37

La llegada triunfal del ejército al huei altépetl Meshíco Tenochtítlan atrae a toda la población tenoshca y tlatelolca, la cual se aglomera en las calles para celebrar la victoria del eshcan tlatoloyan y para buscar a sus hijos, hermanos, nietos, esposos, padres y amigos, pues bien saben que no todos regresan con vida o enteros, y aunque esta noche en la plaza principal habrá mucho júbilo, un gigantesco banquete y un huei mitotia, «gran baile», para muchos representará el día más infeliz de sus vidas, pues habrá velorios en sus casas.

Entre las miles de embarcaciones que se aproximan al tetamacolcoqui, «embarcadero», aparece primero el huei acali, «gran casa flotante», que es mucho más grande que el resto de los navíos: tiene fondo plano, está equipado con bancos y techumbre que resguarda del sol y de la lluvia al tlatoani y a los demás pasajeros. Al topar con el malecón, descienden de la gran canoa, en dos filas, el ezhuahuácatl, el tlilancalqui, el tezcacoácatl y el tocuiltécatl con un semblante luctuoso y en hombros un cuerpo envuelto en finas mantas. Detrás de ellos camina el tlatoani Izcóatl alicaído por el desconsuelo. De inmediato Huacaltzintli, gemebunda, corre hacia ellos.

—¡¿Quién es?! —pregunta a los cuatro capitanes que cargan el cadáver—. ¡Bájenlo! ¡Necesito verlo!

El afligido cuarteto de comandantes voltea y dirige la mirada al tlatoani que con desconsuelo responde a su esposa:

—Es Cuauhtláhuac.

—¡No! —Solloza y abraza a su hijo que sigue en hombros de los oficiales del ejército tenoshca—. ¡No! ¡No! ¡No! ¡Mi hijo no!

El ezhuahuácatl, el tlilancalqui, el tezcacoácatl y el tocuiltécatl flexionan lentamente sus piernas para bajar el cuerpo al piso, donde la mujer se tira y abraza a su muerto. Su esposo contrito se arrodilla junto a ella, la abraza por un instante y le habla al oído: «Necesitamos seguir nuestro recorrido».

—Déjame llorarle a mi hijo —responde ella sin mirar a su marido.

—Lo haremos en el técpan. Vamos. —La toma del antebrazo para ayudarla a ponerse de pie.

—¡No! ¡Suéltame! —berrea furiosa. Tiene deseos de reclamarle a Izcóatl, a Tlacaélel y a Nezahualcóyotl por su obsesión de hacer la guerra.

—Vamos —insiste el tlatoani, pero su mujer no quiere ponerse de pie; se aferra al cadáver de su hijo. Entonces, la carga de las axilas, pero ella alza los brazos y se deja caer como un pesado bulto.

Alrededor miles de personas observan en silencio, pues muchas de ellas saben que alguno de sus familiares tuvo el mismo destino. El tlatoani dirige la mirada al acolnahuácatl, quien se encuentra a unos pasos y acude de inmediato en su ayuda.

—¡Suéltenme! —grita Huacaltzintli histérica—. ¡Déjenme estar con mi niño!

Llora de culpa por ese niño que siempre se sintió relegado, a pesar de que ella siempre quiso demostrarle todo lo contrario. Llora de coraje porque sabía que ese día llegaría tarde o temprano. Llora de rencor porque está harta de tantas guerras. Llora de impotencia porque nunca quiso que sus hijos se incorporaran al ejército. Llora de pavor porque aún no ha visto a Tezozomóctli y Tizahuatzin, y no sabe si están vivos o muertos. Llora de agotamiento porque no ha dormido en tres noches. Y llora de furia porque sabe que, pase lo que pase, diga lo que diga y haga lo que haga, no podrá cambiar nada: las guerras continuarán y los muertos se acumularán.

—Ven. Levántate —pide Izcóatl en voz baja mientras el acolnahuácatl y él la cargan de las axilas y los brazos.

A pesar de que en un inicio Huacaltzintli se niega a mantenerse en pie, al final cede y camina, aunque no deja de llorar en su recorrido hasta el palacio de Tenochtítlan. Detrás de ellos avanzan miles de soldados, cargadores, cocineras y, hasta el final, las esposas, las viudas, las madres, los padres, los hijos huérfanos, los abuelos y los niños más pequeños que no comprenden qué está ocurriendo.

—¿Dónde están Tezozomóctli y Tizahuatzin? —pregunta Huacaltzintli a unos pasos del palacio.

Izcóatl tarda en responder.

—No sé. —Él también tiene mucho miedo.

—¿Qué? —Huacaltzintli se detiene y lo mira con pánico—. ¿Por qué no sabes?

Detrás de ellos se detiene toda la procesión.

—Tras concluir la batalla en Teshcuco —explica luego de liberar un sollozo—, llegaron dos informantes de Shalco y Hueshotla para comunicarnos sobre el triunfo de las tropas de Tlacaélel e Ilhuicamina y… —Hace una pausa.

—¿No les preguntaste por mis hijos? —reclama frenética.

—Lo más probable es que estén bien; de lo contrario ya nos habrían informado —responde Izcóatl.

—¿Les preguntaste por Tezozomóctli y Tizahuatzin?

—Sí. —Coloca las manos en los hombros de su esposa para tranquilizarla—. Sí los cuestioné, pero no sabían nada al respecto. Entiende que después de una batalla no es fácil informar. Son muchísimos guerreros. Seguramente ni Tlacaélel ni Ilhuicamina sabían de Tezozomóctli y Tizahuatzin. Tenían muchos asuntos que atender…

—¿Cómo qué? —pregunta irascible—. ¿Quemar templos y violar mujeres? ¿Crees que no estoy enterada de lo que hacen los soldados cuando ganan una guerra?

—No voy a discutir eso ahora y mucho menos en público. Entremos al palacio. —Sigue su camino sin darle tiempo a Huacaltzintli para reaccionar.

Demolida por el suplicio, la esposa del tlatoani camina abatida detrás de los cuatro capitanes que cargan a Cuauhtláhuac, a quien colocan cuidadosamente en el centro de la sala principal del palacio, donde ya se encuentran Tlatolzacatzin, Cuauhtlishtli, Tochtzin, Yohualatónac y Tlalitecutli.

