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El tiempo vuela a la velocidad de las aves, mas no para Maquítzin, que lleva cinco días aburrida, entristecida e insegura en una alcoba del huei tecpancali de Meshíco Tenochtítlan, donde espera sin salir —más que para bañarse y comer en la cocina con el resto de las mujeres— el día de su boda con Tlacaélel, un hombre que bien podría ser su padre y al que apenas ha visto en tres ocasiones: el día de su llegada a la isla, esa misma noche en el banquete y dos días más tarde cuando se lo topó en los pasillos, acompañado de una dama impresionantemente hermosa a la que no volvió a ver hasta el quinto día en la cocina.
—Ella es Yeyetzin, una de las concubinas de tu futuro esposo —bisbisea Chichimecacihuatzin, que se encuentra sentada junto a Maquítzin en el momento en el que la viuda de Cuécuesh entra a la cocina.
—La vi hace dos días. —Maquítzin la observa con interés al mismo tiempo que sostiene su plato con las dos manos.
Yeyetzin se dirige al fondo de la cocina y observa con atención el contenido de cada una de las doscientas ochenta cacerolas llenas de guisados elaborados para el banquete de hoy, en el que comerán los yei huehueintin tlatoque, los tetecuhtin aliados, los pipiltin, «nobles», los nenonotzaleque «consejeros», los teopishque, «sacerdotes», los tetlatlalilianime, «jueces», los huehuetque, «ancianos», los tlamatinime, «sabios», los tlapouhque, «adivinos», los tlaciuhque, «astrólogos», las cihuapipiltin, «damas de la nobleza», los teohuaque, «sacerdotes de los barrios», los calpuleque, «dirigentes de barrios», los calpíshqueh, «recaudadores», los tecpantlacátin, «cortesanos», las tenamícuan, «esposas», los tepilhuan, «hijos», las cencáltin, «familias», las tecihuapipiltin, «concubinas», los tetlancochque, «huéspedes», los pochtecatequitque, «recaudadores del tianguis», los pochtécah, «mercaderes», los ocelopipiltin, «guerreros jaguar», los cuauhpipiltin, «guerreros águila», los yaotequihuaque, «capitanes»,225 los telpochyahque, «sargentos», los yaoquizque, «soldados», las tlacualchiuhque, «cocineras», las cíhuah tétlan nenenque, «sirvientas», y los técpan nenenque, «sirvientes».
—¿Por qué Yeyetzin no come con nosotras? —pregunta la cihuapili shalca.
—No lo sé. —La princesa cuauhnahuáca alza los hombros, dispara las pupilas al lado derecho y tuerce la boca hacia la izquierda—. Tal vez piensa que es superior a nosotras. Tampoco habla con ninguna de las cocineras ni con las concubinas.
—Es muy bella —comenta Maquítzin con la autoestima por el suelo.
—Lo mismo pensé sobre Cuicani cuando llegué, pero luego dejé de admirar su belleza. —Corta un trozo de tlashcali, «tortilla», y la introduce en el cueyamoli, «guisado de ranas», y el ahuacamoli, «guacamole», que tiene en su plato.
—¿Y qué fue lo que cambió? —Maquítzin sigue sin probar su alimento.
—La conocí… —responde con comida en la boca.
—¿Eso le quitó la belleza? —Voltea a verla intrigada.
—No. —Mastica el cueyamoli, se traga el bocado y se pasa la lengua por los labios—. Pero su malhumor y su soberbia hicieron que dejara de admirarla.
—Yo no admiro a Yeyetzin —aclara Maquítzin mientras sus pupilas la siguen por la cocina—. Me intimida.
—No debes tenerle miedo. —La mira a los ojos—. Tú serás la esposa de Tlacaélel y ella… —Dirige la mirada a Yeyetzin—. Sólo será su concubina.
—¿Eso cambia algo? —Baja los hombros y encoge el cuello como tortuga.
—Sí. Todo. Tú siempre serás la mujer que él lleve a los banquetes, la madre de los hijos legítimos. —Agacha la cabeza, tuerce la boca y suspira—. En cambio, yo sólo soy una concubina, a pesar de que Motecuzoma Ilhuicamina me prefiere a mí sobre Cuicani.
Maquítzin levanta las cejas con asombro al escuchar que Ilhuicamina prefiere a su concubina en lugar de su esposa. Le preocupa que eso mismo le ocurra a ella: que Tlacaélel desee más a Yeyetzin.
—¿Por qué te prefiere a ti? —Pellizca el totoltemoli, «guisado de huevos de guajolota», con tetzahualmoli, «salsa espesa», que tiene en el plato y se lleva un cacho diminuto a la boca—. ¿Tú qué hiciste que ella no hizo?
—Tengo poco viviendo aquí. —Mira en varias direcciones para cerciorarse de que nadie escuche su plática y baja la voz—. Sobre el matrimonio de Ilhuicamina y Cuicani sólo sé que se casaron y que él se fue en una embajada a Coyohuácan donde lo tuvieron prisionero por once veintenas. Por cierto —arquea las cejas en señal de asombro y se tapa la boca con el dorso de la mano—, Yeyetzin era la esposa del tecutli coyohuáca y cuando el ejército tenoshca los derrotó, trajeron a cientos de prisioneros, entre ellos a la mujer de Cuécuesh, pero Tlacaélel la sacó de la cárcel y la hizo su concubina. —Chichimecacihuatzin sonríe al mismo tiempo que mueve la cara de izquierda a derecha y, de pronto, hace un gesto de sorpresa—. ¡Ah! Te estaba contando sobre Ilhuicamina. Cuando lo rescataron, él se enteró que su mujer estaba preñada, pero las cuentas de las veintenas no coincidían con el tiempo de embarazo. Aunque ella diga que su hijo es prematuro, no es cierto. Yo lo vi el día en que nació y era un chamaco grande y gordo. El hijo de mi hermana nació con cuatro veintenas de anticipación y era un bebe chiquito, que cabía en dos manos. Se murió a los cinco días. Los niños que nacen antes de tiempo, pocas veces sobreviven.
—No conozco a Cuicani —dice Maquítzin.
—Es porque no ha salido de su alcoba —explica Chichimecacihuatzin en voz baja—. No suelta a su hijo ni para ir a orinar. Dicen que el otro día casi se le cae el bebé mientras ella, sentada en cuclillas, intentaba defecar, y que la sirvienta le ofreció cargar a su hijo, pero se negó. La mujer tuvo que sostenerla de las axilas mientras Cuicani cagaba.
—¿Por qué no suelta a su hijo? —Maquítzin se acerca a Chichimecacihuatzin para escuchar mejor.
—Oí que van a sacrificar al recién nacido —bisbisea al mismo tiempo que se tapa la boca con la mano derecha.
—¿Qué? —susurra pasmada—. ¿Por qué?
—Para entregárselo al dios Tláloc y a los tlaloqueh —responde Chichimecacihuatzin con la mirada atenta al resto de las mujeres que comen y platican entre ellas.
—¡Pero eso es esta tarde! —abrumada levanta la voz. Las mujeres alrededor voltean a verla, incluyendo a Yeyetzin, que sin decir una palabra observa de reojo a Maquítzin y sale de la cocina rumbo a su alcoba con un plato lleno de mazamoli, «guisado de carne de venado».
