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Tan sólo de pensar en lo extenso que le parecerá el tiempo en el campo de batalla, Totoquihuatzin recuerda el semblante estático y autoritario de su abuelo Tezozómoc la vez que le pidió que se incorporara al ejército y las miradas de su padre y sus primos clavadas en él con una pávida solicitud, que le colmó de espanto el porvenir y que lo empujó a contestar raudo con una franca y tajante negativa, que por supuesto el huei tepanécatl tecutli no esperaba, por lo menos no de esa manera, sino más bien con una muestra pública de conformidad y al terminar la reunión, en privado, luego de entregar un ramo de pensamientos artificiales, solicitara su venia para exentarse de la milicia. También es verdad que el señor de Azcapotzalco no pretendía que su nieto entrara al ejército, pues esa práctica había llevado a la muerte a los hijos de muchos de sus enemigos; sin embargo, debía ostentar su mando ante los ministros de su gobierno —aunque todos tuvieran perfectamente claro que por ningún motivo Tezozómoc obligaría a su nieto a incorporarse a sus tropas, como no lo había hecho con sus hijos Tayatzin y Tecutzintli—, así que embistió a su nieto con un sermón irascible, primero, sobre el respeto a los adultos y el silencio que debía guardar cada vez que se hallara en la sala principal del huei tecpancali, «gran palacio», y luego sobre la importancia de defender el legado de Azcapotzalco y la necesidad de demostrar al cemanáhuac que la casta tepaneca no era un puñado de cobardes. Humillado ante los pipiltin y toda la familia, Totoquihuatzin suplicó a su abuelo la remisión por el denuesto y prometió integrarse a las tropas lo más pronto posible, algo que no hizo, pues cuando se retiraban todos los asistentes, Tezozómoc le ordenó a su nieto permanecer en la sala y, luego, en privado, lo interrogó sobre su rechazo a incorporarse al ejército, a lo cual Totoquihuatzin respondió con vehemencia que él creía que las guerras no eran la solución a los conflictos entre los altepeme, sino el diálogo, la tolerancia y la astucia, entonces, el huei tepanécatl tecutli le confesó que él tampoco había acudido a un combate, pues creía firmemente que las guerras se ganaban con inteligencia, mas no con barbarie; sin embargo, «entre tantos necios —elucidó Tezozómoc—, la mayoría de las veces la fuerza del brazo es el único recurso eficaz». Aquella tarde, abuelo y nieto se comprendieron mejor que nunca. Aunque no siempre estuvieron de acuerdo, hubo muchos encuentros fructíferos en los que aquel jovencito solía dar ideas claras y audaces sin la necesidad de acudir a la zalamería, como lo hacía Mashtla. «Eres un cazador disfrazado de presa», le dijo el señor de Azcapotzalco en una ocasión. «Serás un buen gobernante». Totoquihuatzin no hizo más que bajar la cabeza como gesto de humildad, pues en aquellos años a lo único que podría aspirar era a ser tecutli de Tlacopan, ya que era por todos sabido que su padre Tecutzintli jamás sería el heredero del tecúyotl de Azcapotzalco y mucho menos del huei chichimeca tlatocáyotl, que entonces seguía bajo el dominio de Techotlala. Por eso, cuando su hija Zyanya le sugirió que propusiera al príncipe chichimeca la creación de una triple alianza, Totoquihuatzin no creyó que fuera un plan viable, incluso lo tildó de pueril, aunque, infantil fue su respuesta —tímida, indecisa, encogida, tartamuda, seguida de un silencio peregrino— la tarde en que Nezahualcóyotl lo invitó al palacio de Tenayocan para compartir con él la idea que Matlacíhuatl le había robado a su hermana mayor: crear el eshcan tlatoloyan en la que Tlacopan sería la tercera parte del gobierno y que hizo nudos todos los pensamientos del tlacopanécatl tecutli que, de pronto, sin codiciarlo, sin solicitarlo y sin merecerlo había alcanzado la cúspide de la jerarquía nahua, a lo que no supo cómo responder. «Lo único que te pido —explicó el Coyote hambriento—, es que siempre avales y defiendas mis juicios, resoluciones y errores. De esta manera, los meshítin jamás podrán apoderarse del huei tlatocáyotl». Con esas palabras, el príncipe chichimeca no sólo estaba pisoteando la dignidad de Totoquihuatzin, sino que pretendía empujarlo a proceder en contra de sus principios. Si algo definía la personalidad del tecutli tlacopancalca era su rechazo a la obediencia ciega: aunque no era propenso a la sedición, había defendido fervientemente sus credos al grado que había confrontado a su abuelo y se había negado a proporcionar sus tropas a Mashtla en medio de la guerra, para salvar a los tepanecas de Tlacopan permitió la entrada de los ejércitos chichimeca y meshíca a su altépetl, que llevaron a la derrota de Azcapotzalco. Ahora, bajo ningún motivo piensa convertirse en el pelele que Nezahualcóyotl quiere y que muchos han presagiado, aunque sabe que debe hacerlo con astucia. Es uno de los huehueintin tlatoque del eshcan tlatoloyan y no puede negarle sus brigadas al príncipe chichimeca, sin embargo, eso no significa que esté dispuesto a ir a la guerra con ellos.
—Te necesitamos —espeta el Coyote sediento en medio de la madrugada, antes de salir con los ejércitos rumbo a Chiconauhtla—. Los tlacopancalcas necesitan tener a su líder al frente de sus tropas.
—Y también me necesitarán al regresar. —Totoquihuatzin alza la frente por primera vez delante del príncipe chichimeca, un gesto que bien podría interpretarse como una afrenta al heredero del imperio chichimeca, pero sabe que si no lo hace perderá el respeto de Nezahualcóyotl y de Izcóatl. Ya no es inferior a ellos, está a su altura y debe demostrarlo, aunque enoje al príncipe acólhua—. Tú me necesitas aquí. No en el campo de batalla. Te lo dije antes: soy mediocre en el uso de las armas. Si voy con ustedes, sólo iré a morir. Si eso ocurre, se acaba el eshcan tlatoloyan, pues mi hijo Chimalpopoca, heredero del gobierno de Tlacopan, es un niño. Te quedarás sólo con los meshítin. Si permanezco en Tenayocan, puedo ayudar de muchas maneras.
—Cierto —recapacita Nezahualcóyotl. Pone los brazos en jarras y agacha la cabeza mientras se muerde el labio inferior—. Le diré a mi hermano Cuauhtlehuanitzin que dirija las tropas de Tlacopan. A Shontecóhuatl lo pondré al frente del ejército de Tenayocan y dejaré que Atónal comande las tropas de Cílan. Asimismo, permitiré que los tetecuhtin aliados queden al frente de sus milicias: Cuachayatzin, en Aztacalco; Atepocatzin, en Ishuatépec; Shihuitemoctzin, en Ehecatépec; Epcoatzin, en Toltítlan; y Tecocohuatzin, en Cuauhtítlan.