—Mi señor. —Tlatolzacatzin se arrodilla ante Izcóatl—. Lamento mucho esta gran pérdida.

Huacaltzintli se tira en el piso junto a su hijo y llora desconsolada. El ezhuahuácatl, el tlilancalqui, el tezcacoácatl y el tocuiltécatl se dirigen al tlatoani, se agachan en señal de despedida y abandonan la sala. Luego los otros cuatro consejeros se forman detrás del hermano del tlatoani para dar el pésame de la misma manera.

—Vayamos a otra sala —sugiere el tlatoani tras recibir las condolencias de cada uno de los teopishque—. Mi esposa necesita estar sola.

Por respeto al duelo de la familia, los cinco sacerdotes evitan dirigir sus miradas a Huacaltzintli —que continúa llorando en el piso junto a su hijo— y caminan detrás del tlatoani, que avanza a pasos veloces a la sala contigua, donde cuatro sirvientes colocan seis petates y en cada uno de éstos el tlatocaicpali y cinco tlatotoctlis180 en los cuales se sentarán para hablar. Luego, uno de los fámulos se acerca al meshícatl tecutli y le pregunta al oído si va a requerir algo de beber, ambos saben que se refiere al octli. Izcóatl levanta la cara, cierra los ojos, exhala, responde con un casi inaudible y se acomoda en su tlatocaicpali. Los miembros del Consejo hacen lo mismo y esperan en silencio a que el tlatoani les proporcione un amplio y elucidario informe sobre la guerra que acaba de ganar, pero él no dice una palabra. Los observa con amargura e indiferencia, se rasca la frente, hace varias muecas, se lleva las manos al cabello, arruga los párpados, respira profundo, se tapa la boca con las dos manos y se recarga en el respaldo de su asiento real. De pronto, entran los sirvientes con dos jícaras llenas de octli y algunos vasos; les sirven bebidas a todos, comenzando por el tlatoani, que sin esperar a que los demás tengan sus tecontontlis, «vasos», llenos, se bebe todo el contenido, pide más y le da otro trago extenso a su licor.

—Se acabó la guerra —manifiesta sarcásticamente y eructa—. Eso dijo Nezahualcóyotl.

Los miembros del Consejo observan cautelosos. Notan algo diferente en el tlatoani, más allá del duelo por la muerte de su hijo.

—Ahora no nos queda más que seguir adelante… —Da otro sorbo a su octli—. Con esta Triple Alianza… —Finge una sonrisa y mueve la cabeza hacia abajo, con cansancio, como cuando alguien se está quedando dormido, y de manera súbita cabecea hacia arriba.

—¿Puedo preguntar la razón de su enojo? —cuestiona Cuauhtlishtli, quien se muestra muy preocupado por el estado de ánimo del tlatoani.

—Sí. —Jala la boca hacia la derecha y alza el pómulo—. Se llama Nezahualcóyotl, el príncipe chichimeca, el heredero del imperio, el Coyote ayunado, el pobre e indefenso huérfano de Teshcuco. El mismo por el cual hemos ido dos veces a la guerra. El mismo por el que han muerto miles de soldados. Por él y sus caprichos. Por su culpa mi hijo hoy está muerto. —Arroja el vaso contra la pared y éste se rompe.

De inmediato, dos sirvientes se apresuran a recoger los pedazos rotos y a limpiar el piso. Mientras tanto, los cinco miembros del Consejo permanecen sentados en sus tlatotoctlis y con sus tecontontlis en las manos. Observan al meshícatl tecutli, que mantiene la cabeza agachada y los ojos cerrados.

—¿Qué ocurrió? —pregunta Yohualatónac después de un largo silencio.

—Ya no importa. —Izcóatl hace una seña a los sirvientes para que le lleven otro vaso lleno de octli—. Nada de lo que diga traerá de vuelta a mi hijo. —El criado se acerca en silencio y le entrega la bebida. El tlatoani observa el interior del contenedor y se encuentra con su reflejo, turbio por el movimiento del líquido.

—Pero puede servirnos a los consejeros —comenta Tlalitecutli y le da un ligero sorbo al néctar embriagante—. Y, por supuesto, nos sirve para ayudarle a usted.

Izcóatl los mira con desconfianza, dibuja una sonrisa sarcástica y suspira.

—Es importante para nosotros saber qué fue lo que ocurrió —insiste Tlalitecutli.

—Llegamos a Tepeshpan —cuenta el tlatoani con la mirada extraviada—, y no hubo mucha resistencia. Terminamos poco antes del nepantla Tonátiuh, «entre la una y las dos de la tarde», luego llegó Nezahualcóyotl con sus ejércitos, tras haber conquistado Chiconauhtla. Se encontraba eufórico. Demasiado, para ser preciso. Descomunalmente exaltado. Como un niño. No quería sentarse a descansar ni un momento. De pronto, dijo que marcháramos a Teshcuco. Le comenté que ya era tarde, que los soldados estaban cansados, que no habían dormido en toda la noche, que necesitaban comer y descansar. No me escuchó; insistió en que fuéramos y me dijo que iría con sus medios hermanos… —Inhala profundo, cierra los ojos y exhala lentamente—. Y… yo le dije que lo acompañaría. Me callé y actué como un sirviente. ¿Entienden lo que estoy diciendo? ¡Como un vasallo! Me puse al servicio de Nezahualcóyotl. Lo obedecí. Me callé lo que estaba pensando. Hice lo que él quería… Llevé a mi hijo a la muerte. —Los ojos del tlatoani se llenan de lágrimas—. Llevé a decenas de yaoquizque a morir. Estaban cansados. Ya era tarde. Debían descansar. Y ahora, allá afuera hay cientos de personas llorando por sus esposos, hijos, padres y hermanos. Por mi culpa. Por no haberme comportado como un huei tlatoani ante las insistencias de Nezahualcóyotl. Ahora no voy a poder mirar a los ojos a esas madres, esposas e hijas cuando me pregunten por qué su familiar está muerto. Por negligencia. Ésa es la única respuesta. Negligencia de Nezahualcóyotl y negligencia mía. Sí, ganamos la guerra, pero eso no traerá de regreso a los guerreros caídos.

—Siempre supe que había sido un error aceptar la creación del eshcan tlatoloyan —expresa Tochtzin con molestia.

