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Treinta y ocho años después, en su lecho de muerte, con un barullo de enfermedades, pero lúcida y serena, la esposa del tlatoani Motecuzoma Ilhuicamina, le contaría a su hija Atotoztli la manera en la que llegó por primera vez al palacio de Tenochtitlan: «Recién había cumplido trece años de edad cuando mi padre me ofreció como tecihuápil, “concubina”, al tlatoani Izcóatl, pero él, por ser ya de edad madura, decidió que yo fuese entregada a su sobrino, recién nombrado tlacatécatl. Con esto, se creó entre Meshíco Tenochtítlan y Cuauhnáhuac un pacto de paz, que años más tarde rompió Tlacaélel. Pero aquel día —que bien recuerdo era el día ce ozomatli, “uno mono”, de la veintena de títitl del ome cali shíhuitl, “año dos casa: 1429”—, el tlatoani Izcóatl le respondió a mi padre sin entusiasmo: Te lo agradezco mucho, Cuauhtototzin. Se la cederé a mi sobrino Motecuzoma Ilhuicamina. Tu padre y yo no hablamos en ese momento, Atotoztli. Nunca nos habíamos visto. Él era mucho mayor. Yo, como es digno y obligación de una cihuapili, permanecí con la cabeza agachada para demostrar que no andaba por ahí ofreciéndome con los hombres y tampoco les sonreía como una macehualtótli, “macehualucha”. El tlatoani y mi padre hablaron unos minutos sobre asuntos de sus gobiernos que entonces yo no comprendía, pues había pasado mi vida en la cocina. Después tu abuelo se despidió de mí, me tocó la mejilla, sonrió con melancolía y me dijo que fuera sumisa, que respetara al hombre de la casa y nunca le levantara la voz, aunque él no tuviera la razón, que fuera acomedida, que cuidara de la casa y de mis hijos, que honrara a los abuelos y a nuestra tierra cuauhnahuáca y salió del palacio muy contento, no por mí, sino porque había apalabrado el amparo de nuestra gente cuauhnahuáca, y me dejó ahí, sola, inmensamente sola. Después, el tlatoani ordenó a un sirviente que me llevara al tlacualchihualoyan, “cocina”, donde una decena de tlacualchiuhque, “cocineras” preparaba necuhtamali, “tamales de miel”, shocotamali, “tamales de frutas”, atoli y cacáhoatl para la cena de esa noche. Ella es Chichimecacihuatzin, hija del tecutli de Cuauhnáhuac —dijo el hombre junto a mí desde la entrada de la cocina y al instante las mujeres interrumpieron lo que hacían—. A partir de hoy será la nueva concubina del tlacatécatl, Motecuzoma Ilhuicamina. Todas me saludaron con afecto, excepto una, Cuicani».
Como si todas las angustias de Cuicani no eran suficientes, la llegada de una nueva concubina no sólo la desplazaba de su casi disuelto matrimonio, sino que también pronosticaba soledad y un fondo de tinieblas a la melancolía por venir.
—Compartirás alcoba con Cuicani —le explicó el nenenqui a la cihuapili cuauhnahuáca.
—¿En mi casa? —preguntó Cuicani inquieta.
—No —respondió el hombre—. El tlatoani Izcóatl dio instrucciones de que a partir de hoy el nuevo tlacochcálcatl y el nuevo tlacatécatl vivan en el palacio con sus concubinas e hijos, pero en otras alcobas.
—¿Y quién es el nuevo tlacochcálcatl? —cuestionó Cuicani, sin detenerse un instante a intuir la respuesta.
