y quién te crees que eres para decidir el orden de la información?! —Alza la voz.
—Soy su espía.
—¡Eso no te da la autoridad para tomar decisiones!
—¡Ya cállate! —grita Yeyetzin a Cuécuesh desde la esquina de la sala y todos voltean a verla con pavor. Por menos que eso, muchas mujeres de la nobleza han muerto en la piedra de los sacrificios.
Un silencio total se adueña de la sala, todos observan con miedo a Cuécuesh, que baja la mirada al piso, aprieta los puños, niega con la cabeza, respira profundo, se pone de pie y camina hacia su esposa, mientras los sirvientes, llenos de pánico, se alejan para eludir daños colaterales. Cuando por fin se encuentra delante de ella, el tecutli de Coyohuácan se acerca hasta que su nariz toca la punta de la nariz de su mujer, la mira a los ojos, respira por la boca y ella percibe su aliento pestífero.
—¿Qué fue lo que dijiste? —Muestra su dentadura asquerosa.
—Lo siento. Te ruego que me perdones. —Yeyetzin se encuentra contra la pared. Le pone las manos en el pecho en señal de cariño.
—¡Que te perdone! —Le coloca la mano en el cuello y aprieta—. ¿Quieres que te perdone? ¡Repite lo que me acabas de gritar!
—Perdón. —Su rostro comienza a enrojecer.
—Repite lo que dijiste. —Aprieta el cuello con más fuerza.
—Perdón. Te lo suplico. —Su voz produce un estridor.
—¡No! —Oprime con mayor dureza—. ¡Vuelve a decir lo que me gritaste en frente de todos los miembros de la nobleza coyohuáca, de mi espía y de mis sirvientes! ¡Repítelo, puta infeliz!
Yeyetzin trata de quitarse la mano de Cuécuesh, pero en respuesta a ello, él la aprieta con ambas manos, al mismo tiempo que la levanta del piso y ella se queda sin respiración.
—¡Mi señor! —Uno de los sirvientes alza la voz, pero Cuécuesh lo ignora—. ¡El ejército meshíca viene en camino! ¡Nos están invadiendo!
Los pipiltin saben que el nenenqui está mintiendo para salvar a Yeyetzin y deciden respaldarlo.
—¡Mi señor, debemos prepararnos para el ataque! —Camina hacia el tecutli coyohuáca.
Cuécuesh suelta a Yeyetzin, quien cae al piso con la cara roja y la boca abierta para recuperar el aliento.
—¿Quién les dijo que el ejército meshíca ya viene en camino? —pregunta a todos luego de darse media vuelta.
—Un niño vino corriendo al palacio y pidió a uno de los soldados que se lo informaran a usted —explica uno de los ministros.
—¿Qué tan lejos están? —pregunta al mismo tiempo que observa a cada uno de los miembros de la nobleza, como si los interrogara de forma individual.
—Muy cerca —responde el ministro sin tener la certeza y consciente de que si Cuécuesh descubre que le mintió le cobrará muy caro su falsedad.
Otra vez el silencio se apodera de la sala, pues nadie más se atreve a mentirle al tecutli coyohuáca, quien observa a Yeyetzin sentada en el piso, asfixiada, asustada, atormentada y aparentemente derrotada, aunque en el fondo, Cuécuesh sabe que ella hizo lo correcto, que siempre tiene la razón, y si no fuera por eso, la mataría en este momento, pero su rabia ya se transformó en preocupación con el recordatorio de la proximidad de las tropas meshítin, entonces se dirige al cuartel del ejército y ordena a sus capitanes que custodien toda la ciudad y decreten el toque de queda; luego, manda a los embajadores a los altepeme del bloque del poniente a que soliciten refuerzos.
Mientras tanto, Cuécuesh espera impaciente, camina por toda la ciudad, de un lado a otro, vocifera con frenesí, vigila personalmente que todas las entradas a Coyohuácan estén protegidas, que no haya un sólo guardia despistado, que la gente permanezca en sus casas y que las aguas sigan calmadas, pues en cuanto la marea comience a agitarse, será la señal de que un enjambre de canoas se dirige hacia la única ciudad sobreviviente del huei tepaneca tlatocáyotl, la herencia de huehue Tezozómoc.