—Tlazohcamati —agradece Totoquihuatzin con un gesto menos humilde de lo que solía mostrar.
El príncipe Nezahualcóyotl se da media vuelta, se despide de sus concubinas y sale del palacio para marchar con el ejército a Chiconauhtla, altépetl muy debilitado por las batallas que se han llevado en ese punto desde el inicio de los ataques de Iztlacautzin y Teotzintecutli, y ahora mucho más, desde que la mayoría de los soldados se fueron a defender Acolman, Cílan, Tepeshpan, Coatlíchan, Teshcuco, Hueshotla y Shalco. En cuanto los pobladores de Chiconauhtla se percatan de la aproximación de las huestes del Coyote ayunado, salen a rogar a los soldados que ya no los ataquen y que bajen las armas, a lo que los capitanes responden a gritos que vuelvan a sus casas y esperen hasta que concluya la batalla, que según ellos terminará pronto, pues los aplastarán como insectos, como lo han hecho en las últimas veintenas, pero su soberbia se desinfla poco después del tlacualizpan (alrededor de las nueve de la mañana),178 pues las tropas enemigas, aunque son las mismas con las que han combatido por días, parecen haberse fortalecido por gracia de los dioses, pues nada los derriba, avanzan con fuerza, cortan cabezas, brazos y piernas sin clemencia alguna. Poco a poco, van rodeando al ejército hasta que lo acorralan por completo y no le queda más que rendirse en una batalla inverosímilmente ridícula, comparada con todas las victorias que habían acumulado. Los ancianos salen prestos a implorar por la compasión de Nezahualcóyotl, quien no los escucha ni los mira. Está furioso con ellos, pues ahora también los considera traidores. Para el príncipe chichimeca ya no existen los amigos y ordena que aten a los cautivos, luego otorga el permiso a sus soldados para que saqueen el altépetl. Las mujeres y los niños lloran, berrean, se tiran al piso, se arrastran y suplican misericordia, pero el heredero del imperio chichimeca los ignora, sigue dando órdenes mientras observa cómo se incendian el teocali y el técpan de Chiconauhtla. Al dar el nepantla Tonátiuh, «entre la una y las dos de la tarde»,179 divide a sus ejércitos: marcha a Tepeshpan con Cuauhtlehuanitzin, Shontecóhuatl, Shihuitemoctzin y Tecocohuatzin con las tropas de Tenayocan, Tlacopan, Ehecatépec y Cuauhtítlan. A Atónal, lo manda a recuperar Acolman y Cílan. A los tetecuhtin Cuachayatzin de Aztacalco y Atepocatzin de Ishuatépec, los envía a recuperar Otompan. A Epcoatzin de Toltí-tlan, lo deja al cuidado de Chiconauhtla.
Al llegar a Tepeshpan, Nezahualcóyotl y sus tropas encuentran aquel altépetl en paz absoluta: el tlatoani Izcóatl y sus huestes derrotaron con facilidad al ejército enemigo. Ya tienen atados a los cautivos. Los templos y el técpan fueron incendiados. La ciudad fue saqueada y los capitanes contabilizan las riquezas: plumas preciosas, petacas llenas de cacao, maíz, frijol, chía y otras semillas, mantas de todos los tamaños y diseños, enseres de cerámica, orejeras, collares, pulseras de jade, piedras preciosas, pieles de venado y conejo, piezas de oro y plata y todo tipo de tocados: cuachichictlis, copilis y quetzalapanecáyotlis.
—Parece que ya no tenían deseos de pelear —expresa Izcóatl delante de todas las riquezas obtenidas.
—Creo que la mayoría está en Teshcuco —responde el Coyote ayunado, sin saber que Teotzintecutli abandonó Teshcuco y ordenó la retirada de la mitad de sus tropas de Chiconauhtla, Tepeshpan, Acolman, Cílan, Coatlíchan, Teshcuco y Hueshotla, las cuales en ese momento marchan a Shalco.
—Vayamos a Teshcuco —agrega Nezahualcóyotl, magnetizado por las victorias obtenidas.
—Ya es tarde —comenta Izcóatl, que cauteloso piensa en el tiempo y la seguridad de sus hombres.
—No mucho —replica el príncipe chichimeca y dirige la mirada al cielo—. Si están igual de desprotegidos, terminaremos antes del oncalaqui Tonátiuh, «la puesta del sol».
—No creo que sea una buena idea —intenta persuadirlo Izcóatl, aunque por la actitud del príncipe acólhua, presiente que no lo conseguirá—. Esperemos a mañana.
Nezahualcóyotl guarda silencio, inhala profundo, dirige la mirada hacia las riquezas obtenidas, los cautivos arrodillados delante de él y al teocali hecho cenizas, y recuerda el día en que ingresó victorioso con sus tropas a Azcapotzalco y donde ordenó a sus hombres que se destruyeran los templos y palacios, mientras él iba en busca de Mashtla, a quien halló bañado en sudor, sentado en un rincón dentro de un temazcali. De inmediato, ordenó a sus hombres que lo sacaran a rastras y lo llevaran hasta la plaza principal. «¡No! ¡No me pueden hacer esto! ¡Soy el huei chichimecatecutli!», gritaba Mashtla. «¡Arrodíllate!», ordenó el Coyote hambriento, pero el hijo de Tezozómoc no respondió. «¡Te ordeno que te arrodilles!», gritó iracundo Nezahualcóyotl al mismo tiempo que levantó su macuáhuitl. Mashtla, tembloroso, bajó la cabeza, se dejó caer en el piso y se cubrió la nuca con ambas manos. «¡Levanta la cabeza!», exigió el príncipe chichimeca y el tepanécatl tecutli obedeció para encontrarse con la mirada furibunda del Coyote sediento de venganza y hambriento de poder. «¡No me mates!», suplicó Mashtla. «¡Tú mataste a tu hermano! ¡Mandaste asesinar a los tetecuhtin de Tlatelolco y Tenochtítlan! ¡Ordenaste mi persecución y la de mucha gente inocente!», reclamó. «¡Admito todos mis delitos, excepto la muerte de Chimalpopoca y su esposa! ¡Fue Tlacaélel! —respondió el tecutli tepaneca—. ¡Él me entregó a Chimalpopoca! ¡Él mató a su mujer! ¡Fue Tlacaélel!». La furia del Coyote ayunado se vació en un solo golpe: le cortó la cabeza sin clemencia. Luego, se arrodilló delante del cadáver, sacó un cuchillo, lo enterró en el abdomen, introdujo una mano, comenzó a sacar las tripas, cortó las arterias y todo a su paso hasta llegar al corazón, el cual arrancó con fuerza. Se puso pie y lo mostró a la multitud, se dirigió a los cuatro puntos solsticiales y esparció la sangre por toda la plaza.