—Baja la voz —bisbisea Chichimecacihuatzin y sonríe a las demás mujeres para disimular.
—¿Y qué dice Ilhuicamina? —Se agacha y pregunta en voz baja. Se siente consternada por el futuro del hijo de Cuicani.
—No lo sé. —Le da una mordida a su tlashcali con ahuacamoli y mastica lentamente para hacer tiempo y para que las demás mujeres se distraigan—. No le he preguntado. No acostumbro a entrometerme en asuntos ajenos. Mi madre me enseñó a no cuestionar las decisiones de mi hombre y mucho menos hablar de temas que no son de mi incumbencia. Si lo hiciere, podría causarle muchos problemas a mi padre y a Cuauhnáhuac, el altépetl donde yo nací.
—Pero se trata de una concubina, una mujer que…
—Que se acuesta con el mismo hombre que yo —termina la frase de Maquítzin y desvía la cara en señal de que no le interesa—. Eso no es mi problema.
—¿Y si se tratara de un hijo tuyo?
—Cuando tenga mis hijos, me haré cargo —responde Chichimecacihuatzin al mismo tiempo que se encoge de hombros—. Mientras tanto, lo mejor es mantenerme al margen. Además, yo sólo soy una concubina. Un día Motecuzoma Ilhuicamina tendrá otra tecihuápil y se olvidará de mí. Después tendrá cinco, ocho o diez tecihuapipiltin y yo quedaré como cocinera, sirvienta y madre de un puñado de hijos bastardos. El destino de las concubinas es cruel. Tú tuviste mucha suerte. Tlacaélel te eligió como esposa.
Maquítzin no está convencida con lo que Chichimecacihuatzin acaba de decirle. Duda mucho de que su futuro como esposa de Tlacaélel vaya a ser una ringlera de alegrías.
—Me gustaría conocer a Cuicani.
Chichimecacihuatzin se arroja hacia atrás, levanta la cara y abre los ojos con asombro.
—¿Para qué?
—Para acompañarla.
—¿Crees que a ella le interesa conocerte o siquiera escucharte? —Alza los pómulos y muestra una sonrisa irónica.
—Tal vez. —Se encoge y come una pizca de totoltemoli—. No lo sé.
—No le interesa. —Niega con la cabeza y cierra los ojos—. No pierdas tu tiempo.
La princesa cuauhnahuáca se voltea y se apresura a terminar su cueyamoli con ahuacamoli. La cihuapili shalca deja su plato de totoltemoli casi lleno y observa en silencio al resto de las mujeres. Piensa en el porvenir y lo vaticina más que sombrío. Extraña su casa, su vida anterior, a su madre, a sus hermanas, hermanos, amigas y la libertad de caminar por las calles de Amaquemecan. Extraña esa paz que su padre le confeccionó alrededor del palacio shalca como un gigantesco muro, que nada ni nadie podía atravesar y que la mantuvo aislada de todos los conflictos entre los altepeme.
Al terminar de comer, todas las mujeres regresan a sus labores y Maquítzin debe volver a la alcoba que le fue asignada, pero en el camino decide desviarse rumbo a la habitación de Cuicani, a quien encuentra acostada en su pepechtli y con su hijo Iquehuacatzin en brazos. Se asoma desde el pasillo y saluda sin entrar, pero la esposa de Motecuzoma Ilhuicamina la ignora.
—Soy Maquítzin, la tetechitauhqui, «prometida», de Tlacaélel. ¿Puedo entrar?
—No —responde Cuicani acostada en su pepechtli, sin quitar la mirada de su hijo, el cual carga en brazos—. Vete de aquí —exige y de pronto lanza un grito estridente—: ¡Lárgate!
El recién nacido se estremece, abre ligeramente los ojos y llora de espanto. De inmediato, su madre lo arrulla y le habla quedo para que se tranquilice.
—Tlapopohuili, «disculpe» —Maquítzin exclama avergonzada y se marcha atemorizada.
En cuanto la princesa de Shalco se retira, Cuicani comienza a llorar de rabia e impotencia, pues bien sabe que la joven que acaba de aparecerse en la entrada de su alcoba es la futura esposa de Tlacaélel. Le duele y le enoja, aunque ya no sabe si es porque Maquítzin se convertirá en la mujer del hombre que más amó en la vida o porque el hombre que más ha odiado se casará y tendrá una vida feliz. También llora porque Motecuzoma Ilhuicamina no la ha ido a ver en estos cuatro días, ni siquiera para conocer al recién nacido. Por si fuera poco, su esposo se mudó a otra alcoba del palacio en compañía de Chichimecacihuatzin, con quien —según los rumores de las sirvientas— vive un romance descarado, y dicen que los han visto besuqueándose en los pasillos y que en las noches aquella mujer gimotea y grita de placer; algo que Cuicani no cree del todo, pues según su recuerdo, Ilhuicamina no es un teshochihuiani «seductor sexual», ni es ninguna fiera en el tetecaliztli,226 ni desgarra los huipiles como lo hace su hermano gemelo, ni le zambute la cara a bofetadas, ni la asfixia, ni la rasguña, ni se deja dar de golpes, ni le mordisquea las chichis, ni le dice que es una… Y, de súbito, Cuicani se detiene y piensa en Maquítzin y lo aburrido que será coger con esa niña macilenta e inexperta, pero se siente segura, pues tiene la certeza de que tarde o temprano Tlacaélel volverá a buscarla, regresará por ese sexo feroz que sólo Cuicani puede darle. «¿Y si no?», se pregunta en silencio, y se vuelve a recriminar: «No seas estúpida. Deja de pensar en él como un trofeo perdido. Deja de perseguirlo en lugar de dejarlo ir. Sí, sí, lo haré. Prometo que no lo buscaré más. Nunca más. Olvídate de él para siempre. Sí, sí. Lo olvidaré. Comienza una vida nueva con tu hijo». Y una vez más se desborda en llanto, pues sabe que eso no será posible. En cualquier momento alguien entrará a su alcoba y le exigirá que le entregue al recién nacido, y una catarata de lágrimas se desparrama por sus mejillas. Cuicani llora como nunca antes. Llora hasta quedarse dormida, con su hijo en brazos.
—Cuali téotlac, «buenas tardes» —exclama Tlacaélel al entrar bruscamente a la habitación—. Comenzó el yei tochtli shíhuitl, «año tres conejo: 1430», y ya sabes lo que celebramos en la veintena atlcahualo: al Tlalocan tecutli y a sus ayudantes los tlaloqueh.
Cuicani se pone de pie con su bebé en un brazo y un cuchillo de pedernal en la otra mano.
—¡No te llevarás a mi hijo! —exclama y muestra los dientes cual fiera rabiosa.
—¿En verdad quieres hacer las cosas difíciles? —Tlacaélel se lleva las manos a las caderas, infla el pecho y exhala.
—¡Lárgate! —grita Cuicani apuntando con el cuchillo.
—Dame al niño. —Camina hacia ella.
—¡Te mataré si das un paso más!
—Inténtalo. —Sigue avanzando.
—¡No te llevarás a mi hijo! ¡Lárgate! —Blande el cuchillo de izquierda a derecha con un meneo denodado, pero sin lograr herir a Tlacaélel.
