En junio de 1968, aterriza en las librerías de París, de la mano de Gallimard, un extraño aerolito, un formidable pavé, firmado por Albert Cohen: Belle du Seigneur. Una obra singular y desmesurada que para muchísimos fue una revelación, aunque los memoriosos recordaban que formaba parte de un ambicioso ciclo novelesco, la saga de los Solal, que el autor había bautizado, como título de trabajo, La gesta de los judíos, cuyo origen fue Solal, publicado en 1930. Años más tarde, en 1938, apareció Mangeclous (Comeclavos), y hubo que esperar hasta 1968 para poder leer Bella del Señor, cuyo culto fue creciendo sin parar, obtuvo el Gran Premio de la Academia Francesa, y Albert Cohen fue reiteradamente propuesto para el Premio Nobel, sin conseguirlo, pasando a formar parte del formidable equipo de los escritores que no han tenido el Nobel, como Franz Kafka, Marcel Proust, Robert Musil o Hermann Broch. En algunos casos, la Academia Sueca tenía la coartada de la escasa obra publicada a la muerte del escritor, véase Kafka, pero no así en otros. (Una muestra del humor negro de Kafka: próximo a morir de tuberculosis, tras un ataque de tos, comentó: «Creo que merezco el Premio Nobel de los esputos.»)
Su obra fue parca, teniendo en cuenta su larga vida (1895-1981), pero los cuatro volúmenes de la saga de los Solal, los ya citados y el último, Los Esforzados, justificarían los máximos galardones, y se les debería añadir, fundamentalmente, El libro de mi madre y sus dos últimos títulos Ô vous, frères humains, de 1972, y Carnets 1978, escrito a los ochenta y tres años.
Una experiencia decisiva
Después de su infancia feliz en Corfú y de su descubrimiento extasiado de la lengua francesa en Marsella, a los diez años tiene una revelación mientras oye a un vendedor ambulante que de pronto le increpa: le trata de sale youpin, sucio judío, que viene a «robarles el pan a los franceses». Y acaba bruscamente la infancia con esta marca infamante que lo convierte en judío y le revela el odio del antisemitismo. Y también, por primera vez, implora piedad con «una sonrisa temblorosa, una sonrisa enferma, una sonrisa de débil, una sonrisa judía». Y esta historia «fundacional» de sus diez años no la contará hasta tener ochenta, en su libro Ô vous, frères humains.
Alain Finkielkraut, en El judío imaginario, cuenta la experiencia de Cohen: «Solo en su rincón, el chiquillo alelado contempla su herida. No es igual a sus iguales, ha recibido en plena cara el choque de su pertenencia a una raza despreciada. ¡Judío! La vida entera no bastará para controlar la violencia de esta revelación.» Una experiencia que se enlaza con otras experiencias de excluidos de la norma. Así, Didier Eribon en un libro fundamental, Reflexiones sobre la cuestión gay, señala cómo el gay aprende su diferencia con el traumatismo del insulto, «sucio marica» o simplemente «marica», alguien que no es normal. Y quien insulta hace saber que tiene el poder de herir, de avergonzar. Y esta conciencia herida y avergonzada se convierte en un elemento constitutivo de la personalidad.
Como es sabido, los normalizadores aplicados y coherentes encerraban en los campos de exterminio a los anormales: los judíos, en primer lugar, los homosexuales, los gitanos. Vulnerables y atrapados para siempre.
La cuestión judía
El niño sefardí que nace en Corfú y al que sus padres llevan a Marsella, se convierte en un joven abogado que se instala en Ginebra. Tras un viaje a Egipto, en 1921, en el barco del viaje de regreso, conoce a un personaje fundamental en su vida, Chaim Weizmann, activísimo sionista que se convertirá en el primer presidente de Israel. Albert Cohen ingresa en la sección diplomática del Bureau International du Travail. Desde entonces y durante treinta años llevará a cabo una intensa actividad, en variados organismos, a favor de la causa judía (y en detrimento de su propia literatura).
