39

Luego de cinco días de duelo y dos de exequias —en las que incineraron en una gigantesca hoguera los cuerpos de los yaoquizque muertos en campaña, mientras los huehuetque, «ancianos», con sus cabellos trenzados y las cabezas emplumadas, tocaban el tlalpanhuéhuetl, «tambor bajo», y entonaban el miccacuícatl, «canto de los muertos», y los cencáltin, «familiares», danzaban con melancolía durante toda la noche hasta el amanecer, cuando finalmente enterraron las cenizas—, como un prodigio inesperado, regresa la tranquilidad a la isla meshíca, la gente recupera el ánimo, vuelve a su rutina diaria y los canales de la ciudad se colman nuevamente de canoas, igual que las calles, ahora, cual hormiguero, repletas de gente que va en todas las direcciones con un sinfín de quehaceres, sobre todo para barrer y adornar con flores la ciudad isla, que esta tarde será la sede en la que Nezahualcóyotl, Izcóatl y Totoquihuatzin serán jurados y reconocidos como in eshcan tlatoloyan huehueintin tlatoque, «grandes tlatoanis del imperio entre tres».

Al dar el tlacualizpan, «alrededor de las nueve de la mañana», Shalcápol —hermosamente ataviado con plumas blancas, una guirnalda de flores, aretes de oro, un collar de piedras preciosas, ajorcas de oro arriba de los codos, pulseras, un tilmatli para cubrir su espalda, cintas con cascabeles de oro en las piernas y sandalias de cuero— sale del huei tecpancali, lugar en el que desayuna todas las mañanas con el tlatoani y los consejeros, y camina fatuo por las calles de Tenochtítlan, donde centenares de personas disciplinadas se arrodillan en cuanto lo ven y lo veneran, tal y como lo ordenó el tlatoani, pero el representante de Tezcatlipoca en el cemanáhuac los ignora, como si nadie le mostrara devoción, como si no existieran, como si no merecieran respeto, y camina sin mirar al suelo, y si acaso la mano o el brazo de alguno de los fieles se encuentra en su camino, los pisa o los patea, como quien remueve un estorbo de la vereda; y se dirige al Coatépetl donde, como todos los días, permanecerá sentado en un tlatocaicpali, acompañado de mancebos galanes y doncellas encantadoras que se ocuparán de seducirlo y agasajarlo mientras él se entrega epicúreo a la holgazanería.

No obstante, esa mañana, antes de que Shalcápol llegue al Recinto Sagrado, un suceso imprevisto lo despoja de la atención de sus admiradores: llega a la isla de Meshíco Tenochtítlan una embajada de Shalco, escoltada por cincuenta soldados, cuatro pipiltin al frente, seguidos por ocho cargadores que llevan en andas a la hija de Teotzintecutli, una joven de dieciséis años de edad, llamada Maquítzin, y hasta atrás ochenta tlamémeh con sus pesados cacashtlis en las espaldas. Miles de macehualtin observan con curiosidad a la cihuápil, que va sentada sobre las andas y cubierta por un palio blanco con magníficos bordados de diversos colores y flecos de gruesos hilos que impiden a los curiosos verla claramente.

Mientras la procesión avanza, los soldados del palacio se apresuran a informar al tlatoani sobre el arribo de la embajada de Shalco, pero al llegar a la sala principal los guardias les comunican a los enviados que Izcóatl y los nenonotzaleque, «consejeros», tienen asamblea, por lo que deberán esperar a que ésta concluya. Uno de los yaoquizqui recomienda a sus compañeros que le anuncien al meshícatl tecutli lo antes posible sobre la llegada de la embajada shalca.

—Señores consejeros —dice Izcóatl sentado en su tlatocaicpali—, es momento de que comencemos una nueva ampliación del Coatépetl.217 Enviaremos embajadas a Shochimilco y Coyohuácan para que, en cumplimiento de su vasallaje, nos traigan madera, piedra de tezontle, basalto y cal para la construcción.

Los seis miembros del Consejo se muestran extremadamente contentos con la noticia, ya que desde hace treinta años —poco antes de que finalizara el gobierno de Acamapichtli— no se han realizado ampliaciones al Monte Sagrado.

—¡Magnífica decisión, mi señor! —celebra Tochtzin.

—Nuestros dioses Huitzilopochtli y Tláloc estarán muy contentos —agrega Tlatolzacatzin con entusiasmo.

—Ya era necesario —comenta Yohualatónac—. Mejor dicho: indispensable. Por el bien de nuestro huei altépetl. Si no cuidamos de las casas de nuestros dioses, ¿cómo podemos esperar que ellos nos protejan?

—¿Cómo pedirle agua a Tláloc si no le damos el llanto de los niños? —agrega Tlacaélel—. ¿Cómo pedirle sol a Huitzilopochtli si no le ofrendamos la sangre de nuestros cautivos?

Uno de los sirvientes entra con discreción a la sala, interrumpe al tlatoani y le susurra al oído que una embajada de Shalco lo busca afuera del palacio y que trae a la hija de Teotzintecutli y a ochenta cargadores con ofrendas. Izcóatl se sorprende y ordena que permitan la entrada de los embajadores y los cargadores, los cuales ingresan un instante más tarde y, siguiendo el protocolo, se arrodillan delante del tlatoani y solicitan permiso para hablar, el cual les es concedido.

—Honorable, muy respetado y admirado huei tlatoani de Meshíco Tenochtítlan —dice el embajador con elocuencia—. Distinguidos miembros del Consejo. Los pipiltin que me acompañan y yo, su humilde servidor, en nombre de nuestro amo y señor Teotzintecutli, agradecemos, desde lo más profundo de nuestros corazones, la gentileza que han tenido al recibir a esta modesta embajada. El huei tlatoani del shalcáyotl, «confederación de Shalco Amaquemecan» nos ha enviado para que hagamos entrega de su joya más preciada, su hija Maquítzin, para que se case con su sobrino, el tlacochcálcatl, teopishqui y nonotzale, «consejero», Tlacaélel. Asimismo, le manda decir que él llegará a la jura de los in eshcan tlatoloyan huehueintin tlatoque un poco más tarde, pero mientras tanto envía estas mantas, plumas, piedras preciosas y granos como muestra de gratitud al tlatoani de Meshíco Tenochtítlan.