—Iré con Cuauhtlehuanitzin, Shontecóhuatl, Shihuitemoctzin y Tecocohuatzin, al frente de las tropas de Tenayocan, Tlacopan, Ehecatépec y Cuauhtítlan.
A pesar de que sospecha que es peligroso llegar a Teshcuco a media tarde, Izcóatl se siente obligado a marchar con el príncipe chichimeca. Entonces, le propone ir con los ejércitos de Meshíco Tenochtítlan, Tenayocan y Tlacopan, que representan al eshcan tlatoloyan, y dejar a las tropas de Ehecatépec y Cuauhtítlan a cargo de Tepeshpan.
—Vayamos de una vez —responde Nezahualcóyotl.
—El momento llegó —le dice Izcóatl al Coyote ayunado con entusiasmo fingido al pronosticar la conclusión de la guerra esa misma tarde—. Finalmente, se te hizo justicia.
—Hice justicia —manifiesta con arrogancia el príncipe chichimeca, quien parece haber olvidado que sin los meshícas no habría logrado sacar de Chiconauhtla a los ejércitos de Shalco y Hueshotla.
Ante aquella respuesta, el meshícatl tlatoani camina en silencio hasta llegar a las inmediaciones de Teshcuco. De acuerdo con los espías adelantados, no hay forma de entrar a aquel altépetl por ninguno de los cuatro puntos solsticiales, pues están sobreprotegidos por un multitudinario ejército, mucho mayor a los encontrados en Chiconauhtla y Tepeshpan.
—Tendremos que avanzar de frente —anuncia Nezahualcóyotl, sediento de venganza.
—Esperemos al amanecer —insiste Izcóatl con escrúpulo.
—Todavía es temprano —replica fervoroso el príncipe chichimeca—. Podemos acabar con ellos hoy mismo. Sus ejércitos están muy debilitados.
—Nuestros ejércitos son los que se hallan debilitados —arguye el tlatoani meshíca con inquietud—. Estuvieron despiertos toda la noche y entraron en combate hoy en la madrugada. Después caminaron, unos desde Chiconauhtla y otros desde Tepeshpan. Ellos… —dice y señala al huei altépetl de Teshcuco que se encuentra al final del horizonte—. Han estado en guardia todo el día. Te aseguro que tienen más fuerzas y más ánimos que nuestros hombres.
—¿Y si en la noche llegan más soldados en su auxilio? —cuestiona Nezahualcóyotl con un tono acosador.
—Pues entonces esperamos a que arriben nuestras demás tropas. —El tlatoani meshíca mantiene la calma a pesar de la incomodidad que siente con esa conversación—. Lo mejor en este momento es enviar informantes a Hueshotla, Shochimilco y Shalco y esperar a que Motecuzoma y Tlacaélel nos manden respuestas. O, mejor aún, refuerzos.
—Lo mismo podrían estar haciendo Teotzintecutli e Iztlacautzin. ¿Por qué crees que no encontramos mucha defensa en Chiconauhtla y Tepeshpan? Porque seguramente tienen otro plan: atacarnos con todas sus fuerzas aquí, en Teshcuco. Por eso, debemos actuar ahora. Si esperamos, mañana podría ser demasiado tarde.
El Coyote ayunado recuerda la última noche que vio a su padre con vida: habían pasado la noche en vela en el bosque. Decenas de yaoquizque vigilaron desde las puntas de los árboles; otros silenciosos, entre los arbustos, el chirrido de los grillos y el ululato de las aves noctámbulas. Había tristeza en todos sus rostros, en sus acciones, en su silencio, pues habían pasado muchas veintenas en guerra en las que los acólhuas habían perdido la mayoría. Poco antes de que saliera el sol, Ishtlilshóchitl, con el semblante lúgubre, dio su último discurso ante sus vasallos: «Leales vasallos y amigos míos, que con tanta fidelidad y amor me han acompañado, ha llegado el día de mi muerte. Ya no es posible escapar de mis enemigos. No es por cobardía, sino por cordura que les digo esto. El ejército tepaneca es mucho mayor que el nuestro y ya no debemos poner más vidas en peligro; y si con la mía ha de terminar esta guerra, que no ha servido de nada, que así sea. Está en mi agüero que he de terminar mis días con el macuáhuitl y el escudo en las manos. Así, he resuelto ir yo solo a esta batalla y morir matando en el campo para salvar sus vidas; pues muerto yo, toda la guerra se acaba y cesa su peligro. Cuando eso suceda, abandonen las fortificaciones, huyan y escóndanse en la sierra. Sólo les encargo que cuiden del príncipe Nezahualcóyotl para que un día recupere el imperio». Uno de los capitanes del ejército le respondió: «Amado señor y gran tecutli chichimeca, yo lo acompañaré hasta el final. Y si mi vida he de dar para salvar la suya, con honor moriré en campaña». Otro yaoquizqui dio un paso al frente: «Si ha de morir nuestro amado tecutli en el campo de batalla, también es justo que sus más leales soldados lo acompañemos». Todos los demás respondieron con aullidos de exaltación con sus macuahuitles y chimalis en todo lo alto.
—Espero que tengas la razón —responde Izcóatl, que le da la espalda al príncipe chichimeca, mientras se dirige a los capitanes del ejército meshíca.
—¿Qué significa esto que acabas de hacer? —pregunta enojado Nezahualcóyotl mientras ve la espalda del meshícatl tecutli, quien se detiene, cierra los ojos, hace una mueca, voltea y habla.
—Significa que no estoy de acuerdo —responde sin miedo—, pero acataré la decisión que tomes.
El heredero del imperio chichimeca mira con disgusto al tlatoani tenoshca y, luego, se dirige a las tropas para darles instrucciones sobre las estrategias de combate.
Izcóatl espera lejos, rodeado de su hijo Cuauhtláhuac, el ezhuahuácatl, el tlilancalqui, el tezcacoácatl, el tocuiltécatl y el acolnahuácatl. Poco después, el príncipe acólhua envía a uno de sus soldados para solicitar al tlatoani su presencia, como si se tratara de otro más de sus capitanes.
—Cuauhtlehuanitzin y Shontecóhuatl marcharán al frente conmigo —anuncia Nezahualcóyotl con un tono autoritario.
—Como tú ordenes. —Izcóatl se mantiene un tanto indiferente, pues comprende que su sobrino está deseoso de ganar personalmente esta guerra o que, quizás, no quiere compartir esa victoria tan anhelada con el tlatoani tenoshca, así que lo deja actuar a beneplácito, aunque le preocupa que la altivez del príncipe los conduzca a un final trágico, y no sólo a él, sino a todo su ejército.