—No me obligues a usar la fuerza.
—¡Hazlo! —Vuelve a blandir su arma sin pericia—. Pero asegúrate de matarme antes de que te lleves a mi hijo, pues de lo contrario te perseguiré por el resto de mi vida y te asesinaré.
—Hay miles de personas allá afuera esperando para la ceremonia. No me hagas perder el tiempo.
Tlacaélel da un paso y Cuicani lo ataca con el cuchillo, pero él le atrapa la muñeca, la aprieta y la tuerce con tanta fuerza que la obliga a que suelte el arma, se arrodille y llore de sufrimiento.
—Dame al niño —ordena en voz baja, aunque con un gesto de rabia.
—No… —gimotea de dolor.
Iquehuacatzin comienza a llorar y Cuicani lo oprime, con el único brazo disponible, contra su pecho.
—Dame… —Aprieta con más fuerza al mismo tiempo que le tuerce la muñeca—. Al… niño…
—No te lo va a dar —dice una voz masculina a su espalda.
El tlacochcálcatl mira por arriba del hombro y se encuentra con el huei tlatoani.
—Suéltala. —Tiene las piernas abiertas, postura combativa que comunica fortaleza y seguridad.
Tlacaélel inhala profundo, mira a Cuicani con aborrecimiento, la suelta a regañadientes y se da media vuelta. Ella se pone de pie, envuelve a su hijo con ambos brazos y camina apresurada a su pepechtli, y se sienta en cuclillas mientras trata de tranquilizar a Iquehuacatzin.
—Debemos cumplir con los designios de los dioses —advierte el tlacochcálcatl y camina hacia el tlatoani con la frente en alto y los puños ligeramente apretados.
—Estamos cumpliendo. Allá afuera hay decenas de niños pintados y ataviados para la ceremonia al Tlalócan tecutli. Uno menos no cambiará nada. —Pone los brazos delante de su abdomen, entrelaza las manos cubriendo el puño derecho con la mano izquierda y mantiene las piernas abiertas—. Ese niño es mi sobrino y no lo vamos a sacrificar. Y si los tlaloqueh se enojan, que nos castiguen.
—No sabes lo que dices. —El tlacochcálcatl se acerca tanto al tlatoani que ambos pueden olfatear sus alientos.
—Ya lo sabré si nos castigan o no. —Mantiene la frente en alto.
—Te vas a arrepentir. —Lo mira directo a los ojos, como si le hablara a un sirviente, pero carraspea, intentando controlar su tensión y estrés. Es la primera vez que Tlacaélel confronta abiertamente a Izcóatl.
—Finalmente te has quitado la máscara. —Discretamente saca un chuchillo de pedernal que lleva escondido en el máshtlatl y coloca la punta en el abdomen de Tlacaélel, sin herirlo—. Vete de aquí.
El tlacochcálcatl sale furioso de la habitación y se dirige al Recinto Sagrado, donde ya se encuentran danzando miles de mitotique. Mientras tanto, en las calles avanza a paso lento la procesión, en la cual los teohuaque, «sacerdotes de los barrios», cargan a los niños —esclavos o hijos de los nobles— en camas de madera adornadas con hermosas flores y finas plumas. Previamente, los niños fueron atormentados para llorar durante la procesión, pues sus lágrimas son consideradas emblemas de las lluvias que caerán en abundancia sobre todo el cemanáhuac. Al llegar frente al Coatépetl, los sacerdotes colocan en el piso a los niños vestidos con ropas en representación del dios Tláloc: «algunos con el cuerpo pintado de negro, otros de amarillo y los demás de verde. Llevan atavíos de papel salpicado de hule y ornamentos de jade —los cuales representan los cuerpos de los tlaloqueh, símbolo del agua—, un tocado compuesto por ojos estelares, plumas de quetzal y de garza, orejeras, collares, un pectoral de oro y un palo serpentiforme, pintado de azul, que representa al rayo».227
Tlatolzacatzin —hermano de Izcóatl, miembro del Consejo y Tláloc tlamacazqui— sube a la cima del huei teocali, seguido de los demás teopishque y decenas de hombres con los niños acostados en camillas para sacrificarlos, uno a uno, ofrendar sus corazones a los tlaloqueh y, finalmente, depositarlos en el cuauhshicali. Abajo, decenas de mujeres lloran por sus hijos, en tanto el resto de la población celebra y agradece el sacrificio.
En cuanto termina la ceremonia, reinicia el mitotia y una lluvia cae sobre la isla y el lago. La población extasiada alza los brazos y los rostros para agradecer al tecutli por la quiáhuitl, «lluvia», el cuacualactli, «trueno», y el tecíhuitl, «granizo». El tiempo avanza y la gente, eufórica y empapada, continúa festejando el aguacero. De pronto, un estruendoso cuacualactli ilumina el cielo y una borrasca de tecíhuitl cae sobre Meshíco Tenochtítlan y Tlatelolco. Las bolas de granizo son tan grandes, que la multitud se ve obligada a huir de la tormenta y a resguardarse en sus casas.
De igual forma, los yei huehueintin tlatoque y sus huéspedes entran al huei tecpancali para disfrutar del majestuoso banquete que les tienen preparado: tlaoyos, «tlacoyos»; tlashcalis, «tortillas»; totóltetl, «huevos de guajolota»; sóltetl, «huevos de codorniz»; míchtetl, «huevos de pescado»; coátetl, «huevos de culebra»; moli, «mole»; chilmoli, «guisado de chile»; cueyamoli, «guisado de ranas»; emoli, «guisado de frijoles»; epahuashmoli, «manjar de habas»; mazamoli, «manjar de carne de venado»; michmoli, «potaje de pescado»; nacamoli, «manjar de carne»; quilmoli, «manjar de hierbas»; míchin, «pescado»; amílotl, «pescado blanco»; tepemíchin, «robalo»; chacálin, «camarones»; pózol, «pozole»; totoláyotl, «caldo de ave»; nacáyotl, «caldo de carne»; mazáyotl, «caldo de carne de venado»; micháyotl, «caldo de pescado»; émol, «caldo de fríjol»; ahayotlapitzcoltlatzoyon, «frijoles machacados»; hueshólotlmoli, «mole con carne de guajolote»; tlacatlaoli, «guisado hecho con granos de maíz y carne humana»; papalotlashcali, «guajolotes guisados»; pípian, también llamado totolin patzcalmoli, «guajolote con chile rojo, tomates y pepitas de calabaza molidas»; nacatamali, «ta-mal de carne»; necuhtamali, «tamal de miel»; shocotamali, «tamales de fruta»; cuatecuicuili tamali, «tamales blancos de maíz con frijol»; atoli de varios sabores: de aguamiel, agrio, de pinole, de cacahuate, de maíz de teja; cacáhoatl «chocolate»; y diversos géneros de insectos asados: chinicuiles, ahuautles, jumiles, chapulines, escamoles, chicatanas, izcahuitles, ashashayacatles, acoziles y aneneztlis.