—Tlacaélel…
Aquella noticia le revolvió el estómago a la joven esposa, quien llevaba varios días sintiéndose miserable. Todo había iniciado con el anuncio de que los meshítin por fin rescatarían a Ilhuicamina, novedad que habría entusiasmado a cualquier otra mujer en su lugar, sin embargo, Cuicani no tenía nada que celebrar, sino todo el contrario. Aunque nunca se lo había manifestado a nadie, en el fondo, deseaba que Motecuzoma no sobreviviera al encierro en el que había permanecido en las últimas veintenas, para que no se enterara nunca de que su esposa se había preñado de otro hombre y ella quedara viuda, lo cual implicaba, de acuerdo con las leyes y costumbres, que se convirtiera en concubina de algún hermano del difunto, quien se haría cargo de ella y de su hijo, pero como eso no ocurrió, no le quedó otra más que aguzar sus mejores argumentos para cuando llegara el nada deseado reencuentro, un instante que imaginó perturbador, atestado de gritos, insultos, reclamos y golpes; y otras veces lo pronosticó doloroso, colmado de llanto, ruegos, silencio y abandono, pero nada de eso ocurrió. Ilhuicamina entró a la casa, la miró con indiferencia, de la misma forma en que se ven los enseres, sin percatarse de su presencia, y pidió que le prepararan el baño, algo que Cuicani asumió a modo de preámbulo para un largo rapapolvo, que tampoco llegó, pues su esposo simplemente pidió de cenar y, luego, comió sin pronunciar una palabra, sin preguntar sobre la enorme panza que cargaba su mujer, quien tampoco tenía intenciones de hablar del tema en ese momento asfixiado en el silencio y una calma incómoda, como si nada hubiera acontecido en esas largas veintenas, como si sólo hubiesen transcurrido dos o tres días desde aquel lejano amanecer en el que Ilhuicamina salió rumbo a Coyohuácan para asistir a un banquete que les había ofrecido Cuécuesh a los meshícas en una falsa ofrenda de paz.
—¿Quieres más? —preguntó Cuicani cuando Ilhuicamina terminó de comer cuatro porciones grandes de huesholotlmoli, «mole con carne de guajolote», y más de veinte tlashcalis, «tortillas».155
—Voy a dormir. —Bostezó, se puso de pie y caminó a su pepechtli, donde se acostó bocabajo, sin quitarse el tilmatli y los cactlis, y cayó en un profundo sueño.
Cuicani lo observó toda la noche, sin dejar de pensar en lo que él le diría a la mañana siguiente luego de haber recuperado fuerzas y estar dispuesto a hablar. «Seguramente es eso. Está muy cansado», concluyó e intentó dormir junto a él, pero no lo consiguió, incluso trató de abrazarlo, pero sintió que estaba tocando a un extraño. Sabía que algo no andaba bien. Imaginó la conversación entre los hermanos en su camino de regreso a Tenochtítlan y conjeturó que Tlacaélel había aprovechado todo ese tiempo para hablar mal de ella, para manipular a su gemelo, como lo había hecho toda la vida y seguramente le habría contado cómo se conocieron años atrás, cuando ella era apenas una niña y él la había seducido con facilidad, diciéndole que él era Motecuzoma Ilhuicamina y que el otro, el imbécil que no conocía, era Tlacaélel, siempre callado, circunspecto, con la mirada ausente, como si no comprendiera dónde estaba parado, al que casi nadie le ponía atención porque desde que eran niños los cuidados y las preocupaciones de su padre eran para Chimalpopoca y él había aprendido a vivir en las sombras, en silencio, en soledad. En cambio, el Motecuzoma de Cuicani era atrevido, sagaz, vulgar cuando quería, pero gracioso, tanto que ella no podía parar de reír si estaba con él, o cuando iban juntos al bosque y se perdían hasta que se consumía la tarde y ella tenía que regresar a su casa para no ser descubierta, pues una cihuápil no debía andar por ahí coqueteando con hombres y mucho menos cogiendo en medio del bosque como una perra en celo y en posición de cuatro gritando: ¡sí!, ¡sí!, ¡así, métemela! Y no conforme con ello, se volteaba y le surtía dos, tres, cuatro cachetadas a su amante, ¡toma!, para que aprendas a cogerme como es debido, y lo montaba de frente al mismo tiempo que le mordía los labios y la lengua, y le jalaba el cabello, como si quisiera arrancárselo cada vez que la sentía hasta adentro, pero eso no era suficiente, necesitaba más, mucho más, siempre más, muérdeme las tetas, así, fuerte, y le enterraba las uñas en la espalda, hasta que las yemas de los dedos se empapaban de sangre, misma que se lamía delante de él, quien también se excitaba al verla tan agresiva, y entonces la flagelaba con algún