En ese momento los tlamémeh caminan al frente de la sala con sus cacashtlis en las espaldas, los cuales colocan en el piso y los destapan para que el tlatoani pueda contemplar las pacas de finas mantas de algodón, los costales repletos de cacao, centenares de ihuitlis, «plumas», —de quetzal, shiuhtótotl, «cotinga azul», tlauhquéchol, «espátula rosada», toquilcóyotl, «grulla», quetzaltotólin, «pavorreal», cóchotl, «guacamaya», tlalalácatl, «ganso», zolcanahutli, «pato galán», canauhtli, «pato triguero», quetzaltezolocton, «cerceta verde», metzcanauhtli, «pato luna», ehecatótotl, «mergus cucullatus», atapálcatl o iacatexotli, «pato zonzo», tzitziua, «pato golondrino», shalcuani, «pato chalcuán»—, piedras preciosas, —apozonali, «ámbar», chalchíhuitl, «jade», shíhuitl,218 «turquesa», teoshíhuitl, «turquesa fina», shiuhtomoli, «turquesa redonda», y shiuhmatlalitztli, «piedra preciosísima de color azul»,219 técpatl, «pedernal», iztli, «obsidiana»—,220 así como metales en polvo y pepitas —cóztic teocuítlatl, «oro», e íztac teocuítlatl, «plata»—; y selectos ornamentos: pipilolis, «orejeras», yacametztlis, «narigueras», temalacatetlis, «bezoleras», tenzacanecuilis, «barbotes», teocuitlamecatlis, «cadenas de oro y plata», cozcatlis, «collares», y matacashtlis, «pulseras», todo esto para uso exclusivo del huei tlatoani.

—Ponte de pie —Izcóatl le habla a Maquítzin, quien también se encuentra de rodillas.

La hija de Teotzintecutli obedece con sumisión, pero sin levantar el rostro. El tlatoani la observa en silencio por un instante y analiza el motivo del tecutli shalca para enviar —además de la enorme cantidad de regalos, que eran predecibles por la jura— a su hija; desconfiado, se cuestiona las intenciones para mandarla a Tenochtítlan y no a Teshcuco.

—Mírame —ordena Izcóatl.

Maquítzin alza la cara y sus ojos rojos delatan la angustia en la que se encuentra.

—Bienvenida a nuestra cencali, «familia» —concluye el tlatoani y luego se dirige a los embajadores—. Ordenaré que les preparen aposentos para su descanso y más tarde los espero para que disfruten del banquete. Ahora debo atender otros asuntos. —Se pone de pie, mira a los técpan nenenque «mozos de servicio», y discretamente les hace una señal con los ojos para que se encarguen de acomodar a los embajadores, soldados y cargadores en el techialcali, «casa de huéspedes».

En cuanto los embajadores, los cargadores y la princesa shalca abandonan la sala, el tlatoani se levanta de su tlatocaicpali y se dirige a Tlacaélel.

—¿Esa niña es tu pago por ayudar a Teotzintecutli? —reclama enojado.

—No sé de qué me habla. —Tlacaélel se encoge de hombros, desvía la mirada y da un paso hacia atrás.

—No me trates como idiota. —El tlatoani aprieta los labios y hace una inhalación sonora—. Fffffffffff. —Levanta el pómulo derecho—. Tú y yo sabemos que el argumento que hiciste en el juicio de Teotzintecutli era tan falso como tu actitud inocente en este momento. El tecutli de Shalco no los liberó el año pasado; él quería matarte porque te detestaba, aunque no se atrevió y por eso los envió al señorío de Hueshotzinco, donde se negaron a sacrificarlos. Luego, los mandaron de regreso a Shalco, pero el cobarde Teotzintecutli los remitió a Azcapotzalco, y cuando Mashtla los recibió, los devolvió con un mensaje: «Digan a su señor que no intente salvar su vida con acciones tan cobardes. Bien sabe que cometió un error al traicionarme. Ahora no me interesa su amistad. Pues en poco tiempo mis tropas destruirán a mis enemigos y, entre ellos, a ese traidor». Entonces, el pili Cuauteotzin, que los había llevado presos, los dejó en libertad cerca de Chimalhuácan, para que cruzaran el lago hacia la ciudad isla. Los dos capitanes meshícas que te acompañaban me lo contaron. Y aunque no me lo hubieran informado, yo lo habría descubierto. Te conozco más de lo que te imaginas, Tlacaélel. Igual a Teotzintecutli y sé que él siempre se va del lado de los vencedores. Él sabía que tenía todas las de perder en esta guerra y por eso dejó solo a Iztlacautzin y a Tlilmatzin. ¿Qué fue lo que ocurrió realmente en esta última visita a Shalco? ¿Qué fue lo que pactaron?

—Ya se lo dije, mi señor. —Lleva la comisura izquierda hacia un lado, como gesto de desprecio—. Llegamos a Shalco y nadie nos atacó, yo caminé solo hasta el palacio y Teotzintecutli se rindió.

—Y te ofreció a su hija… —Alza el mentón.

—No. —Da un paso hacia atrás.

—Entonces la destinaré a mi hijo Tezozomóctli. —Sonríe ligeramente.

Tlacaélel aprieta los labios sin dejar de mirar al tlatoani.

—Sí —corrige muy molesto el tlacochcálcatl—. Teotzintecutli me ofreció a su hija poco después de que se rindió y ofreció vasallaje. Y lo correcto es que se cumplan los deseos del tecutli de Shalco. Sería una ofensa para esa doncella que se le envíe como prometida para una persona y, de pronto, la destinen a alguien más. Incluso podría provocar la ira del tecutli de Shalco.

—Como lo que le hiciste a Cuicani. —Baja las cejas y se inclina hacia adelante.

—No sé de qué me habla. —Se lleva las manos hacia atrás y las enrosca.

—Siempre me has subestimado. —Lleva la comisura de los labios hacia abajo y niega con la cabeza.

—Eso no es cierto, mi señor. —Tlacaélel se pasa la lengua por los labios de manera casi imperceptible al mismo tiempo que lleva las manos al frente y las empuña ligeramente.

—Le pediste una hija a Teotzintecutli para mejorar tu linaje —asegura Izcóatl con un blando gesto de triunfo, sabe que descubrió el artificio de su sobrino.

—Yo no necesito de eso. —Hace un gesto de asco, rencor e indignación. Levanta el labio superior por el lado derecho, alza las cejas, lanza una mirada de absoluta frialdad, mientras lleva sus manos hacia atrás, señal de que tiene un arma secreta, y libera una sonrisa de regocijo—. Su hijo sí…

—¿Mi hijo? —Alza las cejas y abre la boca con asombro.