Mientras los invitados disfrutan del convite, Nezahualcóyotl, Totoquihuatzin e Izcóatl se reúnen en privado en la sala principal del palacio, donde previamente fueron acomodados tres tlatocaicpalis de manera triangular para que los tres líderes puedan verse de frente. Cada uno de los huehueintin tlatoque toma asiento y sostiene su tlatocatopili, «vara de mando», en la mano derecha. Izcóatl, un poco nervioso, guarda silencio por un breve instante con la mirada vaga, hasta que finalmente observa a Nezahualcóyotl.
—Tlazohtitlácatl, «mi señor amado» —expresa el tlatoani Izcóatl a Nezahualcóyotl—, solicité esta reunión en privado para pedirte disculpas. Cuando llevamos a cabo el juicio de Teotzintecutli, voté a favor de él para hacerte enfadar. —Hace una pausa, cierra los ojos y exhala lentamente—. Estaba enojado contigo… Y lo único que quería era contradecirte, demostrar que yo también tenía poder en el eshcan tlatoloyan. —Hace otra pausa y traga saliva—. Estaba muy dolido por el fallecimiento de mi hijo Cuauhtláhuac. Sentía que tú eras el único responsable de su muerte por haber insistido en que fuéramos a Teshcuco esa misma tarde. Tú bien sabes el dolor que se siente perder a un padre en la guerra. Perder a un hijo es aún más doloroso. Es una pena que no desaparece. Te sigue día y noche. Te atormenta en cada momento de silencio. Todavía esta mañana lloré a solas por Cuauhtláhuac y pensé en todas las madres y padres que hoy iban a perder a sus hijos en el festejo a Tláloc y… —Está a punto de contarles sobre Cuicani, pero calla, sabe que no es relevante para esta reunión.
—¿Qué más? —pregunta Nezahualcóyotl un poco incómodo con la confesión de Izcóatl.
—Sólo eso. Que quiero que me perdones. —Lo mira a los ojos. Luego, desvía la mirada como quien repentinamente recuerda algo que había olvidado—. También necesito comentarles sobre…
—Confieso que me molestó mucho que me llevaras la contraria en el juicio —lo interrumpe Nezahualcóyotl—. Después pensé mucho en ello y concluí que fue lo mejor que pudiste hacer en ese momento para recordarme que somos un eshcan tlatoloyan, un gobierno entre tres y que debemos aprender a respetar las decisiones de los otros tlatoque.
—También por eso quise hablar con ustedes en privado —Izcóatl comenta preocupado—. Los teopishque de Tenochtítlan están resentidos por la creación de la Triple Alianza y creen que los queremos desaparecer. Piensan que los meshícas estaremos al servicio de Teshcuco y que Tlacopan sólo está para obedecerte.
Totoquihuatzin aprieta los labios y mira al tlatoani tenoshca con desagrado. Está cansado de escuchar los mismos rumores y no está dispuesto a dejar que sigan creciendo.
—Eso no es cierto —contesta el tlatoani acólhua.
—¿Eso piensas de mí? —pregunta el tlatoani tepaneca.
—No. —Izcóatl baja la mirada apenado—. No pienso eso de ti. Te conozco y sé que tienes principios, los cuales admiro mucho.
—El Consejo de cada una de las tres cabeceras es sumamente importante para el eshcan tlatoloyan —agrega Nezahualcóyotl.
—Lo manifesté de igual forma a los nenonotzaleque —continúa el tlatoani tenoshca—. Pero no me escucharon. Ayer mi nonotzale de más confianza, Cuauhtlishtli, me reveló que el Consejo está planeando dos reformas a través de las cuales se creará un nuevo método de elección de tlatoani, aparentemente más democrático. Para ello, piensan crear un tecutlatoliztli, «senado», al que llamarían tlatócan, lo que significa ampliar el número de nenonotzaleque de seis a doce: cuatro representantes religiosos, cuatro civiles y cuatro militares. Según su argumento, para tener más voces que aconsejen al tlatoani. Llevarían el título de tecutlato, «senador». Asimismo, quieren construir un tecutlatoloyan, «senado».228
—Debemos impedirlo —responde Nezahualcóyotl con gesto de desconfianza—. Las reformas del año pasado únicamente obstaculizaron todos nuestros propósitos.
—No —interviene Totoquihuatzin con sosiego—. Justo acabamos de hablar sobre el significado del eshcan tlatoloyan, un gobierno entre tres. Y así como tenemos que aprender a respetar las decisiones de los otros tlatoque, debemos actuar de igual manera con nuestros consejeros. Respetemos su función en el gobierno. Muchas veces yo fui testigo de la manera en que mi abuelo sermoneaba a los tetecuhtin aliados y a los consejeros en las juntas de gobierno. Era un soliloquio que nadie tenía permiso de interrumpir. Entonces las reuniones eran un desperdicio de tiempo y de mentes, pues muchos de ellos eran ancianos sabios. Lo mismo ocurría en el gobierno de mi tío, pero era peor. Si nosotros intentamos callar a nuestros consejeros, nos convertiremos en lo que tanto criticamos y odiamos de huehue Tezozómoc y Mashtla.
Nezahualcóyotl e Izcóatl se mantienen en silencio por un instante y, luego, se miran entre sí.
—¿Así gobiernas en Tlacopan? —pregunta el tlatoani meshíca cruzado de brazos.
—Sí —responde el tlatoani tepaneca.
—¿Cuánto tiempo duran las reuniones con tus consejeros? —cuestiona Izcóatl.
—Depende del asunto que debamos tratar —responde Totoquihuatzin—. A veces puede durar un momento y otras, media mañana.
—Aquí en Tenochtítlan —Izcóatl apunta con el dedo alrededor de la sala—, en este palacio —señala al piso—, en esta sala, hemos tenido reuniones que han durado todo el día y parte de la noche. Lo peor de todo es que no llegamos a acuerdos. En las últimas veintenas, tuve las manos atadas. Cada vez que quería enviar una embajada a Nezahualcóyotl para ofrecerle mis tropas o para concertar a una alianza, todos los consejeros, pero principalmente Tlacaélel, esgrimían argumentos para detenerme. Siempre tenían una razón. Y, de pronto, uno decía una cosa y luego otro le respondía y se nos iba el día entero. Eso con sólo seis miembros en el Consejo. Ahora imagina cómo será con doce.
—De eso estoy hablando —agrega el tlatoani tepaneca—. Aprendamos a gobernar bajo el consejo de nuestros nenonotzaleque. Seamos humildes y aprendamos a escuchar.
—Mi padre escuchó a sus consejeros y a sus aliados por cinco años —comenta el tlatoani acólhua—. Todos ellos, al igual que mi abuelo Techotlala, le aconsejaron que respetara a huehue Tezozómoc, que nunca le faltara al respeto, que lo escuchara y esperara a que un día aceptara reconocerlo y jurarlo como huei chichimecatecutli. Ishtlilshóchitl escuchó, hizo caso a los nenonotzaleque y huehue Tezozómoc comenzó a enviarle cargas de algodón para que le tejiera mantas, como si se tratara de uno más de sus vasallos. Mi padre se humilló y ordenó a su gente que tejieran las mantas que quería el tecutli de Azcapotzalco. Al año siguiente, tu abuelo duplicó la cantidad de algodón y envió una embajada exigiendo que le tejieran más mantas.