—Quiero que las tropas del ezhuahuácatl, del tocuiltécatl, del tlilancalqui y las de tu hijo Cuauhtláhuac ataquen por la derecha y que tú, el tezcacoácatl y el acolnahuácatl vayan por la izquierda.
Izcóatl agacha la cabeza con un gesto de preocupación, pues no le agrada la idea de que su hijo se aleje mucho de él, aunque también sabe que debe dejarlo solo, como lo hizo con Tezozomóctli y Tizahuatzin, tal y como se lo dijo a su esposa antes de salir a la guerra.
—Sí. —Evita mirar a los ojos al Coyote ayunado, que tampoco está interesado en prolongar aquel momento incómodo.
Al llegar a Teshcuco, se encuentran con las tropas de Iztlacautzin que, formadas en una valla humana, rodean todo el huei altépetl. El tecutli de Hueshotla y Tlilmatzin convergen en el centro y preparan sus escudos y macuahuitles. Los ejércitos aguardan en silencio.
—¡Esperábamos más soldados! —exclama Iztlacautzin y da algunos pasos al frente para ser más visible ante sus contendientes.
—¡Acabaremos con ustedes! —se burla Tlilmatzin, quien se halla a un lado del tecutli de Hueshotla.
—¡No necesitamos más hombres! —responde furioso Nezahualcóyotl al ver a su medio hermano alardeando junto a Iztlacautzin—. ¡Con los que tenemos nos sobra para matarlos a todos!
—¡No dirán lo mismo cuando la mitad de sus yaoquizque estén en el piso, con las tripas de fuera y vomitando sangre! —contesta Iztlacautzin, que acto seguido dirige la mirada a los tepozquiquizohuque para que soplen los tepozquiquiztlis.
En cuanto se escuchan los silbidos de las caracolas, comienzan a retumbar los huehuetles y los teponaztlis.
¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…
Los yaoquizque gritan enérgicos.
—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay! ¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!
El cielo se llena de yaomitles, «flechas», tlatzontectlis, «dardos» y tlacochtlis, «lanzas». Las tropas de Nezahualcóyotl e Izcóatl se cubren con los escudos, esperan a que caigan las saetas, se ponen de pie y disparan con sus arcos, lanza dardos y hondas, para luego volver a cubrirse con los escudos. Ambos ejércitos avanzan muy lentamente hacia el centro del campo de batalla al mismo tiempo que arrojan sus dardos, piedras y flechas, hasta que se hallan tan cerca que no queda más que enfrentarse cuerpo a cuerpo.
Los regimientos de Nezahualcóyotl marchan de frente con Cuauhtlehuanitzin y Shontecóhuatl al mando, mientras que las huestes a cargo del ezhuahuácatl, el tocuiltécatl y el tlilancalqui atacan por la derecha, y el tlatoani tenoshca acomete por la izquierda, con el tezcacoácatl y el acolnahuácatl dirigiendo sus hombres. De inmediato, miles de estallidos entre los macuahuitles se escuchan como olas que revientan contra las rocas una y otra vez. La sangre salpica y se esparce igual que las marejadas. Cientos de jóvenes se arrastran por el suelo con las tripas halando entre lodo y sangre. Otros intentan huir cargando sus brazos y piernas mutiladas, como si al llevarlas consigo intentaran revivirlas o darles una digna despedida.
—¿Has visto a Cuauhtláhuac? —pregunta el tlatoani al acolnahuácatl en tanto pelea con un soldado hueshotlaca.
—¡No! —responde el acolnahuácatl y le da un porrazo en la cabeza a un yaoquizqui enemigo que al instante cae muerto.
—¡Búscalo! —grita Izcóatl con el macuáhuitl en las dos manos preparado para recibir el golpe de un soldado shalca, de las brigadas que dejó Teotzintecutli antes de huir a Shalco—. ¡Cuídalo! —vocifera desesperado al acolnahuácatl, aunque no es el primero al que le hace la misma solicitud, pues también se lo pidió al ezhuahuácatl, el tocuiltécatl y al tlilancalqui antes de que iniciara la batalla en Tepeshpan; tal cual exhortó al hueitiacauhtli, al atempanécatl, al calmimilólcatl, al huitznahuácatl, al quetzaltoncatl y al tlacatécatl para que vieran por la vida de Tezozomóctli; y al tlapaltécatl, al cuauhquiahuácatl, al coatécatl, al pantécatl, al huecamécatl y al tlacochcálcatl para que velaran por su hijo Tizahuatzin, mas no de manera pública ni mucho menos autoritaria, sino más bien en privado, como una plegaria personal, única e irrepetible, pues bien sabía el tlatoani que dicha petición era muy mal vista entre los soldados del ejército, que con frecuencia se quejaban de los privilegios de los pipiltin y aún más de los descendientes del tlatoani; y aunque los capitanes del ejército eran de la nobleza, eso no los eximía de envidias. A fin de cuentas, nada de eso impedía que Izcóatl intentara cuidar a sus hijos en el campo de batalla, pues si bien sabía que no podría cuidarlos por el resto de sus vidas, no quería sufrir la pena de verlos morir antes que él, como le había sucedido a su hermano Huitzilíhuitl con el asesinato de su primogénito recién nacido. Por aquellos años, el joven Izcóatl aún no conocía esa embriaguez que produce la paternidad, pero cuando tuvo por primera vez en sus brazos a su primogénito, Izcóatl se enamoró de Tezozomóctli y, luego, se embelesó con Cuauhtláhuac y, después, se cautivó con Tizahuatzin y también se hechizó con su hija Matlalatzin, y por más que intentara ocultarlo, su deseo de protegerlos era infinito e indestructible. Profesaba el mismo amor por los cuatro, sin embargo, sus hijos y su esposa siempre notaron una preferencia por Tizahuatzin, en particular Cuauhtláhuac que —por estar entre el primogénito y el menor— se sentía relegado, aun así, ocultaba sus sentimientos y se esforzaba cada día más por ganarse el amor, respeto y admiración de su padre quien a sus ojos parecía no verlo jamás. «¿Qué te hace pensar que no eres importante para mí?», le preguntó Izcóatl a su hijo en alguna ocasión. «Que siempre estás elogiando lo que hacen Tezozomóctli y Tizahuatzin». Izcóatl colocó sus dos manos en las mejillas de aquel niño, lo miró fijamente a los ojos y le dijo: «No importa lo que te digan, lo que yo mismo haga o lo que veas, siempre debes tener en mente que tú y tus hermanos son lo más importante en mi vida y que los amo de la misma manera». Aunque Cuauhtláhuac quiso creer aquellas palabras, no lo consiguió, pues la duda se había sembrado en su mente y jamás logró arrancarla de raíz y ésta creció como una enredadera de ojerizas y sufrimientos indómitos, mas él nunca lo hizo público ni mucho menos se lo reclamó a sus padres, pues si en algo se asemejaba a Izcóatl era en ese resabio de guardarse lo que pensaba y sentía, aunque por dentro se estuviera retorciendo de coraje, y así llegó al ejército, decidido a convertirse en el mejor soldado de su generación, y por más que se esforzaba, su hermano Tezozomóctli siempre estaba un paso delante de él. Cuando el tlatoani anunció que sus hermanos irían con las tropas de Tlacaélel e Ilhuicamina, sintió que Izcóatl no confiaba lo suficiente en él y que quería vigilarlo, por lo tanto, ahora Cuauhtláhuac está decidido a demostrarle a su padre el gran guerrero que es, y avanza ardiendo en cólera hacia los soldados enemigos y arroja porrazos de derecha a izquierda y viceversa sin pausa, sin temor y sin clemencia.