A medianoche, Cuécuesh sigue en el embarcadero, con la mirada fija en la inmensa oscuridad entre el agua del lago y el cielo, algo inusual, pues en el horizonte siempre se alcanza a ver una hilera de luces que demarca los confines de Meshíco Tenochtítlan, pero que esta noche están apagadas, en señal de que los tenoshcas están vigilando el lago y cuidan que nadie se acerque a su isla, lo mismo que Coyohuácan, en donde no hay una sola tea encendida. En ese momento, llega uno de los espías que Cuécuesh envío desde la tarde para averiguar si ya iban en camino los ejércitos aliados y le informa que los embajadores que envió nunca llegaron a su destino.
—Los encontré muertos a todos, mi señor.
—No los necesito. —Cuécuesh se muestra soberbio—. Yo y mi ejército podemos con los meshícas. —Permanece en silencio, con los pies en la orilla del lago y la mirada fija en esa bruna inmensidad. Tiene un macuáhuitl en la mano derecha y un escudo en la izquierda. Espera. Dentro de poco la luz del alba cruzará el horizonte. Espera nervioso. Nunca ha combatido contra los tenoshcas. Espera impaciente. Detesta la incertidumbre. Espera asustado. Ha visto pelear a los meshítin. La madrugada se estira larga, demasiado larga, tanto que parece interminable. De pronto, una ola moja sus pies, algo que no había sucedido en toda la noche. Comienza a sudar frío, pues sabe que el momento decisivo ha llegado: las tropas meshícas navegan por el lago de Teshcuco rumbo a Coyohuácan. Cuécuesh decide no tocar los tepozquiquiztlis y, en cambio, ordena al capitán avisar en silencio a sus yaoquizque para que se mantengan prevenidos para la batalla, pues el enemigo los acecha. Se corre la voz de uno en uno, de forma tácita. Una ola mansa vuelve a mojar los pies del tecutli coyohuáca, quien de inmediato da una nueva señal a su capitán, quien a su vez envía otra señal a su gente. Segundos después salen del agua cientos de guerreros meshítin, con sus macuahuitles y chimalis, todos empapados, pues dejaron las canoas en medio del lago y nadaron sigilosamente hasta las orillas, donde los soldados coyohuácas los esperan desde la noche anterior. En ese momento, se encienden miles de teas, suenan los tepozquiquiztlis y retumban los huehuetles y los teponaztlis.
¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…
Los tenoshcas aúllan:
—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!
¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…
Comienza la batalla.
Ilhuicamina escucha todo desde la jaula y grita:
—¡Aquí estoy! ¡Vengan por mí!
Intenta zafarse. Se zangolotea con desesperación. Los guardias que vigilan la jaula le exigen que se calle y amenazan con matarlo.
—¡Atrévete! —amenaza Ilhuicamina—. ¡Hazlo! ¡Mátame!
Entre los cientos de guerreros meshícas que salen del lago como reptiles se encuentra Izcóatl, quien inmediatamente es atacado por cuatro yaoquizque coyohuácas: dos por la espalda y dos por en frente. El huei tlatoani detiene con su chimali todos los porrazos mientras con el macuáhuitl lanza golpes a diestra y siniestra. A pesar de que ya es un guerrero viejo, aún tiene la destreza que lo distinguió en sus años mozos.
Muy cerca de él se encuentran el tlacochcálcatl, Huehuezácan, y sus hijos Tezozomóctli de veinte años, Cuauhtláhuac de dieciocho y Tizahuatzin de diecisiete, motivo por el que Izcóatl se esfuerza aún más, pues es la primera vez que su hijo menor lo ve en combate, y aunque comprende que ésa no es una razón para defender la vida, su ego no le permite ser derrotado frente a ese piltontli que ama tanto y al que, sin saber la razón, considera su hijo predilecto. Se dispone a pelear con más brío, mucho más que en las batallas anteriores.