—Conozco la historia —interrumpe Totoquihuatzin al notar el enojo de Nezahualcóyotl—. Pero no debemos vivir en el pasado. Tú y yo ya hicimos una alianza. —Corrige—: Nosotros tres. Es momento de demostrarnos a nosotros mismos, y a todos los pueblos aliados y enemigos, que no somos iguales a Quinatzin, Acolhuatzin, Techotlala, Ishtlilshóchitl, Tezozómoc y Mashtla. Nosotros seremos más inteligentes y más humildes.
—Tan sabios que no nos dimos cuenta del pacto que hicieron Tlacaélel y Teotzintecutli —reprocha Nezahualcóyotl.
—¿Cuál pacto? —pregunta Totoquihuatzin al mismo tiempo que mira asombrado a los dos tlatoque.
—Necesitas una red de espías —le dice Nezahualcóyotl con enfado al tlatoani de Tlacopan.
—Lo sé —admite Totoquihuatzin—. Mi hija ya me lo dijo antes.
—El matrimonio entre Tlacaélel y Maquítzin nos hace pensar que es el resultado de una alianza que pactaron él y Teotzintecutli —informa Izcóatl con un gesto de desaprobación.
—No sabía —Totoquihuatzin se encoge de hombros.
—Yo tampoco —responde el tlatoani meshíca—. De haberlo sabido, habría votado para enviar a Teotzintecutli a la piedra de los sacrificios.
—Y esa alianza, en caso de ser real, ¿qué tan peligrosa sería? —pregunta el tlatoani tepaneca.
—Por el momento no tenemos forma de saberlo —responde Izcóatl—. Tlacaélel no está dispuesto a confesar que hizo un pacto con Teotzintecutli.
—Tal vez sólo sean conjeturas nuestras —confiesa Nezahualcóyotl.
—Son presunciones —añade el tlatoani tepaneca—. No nos dejemos llevar por suposiciones. Insisto en que confiemos en nuestros consejeros. Con doce miembros en el Consejo será más difícil que uno de ellos haga alianzas por su cuenta o que traicione la confianza del eshcan tlatoloyan. —Totoquihuatzin se dirige a Izcóatl—. Si te niegas a la ampliación del Consejo, lo único que conseguirás será su rebeldía y su ira. Nunca es bueno gobernar con los pipiltin en contra. En cambio, si aceptas la creación del tlatócan, puedes proponer seis candidatos leales a ti.
—Totoquihuatzin tiene razón —admite el tlatoani acólhua—. No es el mejor momento para tener a los pipiltin en nuestra contra. Aún tenemos que castigar a los pueblos rebeldes del sur y del poniente.
El tlatoani Izcóatl baja la mirada con descontento al mismo tiempo que aprieta los labios.
—Hablaré con el Consejo…
—Regresemos a la celebración —propone Nezahualcóyotl.
Al llegar a la salida del huei tecpancali, los tres tlatoque se detienen para observar el aguacero que cae sobre la ciudad tenoshca. El granizo obligó a la gente a resguardarse en sus casas. La ciudad se ha inundado a tal grado que las calles se han transformado en gruesos canales que cruzan de este a oeste y de norte a sur.
—Nuestro amado Tláloc tecutli, dios de los cerros y de la lluvia, nos ha respondido «como la madre que amamanta todo lo que nace en el mundo vegetal, animal y humano»229 —comenta Izcóatl mientras contempla satisfecho el chubasco que se derrama sobre la isla y que promete abundantes cosechas y ríos nutridos.
La tormenta se mantiene hasta la noche y luego se convierte en una llovizna suave y taciturna que se extingue al amanecer, cuando todo regresa a la normalidad. La gente vuelve a sus actividades y el gobierno retoma sus obligaciones. De la misma forma, el tlatoani prosigue con las funciones de gobierno en el teccali, «audiencia real». Sentado la mañana entera en su tlatocaicpali, escucha a los ministros que informan sobre los problemas que requieren su atención. Entre los primeros casos, sobresalen la inundación en la ciudad y la limpieza de las calles. Luego, le informan sobre una mujer que se ahorcó después de que su único hijo fue sacrificado al dios Tláloc. Más tarde recibe a un pescador que acusa a su vecino de haberle robado su canoa mientras llovía en la noche. Después, le llevan a dos macehualtin alcoholizados para que los castigue, pues los plebeyos tienen prohibido consumir bebidas embriagantes. Finalmente entran Motecuzoma Ilhuicamina y su esposa Cuicani, a quienes el tlatoani observa con asombro y un poco de tristeza, pues cree saber el propósito de su audiencia. Ambos caminan al centro de la sala y se arrodillan.
—Mi señor, he venido ante usted para solicitar el tenemacahualtiliztli, «divorcio» —pide Motecuzoma Ilhuicamina con la cara agachada.
—Tenemacahualtiliztli —repite Izcóatl mientras con la mano derecha sostiene su tlatocatopili, «vara de mando».
Cada calpuli de Tenochtítlan tiene su propio calpúlec, dirigente, que a su vez es representante, juez, ejecutor, embajador, teohua, «sacerdote», y tenemacahualtiani, «juez de divorcio». En el caso de Motecuzoma Ilhuicamina, que vive en el palacio, le corresponde acudir ante el huei tlatoani para solicitar el divorcio, el cual es permitido cuando el hombre repudia a la mujer o cuando la descubre en adulterio. El testimonio bajo juramento del acusador —aunque sea falso— es suficiente para obtener una condena a su favor, una condena que generalmente consiste en dar muerte a las mujeres que hayan sido encontradas culpables de adulterio y a los hombres que hayan cometido adulterio con una mujer casada; pero si la mujer es anamiqui «soltera» o ahuianito «prostituta», el hombre —aunque esté casado— es declarado inocente.
—Quiero divorciarme de esta mujer que me fue infiel mientras yo me encontraba preso en Coyohuácan —manifiesta Motecuzoma Ilhuicamina.
El huei tlatoani observa con tristeza a Cuicani, que llora humillada con la cabeza agachada y su hijo entre los brazos.
—¿Estás seguro? —pregunta Izcóatl angustiado. Conoce a Cuicani desde que nació.
—Así es, mi señor —responde Motecuzoma con un gesto de resentimiento que no puede ocultar—. Tengo testigos.
—¿Quiénes son esos testigos? —pregunta el tlatoani.
—Por el momento sólo puedo mencionar a mi hermano Tlacaélel, quien asegura haber visto a Cuicani con otro hombre.
—¿Es cierto eso, Cuicani? —pregunta el tenemacahualtiani, «juez de divorcio».
La joven acusada no responde. Sólo se limita a llorar y abrazar a su recién nacido.
—Cuicani es una cihuapili —responde Izcóatl con calma—, hija del difunto Azayoltzin, uno de los pipiltin, nenonotzaleque y teopishque más sabios, queridos y mejor recordados de nuestra ciudad. Lo que estamos deliberando en este momento no sólo es un agravio a su familia, sino a toda la nobleza tenoshca. Aunque las leyes dicten que a una mujer que haya cometido adulterio se le debe castigar con la muerte, en este caso, yo, como huei tlatoani, le perdono la vida, pues creo que hacen falta argumentos para condenarla. Tengo razones suficientes que respaldan lo que digo. Confío en tu palabra, querido Motecuzoma Ilhuicamina, pero desconfío de tu testigo. Te concedo el divorcio, para que elijas a una nueva esposa, pero determino que mantengas a Cuicani, por su linaje y la honorabilidad de su familia, como una de tus concubinas y reconozcas como hijo ilegítimo al niño que carga en brazos y que el tonalpouhqui llamó Iquehuacatzin.