—Lo peor fue aceptar la inclusión de Totoquihuatzin —agrega Tlalitecutli sentado junto a Tochtzin—. Únicamente actuará a favor de Nezahualcóyotl.

—En eso estoy de acuerdo —interviene Yohualatónac y dirige la mirada hacia Tlalitecutli y Tochtzin—. El año pasado peleamos contra Azcapotzalco para liberarnos del yugo tepaneca y ahora uno de los nietos de Tezozómoc dominará una tercera parte del huei chichimeca tlatocáyotl, sin haber hecho nada importante.

—En realidad, él no controlará nada —corrige Cuauhtlishtli y se sienta en dirección a los demás sacerdotes—. Sólo actuará como se lo ordene Nezahualcóyotl. Es decir, que Meshíco Tenochtítlan estará siempre a merced de Teshcuco y Tlacopan. Al final, no somos nada en el eshcan tlatoloyan.

—Estoy casi seguro de que Nezahualcóyotl y Totoquihuatzin lo planearon todo desde el día en que el tecutli tlacopancalca le entregó a su primogénita como concubina —asevera Tlatolzacatzin mientras se acomoda en su asiento para ver a sus compañeros de frente—. Y nos engañaron todo este tiempo.

—Dudo que haya sido de esa manera —responde Cuauhtlishtli al mismo tiempo que cruza el brazo izquierdo delante de su abdomen y lo sostiene con el derecho, cuya mano se lleva a la barbilla—. La estrategia de incluir a Totoquihuatzin es reciente. El príncipe chichimeca jamás planeó compartir el imperio con nadie. Y mucho menos con los tepanecas. Desde la muerte de su padre, se fijó la meta de recuperar el huei tlatocáyotl y cobrar venganza contra quienes mataron a Ishtlilshóchitl.

—Es decir, contra los meshítin. —Yohualatónac le da un trago a su octli—. Y por eso se alió con Tlacopan, para darnos la espalda. Nos utilizó. Fingió no guardar rencor hacia los tenoshcas, sólo para que le brindáramos nuestra ayuda.

—Ahora el problema es que nosotros estamos a merced del Coyote ayunado —agrega Tlalitecutli.

—¿De qué hablan? —pregunta Tlacaélel desde la entrada de la sala.

—Estamos hablando con… —Tochtzin voltea hacia el fondo de la sala y descubre que Izcóatl ya no está. Ninguno de los miembros del Consejo se percató que el tlatoani se había retirado mientras ellos discutían.

—¿Dónde está el huei tlatoani? —cuestiona intrigado Tlatolzacatzin mientras busca con la mirada en toda la sala.

—No vi cuando salió. —Cuauhtlishtli se pone de pie—. Iré a buscarlo.

—No es necesario —responde Tlacaélel al mismo tiempo que cojea hacia los miembros del Consejo—. Está llorando con su esposa en la sala de al lado. Dejen que desahogue su pena. Siéntate, Cuauhtlishtli, y cuéntame de qué estaban hablando.

El tlacochcálcatl se sienta en el tlatocaicpali y los demás consejeros lo observan con asombro por un instante, pues nadie tiene permitido usar el trono del tlatoani. Luego, miran la herida en la pierna y los moretones que tiene en el rostro y el cuerpo.

—Sobre el error que cometimos al aceptar la creación del eshcan tlatoloyan —responde Tochtzin con un gesto de molestia por lo que acaba de decir, mas no porque el tlacochcálcatl esté utilizando el asiento real.

—Sí. Fue un gravísimo error. —Tlacaélel cruza las piernas, se tapa la herida con la mano y alza la otra para indicar a los lacayos que sirvan más octli a los consejeros—. Tendremos que pagar las consecuencias.

—Estoy de acuerdo contigo, Tlacaélel. —Yohualatónac extiende el brazo mientras un criado le sirve octli. Le da un trago y continúa—. Estamos ante un nuevo vasallaje, aunque disfrazado de alianza.

—El mismo tlatoani nos acaba de contar hace un momento que Nezahualcóyotl lo trató como un vasallo —agrega Tlalitecutli con tono exagerado.

—¿Eso dijo? —pregunta Tlacaélel con el vaso en las manos, sin haber probado el octli.

—Dijo que él se había comportado como un vasallo —aclara Cuauhtlishtli un poco molesto por la interpretación de su compañero.

—Es lo mismo. —Tochtzin le da un largo trago a su bebida—. Nezahualcóyotl no le pidió su opinión a nuestro tlatoani. Tampoco escuchó sus recomendaciones. Como si fuera el único líder, Nezahualcóyotl ordenó y decidió marchar sólo cuando nuestro tlatoani no aceptó.

—Cierto —admite Cuauhtlishtli con la cara agachada y luego le da un sorbo a su licor.

—Corremos mucho peligro al existir la Triple Alianza —explica Tlacaélel mientras recarga su espalda en el tlatocaicpali; se cruza de brazos y piernas, las cuales también extiende hacia adelante. Se frota ligeramente la pierna lesionada en combate, no porque el dolor le incomode, sino porque ya se percató que la herida captó la atención de los consejeros.

—¿Por qué? —pregunta Yohualatónac intrigado.

—¿Se han puesto a pensar qué pasará con el Consejo ahora que las decisiones las tomarán Nezahualcóyotl y Totoquihuatzin? —Tlacaélel sonríe ligeramente y alza las cejas—. Corrijo: Ahora que las decisiones las tome el Coyote ayunado, pues es más que obvio que el tecutli de Tlacopan no decidirá nada. —Mueve la cabeza de izquierda a derecha mientras aprieta los labios—. Él sólo dirá que sí a lo que ordene el príncipe chichimeca. Nuestro tlatoani tampoco formará parte en la toma de decisiones porque, aunque él diga lo que sea, si al Coyote ayunado no le da la gana escucharlo, tal y como lo hizo en Tepeshpan y Teshcuco, no le hará caso. Es decir, que el Consejo, nuestro Consejo, ustedes y yo, tampoco seremos tomados en cuenta. Es más, cualquier día de estos pueden disolver el Consejo. Total, un tlatoani que no toma decisiones no necesita de consejeros. Así gobernaba huehue Tezozómoc. Mandaba llamar a todos los ministros y tetecuhtin de los altepeme aliados, quienes se reunían un día entero sólo para escuchar al tepanécatl tecutli, que ni siquiera se molestaba en simular que los escuchaba o que le interesaba conocer su opinión. Los congregaba para arengar y ordenar lo que a él le daba la gana.