Tira el escudo, que para él es un estorbo, y se prepara para embestir con el macuáhuitl. Con el arma en las dos manos, lanza un golpe que da certero en el abdomen de uno de sus oponentes. Las tripas se le desbordan como la lava de un volcán.
Los otros tres, aunque asustados, vuelven a la ofensiva. El tlatoani se gira sobre su mismo eje y detiene los tres golpes con el macuáhuitl y descarga tres porrazos: uno a la pierna del que se encuentra a la derecha, otro a la cara del que se ubica a la izquierda y el último golpea en el que se halla a su espalda. De nuevo da una vuelta con rapidez y ataca al yaoquizqui de la derecha: golpes al hombro, que lo hace arrojar el macuáhuitl; al brazo izquierdo, que desgarra el músculo; y al cuello, que lo derriba por completo.
Se coloca frente al otro soldado y le atiza un porrazo que le rebana la pelvis. Luego impacta el macuáhuitl en la boca de su oponente, justo entre los labios, y los dientes salen volando.
Sólo le queda un contrincante, que temeroso sostiene un macuáhuitl caído en las manos temblorosas. El huei tlatoani lo observa con misericordia y le indica con las pupilas que puede irse si así lo prefiere. El joven guerrero huye corriendo de Izcóatl.
Justo en el momento en que decide seguir su camino rumbo al palacio coyohuáca, donde tienen preso a Ilhuicamina, otro guerrero intenta interceptarlo, pero el huei tlatoani lo derriba fácilmente con un par de porrazos.
Asimismo, se percata de que Cuécuesh pelea contra Huehuezácan —hijo del difunto meshícatl tecutli Huitzilíhuitl y, por ende, medio hermano de Tlacaélel, Motecuzoma Ilhuicamina y Chimalpopoca, un hombre de convicciones firmes—, y corre para auxiliarlo, pero una vez más dos yaoquizque procuran detenerlo.
Mientras tanto, el tlacochcálcatl se bate a duelo con el tecutli coyohuáca. Ambos llevan varios minutos peleando con los puños, pues sus macuahuitles quedaron extraviados entre el lodo y el agua del lago. El tlacochcálcatl le propina dos golpes al tecutli coyohuáca, quien pierde el balance y cae de nalgas. Huehuezácan se le va encima y le destroza la dentadura a Cuécuesh, que no puede detener la golpiza que está recibiendo, hasta que llega un yaoquizqui coyohuáca y le da un fuerte golpe en la espalda a Huehuezácan, que cae al suelo.
Cuando el soldado coyohuáca está a punto de matar al tlacochcálcatl, llega Tezozomóctli y lo derriba con un empujón. Ambos pelean en el piso a puño limpio. Al mismo tiempo, Huehuezácan se reincorpora y lanza un puñetazo al rostro de Cuécuesh, quien hábilmente lo esquiva y le responde con un golpe que da en el hígado y dobla al tlacochcálcatl. El tecutli de Coyohuácan aprovecha la debilidad del tlacochcálcatl y le entierra cuatro golpes en el mismo lugar. Todos con la misma fuerza y sin clemencia.
Encorvado y con las manos en el hígado, Huehuezácan se agacha, saca un chuchillo de pedernal que lleva atado en la pantorrilla y se lo entierra en el muslo a Cuécuesh, quien grita de dolor y en venganza le asesta un fuerte rodillazo en la cara a su oponente, que cae de espaldas al suelo. El tecutli coyohuáca se apresura a recoger el cuchillo y se lo entierra al tlacochcálcatl en el cuello.
En ese momento, llega el tlatoani Izcóatl y le patea el rostro a Cuécuesh; afligido se apresura a revisar a su sobrino, que aún se encuentra con vida. Le tapa la herida del cuello con la mano.
—¡No te mueras! ¡No te mueras! —grita el tlatoani desesperado.
Pero el tlacochcálcatl ya no lo escucha. Sus ojos permanecen abiertos, como si lo miraran fijamente y lo contemplaran con gratitud. Entonces, el tlatoani se pone de pie, avanza con el macuáhuitl en la mano y se va contra Cuécuesh, quien en ese momento camina herido rumbo al palacio. Por más que Izcóatl apresura el paso, no logra alcanzar a su presa, mucho menos ahora que se la han puesto seis soldados en frente. El tlatoani tenoshca mira a su espalda y ve que a sus yaoquizque los ha rebasado el ejército coyohuáca.