—Tlazohcamati, tlazohtitlácatl, «gracias, mi señor amado» —expresa Cuicani con la voz entrecortada y el rostro empapado en llanto.
—Quiero casarme con Chichimecacihuatzin —agrega Ilhuicamina con un gesto de incomodidad.
Cuicani le besa el rostro a su hijo, sin darle importancia a la solicitud de Ilhuicamina.
—Me parece una buena decisión. Cuauhnáhuac es un pueblo de gran honorabilidad y le dará mayor esplendor a nuestro linaje —responde el huei tlatoani—. Pueden retirarse.
Ilhuicamina agradece y sale del teccali, «audiencia real». En el pasillo se cruza con Nezahualcóyotl, quien lo mira con seriedad y algo de desconfianza.
—Escuché la audiencia —comenta el tlatoani de Teshcuco.
—¿Qué opinas? —pregunta Ilhuicamina.
—Yo la habría condenado a muerte, tal y como lo hice con dos concubinas mías: Shóchitl y Mirácpil.
Ilhuicamina desvía la mirada, se toca la nariz como si quisiera limpiarse el sudor y elude responder.
—Envié a uno de mis capitanes a buscar Mirácpil a las jaulas, pero le informaron que no habías llevado a ninguna mujer.
—Se la entregué a uno de mis soldados —Ilhuicamina avanza sin pausa hacia la salida del palacio—. Después no supe más de ella.
—¿Me podrías dar el nombre del yaoquizqui?
—No lo sé. —Se vuelve a frotar la nariz—. Son demasiados. No los conozco por nombre a todos.
Nezahualcóyotl se da media vuelta sin despedirse de Motecuzoma Ilhuicamina y se dirige de regreso al teccali, «audiencia real», donde en un momento presentarán a los aspirantes para la ampliación del Consejo. Al entrar al teccali, ya se encuentran los consejeros y los candidatos presentes. Al frente yacen los cuatro asientos del tribunal, llamados tecutlatocaicpali, destinados a los tres tlatoque, Nezahualcóyotl, Izcóatl y Totoquihuatzin, y a Shalcápol, representante de Tezcatlipoca en el cemanáhuac, que nunca da su opinión.
—Honorables miembros del Consejo —pronuncia el tlatoani Izcóatl de pie—. Los convoqué a esta reunión para hacer de su conocimiento que los yei huehueintin tlatoque nos sentimos honrados de tenerlos como nenonotzaleque de este huei altépetl Meshíco Tenochtítlan, que forma parte del eshcan tlatoloyan. Asimismo, consideramos asertiva la decisión de ampliar el Consejo o, mejor dicho, crear un tecutlatoliztli, «senado». Sin duda, el nuevo tlatócan iluminará nuestros caminos, nos llenará de sabiduría y nos orientará al momento de tomar decisiones…
El tlatoani meshíca voltea a su derecha y mira a los tlatoque de Teshcuco y Tlacopan. Nezahualcóyotl levanta su tlatocatopili, «vara de mando», en señal de que desea solicitar la palabra. El tlatoani tenoshca extiende su brazo en dirección al tlatoani acólhua y luego se sienta.
—Honorables miembros del Consejo —toma la palabra el tlatoani de Teshcuco sin ponerse de pie—. Siempre he creído y confiado en los consejeros que me han acompañado a lo largo de mi vida. Mi padre tenía un consejero llamado Huitzilihuitzin, el más anciano de los teopishque, quien había sido nonotzale de mi abuelo Quinatzin y mi bisabuelo Techotlala. Caminaba con pasos lerdos y movía constantemente sus arrugadas manos que tiritaban mientras hablaba. En una ocasión, le dijo a mi padre estas sabias palabras: «No debe uno esconderse de la lluvia si las nubes no han anunciado el chubasco». Hoy quiero refrendar nuestra confianza en ustedes. Los yei huehueintin tlatoque del eshcan tlatoloyan les pedimos que no se escondan de la lluvia ya que las nubes no han anunciado tormenta alguna. En ningún momento pasó por nuestras mentes eliminar al Consejo o minimizar su autoridad. Ustedes tendrán libertad de juicio. Tomaremos en cuenta todos sus consejos, su cordura y sensatez.
El tlatoani meshíca observa a Totoquihuatzin, quien le responde con una mirada que indica su deseo de decir unas palabras.
—Honorables miembros del Consejo —habla el tlatoani de Tlacopan—. Siempre he sido partidario del diálogo. Creo firmemente en el intercambio de ideas, incluso cuando éste alcanza niveles de debate y polémica. Pensar diferente es saludable. Defender nuestras posturas es más sano. Lo que sí es verdaderamente nocivo es pensar igual o seguir a un solo líder sin jamás cuestionarlo. Lo viví toda mi vida en Azcapotzalco y no quiero que se repita en el eshcan tlatoloyan. Tenemos una nueva oportunidad. Una magnífica oportunidad para crear el imperio más grande que haya existido en toda la tierra. Hagamos esto juntos. Entremos al debate, contrastemos ideas y lleguemos a acuerdos, siempre en beneficio de nuestros altepeme. Yo pongo toda mi confianza en el tlalócan que está por nacer el día de hoy y les deseo mucha sabiduría y cordura.
Concluye el discurso del tlatoani tepaneca y, nuevamente, se pone de pie el tlatoani meshíca.
—Honorables miembros del Consejo, como ya escucharon a los huehueintin tlatoque, tienen nuestra confianza para la creación del nuevo tecutlatoliztli, «senado». ¿Qué método de elección proponen para los nuevos miembros del Consejo?
Tlalitecutli alza la mano y solicita permiso para hablar, el cual le es concedido por Izcóatl.
—Creemos que para hacer una elección breve —dice el nonotzale—, lo mejor es que cada uno de los miembros del Consejo elija a un tecutlato, «senador», y éste sea nombrado sin debate ni impedimento de los demás.
—¿Sin que haya oposición de nadie? —cuestiona asombrado el tlatoani meshíca.
—Así es —responde Tlalitecutli.
Yohualatónac pide permiso para hablar.
—Concluimos que, si no lo hacemos de esa manera, la elección sería demasiado larga, ya que implicaría que cada uno de nosotros postulara a seis candidatos, que en total serían treinta y seis. Y si usted propone seis candidatos serían cuarenta y dos. Si la elección se limita a seis candidatos, propuestos únicamente por los consejeros, sin debate, todos quedaríamos contentos con nuestros candidatos de más confianza.
Izcóatl baja el rostro y se rasca la frente para ocultar su molestia.
—Creo que es una forma de elección asertiva —comenta el tlatoani Totoquihuatzin con entusiasmo.
Nezahualcóyotl mira por el rabillo del ojo al tlatoani tepaneca, saca la quijada y exhala.