pedazo de cuero de venado o con los cintillos de sus cactlis o lo que tuviera a la mano para darle en la espalda o en las nalgas, siempre y cuando no hiciera marcas, algo que a él no lo dejaba del todo satisfecho, pues quería asfixiarla, apretarle el cuello y mirarla a la cara hasta que sus ojos estuvieran a punto de brotar. ¡No!, le decía Cuicani, sin detener el ritmo, no me aprietes el cuello, se van a dar cuenta en mi casa, y se empinaba para que su amante la nalgueara con todas sus fuerzas, como si quisiera reventarle las nalgas, y le lamiera el culo, y le metiera toda la lengua, hasta adentro y luego los dedos, mételos todos. Con el paso del tiempo, ella pidió que la ahorcara, pero con las manos, le dijo, y cuando su Ilhuicamina comenzó a apretarla ella sintió como si un ejército de hormigas circulara por toda su piel, todas en la misma dirección, y luego de regreso y la falta de aire, le hirvió la sangre, su cuerpo se tensó y, de pronto, dentro de ella se liberó una catarata de lubricidad, como si se estuviera meando, pero desde los senos y el abdomen, que en lugar de ir en picada hacia abajo, viajaban hacia arriba, hasta llevarla a la cúspide del placer, ya luego buscaba la manera de ocultar las marcas en el cuello. Aquel Ilhuicamina que Cuicani había conocido era una bestia en el sexo, y el Ilhuicamina con el que se había casado era un buen amante, pero demasiado pacífico para los modos de aquella jovencita que nunca pudo recordar en qué momento había adquirido el placer de coger con rasguños, cachetadas, patadas, mordiscos y ahorcamientos; sólo se descubrió haciéndolo cada día con más placer y con mayor urgencia, como si ésa fuese su única manera de alimentarse y llenar su cuerpo de energía. Su vida habría sido perfecta si Tlacaélel no la hubiera engañado, si jamás la hubiera obligado a casarse con su hermano gemelo, pues ella habría aceptado ser su esclava sexual por el resto de su vida. Ahora, no le queda más que seguir el juego, ese maldito juego que le impuso Tlacaélel, un juego que Cuicani no termina de entender. ¿Está invitada a jugar con él o acaso ella es el juguete? ¿Cuándo terminará ese juego? ¿De qué se trata? Muchas veces ha intentado descifrarlo y otras veces ha pensado en ignorarlo, pero no ha sido posible, ella sigue atada a él, esclavizada de todas las formas posibles, mientras que él disfruta sin preocupaciones. También ha cavilado en confesarle todo a Ilhuicamina, decirle todo, obligarlo a que la escuche, aunque le tome una noche entera o dos o tres, pero que le quede bien claro que ella fue engañada igual que él, que ambos fueron manipulados; luego, se detiene a analizar todo eso que planea e intuye que no será tan sencillo, primero porque no conoce a Ilhuicamina, no sabe qué tan leal es a su hermano Tlacaélel, tampoco tiene claro qué haría ante tal confesión, bien podría ignorarla o, peor aún, llevarla a juicio, exponerla ante todos los tenoshcas y acusarla de adulterio. Por lo mismo, decidió no hacer nada al respecto y optó por esperar y tomarse el tiempo de conocer a Ilhuicamina, quien desde que regresó de Coyohuácan no se ha mostrado interesado en hablar con Cuicani, como si ya lo supiera todo o presintiera algo, por lo menos así lo siente ella, que no pudo dormir en toda la noche, nada más de pensar en lo que Ilhuicamina le diría. Para su sorpresa, antes de que saliera el sol, su esposo ya se había levantado y preparado para salir. Cuicani fingió que estaba dormida y lo observó desde su pepechtli, con la esperanza de que él le dirigiera la palabra, pero eso no ocurrió.
—¿Te espero para comer? —preguntó Cuicani al ver que Ilhuicamina salía sin despedirse.
—No —respondió—. Voy a estar todo el día en el palacio.
—¿Te acompaño? —cuestionó Cuicani a manera de súplica.
—¿A dónde? —No volteó a verla.
—Al palacio. —Lo miraba con temor.
—No puedes ir a una reunión con el tlatoani. —Caminó a la salida.
—Lo sé —insistió—, pero puedo ayudar en la cocina. —Era una práctica común que cuando las mujeres iban de visita a una casa, ayudaban en la cocina, pero Ilhuicamina no había pensado en eso al responderle que no podía entrar a la reunión con el tlatoani. En verdad, estaba ignorando a su esposa y no estaba pensando en lo que decía—. Hoy servirán el banquete para los soldados.
—Si quieres ve… —Tenía la mirada dirigida hacia la calle.
—¿Me esperas? —Sonrió como el condenado a muerte que acaba de ser perdonado y liberado, y se apresuró a buscar un huipil adecuado para ir al palacio.