Desde la azotea del palacio, Yeyetzin observa que los meshítin comienzan a perder la batalla. Los coyohuácas los tienen rodeados. Izcóatl y sus hijos —Tezozomóctli, Cuauhtláhuac y Tizahuatzin— continúan luchando con gran valentía contra todos los soldados que los atacan.
Ilhuicamina sigue gritando:
—¡Aquí estoy!
Uno de los guardias entra a la jaula y, para callarlo, le propina un golpe que lo deja noqueado.
De súbito llegan miles de yaoquizque meshícas por la parte trasera de Coyohuácan, todos liderados por Tlacaélel, cuyo plan desde el inicio fue hacerle creer a los espías de todos los altepeme enemigos que se había enojado con Nezahualcóyotl e Izcóatl y que, en un arranque caprichoso, había abandonado a su gente, para luego simular que la mitad del ejército meshíca se dirigía a Tenayocan en auxilio del príncipe chichimeca, pero en realidad iban puras mujeres en las canoas, mientras los soldados de Tlacaélel se escabullían discretamente por diferentes rumbos, separados y disfrazados de pochtécah.
Los yaoquizque coyohuácas se defienden de los soldados que ahora los superan en número. Cuécuesh se ve sumamente sorprendido y atemorizado. Corre a esconderse en el palacio, donde se encuentra con Yeyetzin. Se miran en silencio y con miedo. Él más que ella.
—¿Qué esperas? —pregunta Cuécuesh—. ¡Ayúdame!
—¿A qué? —cuestiona Yeyetzin desconcertada.
Afuera, Tlacaélel entra en combate. No lleva escudo ni macuáhuitl. Sólo una lanza con dos puntas de obsidiana. Un yaoquizqui coyohuáca, que corre hacia él y grita enfurecido, está dispuesto a enterrarle en la cabeza el macuáhuitl que lleva en todo lo alto. Pero justo cuando llega, Tlacaélel le clava su lanza en el pecho y el hombre queda inmovilizado, con los brazos arriba. De pronto, el macuáhuitl, como una rama rota, cae al suelo. Tlacaélel extirpa la lanza del pecho del coyohuáca, quien se derrumba en ese momento. De inmediato, aparecen dos yaoquizque más frente a Tlacaélel, quien desvía los porrazos de los macuahuitles con su lanza. Uno tras otro, con agilidad y elegancia. Los dos hombres insisten con sincronía: mientras el primero arremete hacia al rostro, el segundo asesta un golpe bajo. Sin embargo, el guerrero meshíca, que sostiene su lanza con las dos manos, detiene los embates con la misma sincronía, como un danzante en pleno mitotia, hasta que le entierra la filosa punta en la garganta a uno de sus combatientes y el baile se detiene.
El otro guerrero contempla a su amigo, que se desangra en ese momento, y decide vengar su muerte. Alza el macuáhuitl, dispuesto a enterrárselo en el cráneo al guerrero meshíca, pero la otra punta de la lanza le traspasa el abdomen, como si fuera una fina espina de maguey.
Alrededor, cientos de soldados luchan con el mismo arrojo. Tlacaélel avanza y derriba a todos los guerreros que se le ponen en frente. De pronto, ve a su izquierda que tres coyohuácas tienen acorralado a su tío. Uno de ellos está a punto de encajarle el macuáhuitl en la espalda, pero Tlacaélel dispara su lanza con todas sus fuerzas y le perfora el pulmón al hombre que pretendía asesinar al tlatoani. En ese instante, llega Cuauhtláhuac en auxilio de su padre y Tlacaélel sigue su camino al interior del palacio, donde se topa con cuatro yaoquizque.
—Es el prisionero —dice uno de ellos con sorpresa.
—¡No! —lo corrige el otro—. Es el hermano gemelo.
—Son idénticos.
—No —insiste otro—. Él tiene una cicatriz en la frente.
—¿Él es…? —pregunta temeroso.