—¿Qué tienes? —le pregunta el ezhuahuácatl, que pelea cerca de él.
—¿De qué hablas? —responde Cuauhtláhuac y le da un fuerte golpe en el pecho a un soldado hueshotlaca, el cual cae de nalgas en el piso, con las manos en la herida hecha una laguna de sangre y la boca un abismo de negra incertidumbre.
—¡Estás demasiado agresivo! —exclama el ezhuahuácatl mientras se pone en guardia al ver que un yaoquizqui se acerca para atacarlo.
El hijo del tlatoani recibe con un porrazo en el abdomen al hueshotlaca que va contra el ezhuahuácatl. El chaleco de algodón prensado evita un daño mayor al hombre que tiene un corte y una ligera mancha de sangre, pero Cuauhtláhuac no se detiene y le da un golpe en la nuca, con lo cual el hombre termina muy malherido en el piso.
—¡Estamos en guerra! —dice Cuauhtláhuac al mismo tiempo que se pasa el dorso del brazo por la frente para limpiarse el sudor y la sangre—. ¡Debemos ser agresivos y demostrar de qué estamos hechos!
—¡Nunca te había visto así! —comenta el ezhuahuácatl.
—Así me verás de ahora en adelante —presume el hijo del tlatoani y corre hacia dos soldados que están abatiendo al tlilancalqui.
A uno le entierra el macuáhuitl en la espalda, la cual resiste por el ichcahuipili, pero Cuauhtláhuac no se da por vencido y golpea una, dos, tres veces seguidas y el hombre cae al piso con la espalda descuartizada. De inmediato, se va contra el otro soldado, que lo recibe con su macuáhuitl. Ambos guerreros se traban en un feroz combate. Sus armas estallan. El ezhuahuácatl y el tlilancalqui se embrollan en combates por separado, y Cuauhtláhuac queda sólo con el hueshotlaca que le está dando una contienda implacable. De pronto, ambos macuahuitles se atoran. Los dos guerreros jalonean sus armas hacia sí para zafarlas, pero no lo consiguen. Entonces, el hueshotlaca lanza una patada que da certera en los testículos de Cuauhtláhuac que cae el piso sin poder soportar el dolor, mientras que el enemigo se lanza contra él con un cuchillo, pero el meshíca se quita de su camino, rodando por el piso, entre las hierbas y las ramas. El hueshotlaca va detrás de él y logra enterrar su cuchillo en el costado del hijo del tlatoani, el cual no se detiene y se apresura a incorporarse, para luego batirse a golpes con su contrincante, el cual tampoco se deja y le responde con otro puñetazo, y así se siguen un largo rato, uno a uno, trompadas en la cara, en las costillas, en el abdomen, en la quijada, en la nariz, en los ojos, en las orejas, cada vez con menos fuerza y más desgaste. Los dos tienen los rostros hinchados y empapados en sangre. Ninguno de los capitanes del ejército tenoshca se percata de la pelea que está librando el hijo del tlatoani, el cual a duras penas puede sostenerse en pie, pues han sido tantos los golpes que ha recibido, como los que ha surtido; mas no por ello logra derrotar a su rival que parece estar hecho de piedra, ya que luego de cada remoquete, en lugar de quejarse, sonríe con la boca teñida de rojo a manera de burla, lo cual hace enojar aún más a Cuauhtláhuac, que en este momento lo único que desea es que su padre se encuentre cerca de ahí y lo vea y se enorgullezca de él y le grite, ¡ése es mi hijo!, ¡vamos, Cuauhtláhuac!, ¡tú puedes con él!, ¡acábalo! Pero nadie lo ve; todos están en sus propias batallas, y Cuauhtláhuac ya no puede más, siente que se marea, que las piernas se le quiebran, pero Cuauhtláhuac resiste, mira a su contrincante burlón, aunque ya casi no lo reconoce, pues su mirada está nublada y sólo reconoce una silueta que le da puñetazos en los ojos, en la nariz, que ya no puede inhalar aire, y en la boca que se le cae a pedazos, pues ya no siente ni un solo diente, y en la garganta, que parece estar congestionada de coágulos de sangre. Lanza un golpe vago y no da en su destino, se pierde en un vacío y cae al suelo, siente las hojas marchitas en su rostro, con dificultad huele el aroma de la tierra, ve una silueta, ya no sabe quién es, pero quiere pensar que es Izcóatl, su padre, el honorable tlatoani de Meshíco Tenochtítlan que viene a celebrar su desempeño en la guerra, ¡tú puedes con él!, ¡ponte de pie, Cuauhtláhuac!, ¡acábalo! Pero no es él, es su rival, el mismo hueshotlaca con el que ha estado peleando a golpes desde hace… ya no sabe cuánto tiempo, el mismo que en este momento, lo voltea bocarriba, como un bulto, recoge del piso una enorme piedra y se la zampa en la cabeza. De súbito, Cuauhtláhuac deja de escuchar. Todo se enmudece. Sólo ve el cielo nublado y a punto de oscurecer. El hueshotlaca le arroja la enorme piedra en el rostro nuevamente y Cuauhtláhuac pierde la vista por completo, y ahora se encuentra en una caverna negra sin sonido, aunque sabe que sigue vivo, siente que su cuerpo se estremece sobre la hierba y un escalofrío jamás experimentado y su respiración se vuelve turbulenta y, de pronto, en el centro de ese agujero negro, aparece la imagen de Izcóatl, y Cuauhtláhuac sólo alcanza a decir: tahtli, taita, tata, antes de que el guerrero hueshotlaca le reviente la piedra por última vez en la cara.
—¡Cuauhtláhuac está herido! —grita el ezhuahuácatl al tlilancalqui mientras ambos se baten a muerte con otros soldados.