—Totoquihuatzin tiene razón —expresa el tlatoani acólhua y, luego, corrige—: Ustedes tienen razón.
—Que sea de esa manera —finaliza el tlatoani meshíca al mismo tiempo que mira directamente a los ojos de su sobrino Tlacaélel—. ¿Quiénes son sus candidatos?
—Cahualtzin, hijo de Tlatolzacatzin —dice Yohualatónac.
Izcóatl asiente satisfecho con el primer nombramiento.
—Yo propongo a Tezozomóctli, hijo del tlatoani Izcóatl —expresa Cuauhtlishtli.
El tlatoani meshíca sonríe.
—Aztecóatl —propone Tlacaélel.
Nezahualcóyotl e Izcóatl se miran entre sí y muestran descontento, pues se trata de un hermano de Tlacaélel.
—Ashicyotzin —dice Tlatolzacatzin.
El tlatoani tenoshca se siente decepcionado por el nombramiento que hizo su hermano, pues se trata de otro hermano de Tlacaélel. Luego, dirige la mirada a los consejeros, y al ver que sólo faltan Tochtzin y Tlalitecutli, concluye que la nueva batalla está perdida.
—Cuauhtzitzimitzin —recomienda Tochtzin—. Hermano de Tlacaélel.
—Shicónoc —candidatea Tlalitecutli—. Hermano de Tlacaélel.
El tlatoani meshíca pone las manos en sus rodillas, baja la cabeza en forma de derrota y exhala.
—Celebro su sabiduría —dice Totoquihuatzin con frenesí—. Creo que hicieron muy buenas elecciones.
—Yo también me siento conforme con la elección —agrega Nezahualcóyotl con una sonrisa fingida.
—Llamen a los nuevos consejeros para darles la nueva noticia.
—Los seis candidatos se encuentran haciendo oraciones a los dioses en el teopishcacali, «casa en la que se reúnen los consejeros» —dice Tochtzin—. Si ustedes nos lo permiten, queremos ir a darles la noticia y tener nuestra primera sesión.
—¿Primera sesión? —pregunta el tlatoani meshíca asombrado.
—Así es —interviene Tlacaélel—. Nuestro primer cabildo antes de presentarlos a la población tenoshca.
—No entiendo… —Izcóatl se muestra sumamente desconfiado. Mira a los tlatoque sentados a su lado. Nezahualcóyotl también se ve desconcertado. Totoquihuatzin es el único tranquilo.
—¿Podemos saber qué tratarán en esta primera sesión? —Izcóatl se cruza de brazos.
—Sobre la manera en la que vamos a organizarnos —comenta Tlatolzacatzin.
—Vayan. —Izcóatl carraspea y, luego, traga saliva.
Los seis nenonotzaleque salen del teccali y se dirigen al teopishcacali, donde permanecen la mayor parte de la tarde. Una tarde lluviosa en la que la gente se mantiene en sus casas.
Poco antes del oncalaqui Tonátiuh, «hacia las seis de la tarde», cuando la llovizna ha parado, los miembros del Consejo salen y presentan a los nuevos miembros del tlatócan: Aztecóatl, Ashicyotzin, Cuauhtzitzimitzin, Shicónoc, Cahualtzin y Tezozomóctli.
—Celebramos su nombramiento —comenta Totoquihuatzin—. Enhorabuena.
—Sean todos ustedes bienvenidos —comenta Izcóatl.
—Tlazohcamati —agradece Tochtzin al mismo tiempo que da un paso al frente—. Como ustedes saben, hoy además de nombrar a los nuevos tecutlatoque, realizamos nuestra primera reforma a las leyes meshícas. El Consejo desaparece a partir de hoy. Es decir, que ya no somos consejeros del tlatoani, sino un poder independiente, para lo cual elegimos a un líder absoluto del tlatócan, sacerdote supremo que recibirá el título de cihuacóatl, «el gemelo consorte», in cemanáhuac tepehuani, «conquistador del mundo». Luego de proponer varios nombres y de discutir sus virtudes, elegimos con siete votos a favor y cuatro en contra a Tlacaélel.
Nezahualcóyotl e Izcóatl miran furiosos al recién nombrado cihuacóatl, quien se encuentra rodeado de los once tecutlatoque, aunque sólo siete se muestran alegres. Cuauhtlishtli, Yohualatónac Cahualtzin y Tezozomóctli hacen evidente su descontento.
—Nosotros también celebramos que hayan elegido a Tlacaélel como líder del tecutlatoliztli —expresa con falso entusiasmo el tlatoani meshíca—. Trabajaremos juntos con el cihuacóatl y respetaremos su autonomía.
—Así será —responde Tlacaélel con seriedad.
—Organicemos la celebración para mañana —agrega Izcóatl—. Los meshícas tenoshcas deben conocer al nuevo cihuacóatl y a los miembros del tlatócan.
Los doce miembros del tlatócan y Shalcápol abandonan el teccali y sólo quedan los yei huehueintin tlatoque.
—¿Crees que Tlacaélel quiere ser tlatoani? —pregunta Nezahualcóyotl con ironía—. Ya no puede. Las leyes prohíben a los sacerdotes ser candidatos al gobierno.
—¡No! —Izcóatl se lleva una mano a la barbilla—. Ya quedó demostrado que eso no le interesa. Sus planes van más allá. —Se rasca la barbilla con la uña del dedo anular—. Todavía no logro descifrar qué busca, pero me queda claro que no es sólo el gobierno de Meshíco Tenochtítlan.
—¿Quiere el huei chichimeca tlatocáyotl? —cuestiona Nezahualcóyotl con preocupación.
—Es muy probable que ni siquiera le interese el imperio chichimeca —agrega Izcóatl—. Quizá lo que quiere es destruirlo por completo. Y crear un imperio meshíca.
—En el que él sea el nuevo Tezozómoc —añade Nezahualcóyotl.
—No. —Izcóatl alza la cara y dirige la mirada al techo, sin fijarla en un punto preciso—. Él no quiere ser comparado. No quiere ser otro Tezozómoc. Quiere crear una nueva figura, un sacerdote supremo —dice enojado—. Uno que controle a los sacerdotes, a los civiles, a los militares, al tlatoani y al eshcan tlatoloyan.
—Se equivocó, porque no se lo vamos a permitir —finaliza el tlatoani de Teshcuco.
Esta noche se convierte en la más larga en la vida del huei tlatoani Izcóatl. Se siente débil, derrotado, cansado, enojado, frustrado, impotente, traicionado, utilizado…
Al dar el hualmomana, «seis o siete de la mañana», comienzan los preparativos para la celebración en toda la ciudad. La gente adorna las casas con flores, barre las calles y se pone sus mejores atuendos, aunque todavía no sepa el motivo de la convocatoria en el Recinto Sagrado. Lo que sí sabe es que es muy importante. Demasiado. Tan importante como la jura de los yei huehueintin tlatoque.
Al dar el tlacualizpan, «nueve de la mañana», toda la población tenoshca se encuentra reunida en el Recinto Sagrado. Un majestuoso banquete ha sido preparado desde la noche anterior. Cientos de danzantes ya están en el mitotia. Luego de una larga espera, suenan las caracolas que anuncian a todos que guarden silencio.