—No. —Se marchó.
Lo cierto es que Cuicani no tenía deseos de acompañarlo a ningún lado, sino cerciorarse de que Tlacaélel no le llenara la cabeza de bazofia, por eso, salió detrás de su esposo, aunque no tuviera nada qué hacer en el palacio, aunque su único deseo en ese instante fuera largarse de ahí e irse a vivir a algún pueblo donde nadie la conociera y pudiese tener a su hijo sola y olvidarse de todos y de todo y cerrar los ojos y volver a la calma en la que vivía mucho antes de conocer a Tlacaélel, quien a esas alturas, según las conjeturas de Cuicani, estaría gozando al imaginar el suplicio por el que ahora atravesaba.
—Espérame —le dijo a Ilhuicamina mientras caminaba detrás de él.
—Espero… —Se detuvo de tajo, bostezó y permaneció ahí, con la mirada ausente.
—¿Estás…? —Interrumpió su pregunta, pues no sabía si sería correcto cuestionar si se sentía bien o si sería contraproducente indagar si estaba enojado. Entonces, pensó en las respuestas predecibles: «Sí, estoy mal, permanecí mucho tiempo encerrado en una jaula» o «Sí, estoy enojado, porque mientras estuve ausente mi mujer estuvo cogiendo con quién sabe cuántos hombres y se embarazó».
—Estoy… ¿qué? —preguntó Ilhuicamina y miró a su esposa sin mucho interés.
—Nada. —Agachó la cabeza y estuvo a punto de decirle que se regresaría a la casa—. Nada.
—Entonces sigamos, porque se hace tarde —respondió Ilhuicamina y siguió su camino.
—Sólo quiero saber cómo te sientes. —dijo Cuicani, que caminaba con dificultad detrás de él.
—Bien. —respondió indiferente.
—¿Sólo bien? —Se frotó el enorme vientre.
—Sí. Estoy vivo. —Se encogió de hombros sin detener el paso—. No estoy herido, puedo caminar, puedo hablar. Me siento bien.
—Pero no me hablas. —Estaba resuelta a hablar con él antes de que entrara al huei tecpancali y Tlacaélel le contara la historia a su manera.
—¿De qué quieres que hable? —Dirigió la mirada al canal de agua que había a un lado de la calle donde se encontraban y que llevaba al Recinto Sagrado.
—De ti, de mí, de nosotros. —Tenía una mano en la espalda baja y otra en el vientre.
—No sé de qué hablar. Nos casamos y días después fui a Coyohuácan y me mantuvieron encerrado en una jaula. No sé qué decirte. No hacía nada. Estuve todo el tiempo amarrado a un palo de la jaula. No podía caminar, sólo me movía para mear y cagar. No tengo nada de qué hablar. No necesito hablar de eso.
—Podríamos hablar de nuestro matrimonio y de nuestro… —Dirigió la mirada a su panza.
—¿De qué quieres que hablar? —Ilhuicamina observó una canoa que circulaba por el canal.
—Del hijo que estoy esperando… —Hizo una pausa y agregó—: De tu hijo. —Lo buscaba con la mirada, pero él seguía enfocado en la canoa.
—¿Cuándo va a nacer? —Sonrió y cambió la conversación—. Yo lo conozco. El que va en la canoa es un amigo mío. Jugábamos cuando éramos niños. —Alzó los brazos para llamar la atención del remero.
—Es tu hijo. —Cuicani se postró frente a Ilhuicamina para recuperar su atención.
Ilhuicamina seguía con la mirada fija en la canoa que se alejaba; luego, siguió su camino sin responder a las palabras de Cuicani.
—¿Me escuchaste? —Le puso una mano en el brazo para detenerlo.
Se detuvo, la miró a la cara y contestó:
—Sí.
—Este hijo es tuyo —espetó mirándolo fijamente a los ojos.
—Cuando nazca —respondió con claridad y siguió caminando—, se lo ofrendaremos al dios Tláloc por haberme mantenido con vida.
—¡No! —exclamó Cuicani en voz alta y se llevó las manos al vientre a manera de defensa.
—Cada año se le ofrendan niños a Tláloc —explicó, sin detener el paso, como si se tratara de un banquete o algo de menor importancia.
—¿Qué te dijo Tlacaélel? —Lo miró furiosa y apretó los dientes mientras hacía gestos con los labios.