El hueshotlaca, que acaba de asesinar al hijo del tlatoani, se levanta con mucha dificultad. También perdió la dentadura en el combate con Cuauhtláhuac. Tiene los ojos hinchados y la nariz completamente rota. Apenas si puede sostenerse en pie. Se siente mareado. Su vista está opaca. Ya no reconoce a nadie. Cae al piso sin poner las manos, se revienta la cabeza con una piedra y muere.
El tlilancalqui termina el combate en el que se encontraba, corre hacia Cuauhtláhuac y lo carga sobre un hombro, como si fuera un costal.
—¡Protégeme! —le dice al ezhuahuácatl—. ¡Lo voy a sacar de aquí!
En ese momento, llega el acolnahuácatl, que por más que lo intentó, no pudo arribar a tiempo, ya que a su paso se topó con muchos obstáculos. Se detiene frente al tlilancalqui y lo mira temeroso.
—¿Es…?
No se atreve a concluir su pregunta.
—¡Sí! —responde el tlilancalqui, que al mismo tiempo sigue avanzando lo más rápido posible para sacar a Cuauhtláhuac del campo de batalla—. ¡Cuídame las espaldas!
—¡Debo volver a avisarle al tlatoani! —dice el acolnahuácatl.
—¿En este momento? —pregunta molesto el tlilancalqui.
—¡Sí! —contesta—. ¡Me ordenó que viniera a…! —Se calla—. Debo regresar.
—¡No lo hagas! —El tlilancalqui se detiene y baja el cadáver al piso—. ¡No en este momento! ¡Le dolerá mucho al tlatoani!
—Debo obedecer órdenes —dice el acolnahuácatl. Se da media vuelta y corre de regreso. En su camino se cruza con los hermanos de Nezahualcóyotl, Cuauhtlehuanitzin y Shontecóhuatl, que van tras Tlilmatzin, el cual pasa como una liebre y sin que nadie ni nada lo detenga.
—¡Atrápenlo! —grita Cuauhtlehuanitzin.
—¡Mátenlo! —exclama Shontecóhuatl.
Tlilmatzin cruza la ciudad de Teshcuco, donde decenas de ancianos, mujeres y niños observan escondidos desde las azoteas y detrás de los muros, todos atemorizados, conscientes del enojo del príncipe Nezahualcóyotl que en esos momentos también va detrás de Iztlacautzin. Desde una de las azoteas el tlacuilo de Teshcuco, que escucha los gritos de Shontecóhuatl y Cuauhtlehuanitzin, decide bajar e interceptar a Tlilmatzin, quien al ver al anciano, sin advertirle que se quite de su camino, decide pasar de frente y tumbar al tlacuilo, que poco antes de ese instante saca un cuchillo de la parte trasera de su máshtlatl y lo coloca delante de su pecho para que cuando Tlilmatzin lo golpee, se le entierre el arma. El medio hermano del príncipe chichimeca se estampa con todas sus fuerzas contra el tlacuilo y ambos caen, sin que el anciano logre enterrar su cuchillo de pedernal. Entonces, se arrastra hacia Tlilmatzin y le entierra el cuchillo en la planta del pie. El medio hermano de Nezahualcóyotl lanza un grito.
—¡Eso es por lo que le hiciste a Coyohua! —avisa el tlacuilo.
—¡Te voy a matar! —amenaza Tlilmatzin mientras se pone de pie, pero ya no puede caminar.
Entonces, llegan Shontecóhuatl y Cuauhtlehuanitzin.
—¡Al fin te atrapamos! —Shontecóhuatl le propina un fuerte golpe en la nuca a Tlilmatzin que lo hace caer al piso.
—¡Veamos qué tan valiente eres! —Cuauhtlehuanitzin le da un puntapié en la cara, con lo cual le revienta la boca.
—¡Esperen! —suplica Tlilmatzin—. ¡No me maten!
—No te vamos a matar —responde Shontecohuatl al mismo tiempo que le entierra el puño derecho en el ojo.
—¡Deténganse! —grita Tlilmatzin—. ¡Auxilio!
—¿Qué decías antes de comenzar la batalla? —pregunta Cuauhtlehuanitzin y le surte cuatro patadas seguidas en los testículos.
A lo lejos una mujer observa aquella golpiza. Camina lenta y silenciosamente, en tanto los dos hombres le rompen las costillas y le revientan los órganos internos al hermano traidor. Recoge el cuchillo de pedernal que llevaba el tlacuilo y se sigue derecho.
—Déjenme hacerlo —dice la mujer, cuya mirada está fija en el rostro de Tlilmatzin.
—¡Tozcuetzin! —exclama Shontecóhuatl al reconocer a su media hermana.
—¡Permítanme matarlo! —pide Tozcuetzin con lágrimas irascibles en los ojos; les muestra el cuchillo de pedernal que lleva en la mano.
—No podemos hacerlo —responde Cuauhtlehuanitzin—. Nezahualcóyotl ordenó que lo lleváramos preso.
—Necesito cobrar venganza por lo que le hizo a Nonohuácatl —insiste la media hermana de los tres hombres que yacen frente a ella—. Necesito hacerle justicia a Nonohuácatl. —Llora al mismo tiempo que por su mente cruza el recuerdo de la vez en que Nonohuácatl fue a pedirla como esposa y ella salió del jacal con un tlazcalili en brazos, un tlazcalili que se había encontrado en la calle y que adoptó, sólo para no dejarlo huérfano, consciente de que ningún hombre la aceptaría con un tlazcalili y mucho menos sin saber quién era el padre, pero para su buena fortuna, un día apareció en la puerta de su casa ese hombre que no nada más la aceptó con un tlazcalili, sino que la honró y la hizo inmensamente feliz—. Mi Nonohuácatl era bueno. Él era bueno. —Sus mejillas se empapan de llanto.
—No lo puedes matar —responde Shontecóhuatl—, pero puedes hacerle unos cortes en la cara. —Sonríe—. O si gustas sacarle los ojos.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! —grita aterrado Tlilmatzin.
—Nosotros lo detenemos por ti —ofrece Cuauhtlehuanitzin.
—Sí. —Tozcuetzin aprieta el cuchillo y camina hacia sus medios hermanos, quienes de inmediato se arrodillan para sostenerle los pies y manos a Tlilmatzin, que está bocarriba y no para de gritar y rogar por auxilio.
Tozcuetzin se acerca a Tlilmatzin, se arrodilla junto a él, aprieta los dientes, alza el puñal por arriba de su cabeza y lo deja caer. Su medio hermano lanza un grito estruendoso y ridículo. De pronto, Shontecóhuatl y Cuauhtlehuanitzin liberan escandalosas carcajadas al ver llorando a Tlilmatzin —con el máshtlatl empapado, pues se acaba de orinar y cagar—, en tanto el cuchillo se halla enterrado en la tierra.