Los huehueintin tlatoque, los doce tecutlatoque y Shalcápol, representante de Tezcatlipoca en el cemanáhuac, salen del tlacochcalco - tlacateco, que se encuentra en la parte baja del Coatépetl, y antes de subir se dirigen a la población.
—¡Sean todos ustedes bienvenidos! —exclama Izcóatl—. Los hemos convocado para informarles que ayer el Consejo meshíca llevó a cabo nuevas reformas para mejorar el funcionamiento de nuestro gobierno. Desaparecieron el Consejo y crearon un tecutlatoliztli, que tendrá doce tecutlatoque y se compone de los seis nenonotzaleque que formaban el Consejo y que ustedes ya conocen: Cuauhtlishtli, Yohualatónac, Tochtzin, Tlatolzacatzin, Tlalitecutli y Tlacaélel. Más seis miembros nuevos: Aztecóatl, Ashicyotzin, Cuauhtzitzimitzin, Shicónoc, Cahualtzin y Tezozomóctli. El nuevo tlatócan será un poder independiente, con un líder absoluto, un sacerdote supremo con el título de cihuacóatl, «el gemelo consorte», in cemanáhuac tepehuani, «conquistador del mundo».
Totoquihuatzin y Nezahualcóyotl toman de los brazos a Tlacaélel y lo llevan a su tlatocaicpali y le cortan el cabello. Después le hacen perforaciones en la nariz, en el labio inferior y en la barbilla y le ponen un temalacátetl, «bezolera», de oro, un yacametztli, «nariguera», de jade y un tenzacanecuili, «barbote», de oro con forma de serpiente. El huei tlatoani de Meshíco Tenochtítlan le pone unos pipilolis, «orejeras», de oro, un tilmatli con cientos de piedras preciosas, un teocuitlamécatl, «cadena de oro y plata», un cózcatl, «collar», dos matacashtlis, «pulseras», sandalias doradas, el shiuhhuitzoli, «mitra» y le entrega un tlatocatopili, «vara de mando».
En ese momento, suenan los tepozquiquiztlis y retumban los huehuetles y los teponaztlis: ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…
Los tenoshcas aúllan:
—¡Ay, ay, ay, ay, ay, ayayayay!
Los mitotique comienzan las danzas. Los macehualtin y los pipiltin vociferan con entusiasmo. Y en medio de la celebración, Izcóatl se marcha a sus aposentos sin que nadie lo vea. Camina parsimonioso por los pasillos del huei tecpancali y contempla con añoranza los muros, esos mismos que edificó su padre Acamapichtli y que su hermano Huitzilíhuitl amplió poco antes de que iniciara la guerra entre Tezozómoc e Ishtlilshóchitl y que Izcóatl prometió engrandecer aún más cuando volviera la paz a la isla, promesa que no ha logrado cumplir debido a las constantes guerras, las mismas que hoy parecen no tener fin. El huei tlatoani se detiene en el teccali —donde ha presidido tantas audiencias y ha escuchado tantos argumentos—, coloca una mano en el muro para recargarse mientras se lleva la otra al abdomen, justo debajo del pulmón derecho, respira profundo y aprieta los dientes y gime y aguanta el dolor, e inhala y exhala, y cierra los ojos y piensa acongojado en lo que le está ocurriendo, en ese dolor tan intenso como una flama ardiente dentro de su vesícula, y se pregunta si su final ha llegado y cierra los ojos, y se cuestiona si es el momento y si cumplió con su misión en la vida y si será recordado como un buen tlatoani o sólo como uno más entre los anodinos, los ignominiosos, los infames, los injustos, los mezquinos, los bribones, los trúhanes, los perversos, los abusivos, los pérfidos, los embaucadores, los mentirosos, los trapaceros, todos ellos juntos y por separado, todos causantes de la miseria de los macehualtin, de los más pobres, los más indefensos, los más débiles; de pronto, el padecimiento lo tritura por dentro y lo dobla, y las rodillas lo traicionan y cae al suelo sin lograr protegerse con las manos y se golpea la cabeza, y cierra los ojos y luego los abre, aunque no sabe cuándo, si es de inmediato o mucho después, pero ve el pasillo oscuro y vacío, muy oscuro y muy vacío, demasiado vacío, como el vacío que siente en su corazón, y se pregunta si es el mismo pasillo por el cual caminó tantas veces o si es el camino al Míctlan, ¿será éste el rumbo a los nueve infiernos del Míctlan? Itzcuíntlan, «en donde habita el perro», Tepeme Monamíctlan, «en donde se juntan las montañas», Itztépetl, «el monte de obsidiana», Cehuelóyan, «el lugar donde hay mucha nieve», Pancuetlacalóyan, «donde la persona se vira como bandera», Temiminalóyan, «donde te clavan las flechas», Teyolocualóyan, «el sitio donde te comen el corazón», Apanohualóyan, «el término donde cruza el agua», y Chiconahualóyan, «la zona que tiene nueve aguas». Izcóatl se pregunta, ¿será o no será? Duda y piensa que también parece el Tlalócan, por los días nublados, las aguas que se escuchan o que cree escuchar, porque algo no está bien en su cabeza, porque nada tiene lógica, nada le parece normal, todo está muy opaco y oscuro, demasiado oscuro, y él habla sin abrir la boca, sin alzar la voz, sin poder escucharse a sí mismo, sin lograr entender quién es y qué busca o qué buscaba, o si es que algo buscaba, ¿qué es lo que investigaba?, se pregunta, ¿qué es eso que quería?, ¿realmente lo anhelaba?, ¿por qué no me responden?, que alguien me conteste, ¿por qué estoy tan solo?, ¿dónde están todos?, pregunta con angustia el bisnieto de Cóshcosh, nieto de Opochtli y huehue Atotozli, hijo de Acamapichtli y Quiahuitzin, hermano de Huitzilíhuitl, Matlacíhuatl y Tlatolzacatzin, el huei tlatoani de Meshíco Tenochtítlan, Izcóatl; siente que su abdomen está por reventar, se sofoca, estira el brazo y escarba en el aire con los dedos y grita, o cree que grita, ¡auxilio!, auxilio, ayuda, aaa…, pero nadie lo escucha, porque todos ríen, afuera todos huelgan, comen, platican, ríen, se regocijan, danzan, pues hoy está prohibido llorar, prohibido lamentarse, prohibido quejarse, rían todos, gocen, bailen, bailen, bailen…, de pronto, una voz le habla, papá, papá, ¿me escuchas?
225 Entre los yaotequihuaque, «capitanes», se incluyen títulos (todos capitanes) como el yaoquizcayacanqui, el tecociyahuácatl, el cuauhnochtli, el achcauhtli, el tequihua y el cuáchic.
226 Tetecaliztli, «sexo heterosexual», también tetechnaci. Nepatlachuiliztli, «sexo lésbico». Cuilontia, «coito homosexual», también onitecuilonti.
227 Guilhem Olivier, «Tláloc, el antiguo dios de la lluvia y de la tierra en el Centro de México».
228 El tecutlatoloyan, «senado», se refiere al edificio, mientras que el tecutlatoliztli, «senado», se refiere al concepto de manera abstracta y a los tecutlatoque, «senadores», en singular tecutlato.
229 Códice Florentino.