Entre sus iniciativas destaca la de fundar y dirigir La Revue juive en 1924, editada por Gallimard, en cuyo comité de redacción formado por seis personas figuran el citado Weizmann y nada menos que Einstein y Freud.
También propone, sin éxito, dos ideas visionarias. En 1934, un plan de partición de Palestina, como única solución para asegurar la coexistencia pacífica de las comunidades árabe y judía; pero no es escuchado, aunque cree que «es la solución a la vez razonable y audaz». Años más tarde la Declaración Balfour recoge el espíritu de su idea, que finalmente no se lleva a cabo. Incluso ahora mismo, el gran intelectual Abraham B. Yehoshúa aboga sin éxito en favor de «la creación de una frontera entre Israel y Palestina, fundamental para que exista una buena vecindad en el futuro».
Más adelante, en 1939, ya con Hitler desencadenado, Albert Cohen propone una Legión judía, que podría movilizar fácilmente a doscientos o trescientos mil voluntarios, muchos de ellos de Estados Unidos, y que probaría la adhesión del judaísmo a la democracia. Un proyecto que empezó con buenos auspicios pero finalmente no pudo realizarse, ante las reticencias insuperables de la elaborada y sinuosa política británica y la cautela del gobierno francés.
Tras una activa estancia en Londres, donde reside desde 1940, huyendo de los nazis, Cohen, consejero político de la Agencia Judía y del Congreso Judío Mundial, captó de inmediato que aquel general arrogante y larguirucho, Charles de Gaulle (de pedigrí dudoso: perteneció a la derechista Action française), era la auténtica alternativa democrática al gobierno de Pétain y un futuro aliado, como así fue, para la causa israelí. Albert Cohen es nombrado oficialmente delegado de la Agencia Judía en sus relaciones con la France Libre capitaneada por De Gaulle.
Y por último, un gran logro, del que Cohen se sintió muy orgulloso: la elaboración de un pasaporte del refugiado, que permitía una libertad de movimientos a los muchos afectados (treinta millones de personas desplazadas), una legalización para la que Cohen, que consideró el pasaporte como «el mejor libro de mi vida», trabajó infatigablemente.
Después de tantos años de lucha, contempla desde Ginebra, sin tomar parte, la creación del Estado de Israel.
La saga de los Solal, una redacción trompicada
Cohen estaba obsesionado con Proust y los avatares de la redacción de la Recherche, y tenía la firme intención de que su propia «recherche», es decir La Geste des Juifs, no viera publicado su primer volumen hasta que el último estuviera escrito, al menos en forma de borrador.
Pero cuando tiene treinta y dos años aparece una de las merveilleuses que surgen en la vida de Cohen, y éste le dicta Solal, para merecer, dice, la admiración absurda que ella sentía por él. Se publica, tres años después, en 1930, aclamada de inmediato como una obra maestra, se traduce a varias lenguas y se compara a Cohen con Stendhal, Proust, Balzac (el «Balzac judío») y naturalmente Rabelais.
Junto con el seductor Solal aparecen los cinco «Valereux», los cinco Esforzados –Saltiel, Comeclavos, Matthatias, Michael y Salomón–, judíos extravagantes de Cefalonia emparentados entre sí y con Solal, que conforman un coro desopilante en Solal y Bella del Señor, a modo de bufones de Shakespeare, de «primos orientales de Tartarín de Tarascón», según su gran amigo Marcel Pagnol, mientras que en Comeclavos y Los Esforzados se convierten en protagonistas.
Cohen, ocupado por sus actividades sionistas, retoma su obra a mediados de los años 30, y aunque proclama la unidad de la misma y la importancia capital de la ya anunciada Bella del Señor, en 1938 (también con retraso respecto a la redacción) aparece Comeclavos, el «segundo volumen de la serie de los Solal», debido a la impaciencia del editor, Gallimard, quien le paga un tanto y lleva siete años esperando un manuscrito. Además ya ha publicado Solal, ya ha sentado un precedente de desgajamiento y Cohen finalmente cede y publica Comeclavos en un pésimo momento: con el nazismo rampante, nadie está para literaturas y menos aún los judíos. Y para colmo la visión de los Esforzados sobresalta. Aunque Cohen previene al lector del posible shock de algunos israelitas ante las escenas del gueto, afirma que «el humor es una forma de amor» y subraya: «soy demasiado judío para temer tomar un poco a risa a mis queridos congéneres».