—¡Eso no es posible! —exclama Tlalitecutli ligeramente ebrio.

—Sí lo es —responde Tlatolzacatzin—. El eshcan tlatoloyan tiene la última palabra. Se hará lo que los tres huehueintin tlatoque digan.

—Querrás decir: lo que el huei acólhua tlatoani decida —espeta el tlacochcálcatl y hace una pausa—. Aunque tal vez haya una forma… —hace otra pausa y espera.

—¿Cuál? —pregunta Tochtzin.

—Crear un tlatócan, un consejo integrado por cuatro nobles, cuatro militares y cuatro sacerdotes —explica Tlacaélel y se pone de pie.

—¿De qué nos serviría ampliar el número de miembros del Consejo? —pregunta Tlatolzacatzin con desconfianza.

—Primero que nada, se expande el control civil y militar. Por el momento somos seis sacerdotes, lo cual nos limita a la hora de tomar decisiones, pues visto desde afuera sólo somos religiosos, aunque algunos hemos asistido a las guerras y tenemos cargos militares, pero eso no sirve desde la informalidad. Necesitamos hacerlo formal. Que el poder militar tenga peso en la toma de decisiones del gobierno y no nada más se obedezcan los caprichos de un líder, como ocurrió ayer en Teshcuco. Tener cuatro nobles, cuatro militares y cuatro sacerdotes en el tlatócan amplía nuestra capacidad de sabiduría, de análisis y de respuesta. Le da pluralidad al Consejo. Por un lado, siempre se toma en cuenta la opinión de los ciudadanos por medio de los nobles, es decir, ministros capacitados, hombres que están todos los días entre la gente. Por otro lado, se escucha a los militares, los expertos en las guerras, los hombres fuertes. Y, finalmente, los sacerdotes, los individuos cercanos a los dioses, los que escuchamos a Tezcatlipoca y llevamos su voz al pueblo.

—Jamás estaríamos por arriba del eshcan tlatoloyan —aclara Yohualatónac—. Las leyes son muy explícitas. Ellos tendrán la última palabra.

—Tal vez, pero estaríamos más capacitados para asesorar a los huehueintin tlatoque. —Tlacaélel camina alrededor de los consejeros, los analiza uno a uno, respira sus miedos y enojos.

—¿Por qué le harían caso al tlatócan? —Yohualatónac se pone de pie y sigue a Tlacaélel con la mirada—. ¿Cuál sería la diferencia entre un consejo de seis sacerdotes y otro de doce?

—El número y los líderes militares. —El tlacochcálcatl se detiene frente a Yohualatónac, coloca las manos detrás y las entrelaza—. Pensemos en lo que ocurrió ayer. —Alza las cejas—. Nezahualcóyotl decidió atacar Teshcuco, a pesar de que ya era tarde y de que Izcóatl le advirtió que los yaoquizque estaban cansados y que lo mejor sería aguardar esa noche para reiniciar la ofensiva al amanecer. Nuestro tlatoani no lo impidió. Era una decisión que se estaba debatiendo entre dos. Pero… —Tlacaélel camina hacia los otros cuatro sacerdotes y los observa fijamente, como si les hablara a los alumnos en el calmécac—. ¿Qué habría ocurrido si cuatro de los capitanes del ejército hubieran formado parte del tlatócan? Mejor aún, ¿si ellos tampoco hubieran estado de acuerdo con atacar Teshcuco tan tarde?

—Habrían impedido el ataque —responde Cuauhtlishtli y dibuja una ligera sonrisa que en estado sobrio no habría liberado—. Y se habrían salvado muchas vidas.

—¡Exacto! —Tlacaélel extiende los brazos hacia los costados—. Quien controla el ejército, controla el gobierno.

Los miembros del Consejo se miran entre sí con asombro y temor, ya que entienden perfectamente lo que aquello implica.

—¡No podemos hacer eso! —exclama Cuauhtlishtli arrepentido por haberse dejado llevar por la conversación.

—Pero Nezahualcóyotl sí podrá destituir el Consejo. —Tochtzin se pone de pie dispuesto a debatir con su compañero.

—No es necesario que tomen una decisión en este momento —interviene Tlacaélel para evitar una confrontación entre los consejeros—. Por ahora debemos salir a la plaza principal a celebrar la gran victoria con el pueblo.

—Sí, vamos —responde Tochtzin con entusiasmo.

Los teopishque se ponen de pie y caminan a la salida. Cuauhtlishtli busca con la mirada a Yohualatónac, su aliado en el Consejo, para saber qué es lo que está pensando. Teme que el tlacochcálcatl quiera sublevarse al eshcan tlatoloyan. En el pasillo se encuentran con Izcóatl y Motecuzoma Ilhuicamina, quienes justo en ese momento abandonan la sala principal del palacio, donde permanecen Huacaltzintli y sus hijos Tezozomóctli y Tizahuatzin, ambos muy mal heridos. El tlatoani y los seis consejeros se observan en silencio por un instante y, sin cruzar palabra, se dirigen al Recinto Sagrado. Los teopishque avanzan detrás del tlatoani y el tlacatécatl.

—Ha llegado la hora de celebrar. —Tlacaélel camina con la frente en alto, delante de los otros cinco miembros del Consejo.

Izcóatl se detiene de súbito, voltea hacia su sobrino y lo mira con seriedad.

—¿Celebrar? —Camina hacia el tlacochcálcatl hasta quedar tan cerca de él que puede oler su aliento—. En este momento vamos a rendir homenaje a nuestros soldados caídos. —Lo mira fijamente a los ojos—. Hablaremos con los deudos y les pediremos perdón por nuestros yerros.

—¿Por qué arruinar la fiesta? —Tlacaélel gira la cabeza a la derecha y luego a la izquierda para evitar el encuentro de miradas—. Las exequias siempre se llevan a cabo cinco días más tarde.

—Te exijo que muestres empatía con las familias de los muertos y heridos. —El tlatoani se da media vuelta y sigue rumbo al Recinto Sagrado, donde ya se encuentra reunida la población tenoshca.