—Tlacaélel. —Se lleva la mano derecha a la parte trasera de su máshtlatl y toma un cuchillo que lleva escondido—. Yo soy Tlacaélel. —Lanza el cuchillo de pedernal, que da certero en el ojo de uno de los soldados. Entonces, los otros tres guerreros se arrojan contra él con sus macuahuitles en todo lo alto, pero el sacerdote tenoshca se agacha, se inclina a un lado y luego hacia el otro, su cuerpo zigzaguea y los esquiva con agilidad, al mismo tiempo que a uno le da una patada en la pantorrilla y lo derriba, para de inmediato arrebatarle el arma, con el cual mata a los otros dos hombres; y entra al palacio con macuáhuitl en mano.
Justo en ese instante una joven sirvienta que pretende escapar choca con Tlacaélel, quien la observa en silencio por un segundo y, luego, la deja ir. Camina sigiloso por los pasillos del palacio, donde parece haber atravesado un ciclón. Hay enseres y prendas regados por todas partes, evidencia de que sus habitantes prepararon todo para huir esa misma noche.
El sacerdote meshíca se acerca a la habitación de Cuécuesh y ahí se encuentra con dos yaoquizque, que de inmediato se dirigen hacia él con sus macuahuitles. Tlacaélel saca dos lancillas muy pequeñas de un cintillo que lleva en el muslo derecho, y sigue caminando con la mirada fija en los hombres que marchan hacia él, y en cuanto los tiene cerca, avienta una de las lancillas envenenadas, la cual da en el cuello del soldado, que veloz se la arranca, aunque es demasiado tarde, el veneno ya está surtiendo efecto: comienza a sentir mareos y náuseas y, sin poder gobernar sus músculos, cae en medio del pasillo. El otro soldado coyohuáca, que ya sabe lo que pretende hacer el meshíca, camina con cautela, con el macuáhuitl por delante, como escudo. Tlacaélel guarda su lancilla para otro momento y sostiene el macuáhuitl con ambas manos. Finalmente, se encuentran frente a frente. El yaoquizqui ataca directo al rostro, pero su arma choca con la de su contrincante, que pronto revierte la estrategia y le entierra su lancilla envenenada en el cuello, pero el hombre se resiste a morir y asesta otro porrazo que Tlacaélel esquiva haciéndose para atrás. El coyohuáca, ahora ya muy mareado, descarga un último golpe débil y cae al suelo.
Al fondo del pasillo, se ve el rostro de Cuécuesh, quien se acaba de asomar desde la entrada de su alcoba. Tlacaélel avanza a pasos apresurados. En cuanto llega, encuentra a Yeyetzin asustada en un rincón. Ella se arrodilla. La alcoba tiene una salida que da al patio trasero del palacio. Tlacaélel lo persigue. El tecutli coyohuáca se tropieza. Tlacaélel sigue caminando, ahora con pasos más lentos. Sabe que tiene acorralado a Cuécuesh, quien se pone de pie y trata de correr pero, en su torpeza, en su ineptitud, vuelve a caer al piso. Tlacaélel lo alcanza y le da una patada en el abdomen. Cuécuesh se arrastra.
—¡¿Dónde está mi hermano?! —grita.
—Allá. —Señala al fondo del patio.
—Te voy a cobrar cada uno de los golpes que le dieron a mi hermano. —Le da una patada en el rostro.
Cuécuesh se arrastra y trata de ponerse de pie, pero Tlacaélel le entierra otro puntapié en las costillas. Luego, otro y otro y otro. El tecutli coyohuáca se cubre con las manos. Tlacaélel lo voltea bocarriba, se sienta a horcajadas sobre él y le da un puñetazo en la boca. Cuécuesh intenta defenderse sosteniéndole las muñecas a su agresor, pero éste le asesta, sin pausa, cuatro golpes más en la nariz; luego, otros cuatro en los ojos.
—¡Perdóneme! —grita con una erupción de sangre en la boca.