—Sí, por ser descendiente de una esclava tepaneca. —Se cruza de brazos y respira muy profundo antes de continuar hablando—. Lo digo con respeto. —Alza el mentón y baja ligeramente la mirada, en señal de desafío y altanería, pues a pesar de que el origen de Izcóatl ha sido aclarado, incluso admitido por él mismo, el tema sigue generado controversia y molestia entre los pipiltin, que desde hace muchos años han aspirado a pertenecer a los linajes más distinguidos del cemanáhuac, como los de Tólan y Teohuácan, y protestan a espaldas de Izcóatl por ser hijo de una sirvienta tepaneca, la cual el mismo tlatoani Acamapichtli y su esposa Ilancuéitl pretendieron ocultar, no tanto porque fuese una macehuali de Azcapotzalco, sino porque Ilancuéitl era tetzícatl, «estéril», ya que era veinte años mayor que Acamapichtli (algunos decían que también era su madre y otros que era su madre adoptiva). El caso es que ni los hechizos ni los menjunjes surtieron efecto, mientras que las concubinas del primer tlatoani de Meshíco Tenochtítlan procreaban hijos cada año, lo que provocó en Ilancuéitl una ringlera de noches de insomnio y llanto al borde del delirio, hasta que un día, renuente a terminar sus días con aquella vergüenza, la esposa del meshícatl tecutli tramó lo que ella consideraba la más saludable de sus mentiras: le pidió a Acamapichtli que le cediera a uno de los hijos de sus concubinas, el día en que naciera, para decirle a su pueblo que por fin había tenido un hijo, a lo que Acamapichtli accedió con el único afán de hacer feliz a su esposa. Para su suerte, una esclava tepaneca, de apenas catorce años, llamada Quiahuitzin, estaba preñada; acto seguido —para complementar la patraña—, Acamapichtli encerró a la concubina tepaneca en una habitación del huei tecpancali, de donde no salió jamás, y con un festejo que apenas rebasaba los límites de la austeridad de aquel altépetl tan pobre, anunció que Ilancuéitl había quedado cargada, sin embargo, el engaño no duró demasiado, pues el cuerpo de la esposa del tlatoani no mostraba signos de embarazo. Entonces, para diluir las sospechas, un día la mujer se apareció en el pueblo con un bulto en el abdomen, un vientre artificial tan disforme e incompatible en dimensiones que únicamente acrecentó los rumores sobre aquella progenitora espuria, quien describía a todos el progreso de su embarazo con un semblante jovial que había extraviado en los últimos años. Tiempo después, contaron las comadronas que el día del parto —en el macuili técpatl shíhuitl, «año cinco pedernal: 1380»—, mientras una multitud se aglutinaba afuera del palacio en espera del recién nacido, Ilancuéitl, que en verdad creía que estaba por tener un hijo, se acostó en el pepechtli de su habitación con las piernas abiertas y dio gritos enardecedores hasta la madrugada del día siguiente, cuando Quiahuitzin dio a luz a un varón, al que llevaron a la habitación donde se encontraba Ilancuéitl, se lo pusieron entre las piernas y dejaron entrar a las mujeres de la familia para que corroboraran el nacimiento, pero lo único que Ilancuéitl consiguió fue que nadie le creyera que ese recién nacido era su hijo, y el rumor se esparció como un aguacero, a tal grado que para evitar que aquellos testimonios trascendieran por siempre, Ilancuéitl decidió callar a la única voz que podría reclamar la maternidad de Izcóatl y Quiahuitzin, a quien mandó matar tres días después; sin embargo, aquel homicidio no sepultó el secreto, ya que Tezcátlan, otra de las concubinas de Acamapichtli, y madre de Huitzilíhuitl, se había enterado de aquel embarazo desde el inicio. Bien conocía Tezcátlan los celos de Ilancuéitl y los horrores de los que era capaz, así que se guardó aquel secreto hasta el último día de su vida, y en su lecho de muerte reveló la verdad a su hija Matlacíhuatl, quien no tardó en divulgar aquel secreto que le arrebató a Izcóatl el derecho de ser electo segundo tlatoani de Tenochtítlan y que le permitió a su hermano Huitzilíhuitl convertirse en el sucesor de Acamapichtli.

—No me agravia que digas que mi madre era una esclava. —El tlatoani camina hacia Tlacaélel—. Por el contrario, me hace sentir orgulloso. No tengo nada que ocultar. No necesito demostrar algo que no soy. No pretendo engañar a nadie. Mi pasado y mi origen es conocido por todos en el cemanáhuac. Es peor cuando una persona desconoce su verdadero origen, como tú.

—¿Yo? —Sonríe nervioso y voltea hacia los teopishque que no saben si intervenir o quedarse callados hasta que el tlatoani y el tlacochcálcatl resuelvan sus diferencias de una vez por todas.

—Sí. —Exhala y hace una mueca cáustica—. La verdad es que tú no eres hermano gemelo de Motecuzoma Ilhuicamina. No son hijos de la misma madre, a pesar de que son idénticos. Y vaya que físicamente se parecen… tanto que incluso yo me sorprendí y me confundí al verlos juntos conforme iban creciendo; afortunadamente, tienen personalidades muy distintas. Tú eres hijo de una concubina otomí nacida en Teocalhueyacan, llamada Cacamacihuatzin, que murió en el parto, por lo que tu padre tuvo que entregarte a la madre de Motecuzoma Ilhuicamina, quien decidió adoptarte y presentarte como su hijo hasta el día de su muerte.