A un lado del Coatépetl, se ubica el tlacochcalco, donde yacen los cuerpos de los yaoquizque caídos en combate. El huei tlatoani y los miembros del Consejo caminan al frente y suben veinte escalones hasta llegar al segundo basamento del Monte Sagrado. Izcóatl observa con dolor las extensas filas de cadáveres, acongojado baja la cabeza, se tapa la boca con una mano temblorosa, hace un enorme esfuerzo para no derramar una lágrima, traga saliva, respira pausado, levanta la mirada y se halla frente a un pueblo taciturno y melancólico.

—¡Meshícas tenoshcas! —habla en voz alta y siente las miradas como espinas de maguey en todo el cuerpo—. Nos encontramos reunidos para darles la última despedida a nuestros padres, hermanos, hijos, sobrinos, tíos, amigos y vecinos caídos en combate. Todos ellos, valientes guerreros, dignos representantes de nuestra sangre y nuestra tierra. Ellos lucharon con todas sus fuerzas para defender nuestra libertad, nuestra familia, nuestra isla. Sin su sangre, esta victoria no habría sido posible. —Guarda silencio y baja la vista. El sufrimiento no le permite seguir con su discurso. Aprieta los labios. Sabe que debe continuar y hace un gran esfuerzo para no quebrarse delante de su pueblo—. Sé que el dolor es muy grande. Entiendo la pena por la que ustedes, madres y esposas, están pasando. Un retoño de su jardín ha muerto y no hay forma de plantar las flores marchitas. Pero podemos preservar los pétalos, así como podemos guardar el recuerdo de nuestros hijos y hermanos. Meshícas tenoshcas. —El tlatoani hace otra pausa y sus ojos se llenan de lágrimas—. Quiero y necesito pedirles perdón. Les ruego que me perdonen por las muertes de sus seres queridos. Yo debí cuidarlos y no lo hice. Los llevé a la guerra y los dejé que se cansaran. Fue mi error. No debí… —Se dobla y llora como si tuviera un fuerte dolor en el estómago—. Yo soy el único culpable de que hoy sus hijos estén muertos.

La gente lo mira en silencio. El tlacochcálcatl mira a su hermano y a los miembros del Consejo y les hace una señal para que vayan por el tlatoani y lo quiten de ahí.

—¡Meshícas tenoshcas! —interviene Tlacaélel mientras los cinco consejeros llevan al tlatoani al interior del tlacochcalco, donde nadie los vea—. Ahora es momento de celebrar la gran victoria. Ustedes ya saben el procedimiento para los funerales de los yaoquizque. En representación de nuestros soldados caídos, fabricaremos bultos forrados con los atavíos correspondientes al rango de cada difunto. Colocaremos los bultos en orden y daremos inicio al velorio. Unos entonarán cantos fúnebres y otros danzarán con tristeza. Cuatro días después, encenderemos los bultos hasta que queden hechos cenizas, y los enterraremos al día siguiente. Mientras tanto es momento de celebrar el gran triunfo de los tenoshcas. ¡Que retumben los huehuetles y los teponaztlis y que comience el huei mitotia!

Inmediatamente se escucha el sonido de los tambores:

¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!… ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

Los danzantes aparecen en el centro y comienzan a bailar mientras al fondo algunos soldados comienzan a gritar.

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!

Tlacaélel se da media vuelta y entra al tlacochcalco. Afuera, el resto de los capitanes y ministros se encargan de organizar la celebración que habrá esa noche.

—¿Cómo te atreves a interrumpirme en un discurso? —reclama el tlatoani al ver entrar a su sobrino al mismo tiempo que se pone de pie y camina enfurecido hacia él, como si pretendiera golpearlo, pero no lo hace; se detiene, aprieta los puños, arruga los labios y frunce el entrecejo.

—No le pido que me perdone, mi señor —responde el tlacochcálcatl sin la menor señal de arrepentimiento—, pues era necesario interrumpirlo. El pueblo tenoshca necesita a un tlatoani fuerte, sereno, orgulloso de su triunfo y no a un hombre desalentado, avergonzado, pesimista e impotente. No fue su culpa. Jamás lo vuelva a repetir. No fue su culpa. En las guerras siempre habrá muertos. Siempre habrá funerales. Y nosotros no podemos ni debemos humillarnos ante el pueblo y mucho menos señalarnos como culpables. ¿Tiene idea de lo que habría sucedido si alguna de esas personas le hubiera tomado la palabra y le hubiera vociferado denuestos? La furia se contagia y se propaga rápidamente. En un instante no sólo habríamos tenido un reclamo, sino veinte o treinta, y luego una multitud demandando justicia, exigiendo un culpable, un acusado, ¡usted! Y, en consecuencia, un condenado a muerte. Pero ellos no habrían esperado a que se llevara a cabo un juicio, se habrían levantado contra el gobierno y nos habrían aplastado a todos. No, señor. El gobierno nunca debe admitir la culpa. Ante el pueblo, el gobierno siempre debe mostrarse fuerte, estable y autoritario. Siempre debe culpar a otros de los fracasos y rechazar cualquier acusación. Eso, señor, si quiere mantenerse en el cargo. Si quiere mantener su gobierno a flote.

—¿Quién eres? —pregunta el tlatoani atónito ante las palabras del tlacochcálcatl.

—Su consejero —responde Tlacaélel con la mirada fija en su tío—. Y estoy haciendo mi trabajo, aunque ello implique contradecirlo y hacerlo enojar.

—¿En qué te has convertido? —Izcóatl frunce el ceño, mueve la cabeza de izquierda a derecha y se prepara para salir al Recinto Sagrado.

—Le recomiendo que no vaya en esa dirección. —Tlacaélel se vuelve a parar delante del tlatoani—. Tenemos muchos asuntos pendientes que atender.

—¿Qué asuntos? —cuestiona Izcóatl con irritación y sin ganas de ver a su sobrino.

—Nezahualcóyotl envió una embajada para solicitar su presencia urgentemente en Teshcuco. Tienen capturados a Teotzintecuhtli y a Tlilmatzin.

—¿Quién se cree que es? —pregunta Tochtzin disgustado.

—Es el huei tlatoani de Teshcuco —responde el tlacochcálcatl—. Él puede ordenar lo que le venga en gana. Nosotros debemos obedecerlo, aunque no nos guste —agrega para desagradar a los miembros del Consejo.