—Siempre supe que eras un vil cobarde. —Tozcuetzin se pone de pie y le escupe la cara a Tlilmatzin—. Dejaré que Nezahualcóyotl te mate. —Se da media vuelta y se marcha.
Los hermanos Shontecóhuatl y Cuauhtlehuanitzin se ponen de pie y le dan una ringlera de patadas a Tlilmatzin antes de atarlo y llevarlo cautivo al centro de Teshcuco, donde Nezahualcóyotl e Iztlacautzin se baten a duelo en ese momento.
Está a punto de oscurecer. La mayoría de los soldados han cesado sus batallas para observar el combate entre el Coyote ayunado y el señor de Hueshotla.
—Terminemos con esto —espeta Iztlacautzin, quien se siente orgulloso del último encuentro que tuvo con el príncipe chichimeca.
—Esta vez no será tan fácil —responde Nezahualcóyotl mientras camina alrededor de su oponente, con las piernas abiertas y flexionadas y el macuáhuitl en las dos manos.
—Adelante, lanza tu primer porrazo. Quiero ver que tanto has aprendido, niño —dice y sonríe Iztlacautzin.
—Te voy a enseñar.
Nezahualcóyotl lanza un golpe, pero Iztlacautzin lo evade haciéndose a un lado.
—¡Ah! —el tecutli de Hueshotla hace bailar el macuáhuitl entre sus dos manos—. ¡Buen intento!
Nezahualcóyotl enfurece, pues no soporta a los guerreros burlones, porque le recuerdan al guerreo jaguar que mató a su padre Ishtlilshóchitl, el huei chichimécatl tecutli que nunca pudo gobernar por culpa de su tío Tezozómoc.
—Te voy a arrancar esa sonrisa. —Alza el macuáhuitl por arriba de su cabeza y se lanza al ataque, pero el hueshotlaca lo esquiva, nuevamente, y sonríe, se ríe, se carcajea, pues sabe que ése es el punto débil del príncipe chichimeca, un príncipe que hasta el momento no ha podido superar la muerte de su padre y que se mueve sólo por la venganza y deja que ello le nuble la vista.
—No lo creo. —Sonríe socarrón y se mueve de un lado a otro con el macuáhuitl sin hacer presión en él.
—Tienes razón. —Se detiene, baja el arma y mira a su oponente, que no deja de moverse—. Eres mejor que yo. —Extiende los brazos sin soltar el macuáhuitl y se pone para que Iztlacautzin lo ataque.
—Niño, soy demasiado viejo para caer en esa trampa. —Columpia el macuáhuitl.
—Entonces pelea. —Se pone en guardia—. Vamos. Demuéstrales a tus soldados de qué estás hecho. Que vean que no eres sólo un cobarde burloncito.
—¿Eso quieres?
—Adelante. Hazlo.
—¡Comencemos! —Lanza el primer porrazo, el cual Nezahualcóyotl logra detener con su macuáhuitl.
—¡Creí que eras mejor con las armas! —Se burla.
—Ya verás que sí, niño. —Lanza un segundo porrazo, que el príncipe chichimeca esquiva.
—Ya lo veo. —Sonríe.
—¿Recuerdas cómo mataron los meshícas a tu padre? —pregunta furioso Iztlacautzin por lo que él considera la traición de Teshcuco a Hueshotla, pues por muchos años Hueshotla había sido aliado de Teshcuco, hasta que Nezahualcóyotl pactó con los tenoshcas para luchar contra Azcapotzalco, y Tlacotzin, tecutli de Hueshotla, falleció y su hijo Iztlacautzin asumió el poder—. Te mataré igual que a tu padre.
Aquellas palabras lastiman aún más al Coyote ayunado que, justo en ese momento, recuerda la última conversación que tuvo con Ishtlilshóchitl, poco antes de que las tropas enemigas llegaran al campo de batalla: «Hijo mío, Coyote en ayunas y último resto de la sangre chichimeca, me duele mucho dejarte aquí, sin abrigo ni amparo, expuesto a la rabia de esas fieras hambrientas que han de cebarse en mi sangre; pero quizá con eso se extinga su enojo. Salva tu vida, súbete a ese árbol y mantente oculto entre sus ramas y, cuando puedas, huye, corre a los altepeme de Tlashcálan y Hueshotzinco, cuyos tetecuhtin son nuestros deudos, y pídeles socorro para recobrar el tlatocáyotl. Cuando lo consigas, asegúrate de que se cumplan las leyes, empezando con tu ejemplo. A tus vasallos míralos como a tus hijos, prémiales sus buenos servicios, especialmente a los que en esta ocasión me han ayudado y perdona generosamente a tus enemigos, aunque sabemos que mi ruina se debe a que fui excesivamente piadoso con ellos; sin embargo, no estoy arrepentido del bien que les hice. No te dejo otra herencia más que el arco y la flecha: ejercítalos y da al valor de tu brazo la restauración de tu señorío».
«¡Voy a luchar con usted!», respondió el joven Nezahualcóyotl con valentía. «¡Protegeré su vida! ¡Yo también me he ejercitado en las armas!». «¡No! ¡Eres el heredero del huei chichimeca tlatocáyotl! Si mueres, se acabará el señorío». En ese momento, se escucharon el silbido de los caracoles y los huehuetles de los ejércitos de Tenochtítlan, Azcapotzalco, Tlatelolco, Coyohuácan, Shalco y Otompan. «¡Corre! ¡Ya vienen! ¡Corre! ¡Corre, Coyote! ¡Sube a ese árbol! ¡Escóndete! ¡Que no te vean!». Uno de los capitanes lo abrazó sujetándole ambos brazos y lo llevó hasta el árbol. Nezahualcóyotl pataleó y otro de los soldados ayudó a subirlo al árbol, donde el joven de apenas dieciséis años observó toda la batalla y fue testigo de la muerte de su padre, el huei chichimécatl tecutli.
Ahora, delante de Iztlacautzin, el príncipe chichimeca revive la furia y el dolor que sintió aquel día al presenciar la muerte de su padre. El resentimiento que ha generado desde entonces no lo deja vivir en paz. Está enojado con la vida. Está cansado de que todo vaya en su contra. Tantos años huyendo, tantas traiciones, tantas persecuciones, tanto dolor, ya no puede, ya no quiere seguir. Se pregunta qué pasará después de que gane esta guerra, cuántos enemigos más surgirán y qué deberá hacer para pacificar el cemanáhuac. Y ese tecutli perverso que tiene frente a él, que sonríe y se burla de su forma de pelear y de la muerte de su padre, sólo lo hace enfurecer más.
—¡Traidor! —Lanza un golpe con su macuáhuitl, el cual Iztlacautzin detiene con su arma.