Tlacaélel parece ausente, mas no preocupado ni mucho menos ofendido, sino todo lo contrario. Sonríe al mismo tiempo que escucha una voz en su interior: Hijo mío, tú eres El Elegido. Tú eres mi voz y mis manos, Tlacaélel. Yo soy tus ojos y tus oídos. Qué importa quién te parió. Qué importa la sangre y el linaje de esa mujer. Qué importa lo que digan los demás. No los escuches. ¿Acaso alguna vez nos ha interesado lo que piensen? ¿Acaso alguna vez te he dejado solo? Yo siempre he estado junto a ti, desde el día de tu nacimiento. Yo fui quien le dijo a Huitzilíhuitl que tú eras El Elegido y me ignoró. Entonces, Tlacaélel recuerda el día en que el anciano Totepehua auguró su muerte: «Haré y diré cosas que te disgustarán mucho». «No lo creo», dijo Tlacaélel y alzó la frente. «Dejarás de pensar como lo haces hoy». Totepehua continuó: «Me quitarás de tu camino». «¿Por qué haría algo así?», preguntó el alumno, y el maestro respondió: «Para tomar mi lugar, para convertirte en mí». De pronto, miró el rostro del anciano Totepehua y sus ojos comenzaron a llorar: Teimatini, Tlazopili, Teyocoyani, Icnoacatzintli, Ipalnemoani, Ilhuicahua, Tlalticpaque, Pilhoacatzintli… Ése soy yo, Tlacaélel. El dios que da y quita a su antojo la prosperidad, riqueza, bondad, fatigas, discordias, enemistades, guerras, enfermedades y problemas. El dios positivo y negativo. El dios caprichoso y voluble. El dios que causa terror. El hechicero. El brujo jaguar. El brujo nocturno. Tlacatle totecue, «Oh, amo, nuestro señor», respondió Tlacaélel. Yo soy el dios caprichoso y voluble, el dios que causa terror y tú serás el instrumento de Dios, mi voz y mis manos. ¿También sus ojos y oídos? No. Yo lo veo y lo escucho todo. Yo seré tus ojos y tus oídos. Usted será mis ojos y mis oídos y yo seré su voz y sus manos, oh, amo, nuestro señor.

—¿Me estás escuchando? —pregunta Izcóatl molesto por la indiferencia del tlacochcálcatl.

—Sí… —Sonríe—. Sí… Sí…

—Siempre supe que eras un insolente —responde el tlatoani y sale enojado de la sala principal.

—Ya lo vieron —dice el tlacochcálcatl a los cinco miembros del Consejo—. A nuestro tlatoani ya no le interesa la opinión del Consejo. Es por ello que les pido que llevemos a cabo la reforma para crear el tlatócan. Necesitamos doce miembros en el Consejo. Cuatro civiles, cuatro militares y cuatro religiosos. Ésa será la única manera de prevalecer y de impedir el autoritarismo de Nezahualcóyotl.

—Estoy de acuerdo. —Tochtzin alza la mano con un gesto de enfado.

—Tiene razón —agrega Tlalitecutli también enojado.

—Me duele admitirlo —dice Cuauhtlishtli al mismo tiempo que se rasca entre las cejas, gesto con el cual intenta ocultar sus sentimientos de inconformidad con lo que acaba de suceder, pues a pesar de ello sigue siendo partidario del tlatoani y le duele proceder en su contra y, peor aún, pactar a sus espaldas—, pero creo que sí será necesario crear el tlatócan.

—Tú sabes que no suelo estar de tu parte —habla Tlatolzacatzin con indignación—, pero lo que acaba de hacer mi hermano no tiene perdón. Eso que dijo es mentira. Un rumor que surgió de Shalco. Todos sabemos que Ilhuicamina y tú son gemelos.

—¿Entonces por qué dijo todo eso? —cuestiona Yohualatónac intrigado.

—Porque está enojado —responde el hermano del tlatoani—. Últimamente ha estado enfadado la mayor parte del tiempo.

—Es por la muerte de su hijo —Cuauhtlishtli lo justifica.

—Ésa no es razón para que se comporte de esa manera —interviene Tochtzin.

—Concuerdo —responde Tlalitecutli—. Preparemos la reforma, notifiquémoselo al tlatoani, propongamos candidatos y llevemos a cabo la elección.

—Tlazohcamati —agradece Tlacaélel, sale del huei tecpancali y se dirige al Coatépetl para informar de lo ocurrido a Tezcatlipoca.

En ese momento un pregonero va gritando delante del tlacochcálcatl: «¡Ya nació el hijo de Cuicani y Motecuzoma Ilhuicamina!».

—¡Espera! —le grita Tlacaélel—. ¿Es un niño? —pregunta con el ceño fruncido.

—Sí. —El pregonero grita a toda la gente que lo rodea—. ¡Es un niño!

—¿Cómo se llama? —pregunta una mujer que caminaba por ahí.

—¡Se llama Iquehuacatzin! —grita el pregonero y sigue su camino por toda la isla—: ¡Ya nació el hijo de Cuicani y Motecuzoma Ilhuicamina!

Tlacaélel permanece en silencio afuera del palacio, con la mirada extraviada. Cavila en lo que tiene que hacer además de coronar esta tarde a los tres huehueintin tlatoque. El ome cali shíhuitl, «año dos casa: 1429», está por terminar en dos días, con lo cual iniciará el yei tochtli shíhuitl, «año tres conejo: 1430», y la veintena llamada atlcahualo «en donde se detienen o bajan las aguas»,221 en la que se celebra al Tlalocan tecutli, «otro nombre de Tláloc», y a sus ayudantes, los tlaloques, donde para honrarlos sacrifican niños, a los que visten con ropas en representación del dios Tláloc y los acuestan frente al Coatépetl, en camillas cubiertas de flores y plumas, mientras un grupo de mitotique danza alrededor; luego, los cargan con todo y camillas, los suben a la cúspide del Monte Sagrado y, uno a uno, los acuestan en la piedra de los sacrificios, les sacan los corazones y los depositan en el cuauhshicali. Luego, sigue la veintena tlacaxipehualiztli, «fiesta de los desollados»,222 celebrada en honor a Shipe Tótec, con el sacrificio de prisioneros de guerra que por las exigencias de Tlacaélel, este año serán muy pocos, pues sólo tienen cautivos de Coyohuácan, Shochimilco, Hueshotla y Tepeshpan. Los prisioneros de Chiconauhtla, Acolman, Otompan, Coatlíchan, Cílan y Teshcuco fueron repartidos entre Cuauhtítlan, Toltítlan, Tenayocan, Tlacopan, Aztacalco, Ishuatépec y Ehecatépec, algo que tiene muy incómodo a Tlacaélel, que sostiene el credo de que todos los prisioneros deberían ser sacrificados en el Monte Sagrado de Meshíco Tenochtítlan. Entonces, decide no ir al Coatépetl y en su lugar volver al palacio y dirigirse a la alcoba de su hermano, donde seguramente debe haber mucha gente reunida para festejar el nacimiento del hijo de Cuicani, quien en ese preciso instante se encuentra llorando por el horripilante destino que Tlacaélel le ha forjado. Desde hace varias noches no ha podido dormir, pensando en la forma de evitar que sacrifiquen a su hijo; tan sólo imaginarlo le causa un ciclón de pavor, ira, desconsuelo y rencor, cuando lo que debería estar sintiendo en estos momentos es júbilo y esperanza, emociones hoy en ella casi desconocidas.