—¿Qué? —Alzó los pómulos, encogió las cejas y echó la cabeza para atrás.
—¡Hablaste con Tlacaélel! —aseguró ella con la respiración agitada—. ¡Tu hermano te dijo que hicieras eso con tu hijo primogénito! —Intentó cubrir su vientre con los brazos y dio un par de pasos hacia atrás—. ¡Fue él!
—Tlacaélel y yo no hemos hablado. —Alzó los hombros y movió la cabeza de izquierda a derecha.
—A mí no me engañas. —Negó con la cabeza y lágrimas en los ojos—. Te instruyó para que no me dijeras que él te había indicado que diéramos a nuestro hijo, tu hijo, en ofrenda al dios Tláloc. Fue Tlacaélel.
—Yo no he hablado con mi hermano.
—¿No hablaron cuando venían de regreso de Coyohuácan?
—Viajé en la canoa de mi tío Izcóatl. —Continuó avanzando rumbo al palacio.
—No voy a dar a mi hijo en ofrenda a ningún dios. —Seguía con las manos en el vientre—. ¿Me escuchaste? No lo van a matar.
—Si no lo hacemos, Tláloc nos castigará. —Bostezó y siguió caminando.
—¡Que nos castigue! —exclamó furibunda.
—No digas eso —respondió y justo en ese momento llegaron al palacio de Tenochtítlan—. Ve a la cocina y ayuda en todo lo que te digan.
—No quiero. —Cuicani se detuvo y colocó una mano en la espalda baja y la otra en el vientre—. Me voy a regresar a mi casa.
—Entra a la cocina —ordenó Ilhuicamina con tono autoritario.
Cuicani sintió mucho miedo, pues no conocía ese lado de su esposo, al que había imaginado como un hombre dócil y manipulable, sin embargo, en ese momento no tuvo el valor de confrontarlo y se dirigió a la cocina, donde permaneció todo el día, incluso durante el banquete que se ofreció a los soldados.
Luego, entró un técpan nenenqui acompañado de una cihuapili cuauhnahuáca a la que presentó como nueva concubina de Motecuzoma Ilhuicamina y anunció que, a partir de ese día, vivirían en el palacio, algo que destrozó a Cuicani por completo, pues a su juicio aquella niña era más joven y más bonita que ella, sin imaginar que Chichimecacihuatzin pensó justamente lo contrario al encontrarse delante de la esposa de Motecuzoma Ilhuicamina, pues ella era aún una niña que no conocía más allá de su casa en Cuauhnáhuac, donde su padre la había mantenido toda su vida, sin jamás sacarla de su ciudad, y se sentía fea, flaca y demasiado infantil, en comparación con Cuicani.
Pero esa tarde ninguna de las dos manifestó algún elogio hacia la otra, sobre todo porque en el momento en el que el sirviente del palacio las presentó y les informó que compartirían la misma alcoba, Cuicani se dio la vuelta y, sin saludarla siquiera, salió de la cocina para ir en busca de Ilhuicamina y reclamarle por tener una nueva concubina tan rápido, aunque estaba consciente de que no lograría nada. Las leyes eran tajantes: los hombres podían poseer todas las concubinas que quisieran y pudieran mantener.
Se dirigió a la sala principal, pero justo antes de llegar se topó con un soldado que le impidió el paso.
—No está permitido que las mujeres caminen en este lado del palacio —dijo el guardia y la tomó del brazo—. La llevaré a su alcoba.
—¿A mi alcoba? —cuestionó Cuicani mientras intentaba zafarse—. Ni siquiera sabe quién soy.
—Usted es la concubina del tlacatécatl Motecuzoma Ilhuicamina y, a partir de hoy, vivirá en el palacio.
El soldado la guio hasta la alcoba donde viviría a partir de esa noche y se marchó. Cuicani permaneció furiosa por un largo rato. Aunque no estaba encerrada, se sentía prisionera y humillada dentro de esa habitación. Por un instante caviló en salir de ahí sin despedirse y regresar a su casa, pero sabía que no sería tan sencillo. Ilhuicamina iría por ella, pues como su esposa tenía la obligación de ir a donde él la llevara.
Más tarde entró Tlacaélel a la alcoba, miraba el piso, las paredes y el techo, como si analizara el lugar.
—¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendida y asustada.
—Uno de los soldados del palacio me informó que estabas rondando por la sala principal. ¿Sabías que las concubinas tienen prohibido ir a aquel lado del palacio sin el consentimiento del tlatoani o su esposo?