—Todavía no lo es —aclara Tochtzin—. No lo hemos reconocido ni jurado. Todavía estamos a tiempo de detener el eshcan tlatoloyan e impedir la sumisión de los tenoshcas ante los acólhuas.

—No entraremos en esa discusión —interrumpe Izcóatl, consciente de la inconformidad de los teopishque con el eshcan tlatoloyan y de lo peligroso que puede ser si siguen nutriendo esa animadversión—. Respetaremos los acuerdos con Nezahualcóyotl y, a partir de este momento, él es el huei tlatoani de Teshcuco. Hablaré con los embajadores chichimecas para informarles que al amanecer saldremos para allá. Mientras tanto iré con las familias de los muertos.

—No lo haga —insiste Tlacaélel.

—Tú no eres nadie para decirme qué puedo o no hacer.

El tlatoani sale del tlacochcalco y se reúne con los deudos de los soldados caídos, quienes lo reciben con gratitud y rebosada devoción. Habla con cada uno de ellos, les pregunta por los nombres de sus familiares, escucha sus historias, abraza a las ancianas afligidas, carga a los niños huérfanos, ofrece su apoyo a las viudas, y aunque muchos le preguntan por su hijo Cuauhtláhuac, Izcóatl se niega a incluirlo en las conversaciones, pues siente que no es él quien debe ser el centro de atención, sino la gente, los más desvalidos, así que calla, se aguanta las ganas de llorar por su hijo y continúa con su labor: servir a su altépetl.

A la mañana siguiente, el tlatoani y los seis miembros del Consejo salen en el huei acali rumbo a Teshcuco, seguidos de una treintena de canoas repletas de yaoquizque, no por miedo a ser atacados, sino para exhibir la grandeza de los tenoshcas. Al llegar a Teshcuco, encuentran un altépetl vivo, pues es el único que no destruyeron después de ganar la guerra. Caminan rodeados de personas que los miran con curiosidad y que saben el motivo de la su visita. En el técpan, «palacio», los recibe el consejero de mayor confianza de Nezahualcóyotl, quien siempre ha dudado de los meshícas y más ahora que los ve llegar con una tropa robusta, como si quisieran intimidar a los acólhuas.

—Acompáñenme —dice Pichacatzin sin saludarlos ni mostrar reverencia ante el tlatoani de Tenochtítlan—. Los huehueintin tlatoque Totoquihuatzin y Nezahualcóyotl ya los esperan en el tlatzontecoyan, «juzgado».

El ejército meshíca permanece afuera del palacio, mientras el tlatoani y los teopishque siguen a Pichacatzin. En su camino, se cruzan con decenas de sirvientes restregando los pisos y las paredes.

—Señores, agradezco su pronta respuesta —dice Nezahualcóyotl de pie en el centro de la sala del juzgado. Se le nota fuerte y de buen ánimo, a pesar de los moretones en el rostro y el cuerpo—. Han transcurrido doce años desde que terminó la guerra entre mi padre y huehue Tezozómoc. Desde entonces no ha habido paz en el cemanáhuac. Por eso decidí llevar a cabo este juicio de inmediato, para que los altepeme que aún no han enviado sus embajadas para rendir vasallaje, entiendan que deben hacerlo lo más pronto posible.

—Si ésa es su voluntad, que así sea —responde el tlatoani Izcóatl.

—Tlazohcamati —responde el tlatoani Nezahualcóyotl.

En un extremo de la sala yacen tres asientos reales y en el otro extremo diez asientos, en los cuales se sientan los miembros del Consejo meshíca y acólhua. Sin demora entran soldados con Teotzintecuhtli y Tlilmatzin atados de manos y pies, con lo cual apenas si pueden avanzar con pasos muy cortos. El tecutli de Shalco se halla entero y sin un rasguño. El medio hermano de Nezahualcóyotl difícilmente puede mantenerse en pie, tiene los dos ojos inflamados, la nariz rota, la dentadura destrozada y múltiples heridas en todo el cuerpo.

El Coyote hambriento se sienta en su tlatocaicpali con una postura soberbia y observa con rencor a los dos prisioneros, quienes no muestran temor ni arrepentimiento. Todos los asistentes guardan silencio. Los tres gobernantes se miran entre sí en señal de que ha llegado el momento de iniciar el juicio.

—Teotzintecuhtli, estás aquí para ser juzgado por tus crímenes y traición al huei chichimeca tlatocáyotl —dice Nezahualcóyotl con un tono de voz estoico y la mirada inclemente—. ¿Tienes algo que alegar a tu favor?

—Sí —responde el tecutli de Shalco desde el centro de la sala con las manos atadas—. Todo lo que hice fue por lealtad a Ishtlilshóchitl. —Alza la frente con orgullo.

—¿Lealtad a mi padre? —El huei chichimeca tlatoani se inclina hacia el frente y coloca las manos sobre las rodillas.

—Así es, mi señor —insiste Teotzintecuhtli sin romperse—. Usted sabe que Shalco estuvo con su padre cuando huehue Tezozómoc se negó a reconocerlo como huei chichimécatl tecutli. Luego, tuvimos algunas diferencias, pero siempre fue por defender la memoria de su padre. Nuestro amado in cemanáhuac huei chichimécatl tecutli.

—¿Tienen algo qué decir huehueintin tlatoque? —Nezahualcóyotl voltea a la izquierda, donde se encuentra Totoquihuatzin, y a la derecha para ver a Izcóatl.

—¿Estás dispuesto a rendir vasallaje al eshcan tlatoloyan? —pregunta Totoquihuatzin, decidido a terminar con ese juicio lo más rápido posible.

—Sí —responde el tecutli de Shalco y sonríe ligeramente.

—¿Sigues pensando que los meshícas somos tus enemigos? —cuestiona Izcóatl dispuesto a extender el proceso lo que sea necesario para que sea un juicio justo, pues aunque no le agrada la forma de ser de Teotzintecuhtli, no quiere que el caso se convierta en un acto de venganza.

—No. —El tecutli shalca agacha la cabeza con humildad—. Y pido perdón por el daño que hice. —Aprieta los labios para no evidenciar lo que realmente está pensando.

—Pido la palabra —Tlacaélel se pone de pie.

Izcóatl mira con desconfianza a su sobrino. Dirige los ojos al tlatoani acólhua con intención de que éste voltee a verlo y así poderle enviar una señal de alarma.