—Mi niña, el huei tlatoani y su esposa Huacaltzintli están afuera, vienen a verte a ti y a tu bebé —informa la madre de Cuicani.

—Diles que entren —responde Cuicani al mismo tiempo que se limpia el llanto con la manta en la que está envuelto su recién nacido.

Paquilizcayoli, «felicidades» —Huacaltzintli exclama con una sonrisa—. ¿Cómo estás? ¿Cómo está tu bebé?

El tlatoani y su esposa se acercan al pepechtli donde se encuentran Cuicani y su hijo.

—¿Puedo? —Huacaltzintli extiende los brazos para que Cuicani le permita cargar a su hijo.

—Sí. —Cuicani se lo entrega con un profundo sentimiento de dolor y temor.

—Azayoltzin estaría muy contento —comenta alegre Izcóatl—. ¿Cómo se llama?

—Disculpen. —La viuda del teopishqui Azayoltzin se lleva una mano derecha a la cara para cubrirse los ojos y sale de la alcoba con llanto en las mejillas. Afuera se cruza con Tlacaélel, a quien mira con desprecio antes de seguir su camino.

—Iquehuacatzin. —Encoge las cejas—. El tonalpouhqui, «agorero y conocedor del tiempo y las energías de cada día», dijo que tonalámatl, «cuenta de las energías sagradas de los nacimientos o libro de los días», le asignó el nombre de Iquehuacatzin.

Cuando nace un niño, la comadrona entierra en un hoyo, previamente cavado en el patio, el cordón umbilical junto con un juego de armas e instrumentos musicales en miniaturas. De ser niña, la comadrona entierra el cordón umbilical y un juego de utensilios domésticos en miniatura; luego, la familia presenta al recién nacido ante el tonalpouhqui, sacerdote, adivino y lector de los amoshtli, «libros sagrados», en los cuales pronostican las energías astrales, materiales, matutinas y nocturnas en la cuenta del tiempo, el tonalámatl —un papel dividido en mil cuatrocientos cuarenta cuadros, organizados en veinte folios, también conocidos como cemilhuitlapohualiztli, «regencia de trecena», en el que aparecen los signos de trece tonaltin (cada uno integra los ciclos del hombre, la tierra y el cosmos de manera exacta), además de contener la escritura interna del tonalpohuali, «calendario religioso de doscientos sesenta días», que representa del tiempo de gestación del ser humano y se utiliza como guía diaria para los rituales, las festividades y las predicciones astrológicas de la carta natal—, que asigna el nombre de acuerdo con la fecha en el calendario, alguna singularidad del recién nacido y determinado suceso ocurrido durante la fecha de nacimiento para obtener favores de una deidad en particular. Al cuarto día, se lleva a cabo la ceremonia llamada quitonaltia, «darle tonali», en la cual un sacerdote sahúma la coronilla del recién nacido, le da cuatro vueltas con un fuego encendido desde el día de su nacimiento —cuyas brasas no deben apagarse a partir entonces y de las cuales nadie debe tomar fuego—, le dan el primer calor vital y le ponen el nombre.223

—¿Ya le leyó su agüero? —cuestiona Huacaltzintli.

Además de asignar el nombre al recién nacido, el tonalpouhqui descifra los augurios del recién nacido a los padres y les habla de las habilidades y energías que desarrollará su vástago.

—No. —Se lleva los labios hacia adentro de la boca y los aprieta con desconsuelo.

—¿Sucede algo? —pregunta el tlatoani.

—No… no… —Agacha la cabeza para ocultar su tristeza.

—Sí —interviene la esposa del tlatoani—. Cada vez que las mujeres tenemos un hijo lloramos de alegría y de miedo, porque nunca sabemos lo que le puede ocurrir a nuestros hijos. Y no importa la edad que tengan, siempre nos preocupamos.

—Los hombres también nos preocupamos por nuestros hijos —responde Izcóatl, consciente del reclamo que va incluido en el comentario de su esposa.

—Tu sobrino Ilhuicamina, no… —responde Huacaltzintli con un gesto de disgusto y luego se dirige a Cuicani—. ¿Oh, es que acaso tu esposo ya vino a verte?

—No… —Agacha la cabeza y llora—. Ni siquiera me habla. Entra a la alcoba y me ignora.

—No quiere hablar con nadie —agrega el tlatoani—. Cuando regresamos de Coyohuácan, intenté platicar con él y lo invité a regresar a la isla en mi canoa, pero se negó y se fue con su hermano.

Cuicani levanta el rostro con un gesto de rabia.

—¿Dije algo malo? —pregunta Izcóatl.

—Ilhuicamina me dijo que se había regresado con usted —dice Cuicani sin saber que Tlacaélel los escucha desde el pasillo.

—No. De ninguna manera. —Hace una mueca de desconcierto—. Tlacaélel no lo dejó ir conmigo, fue muy insistente en que viajaran solos en una canoa.

—Motecuzoma no sabe decirle que no a su hermano —agrega Cuicani enojada.

En ese momento, entra un técpan nemini, «sirviente del palacio», y le pide permiso para hablar con el tlatoani.

—Los invitados a la jura ya comenzaron a llegar —informa el técpan nemini.

—Debemos retirarnos, Cuicani —se despide el tlatoani.

Antes de que el tlatoani y su esposa salgan de la habitación, Tlacaélel se marcha para no ser visto por ellos.

—Me hubiera gustado estar presente en la jura —responde Cuicani mientras Huacaltzintli le devuelve a su hijo.

—Cuídate. —El tlatoani la mira fijamente con intenciones de enviar un mensaje claro.