—No lo sabía —explicó nerviosa—. Cuando venía con mi padre nunca me prohibieron la entrada a la sala principal. —Alzó la frente e infló el pecho con orgullo por ser una mujer de la nobleza.
—Eso es porque venías como invitada e hija de uno de los teopishque. —Tlacaélel seguía viendo el cuarto en lugar de mirarla a ella—. Ahora eres una sirvienta más del palacio.
—Yo no soy sirvienta de nadie.
—Eres la concubina de mi hermano. —La vio de frente y se cruzó de brazos—. Eso te obliga a servirle. —Dio un paso hacia el frente y ella retrocedió—. Aquí no vivirás como lo hacías con tus padres. —Avanzó hasta acorralarla contra la pared—. Aquí eres responsable del cuidado de tu esposo. —Le pasó el dedo índice por la nariz mientras hablaba—. Tendrás que lavarle, cocinarle y atenderlo, pues él no es el tlatoani. Las sirvientas del huei tecpancali están para servirle al tlatoani, nada más.
—¿A eso viniste? —Le puso las manos en el pecho y lo empujó para quitárselo de encima.
—También para ver cómo estabas. —Se acercó de nuevo. Ella comenzó a respirar agitadamente.
—Estoy bien. —Dirigió la cabeza hacia la salida—. Ya te puedes ir.
—¿Es ésa la manera de hablarle a un buen amigo? —Le puso las manos en las caderas.
—Tú y yo no somos amigos. —Le dio un manotazo para que la soltara.
—Cierto. —Sonrió con sarcasmo—. Somos otra cosa.
—¿Qué le dijiste a Ilhuicamina? —Se quitó de donde estaba y caminó al otro extremo de la habitación.
—Nada. —Alzó la mirada y sonrió—. No he hablado con él.
—Está muy cambiado. No le interesa hablar conmigo.
—Para eso eres mujer. —Tlacaélel caminó a la salida y, antes de marcharse, la miró a los ojos—. Embrújalo si es necesario, para que él te ponga un hijo en tu vientre.
Tlacaélel abandonó la alcoba y Cuicani permaneció unos segundos sin saber qué hacer. Estaba enojada, preocupada y triste. Salió de la recámara y vio a Tlacaélel en el otro extremo del pasillo. Decidió seguirlo de lejos hasta el Coatépetl, cuyos escalones la dejaron muy cansada. Al llegar a la cima, vio una luz tenue saliendo del teocali y se asomó con mucho cuidado para no ser descubierta. En su interior encontró a Tlacaélel de pie y frente al joven Shalcápol, quien estaba sentado en su tlatocaicpali y rodeado de cuatro doncellas que lo alimentaban en la boca y lo agasajaban. El mancebo hizo una señal con la mano con la que le indicó a las cuatro doncellas que abandonaran el teocali. Cuicani se apresuró a caminar al lado trasero del teocali para no ser descubierta por las cuatro jovencitas que salieron en ese momento y bajaron los escalones. Cuando ya no hubo peligro, Cuicani volvió a espiar el interior del teocali, donde vio al recién nombrado tlacochcálcatl de rodillas frente a Shalcápol, a quien le estaba informando sobre los acontecimientos en los últimos días y le pedía consejos para seguir adelante. Shalcápol entró en estado de letargo, con los ojos abiertos y permaneció en silencio. Cuicani no podía creer lo que estaba viendo. Ya había escuchado rumores de que Tlacaélel se encerraba con Shalcápol, se arrodillaba ante él y le hablaba como si se tratara del dios Tezcatlipoca, pero no lo había creído, pues desconfiaba de todo lo que hacía o decía Tlacaélel. Tenía la certeza de que todo lo que hacía era con un plan, siempre con el fin de obtener algo.
En ese momento, cuando vio al nuevo tlacochcálcatl, arrodillado, humillado ante un mancebo vestido de Tezcatlipoca, simplemente concluyó que era una actuación para engañar a todos, tal y como la había engañado a ella. Reflexionó y coligió que Tlacaélel pudo haberse dado cuenta que ella lo estaba siguiendo y con mayor razón estaba fingiendo; entonces, decidió regresar al palacio a descansar en su nueva alcoba.