Aunque la prensa es elogiosa, resulta evidente que Comeclavos ha salido a contratiempo. Como también sucederá con Bella del Señor, en junio de 1968, inmediatamente después del famoso Mayo. Los miles de páginas del manuscrito (1.700 ya en 1937) empiezan a tomar forma y después de diez años de trabajo aparecerá la novela. Y un año más tarde Los Esforzados, que se ha desgajado de Bella del Señor, por «comodidad de edición», posiblemente para aligerar algo la extensión. Y pese a los tiempos tan poco propicios –la época de los hippies, el flower power, las teorías sexuales de Wilhelm Reich y su función del orgasmo–, empieza a forjarse el mito y se inicia el peregrinaje de sus admiradores a Ginebra.
Ciclotimia
Entre sus temas recurrentes: el narcisismo desdichado, clave de toda su obra, la venganza de los hombres a través de las mujeres (en especial el judío que seduce a las esposas de los gentiles), su ambigua relación respecto a la pasión, que celebra y condena. No puede entenderse el erotismo de la obra de Cohen, ni el amor lleno de odio hacia sus propias pasiones, si se olvida su fundamento religioso.
En sus novelas se asiste al fracaso del amor químicamente puro, del amor aislado del mundo; pese a las patéticas estrategias de renovación del amor, en realidad los amantes devienen prisioneros del amor. En resumen, como Cohen le dice a Pivot, Bella del Señor es un panfleto contra el amor pasión.
Su biógrafo Jean Blot habla de la ciclotimia de sus personajes, que provoca el estilo barroco de sus novelas y el salto constante de lo imaginario a lo real sin establecer comunicación, como en compartimentos estancos: una obra en la que coexisten el lirismo más desesperado, el análisis psicológico más cruelmente certero, el esperpento a la salsa judía... y a la que no le importa adornarse de cuando en cuando con la pedrería más kitsch, que también «compra» el lector entregado. Una ciclotimia que encontramos a menudo en una misma frase: así, cuando evoca su infancia en Corfú, una isla «estúpida de belleza» (la pasión por la belleza más sensorial confrontada con la superioridad de Dios y del Espíritu.)
Y otro gran tema de la obra de Cohen: la sátira despiadada de la burocracia, ejemplificada en la Sociedad de Naciones, instalada en Ginebra. Curiosamente, Cohen nunca trabajó en ella (aunque los contactos fueron desde luego numerosos), sino en otros organismos internacionales, preferentemente judíos. Sin embargo, en la noche burocrática, en su puntilloso dolce far niente (codazos aparte), todos los gatos son pardos, la extrapolación funciona sin problemas.
Cohen llega a Anagrama
En un cambio de propiedad de Seix Barral, que fue absorbida por Planeta (y, al parecer, salvada de la quiebra), entre la partida no voluntaria de Mario Muchnik y la llegada de Mario Lacruz para hacerse cargo de la dirección de Seix Barral, le encargan a Pere Gimferrer que intente colocar más de cien títulos contratados que no tienen cabida posible en el nuevo proyecto (un caso de bulimia no infrecuente en la edición), y Pere nos va convocando a unos cuantos colegas con la lista en cuestión.
Cuando voy a verlo a su despacho de la editorial, pese a que en Anagrama nunca nos han faltado títulos sino todo lo contrario (la incierta lucha contra la bulimia, precisamente), elijo sin lugar a dudas, entre posibles traspasos, considerar Bella del Señor. Aún no la había leído, pero en tanto que seguidor regular de tantas revistas culturales francesas y suscriptor durante décadas de Le Magazine Littéraire, Le Nouvel Observateur, Livres Hebdo y muchas otras publicaciones, estaba bien informado de la importancia extraordinaria de la obra. Me interesé también por una novela espléndida, de claras resonancias autobiográficas, Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori, un gran autor que había publicado en su día Carlos Barral. Curiosamente, su protagonista, un ario indiscutible, aunque su antisemitismo sea muy discutible, sólo se enamora de mujeres judías («una perversión imperdonable, como el pecado de sodomía, por ejemplo»), mientras que Cohen se casó con dos gentiles hasta encontrar a la tercera, judía, Bella. Otro título que consideré, y también contraté, fue Azotando a la doncella, del norteamericano Robert Coover, luego buen amigo, una fantasía sadomasoquista entre el Marqués de Sade y los Ejercicios de estilo de Queneau.