Desde la entrada de la alcoba del palacio, Yeyetzin observa la escena: Tlacaélel se pone de pie, al mismo tiempo que el tecutli coyohuáca se gira bocabajo y se arrastra, pero en ese momento el sacerdote tenoshca levanta el macuáhuitl y lo entierra en la pantorrilla de Cuécuesh, que grita de dolor. Tlacaélel vuelve dar en la misma pierna. Otra vez. Y otra. Como si talara un grueso tronco de madera. Mientras se desliza, Cuécuesh deja un grueso charco de sangre en el piso.
—¡Le suplico que me perdone! —llora aterrado—. ¡No me mate!
—¡¿En verdad quieres que te perdone?! —Le entierra el macuáhuitl en la otra pierna—. ¿Qué… —Vuelve a enterrar el macuáhuitl y llega al hueso—. Te… —Le da un porrazo más—. Hace… —Otro golpe en la misma pierna—. Pensar… —Mutila la pierna—. Que… —Cuécuesh se arrastra con debilidad—. Te… —Lo mira fijamente a los ojos al mismo tiempo que alza el macuáhuitl—. Voy a… —Le corta una mano—. Perdonar?
La batalla ha terminado. El ejército coyohuáca se ha rendido. Izcóatl y él ejército llegan hasta donde se encuentra Tlacaélel y observan en silencio. Cuécuesh no reacciona. Tlacaélel lo observa en silencio por un largo instante. Sabe que el tecutli coyohuáca está vivo. Entonces, le da una patada en el rostro y otra en el abdomen. Levanta el macuáhuitl y se lo entierra en el pecho. Tlacaélel dirige la mirada hacia el sitio donde se encuentra Motecuzoma Ilhuicamina, quien despertó hace un momento tras el fuerte golpe que le dio uno de los guardias para callarlo.
—¡Aquí estoy! —grita Motecuzoma Ilhuicamina.
Los soldados coyohuácas que vigilaban al prisionero, al ver que su líder está muerto, se rinden, levantan los brazos y se arrodillan, conscientes de que sus vidas han terminado.
Tlacaélel llega hasta la jaula donde su hermano gemelo se encuentra atado desde hace ya varias veintenas y ambos se miran con alegría.
—¿Vas a seguir ahí sentado? —pregunta Tlacaélel con las manos en jarras.
—Un rato… —Sonríe—. Me gusta observar el sol al amanecer.
Tlacaélel corta las sogas que atan la puerta de la jaula y entra en rescate de su gemelo.
—Sobrino —dice el tlatoani Izcóatl empapado en sangre.
—Tío. —Ilhuicamina sale entusiasmado y abraza a Izcóatl antes de abrazar a Tlacaélel.
—¡Ya! No hay tiempo que perder. —Tlacaélel se da media vuelta y se dirige al palacio.
—¡Ya escucharon! —grita el tlatoani—. ¡No hay tiempo que perder! ¡Recolecten todas las riquezas que encuentren! ¡Plumas preciosas! ¡Jade! ¡Obsidiana! ¡Mantas! ¡Saquen a toda la gente de sus casas y llévenla a la plaza principal!
De esta manera, comienza el saqueo. Los yaoquizque del ejército de Coyohuácan son desarmados, atados y llevados a la plaza principal. Los meshítin irrumpen con violencia en cada una de las casas, golpean a los ancianos, violan a las mujeres, arrastran a los niños por las calles, rompen y queman todo a su paso. Otros suben a los montes sagrados y queman los teocalis. Los coyohuácas gritan de miedo y de tristeza.
Tlacaélel inspecciona el interior del palacio. De pronto, escucha los sollozos de una mujer. Camina hasta una de las alcobas y encuentra a dos de sus soldados a punto de violar a una joven que se arrastra bocarriba por el piso.
—Ven —dice uno de los yaoquizque mientras se quita el máshtlatl.
—¡Ayúdeme! —ruega la joven al ver a Tlacaélel, que no se inmuta.
Los dos soldados voltean, reconocen a Tlacaélel; sonríen con lujuria. Luego, regresan la mirada a su víctima y caminan hacia ella para violarla. Uno se masturba para endurecer su verga, se arrodilla delante de ella y la obliga a abrir las piernas, pero justo en el momento en el que la va a penetrar, un macuáhuitl le rebana la nuca. El otro soldado permanece atónito, pues Tlacaélel acaba de matar a su compañero.