—¿Ahora yo soy el traidor? —pregunta el tecutli de Hueshotla al mismo tiempo que responde con su macuáhuitl en todo lo alto—. Hueshotla siempre fue aliado de Teshcuco. —Golpea una vez más, pero Nezahualcóyotl lo esquiva—. Nosotros estuvimos ahí, en el campo de batalla defendiendo a Quinatzin, a Techotlala y a Ishtlilshóchitl. —Ataca de nuevo y el Coyote ayunado lo para con su macuáhuitl—. Tú fuiste el que nos traicionó y traicionó sus principios. —Otro porrazo—. Tú te aliaste con los mexicas. —Embiste otra vez—. Tú perdonaste a los asesinos de tu padre. —Aporrea por la derecha, pero Nezahualcóyotl lo ataja—. Tú creaste el eshcan tlatoloyan con el nieto de Tezozómoc y los tenoshcas. —Suelta otro macanazo por la izquierda, el cual da en el costado del heredero del imperio chichimeca, que cae de rodillas—. ¿Dónde están tus principios? ¿Dónde quedó tu lealtad? —pregunta al mismo tiempo que levanta el macuáhuitl por arriba de su cabeza para enterrárselo a su rival.
«Mi ruina se debe a que fui excesivamente piadoso con ellos», recuerda en ese momento el príncipe chichimeca, quien está completamente de acuerdo con lo que le acaba de reclamar Iztlacautzin. Innegable que se alió con los descendientes de sus enemigos. Es verdad que un guerrero tenoshca mató a su padre, pero también es cierto que los meshícas no tenían otra elección, eran vasallos de Azcapotzalco. Indudable que Totoquihuatzin sea el nieto de Tezozómoc, pero él mismo se negó a acudir a todas las guerras, incluyendo ésta. Incuestionables las decisiones que ha tomado, pero eso no justifica la traición de Shalco y Hueshotla, sólo por envidia. «Mi ruina se debe a que fui excesivamente piadoso con ellos», recuerda la voz de Ishtlilshóchitl. «No habrá más piedad —piensa—. No cederé ante los caprichos de mis aliados o mis enemigos. La lealtad es inamovible o no será».
El tecutli de Hueshotla deja caer su macuáhuitl en dirección a la cabeza de Nezahualcóyotl, quien al instante se deja caer al piso, rueda como un tronco, se reincorpora de inmediato, se pone en guardia con las piernas abiertas y flexionadas y el macuáhuitl en las dos manos, por arriba del hombro derecho. Iztlacautzin se dirige a él y ataca con velocidad: uno, dos, tres, por la izquierda, derecha, arriba, abajo, los macuahuitles estallan con cada golpe, Nezahualcóyotl los detiene todos, ahora sin miedo y sin rencor, con los pensamientos firmes y claros. «Mi ruina se debe a que fui excesivamente piadoso con ellos», se repite con cada golpe que detiene. «No más piedad», y toma la defensiva: golpe a la derecha, gira, a la izquierda, se agacha, evade un porrazo, responde con otro a la cara, Iztlacautzin lo detiene, el Coyote no se detiene, ataca a las piernas, sin pausa, otro y otro, y otro porrazo al abdomen, el hueshotlaca lo evade, no hay tiempo que perder. Nezahualcóyotl lo está obligando a que retroceda: acelera el paso, tira otro porrazo al hombro, Iztlacautzin contraataca con cuatro macanazos más, los cuales son interceptados por el Coyote hambriento. Ninguno cede. El combate se extiende hasta que la luz desaparece. En otras circunstancias, la batalla habría terminado en ese momento y habrían pactado un encuentro al día siguiente, pero los guerreros de ambos ejércitos han encendido teas alrededor, para que el duelo continúe hasta que los contendientes se rindan, decidan postergar o uno de ellos caiga muerto, pero ninguno de los dos está dispuesto a sucumbir ni aplazar y siguen luchando. De pronto, hacen una ligera pausa. Ambos están empapados en sudor y cubiertos de tierra. Sostienen sus macuahuitles con las dos manos. Se miran fijamente. Están muy cansados. Respiran agitados. Ya no hay sonrisas burlonas, reclamos ni alardeos. Quieren acabar de una vez. Iztlacautzin toma la ofensiva y se va directo al rostro, pero el Coyote hambriento lo detiene. El hueshotlaca no para, lanza otro porrazo a la izquierda, derecha, a los costados, a las piernas, nuevamente al rostro, sin poder asestar un solo golpe, hasta que de pronto los macuahuitles se atoran. Los dos guerreros jalonean sus armas. Nezahualcóyotl hace un giro doble: izquierda, derecha y los garrotes se zafan, pero Iztlacautzin suelta su arma. «No habrá más piedad», espeta el príncipe chichimeca y lanza un golpe directo al cuello de su contrincante, luego otro al rostro con lo cual le rebana la mejilla derecha, después un golpe a la garganta y sin descanso le da otro en la frente. Iztlacautzin se mantiene de pie por unos segundos con una catarata de sangre escurriendo por su rostro, garganta y cuello, y cae al piso.
—¡Se acabó la guerra! —grita Nezahualcóyotl con su macuáhuitl en una mano.
Los ejércitos Tenayocan, Tlacopan y Tenochtítlan lanzan aullidos de alegría: ¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay! ¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay! Retumban los huehuetles y los teponaztlis: ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… Los soldados de Hueshotla y Shalco dejan caer sus armas y agachan sus cabezas, en muestra de rendición.
Al mismo tiempo, el acolnahuácatl le informa al tlatoani Izcóatl que su hijo Cuauhtláhuac ha muerto. El tlatoani corre desesperado hasta el cadáver de su hijo, al que traen cargando un par de soldados meshícas. Al llegar, los hombres colocan el cuerpo en el piso y el tlatoani se tira sobre él y llora con la angustia más grande que ha sentido en su vida. Lo abraza y lo aprieta contra su pecho y le besa la frente. Se arrepiente de haber aceptado ir a Teshcuco a media tarde. Se arrepiente de no haber sido más enérgico con su respuesta. Se arrepiente de haber dejado solo a su hijo. Y quiere ponerse de pie y gritar y reclamarle a Nezahualcóyotl por su negligencia, por su sed de venganza y por su obsesión, pero no se atreve y sabe que no lo hará, porque él siempre se guarda sus sentimientos, siempre calla lo que en verdad está pensando, aunque en el fondo lo queme como un volcán a punto de hacer erupción. Calla porque cree que es su mayor virtud, aunque la realidad es que es su peor defecto. Siente que se asfixia. Su cuerpo suda y tiembla, mas no sabe si es de dolor o de enojo. Acaricia la frente de su hijo, la besa y la moja con su llanto.