Luego de que Cuicani se marchó, Tlacaélel bajó del Coatépetl y se dirigió a las cárceles donde había más de mil quinientos prisioneros coyohuácas esperando ser sacrificados a los dioses, muchos al borde de la muerte, pues no les habían curado las heridas de guerra y se les estaban infectando. Por si fuera poco, no les habían dado agua y alimento en los últimos dos días.
—Mi señor —saludó uno de los yaoquizque que hacían guardia al ver a Tlacaélel.
El recién nombrado tlacochcálcatl observó cuidadosamente a todos los prisioneros, sin responder al sargento que se mantenía junto a él. Buscaba con la mirada mientras avanzaba a un lado de las jaulas. De pronto, se detuvo.
—¿Ves a esa mujer que está ahí? —Señaló el Tlacaélel con el dedo.
—¿La que está parada en la esquina de la jaula? —preguntó el yaoquizqui.
—Así es. —Afirmó con la cabeza—. Ella. Sácala de la jaula y llévala a bañar. Pero no te atrevas a tocarla.
—Como usted mande, mi señor. —El hombre agachó la cabeza y se dio media vuelta para cumplir con la orden.
—Cuando esté lista —ordenó Tlacaélel antes de que el sargento se alejara—, llévala a mi alcoba.
—¿Su alcoba? —preguntó el yaoquizqui confundido, pues él sabía que Tlacaélel no residía en el palacio.
—A partir de hoy viviré en el tecpancali —explicó—. Pregunta a los sirvientes dónde está mi habitación.
El hombre se dio media vuelta y caminó a la entrada de la jaula.
—Tú —gritó a la prisionera y todos los demás voltearon con temor a ver al sargento, pues imaginaron que había llegado el momento de los sacrificios humanos—. Afuera.
Tlacaélel permaneció ahí por un instante. Una mujer con el huipili destrozado, la cara sucia y la cabellera hecha un puñado de nudos atravesó el interior de la jaula y al salir, lo reconoció.
—Mi señor. —Yeyetzin se arrodilló, pero el sargento la obligó a ponerse de pie.
—Vamos —comentó el sargento, quien la obligó a ponerse de pie y la jaló del brazo en dirección opuesta.
Aquel instante fue para Yeyetzin quizá el más radiante de su vida, pues tenía la certeza de que, como el resto de los prisioneros, sería sacrificada en el Monte Sagrado de Meshíco Tenochtítlan.
Justo cuando creía que su vida se había terminado, había llegado Tlacaélel a rescatarla. No le quedaba duda. Yeyetzin era demasiado inteligente y sabría aprovechar esa nueva oportunidad. Mientras se bañaba, pensaba en lo que hablaría con Tlacaélel. Había escuchado muchas cosas sobre él y tenía claro que no sería tan fácil ganarse su confianza, no como lo había logrado con Cuécuesh. Y aunque no podría dominarlo como al difunto coyohuáca, tenía la certeza de que algo conseguiría; sólo tenía que esperar, ser paciente y muy hábil.
Una hora más tarde, Yeyetzin entró a la alcoba de Tlacaélel.
—Te ves mucho mejor —dijo Tlacaélel, que sonreía mientras caminaba alrededor de Yeyetzin.
—Mi señor. —Se arrodilló—. Le agradezco que me haya permitido bañarme y presentarle mis respetos.
—¿Sabes por qué estás aquí? —Tlacaélel se puso las manos en las caderas y la observó arrodillada.
—No, mi señor.
—¿De verdad no imaginas? Mis informantes me dijeron que eras una mujer muy astuta. Espero que no me hayan mentido y que tú no me decepciones. Ponte de pie.
Yeyetzin se levantó y se dirigió a Tlacaélel con una mirada seductora pero discreta.
—Me halaga que tenga esas expectativas de mí, pero creo que le mintieron.
—Entonces, te enviaré de regreso a la jaula —amenazó y luego hizo una mueca.
—No será necesario, mi señor. —Yeyetzin se llevó una mano al cabello y lo cepilló con los dedos.
—Entonces, responde a lo que te pregunté.
—Sí, mi señor. —Se mostró humilde—. Sé por qué estoy aquí. —Apretó los labios como si estuviera nerviosa—. Vine a hablar con usted sobre Cuécuesh y Coyohuácan. —Agachó la cabeza—. Usted quiere que confiese todo lo que sé.
—Eso me agrada. —Sonrió—. ¿Estás dispuesta a hablar?