En cuanto Izcóatl llega a la sala principal se encuentra con los tetecuhtin de Tlatelolco, Tenayocan, Tepeyácac, Chiconauhtla, Cuauhtítlan, Toltítlan, Acolman, Otompan, Coatlíchan, Aztacalco, Cílan, Ishuatépec y Ehecatépec; todos con exquisitos regalos que serán entregados después de la jura. El meshícatl tecutli agradece la presencia de los asistentes y los invita a descasar en el techialcali, «casa de huéspedes». Luego, se dirige a los baños privados del palacio, se baña y al salir se va a su alcoba, donde ya lo espera su esposa y sus tres hijos, preparados para la jura. Huacaltzintli viste un cueitl, «falda hecha de una manta rectangular larga enrollada alrededor de la cintura», y un huipili, «camisa corta o larga». Matlalatzin lleva puesto un cueitl y un quechquémitl, «camisa puntiaguda». Tizahuatzin y Tezozomóctli, mashtlatles y shicolis, una túnica de manga corta abierta delante del pecho, que llega debajo de la cintura, que únicamente usan los pipiltin y sacerdotes en rituales o celebraciones muy importantes.

El huei tlatoani de Meshíco Tenochtítlan se viste únicamente con un máshtlatl y se dirige al tlacateco, donde ya lo esperan los huehueintin tlatoque Nezahualcóyotl y Totoquihuatzin, también hermosamente ataviados y acompañados de sus esposas, concubinas e hijos. También se encuentra la nobleza de los tres huei altepeme. Los miembros del Consejo se acercan a los tres huehueintin tlatoque. Cuauhtlishtli y Yohualatónac toman de los brazos a Izcóatl y lo llevan a su tlatocaicpali; Tlacaélel y Tlatolzacatzin toman de los brazos a Nezahualcóyotl y, de igual manera, lo guían a su asiento real; y, finalmente, Tochtzin y Tlalitecutli acompañan a Totoquihuatzin a su trono. De inmediato, los seis sacerdotes les cortan el cabello a los tres gobernantes y les hacen perforaciones en la nariz, en el labio inferior y en la barbilla para colocarles un temalacátetl, «bezolera», de oro, un yacametztli, «nariguera», de jade y un tenzacanecuili, «barbote», de oro con forma de serpiente; asimismo, les ponen unos pipilolis, «orejeras», de oro. Después, les colocan en la espalda un tilmatli con cientos de piedras preciosas, un teocuitlamécatl, «cadena de oro y plata», un cózcatl, «collar», dos matacashtlis, «pulseras», sandalias doradas, el shiuhhuitzoli, «mitra»,224 y un tlatocatopili, «vara de mando», para cada tlatocáyo, «tlatoani coronado». Los seis teopishque rocían con incienso sagrado a Izcóatl, Nezahualcóyotl y Totoquihuatzin y los proclaman yei huehueintin tlatoque, «tres grandes tlatoanis». Enseguida, Cuauhtlishtli entrega un pebetero a Izcóatl; Tlacaélel le proporciona un perfumador a Nezahualcóyotl y Tlalitecutli le da un sahumador a Totoquihuatzin para que hagan el servicio a los dioses. Los tlatoque caminan alrededor del brasero y esparcen el incienso. Al terminar este ritual, Yohualatónac entrega tres punzones al meshícatl tecutli; Tlatolzacatzin le da tres espinas al chichimécatl tecutli y Tochtzin al tepanécatl tecutli para que se sangren las orejas, los brazos, las piernas y las espinillas al mismo tiempo que derraman su sangre sobre el fuego. Posteriormente, los nenonotzaleque, «consejeros», y los pipiltin pasan uno a uno para entregar a los tlatoque una codorniz viva, a la que deben romper el pescuezo para derramar su sangre en el fuego como a los dioses. Para finalizar, los yei huehueintin tlatoque, los teopishque y los pipiltin de los tres huei altepeme suben a la cúspide del Monte Sagrado. Los seis miembros del Consejo le colocan a cada uno de los tlatoque unas largas correas rojas en el cuello, dos mantas —una negra y otra azul— en la cabeza, una fina tela verde que les cubre el rostro y una pequeña calabaza llena de pícietl «tabaco» sobre la espalda, para combatir las enfermedades y la hechicería, y los guían a la orilla de los escalones para que la multitud los vea. Una vez más, los tres tlatoque deben hacerse más heridas en las orejas, brazos, piernas y espinillas, para ofrendar su sangre a los dioses delante del pueblo, y sacrificar más codornices y rociar su sangre en el fuego del patio superior del Coatépetl. Otros miembros de la nobleza les entregan un pequeño costal hecho con una tela muy fina, lleno de copal y un pebetero redondo, hermosamente decorado con dibujos, fabricado días antes para la ocasión, con el cual los tlatoque deben incensar la imagen del dios portentoso y los cuatro puntos solsticiales: tlahuiztlampa, «oriente», mictlampa, «norte», cihuatlampa, «poniente» y huitztlampa, «sur». En ese momento, se escucha el grueso y lerdo graznido del tepozquiquiztli, «corneta de cerámica con forma de concha de caracol»; enseguida una ovación ensordecedora se oye por toda la isla y, de pronto, retumban los huehuetles: ¡Pum!… ¡Pum!… ¡Pum!… Y los teponaztlis ¡Pup! ¡Pup! Mientras tanto una veintena de mitotique, engalanados con bellísimos atavíos, frondosos penachos y cascabeles atados a los pies, comienza el mitotia frente al Coatépetl. ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

Y la muchedumbre grita:

—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!

Al mismo tiempo en el que miles de tenoshcas, acólhuas y tlacopancalcas los ovacionan, los yei huehueintin tlatoque descienden del Coatépetl y se dirigen al huei tecpancali, donde los tetecuhtin invitados los reconocen como grandes tlatoanis del imperio, prometen vasallaje, juran obediencia con extensos y refinados discursos y entregan esplendorosos obsequios.

Al dar el oncalaqui Tonátiuh, «hacia las seis de la tarde», inicia el abundante banquete preparado para el pueblo, seguido de regocijos públicos, danzas y juegos de pelota.

Al terminar de comer, las concubinas de Nezahualcóyotl —Papálotl, Ayonectili, Ameyaltzin, Cihuapipiltzin, Hiuhtónal, Yohualtzin, Zyanya, Matlacíhuatl, Huitzilin e Imacatlezohtzin— salen a disfrutar con sus hijos las danzas y la alegría popular por la ciudad isla. Todas platican contentas y bromean como las niñas que fueron hace pocos años. De pronto, Zyanya se detiene y observa a su izquierda. Algo llama su atención. Deja que las otras concubinas sigan adelante y se desvía prudentemente hasta donde se encuentra una fila de soldados meshícas haciendo guardia. Contempla discretamente a uno de los yaoquizqui, un joven flaco y pequeño, con rasgos muy femeninos, el cual al saberse observado, rompe la fila y empieza a caminar en dirección opuesta, con lo que únicamente consigue que Zyanya lo siga, sin saber que Ayonectili también la persigue a ella. La hija de Totoquihuatzin avanza con mayor rapidez hasta encontrarse cerca del joven soldado.