De acuerdo con las costumbres de los nahuas, cada vez que un pueblo es conquistado, los yaoquizque tienen derecho de saquearlo y de violar a sus mujeres. El hombre no comprende qué es lo que está sucediendo. Se pone de pie y antes de que diga una palabra, Tlacaélel le surca el abdomen con el macuáhuitl. El soldado cae al piso con las tripas de fuera. La joven llora aterrada. Tlacaélel le ofrece su mano para que se ponga de pie.
—¿Cómo te llamas? —pregunta y contempla su belleza.
—Yeyetzin.
—Acompáñame… —Se da media vuelta y se dirige a la salida.
—Tlazohcamati —Yeyetzin le coquetea sutilmente, pero Tlacaélel no se da por enterado.
—No lo hice por ti. —Tlacaélel elude el encuentro de miradas y se enfila rumbo a la salida del palacio—. Los maté porque me faltaron al respeto. Debían mostrar reverencia ante mí en cuanto me vieron entrar a la alcoba, pero no lo hicieron.
Al llegar a la salida del palacio, Tlacaélel llama a dos soldados que caminan justo delante de ellos. Los hombres acuden de inmediato y se arrodillan ante él.
—Ordene, mi señor —dicen los dos al mismo tiempo.
—Llévense a esta mujer con los demás prisioneros.
Los yaoquizque obedecen y guían a Yeyetzin hasta el centro de la plaza, donde ya se encuentran los coyohuácas arrodillados.
—¡Tlatoani Izcóatl! —dice uno de los ancianos del pueblo—. No nos maten. Nosotros somos gente humilde. No somos responsables de lo que hizo Cuécuesh. Prometemos ser sus vasallos y servirles en lo que ustedes ordenen.
—¡No! —les responde Tlacaélel—. No pararemos hasta destruir totalmente Coyohuácan.
—Le suplicamos mucho que nos perdonen —ruega otro de los ancianos con lágrimas en los ojos.
—¡Escuchen lo que dicen estos tepanecas! —contesta Tlacaélel y se dirige a los soldados meshícas.
—Señores míos —insiste otro anciano coyohuáca—, prometemos servidumbre. Pagaremos tributo, haremos sus puentes de madera. Llevaremos madera y arrastraremos piedras desde las peñas hasta Meshíco Tenochtítlan, hasta sus casas.
—¿Eso es todo? —Tlacaélel se muestra furioso.
—Llevaremos tablas, pues somos vecinos y moradores de estos montes y montañas.
—¿Con eso pagarán lo que le hicieron a nuestro pueblo?
—No, señores meshítin tenoshcas, descansen.
—¡No! —insiste Tlacaélel—: ¡No! No nos detendremos hasta consumir Coyohuácan. ¡He dicho! Ustedes pusieron huepiles y naguas de mujeres a nuestros yaoquizque. Se burlaron de nuestra gente. Por eso pagarán y serán todos destruidos.
—También labraremos sus casas, sus tierras y maizales. Les construiremos un acueducto para que llegue agua limpia a Tenochtítlan y beban los meshícas. Llevaremos cargadas sus ropas, armas y bastimentos para los caminos a donde vayan los meshítin, y les daremos frijol, pepita, huauhtli, «amaranto», chía y maíz para su sustento por todos los tiempos.
—¿Ya terminaron?
—Hemos acabado, señores meshícas tenoshcas.
—Miren, tepanecas coyohuácas —advierte Tlacaélel—, que no les llame en algún momento el engaño, pues con justa guerra hemos ganado y conquistado a fuerza de armas a todo el pueblo de Coyohuácan.
—No, señores meshítin tenoshcas, jamás ocurrirá eso. Entendemos que fue por nosotros que comenzó esta guerra y asumimos nuestra cobardía. Tomamos nuestras sogas para cargar lo que se le ofrezca al pueblo meshíca.
—Con esto se sosiegan nuestras lanzas, macuahuitles y chimalis —finaliza Tlacaélel.