—Estoy dispuesta a hacer lo que usted me diga, mi señor. —Caminó con la frente en alto hacia Tlacaélel—. Prometo decir toda la verdad. Y, si usted así lo desea, puedo hacerlo muy feliz. Por supuesto, si me deja vivir.
—¿Qué tanto estás dispuesta a hacer para vivir? —preguntó al tenerla a unos centímetros de él.
—Estoy dispuesta a todo.
Se acercó a él, le quitó el tilmatli y lo besó. En ese momento, Cuicani entró furiosa.
—Espérame aquí —dijo Tlacaélel a Yeyetzin. Asió a Cuicani del brazo y salió de su habitación.
—¿Quién es esa mujer? —reclamó Cuicani.
—Tú no tienes derecho a reclamarme. Ve a arreglar las cosas con tu esposo si no quieres que se entere de toda tu farsa —amenazó.
—No puedo, está con su nueva concubina.
—¿Tan rápido? —Sonrió orgulloso.
—No. Sólo están hablando. —Hizo una mueca de enfado.
Ilhuicamina se había encontrado con Chichimecacihuatzin en uno de los pasillos del palacio y le había pedido que le llevara algo de comer a su alcoba y ella obedeció. En su regreso a la alcoba, la nueva concubina se topó con Cuicani, quien intentó intimidarla con la mirada, sin atreverse a decir una palabra, pues no sabía si aquella niña le informaría a Ilhuicamina, quien la esperaba acostado en su pepechtli.
—Esa niña no sabe lo que está haciendo —comentó Cuicani con un tono burlón—. No tiene idea de cómo empezar. Le hace preguntas tontas a tu hermano, que él no quiere responder.
—Ésa es la prueba de que yo no le dije nada a Ilhuicamina sobre ti. Simplemente no quiere hablar con nadie. Está perturbado por el encierro en el que vivió.
—Demuéstrame que lo que dices es verdad.
—¿Cómo quieres que te lo demuestre?
—Ve y habla con él en este momento. Dile que yo soy su esposa y que yo debo estar antes que cualquier concubina.
—Ya lárgate si no quieres que le diga a Ilhuicamina quién eres en verdad. —Se dio media vuelta y regresó a su alcoba.
Cuicani regresó a la alcoba de Ilhuicamina dispuesta a interrumpir su conversación con Chichimecacihuatzin, pero para su sorpresa Motecuzoma iba de salida.
—Sé que te sientes diferente por lo que te sucedió en Coyohuácan —dijo Cuicani al encontrarse delante de él.
—Estoy bien —aseguró Ilhuicamina. Caminó sin darle tiempo a que lo interceptara.
—Sabes que yo soy la única persona que te quiere y te cuida de verdad —expresó detrás de él—. ¿A dónde vas?
—A ningún lado. Sólo quiero caminar.
—Te acompaño. —Caminó detrás de él.
—¡No! —respondió enojado—. ¡Regrésate a tu alcoba!
Ella agachó la cabeza y se dio media vuelta, consciente de que nada de lo que dijera o hiciera en ese momento serviría. Ilhuicamina salió del palacio y deambuló por la ciudad, que se encontraba a oscuras. De pronto, llegó al cuartel, donde un par de soldados se burlaba de un joven flaco.
—Pareces niña —le dijo uno de los recién ingresados al ejército y otro le dio un empujón en la espalda.
—¿Ustedes nacieron así de grandes y fuertes? —preguntó Ilhuicamina a sus espaldas.
—Mi señor. —Los dos jóvenes se arrodillaron al creer que era Tlacaélel—. Le rogamos nos disculpe.
—Están disculpados. Váyanse a dormir.
El joven que había sido víctima de burlas también se preparó para marcharse.
—Espera —lo detuvo Ilhuicamina—. ¿Cómo te llamas?
—Mi… —Se detuvo y corrigió—: Tezcapoctzin.
—¿Tienes poco de haber entrado al ejército? —Ilhuicamina lo observó con atención.
—Sí. —Mirácpil agachó la cabeza para que el hombre que la estaba interrogando no viera su rostro y descubriera que era una mujer.
155 Huexolotlmolli, «mole con carne de guajolote». Molli, «manjar, guisado o mole». Huexólotl, «guajolote». Mazamolli, «manjar de carne, guisado o potaje de venado». Michmolli, «manjar de pescado o potaje de pescado». Tlaxcalli, «tortilla».