—¡Espera! ¡Mirácpil!

Mirácpil se detiene de golpe, baja los brazos y la cabeza como símbolo de derrota. Ayonectili las observa de lejos.

—¿Qué haces aquí? —pregunta Zyanya sumamente sorprendida y preocupada.

—Es el único lugar donde Nezahualcóyotl no me encontrará —responde sin creer lo que dice.

—Cualquier día… —agrega Zyanya con un gesto de ironía—. Pero ¿hoy? ¿Si sabes que lo acaban de jurar huei chichimecatecutli?

—Habría pasado inadvertida si tú no me hubieras perseguido. —Desvía la mirada, como buscando una salida.

—¿Y crees que las otras concubinas no te iban a descubrir si te hubieran visto? —Alza los hombros y se inclina hacia el frente—. Eres demasiado evidente. —Extiende los brazos hacia adelante con las palmas de las manos hacia arriba para señalarla de cuerpo entero—. ¡Una joven vestida de soldado!

—Aunque no lo creas, sí engañé a muchos. —Infla el pecho y alza la frente orgullosa.

—¿Cómo estás? —Le cede una sonrisa cómplice, pues en realidad no le interesa discutir con ella, sino protegerla.

—Viva. —Exhala al mismo tiempo que levanta las cejas y abre los ojos con asombro.

Cientos de personas siguen caminando alrededor. Apenas si se pueden escuchar entre ellas.

—Me alegra. —Vuelve a sonreír, pero con menos entusiasmo, para ocultar la tristeza que le da ver a su amiga tan sola y prófuga—. ¿Cómo estás? —pregunta una vez más con la esperanza de que Mirácpil responda con más detalles.

—No ha sido fácil. —Mirácpil baja la mirada para ocultar el sufrimiento que ha cargado desde la noche en que huyó de Cílan y la desolación que arrastra día con día al no poder encontrar una salida, un rumbo nuevo, una ilusión, una alegría, oh, una alegría, y aprieta los labios para no compartir los bellos recuerdos con la concubina que está frente a ella, esperando una larga explicación de lo que ha hecho en las últimas trece veintenas, información que, en definitiva, Mirácpil no pretende compartir con Zyanya ni con nadie, pues la única persona, después de Shóchitl, a la que le había abierto su corazón, —la anciana Tliyamanitzin, la agorera, la nahuala— le había exigido que no volviera jamás a su casa y, sin siquiera despedirse, se marchó, dejándola sola, más sola que nunca dentro de ese jacal en la cordillera del poniente. Aunque sintió un impulso huraño por tirar la cacerola llena de comida que recién habían preparado, Mirácpil no pudo reprimir su antojo y su hambre, que eran mucho mayores que su rabia, y comió y comió hasta que ya no pudo más y se acostó un rato en el pepechtli en el que tantas noches había descansado y se quedó dormida, con la ingenua esperanza de que al despertar Tliyamanitzin, esa anciana que había llegado a querer como a una abuela, se encontrara en la cocina preparando el desayuno y que, de pronto, con el mismo tono mandón de siempre y el silbido de su boca chimuela, le ordenara que se levantara del petate, dejara de estar de floja y se apresurara con sus quehaceres, pero para su desilusión, cuando abrió los ojos el jacal seguía vacío, tan vacío como su corazón que, a esas alturas, parecía un desierto. Se marchó del jacal llena de tristeza y llegó a la ciudad isla al dar el yohualnepantla, «hacia la una o dos de la mañana», sin deseos de entrar al cuartel, donde seguramente habría un par de soldados haciendo guardia que la interrogarían sobre su procedencia y, a mansalva, la llevarían con el capitán en turno, quien una vez más le cuestionaría dónde había estado esos días, a lo que ella respondería que había sido gravemente herida y que había quedado desmayada en el campo de batalla sin que nadie la rescatara, algo que probablemente no le creerían, pero era el único argumento que en ese momento se le ocurría. A su paso por la ciudad isla se encontró con la casa de las ahuianime, «mujeres públicas». Se detuvo dudosa, claudicó, siguió su camino y luego regresó a la casa, rodeó por la parte trasera en busca de alguna entrada y, de súbito, se halló ante una mujer cuya sola presencia la intimidó: «¿Qué buscas aquí?» Mirácpil se echó a correr asustada, pero a medio camino se detuvo exhausta y profundamente triste y, sin poder controlarlo, comenzó a llorar. «Tezcapoctzin», dijo una voz femenina detrás de ella al mismo tiempo que le ponía una mano sobre el hombro. «¿Te puedo ayudar?», Yahuacíhuatl se encontraba de pie, mirándola con ternura. «Sí», respondió Mirácpil mientras se limpiaba las lágrimas. «Ven», la guio a la casa, donde las ahuianime se preparaban para dormir. «¿Quieres algo de cenar?», preguntó Yahuacíhuatl, y la matrona, la misma mujer que había espantado a Mirácpil, salió de la cocina con un gesto gruñón. «Quítate eso», ordenó. «¿Qué?», Mirácpil preguntó atemorizada. «El ichcahuipili. Quiero ver tus chichihualis. Yahuacíhuatl dice que eres mujer. Sólo así te puedo dejar a solas con ella». Mirácpil se quitó el chaleco militar y mostró sus senos a la mujer, que la contempló atenta mientras afirmaba con la cabeza. «¿Cómo te llamas? Y no me des un nombre falso, quiero el verdadero». «Mirácpil». «¿Es cierto que te está un hombre persiguiendo y te quiere matar?». «Sí», respondió Mirácpil, temerosa de que la matrona le preguntara el nombre de la persona que la estaba persiguiendo. «Si gustas puedes quedarte aquí», respondió la mujer y se marchó a su alcoba. «No es tan mala como parece», dijo Yahuacíhuatl. «Al principio, a mí también me daba mucho miedo cuando me hablaba». Mirácpil respondió con una mueca de asombro. «Ven, vamos a que cenes algo», la tomó de la mano y la invitó a sentarse. Se dio entre ellas un intercambio de miradas coquetas, seguidas de una larga y reconfortante conversación que duró hasta el tlathuináhuac, «antes del alba», cuando Mirácpil se despidió para regresar al cuartel de los meshícas.