—Adelante —responde Nezahualcóyotl sin haberse percatado de las miradas del tlatoani meshíca—. Habla.

—Quiero recordar al tlacshítlan, «tribunal», que el año pasado el príncipe chichimeca me envió a Shalco para solicitar ayuda para combatir a las tropas de Azcapotzalco. El tecutli Teotzintecuhtli contestó sumamente enojado y me negó la ayuda. Luego, sus consejeros le sugirieron que me enviara a Azcapotzalco para que Mashtla hiciera conmigo lo que le diera la gana, pero ese hombre que ven ahí tuvo misericordia. Se apiadó de mí. Y por compasión me dejó en libertad. Gracias a él hoy estoy vivo. Y no sólo eso. Hace unos días fui con mis tropas a Shalco y nos recibió de manera pacífica. Se rindió sin lanzar una sola flecha. Pidió perdón y ofreció vasallaje al eshcan tlatoloyan. Señores, tienen frente a ustedes un hombre leal a Teshcuco, a Ishtlilshóchitl, a sus principios y, principalmente, compasivo y dispuesto a aprender de sus errores. Les pido compasión para quien tuvo compasión por mí. Tlazohcamati.

—Cuando mi abuelo Techotlala murió —toma la palabra el Coyote sediento—, huehue Tezozómoc se negó a reconocer a mi padre por más de cinco años. Luego, mi padre le declaró la guerra y ganó. El tecutli de Azcapotzalco imploró clemencia igual que su padre Acolhuatzin cuando mi bisabuelo recuperó el huei tlatocáyotl. Quinatzin perdonó a Acolhuatzin e Ishtlilshóchitl absolvió a Tezozómoc, quien inmediatamente se reunió con los aliados de mi padre para convencerlos de que se unieran a él y lo consiguió. Me rehúso a que la historia se repita. —Dirige la mirada a Izcóatl y Totoquihuatzin—. ¿Ustedes quieren que un día de estos Shalco se rebele contra nosotros?

Los huehueintin tlatoque se miran entre sí. Guardan silencio por un instante.

—¿Tienen una decisión? —pregunta Nezahualcóyotl a Totoquihuatzin e Izcóatl.

—Propongo que se le perdone la vida y se le obligue a pagar el doble de tributo que los demás altepeme —responde el tlatoani meshíca.

—Yo también sugiero que se le perdone la vida y que pague el doble de tributo —expresa el tlatoani tepaneca.

—¿Qué? —pregunta Nezahualcóyotl muy molesto—. ¿No escucharon los argumentos que les di?

—Sí los escuchamos —responde Izcóatl con tranquilidad—, y también oímos la declaración del tlacochcálcatl, la cual contiene mucho de verdad. Si el acusado no hubiera liberado a mi sobrino, él no estaría aquí, algo que no puedo asegurar que sea bueno o malo, pero que debemos tomar en consideración. El tecutli de Shalco también ha hablado en su defensa y su argumento es totalmente válido. En ningún momento expresó odio hacia Teshcuco, los acólhuas o su persona. De hecho, arguyó que su rebelión se debió al afecto que le tiene a la familia chichimeca. Es por ello que mi veredicto es a favor del acusado.

—Tlatoani Totoquihuatzin. —Lo mira con despotismo—. ¿Está seguro de su veredicto? ¿No quiere razonar?

—Perdone que intervenga nuevamente —Izcóatl alza la voz con molestia—. ¿No es esto un eshcan tlatoloyan? Usted propuso un gobierno de tres cabezas. Fue usted quien planteó la inclusión de Tlacopan para que no hubiera absolutismo en el tlatocáyotl, para que no hubiera jamás otro Tezozómoc y otro Mashtla. ¿Ahora pretende influir en el veredicto del tlatoani tepaneca?

El tlatoani acólhua baja la vista y aprieta los labios sin responderle al tlatoani tenoshca. Finalmente, se dirige al acusado:

—Los dos tlatoque han dado su veredicto. Yo no te perdono la vida, pero en el tlacshítlan, «tribunal», no se hará sólo lo que un hombre diga. Y si ellos te han perdonado la vida, yo tendré que aceptar su veredicto. Espero que el tributo que pagues al eshcan tlatoloyan sea puntual. A partir de este momento quedas en libertad.

—Tlazohcamati —Teotzintecuhtli sonríe ligeramente y agacha la cabeza en forma de gratitud.

—Continuemos —dice el tlatoani acólhua.

Los soldados se llevan al tecutli de Shalco fuera de la sala donde le desatan las manos y lo dejan en libertad para que pueda regresar a su altépetl.

—Tlilmatzin, estás aquí para ser juzgado por tus crímenes y traición al huei chichimeca tlatocáyotl —dice Nezahualcóyotl—. ¿Tienes algo que alegar a tu favor?

—¡Soy el legítimo heredero de Ishtlilshóchitl! —responde con la frente en alto.

—Tú sabes que eso no es cierto —responde Nezahualcóyotl muy molesto.

—¡Yo soy el legítimo heredero del huei chichimeca tlatocáyotl! —insiste y señala a Totoquihuatzin con el dedo índice—. ¡Él lo sabe!

El tecutli tlacopancalca traga saliva y atemorizado desvía la mirada, pues sabe que su primo dice la verdad y vuelve a su mente el vago recuerdo en el que una embajada de Teshcuco llevó a la princesa Tecpatlshóchitl para devolvérsela a huehue Tezozómoc, con el argumento de que a Ishtlilshóchitl no le gustaban los modales de la tepanécatl cihuápili, cuando apenas si se había cumplido una veintena desde la boda. Y aunque Totoquihuatzin era apenas un niño, bien pudo comprender lo que estaba sucediendo: su familia había sido agraviada de manera pública y de la forma más ofensiva posible. La jovencita corrió a los brazos de su padre, le suplicó que la perdonara y, con el rostro empapado en llanto, le juró que ella no había deshonrado a la dinastía tepaneca en ningún momento, pues como bien se lo habían enseñado en casa había obedecido en todo, se había ofrecido a ayudar en los quehaceres del palacio, había callado en las reuniones familiares, había obedecido a su marido y había sido complaciente sin jamás hacer un gesto grosero, a lo que el tepanécatl tecutli respondió que ella no tenía que darle explicaciones, pues bien sabía que ella decía la verdad y que todo eso no era más que una vileza de Ishtlilshóchitl, por lo que a partir de ese instante, tuvo la certeza de que se la cobraría con la vida, aunque no tenía claro cuándo ni cómo. Hundida en el pantano de la humillación, la princesa Tecpatlshóchitl suplicó a su padre que la enviara a uno de sus palacios de descanso y él accedió a llevarla personalmente a Tlacopan, donde la joven permaneció más de un año y dio a luz a un hijo de Ishtlilshóchitl que, por ser el primogénito y de un matrimonio legítimo, era el legítimo heredero del imperio chichimeca, pero de eso nadie se enteró más que Tezozómoc y las cihuapipiltin que cuidaban de la princesa tepaneca, quien tras enterarse de la boda entre Ishtlilshóchitl y Matlacíhuatl le robó un cuchillo a uno de los soldados que cuidaban el palacio y, en su soledad, se lo enterró en el pecho. En cuanto las cihuapipiltin encontraron su cuerpo, corrieron al palacio de Azcapotzalco para dar la trágica noticia a Tezozómoc, quien desesperado se dirigió hasta aquel altépetl vecino y, con su hija en brazos, sin comer, sin hablar y sin dormir, lloró por varios días. El único que pudo entrar a verlo fue su esclavo Totolzintli, quien también permaneció ahí día y noche como testigo de las lágrimas que derramó Tezozómoc y narrador del tlacuilo que plasmó aquel dramático momento en los amoshtin, «libros pintados», de la historia tepaneca. Tras el funeral de Tecpatlshóchitl, el tecutli de Azcapotzalco decidió entregarle su nieto a una de las doncellas que habían cuidado a su hija y le ordenó que nunca le contara a nadie quién era ese niño y amenazó con matarla si lo hacía, pero aquella mujer no pudo guardar el secreto, pues creía que era su deber hacerle saber a Tlilmatzin que él no era un macehuali, y mucho menos un bastardo, sino el legítimo heredero del huei chichimeca tlatocáyotl.

—Huei tlatoani de Tlacopan, ¿tiene usted algo que decir al respecto? —pregunta Nezahualcóyotl a Totoquihuatzin—. ¿Es cierto lo que dice el acusado?

—No —responde Totoquihuatzin y piensa en su tía Tecpatlshóchitl; luego, recuerda los motivos de huehue Tezozómoc para esconder al hijo de Ishtlilshóchitl: impedir que el verdadero y legítimo heredero del huei chichimeca tlatocáyotl fuera reconocido, pues con ello se truncaba el linaje chichimeca. Una venganza pura y siniestra contra Techotlala e Ishtlilshóchitl, quienes de haber sabido de la existencia de Tlilmatzin lo habrían rescatado—. Yo no sé nada de lo que está hablando el acusado.

—Huei tlatoani de Meshíco Tenochtítlan, ¿tiene usted algo que agregar? —cuestiona el tlatoani acólhua.

—No —contesta Izcóatl, indiferente al caso de Tlilmatzin, pues considera irrelevantes y colmados de frivolidad los reclamos por linaje.

—Huehueintin tlatoque Izcóatl y Totoquihuatzin, ¿cómo declaran al acusado?

—Culpable —responde el tlatoani de Tlacopan con la mirada baja.

—Culpable —agrega el tlatoani de Meshíco Tenochtítlan.

—Tlilmatzin —sentencia Nezahualcóyotl—, has sido encontrado culpable y, por ello, condenado a muerte por este tlacshítlan, «tribunal», por lo cual serás llevado al téchcatl, «piedra de los sacrificios», en este preciso instante.

—¡Yo soy el legítimo heredero del huei chichimeca tlatocáyotl! —grita Tlilmatzin.

—Se te ordena que guardes silencio —Nezahualcóyotl alza la voz.

—¡Yo soy el único heredero del huei chichimeca tlatocáyotl! —vocifera nuevamente el condenado a muerte.

—¡Guarda silencio! —repite el huei tlatoani de Teshcuco.

—¡Yo soy el verdadero heredero del huei chichimeca tlatocáyotl!

—Llévenlo a la plaza principal —ordena Nezahualcóyotl furioso.

—¡Yo soy el legítimo heredero del huei chichimeca tlatocáyotl! ¡Yo soy el verdadero heredero del huei chichimeca tlatocáyotl! —grita Tlilmatzin mientras los soldados lo arrastran a la salida—. ¡Yo soy el genuino heredero del huei chichimeca tlatocáyotl!

Los huehueintin tlatoque y los miembros de ambos Consejos caminan a la plaza donde se llevará a cabo el sacrificio de Tlilmatzin frente a todos los ciudadanos de Teshcuco, quienes observan con júbilo aquella procesión. Entre la multitud se encuentran los medios hermanos de Tlilmatzin y Nezahualcóyotl: Tozcuetzin, Atotoztzin, Tzontecochatzin, Ichantlatocatzin, Acotlotli, Ayancuiltzin, Shiconacatzin, Cuauhtlehuanitzin y Shontecóhuatl, conscientes de que Tlilmatzin dice la verdad.

—¡Yo soy el legítimo heredero de Ishtlilshóchitl! —grita Tlilmatzin acostado sobre la piedra de los sacrificios mientras cinco hombres lo sujetan fuertemente de piernas y brazos—. ¡Yo soy el legítimo heredero del huei chichimeca tlatocáyotl! ¡Mi madre era Tecpatlshóchitl! ¡Mi abuelo era huehue Tezozómoc!

El sacerdote sacrificador entierra el cuchillo en el abdomen de Tlilmatzin y corta de forma horizontal, debajo de la costilla derecha hacia la izquierda. Saca las tripas y las deja caer al suelo.

—¡Yo soy el le…! —sigue gritando Tlilmatzin con mucho dolor y ya sin fuerzas.

El sacerdote introduce la mano en el abdomen de Tlilmatzin, mueve los órganos para llegar al corazón, que jala hasta que las arterias se estiran, e introduce la otra mano y las corta con el cuchillo.

—Yo… —balbucea Tlilmatzin antes de morir.

El sacerdote sacrificador saca el corazón y lo muestra a los asistentes. Al mismo tiempo, la sangre le escurre de los brazos hasta las axilas.

180 Tlatotoctlis, «asientos de mimbre con forma cúbica o rectangular». También se les llama icpalli.