—Entiendo que no quieras platicarme cómo has estado —Zyanya se encoge de hombros y hace un gesto de angustia.

—Disculpa —Mirácpil aprieta los labios—. Debo regresar a mi posición. —Inhala profundo.

—Sí —responde Zyanya con desolación—. Cuídate mucho.

Ambas jóvenes se separan y caminan en direcciones opuestas. Zyanya continúa su recorrido por la ciudad mientras Mirácpil vuelve a la formación de la tropa meshíca.

—¡Ahí está! —grita una voz femenina.

Mirácpil reconoce la voz de Ayonectili. Se detiene un momento fugaz sin atreverse a voltear la mirada. Tiene un terrible presentimiento. Su respiración se acelera y, sin pensarlo dos veces, corre, corre lo más rápido posible, corre asustada, aunque sin llegar muy lejos, pues un soldado acólhua la intercepta por delante.

—Aquí estás —dice Nezahualcóyotl al mismo tiempo que la toma de los brazos.

Mirácpil voltea la mirada y ve por arriba del hombro a Ayonectili con una sonrisa bribona.

—Te llevaré a Teshcuco —amenaza Nezahualcóyotl sin soltarla.

—Mi señor, ¿ocurre algo? —pregunta Ilhuicamina detrás del Coyote ayunado—. ¿Lo puedo ayudar? —Elude un encuentro de miradas con el soldado que él conoce como Tezcapoctzin.

—Es una de mis concubinas —responde furioso el tlatoani acólhua—. Se escapó hace diez o doce veintenas, ya no recuerdo bien.

—Mi señor. —Ilhuicamina se acerca discretamente al oído del chichimécatl tlatoani—. Permita que yo me haga cargo de esto. Hay muchísima gente alrededor. A usted no le conviene que lo vean así. No en este momento. La llevaré al teilpiloyan, «cárcel», en lo que termina la fiesta y ya luego usted se la podrá llevar a Teshcuco.

—Tlazohcamati —agradece Nezahualcóyotl al mismo tiempo que se la entrega al tlacatécatl.

—Ven acá —refunfuña Motecuzoma y la toma agresivamente de los brazos y del cabello—. Más te vale que camines en silencio.

Nezahualcóyotl observa triunfal mientras su primo y su concubina se pierden entre la multitud; luego, se marcha de regreso al huei tecpancali.

—¿Quiere que los vigile? —pregunta Ayonectili con un gesto de desconfianza.

—No. —El tlatoani acólhua camina con la frente en alto—. Acompáñame. Es bueno que nos vean a ti y a mí caminando juntos. Así la gente no podrá murmurar.

Mientras tanto Ilhuicamina y Mirácpil van en sentido contrario.

—Yo sabía que te había visto en alguna parte —le dice Motecuzoma a la joven que lleva del brazo.

Mirácpil no responde. Está muy asustada.

—Debería llevarte al teilpiloyan, «cárcel», pero tú me salvaste la vida. —La suelta del brazo y del cabello—. Además, me agradas. —Sonríe con complicidad—. Vete, vete muy lejos. Aquí tu vida correrá peligro por siempre. No vuelvas jamás. Ni siquiera para saludar.

Ella llora al escuchar las últimas palabras, exactamente las mismas que le dijo la anciana Tliyamanitzin: «No vuelvas jamás. Ni siquiera para saludar».

—¿Qué esperas? —pregunta el tlacatécatl.

—Tlazohcamati —agradece Mirácpil mientras agacha la cabeza repetidas veces.

—Ven. —Motecuzoma Ilhuicamina extiende los brazos.

Se abrazan por un breve instante y, luego, ella se va corriendo llena de júbilo, pues por fin se están cumpliendo los agüeros de la anciana Tliyamanitzin, por fin va en busca de su libertad y de su felicidad, y por lo mismo, poco antes de llegar a la calzada que la llevará al otro lado del lago, se detiene en la casa de las ahuianime y busca a Yahuacíhuatl, a quien encuentra tendiendo ropa en la parte trasera de la casa.

—Yahuacíhuatl, ¿quieres irte de aquí? —pregunta Mirácpil con entusiasmo y la respiración agitada.

—Sí —responde con una sonrisa nerviosa—. ¿A dónde?

—Al téoatl, «el agua divina que se une con Tonátiuh» —responde Mirácpil—. ¡Al mar! ¡A Ácatl Poloaco!

—¡Sí! —Su sonrisa es enorme—. ¡Vámonos a Ácatl Poloaco!

Mirácpil la toma de la mano y se la lleva.

217 Véase el anexo «Coatépetl» al final del libro.

218 En náhuatl, la palabra xíhuitl tiene cuatro significados: «año, cometa, turquesa y hierba». Iztacxíhuitl, «hierba blanca o medicinal», teoxíhuitl, «turquesa, piedra fina preciosa», xihuitluetzi, «cae un cometa» y xiuhmolpilia, «atadura de los años». En M. Izeki.

219 Códice Florentino.

220 Aunque son muy parecidas, el pedernal no es exactamente un mineral sino una roca formada por una mezcla de cuarzos, ópalo y otros minerales, incluso restos fósiles. La obsidiana, también conocida como cristal volcánico, sí es un mineral, pues no posee una estructura química bien definida: es una roca ígnea —es decir, de fuego o que tiene la naturaleza del fuego— y pertenece a los silicatos, alumínicos y óxidos silícicos.

221 La veintena atlcahualo es del 25-26 de febrero al 16 de marzo. Cabe aclarar que, en la cultura náhuatl, los días no inician a medianoche, sino a mediodía, por lo que el primer día de una veintena, por ejemplo, atlcahualo, inicia a mediodía del 25 de febrero y termina a mediodía del 26 de febrero. «Los mexicanos cuentan el día, desde mediodía hasta otro día a mediodía». En Alfonso Caso, La correlación de los años azteca y cristiano.

222 La veintena tlacaxipehualiztli es del 17-18 de marzo al 6 de abril.

223 En Sahagún.

224 El xiuhhuitzolli era una tiara de mosaicos de turquesa. También se le llamaba copilli, pero no necesariamente estaba hecha de mosaicos de turquesa.