Pese a la insistencia de Pere en «colocarme» también otros excelentes escritores –recuerdo en especial su empeño por librarse de las numerosas obras contratadas de Anthony Burgess–, finalmente me limité a adquirir a los tres mencionados.
Se sorprendió mucho de mi decisión de adquirir Bella del Señor: «Si este libro sólo nos interesará a ti y a mí y a cuatro más.» Y lo mejor del caso es que mi admirado Pere tenía razón. En aquellos momentos de nueva narrativa española, de la movida madrileña, de cierta apoteosis light, parecía una locura objetiva lanzar una obra de gran tonelaje, de un autor ya fallecido, y francés para más inri. La literatura francesa atravesaba años bajos, y más aún en España. Y todavía más en Madrid, donde está severamente penalizada y se vende proporcionalmente mucho menos que en Barcelona. Lo he comprobado sobradamente, como editor de tantos autores franceses: hay evidencia empírica, estadísticas. Incluso hace poco, con ocasión de la guerra de Irak, un portavoz del gobierno utilizó la palabra «afrancesado» como insulto hacia los que estaban en contra de la misma, al igual que el gobierno francés. Excepto Rafael Conte y siete u ocho más personas, Francia tiene poco predicamento en Madrid (¿residuos acaso del 2 de Mayo y de Pepe Botella, de la impenetrabilidad del «macizo de la raza»?).
En Seix Barral habían encargado la versión española a Javier Albiñana, quien había traducido ya una doscientas páginas, de forma excelente, una inesperada bendición. Se ocupó del resto y en la primavera de 1987 publicamos Bella del Señor sin sospechar, ni nosotros mismos, el éxito que iba a obtener.
ANEXO: ARCHIVOS DE PRENSA
El pistoletazo de salida lo dio Rafael Conte (El País), el 21 de mayo de 1987. Aunque sería más exacto hablar de cañonazo, anunciado por el título de la reseña (página entera, impar): «Una de las mejores novelas del siglo», subtitulada «La expresión amorosa de Albert Cohen».
Esto sucedió justo cuando la Feria de Madrid, en el Retiro, y la gente se precipitaba, con la crítica en ristre, pidiendo Bella del Señor, «esta novela que Conte dice que es tan buena».
La sorpresa fue total, las críticas elogiosas se sucedían sin parar y el libro se convirtió en un bestseller imprevisto. Y en todas se elogió la gran y difícil y meritoria traducción de Javier Albiñana, y su maestría en captar los vertiginosos cambios de registro de Cohen.
Podría ser un ejemplo del buen uso del mandarinato: Rafael Conte, como crítico estrella del suplemento «Libros» en El País, en un momento de gran esplendor del periódico y del suplemento y en un momento de especial avidez cultural. Por otra parte, a Conte, una o dos veces al año, espaciando sabiamente las dosis, le gustaba dar el «do de pecho», escribir una crítica extremadamente entusiasta en favor de un libro, y conseguía lanzarlo con total garantía. Así lo hizo con El héroe de las mansardas de Mansard, de Álvaro Pombo, por ejemplo, y en este caso con Albert Cohen.
En su artículo, Conte hace un análisis magistral y su documentación es impecable, excepto en un punto. Habla de medio centenar de traducciones, cuando son muchas menos, y ahí interviene el alto costo de la empresa y el riesgo consiguiente. Según el departamento de cesiones de Gallimard (fecha: 30 de junio de 2003), información que pedí hace un par de días a Anne-Solange Noble, sólo se han publicado catorce traducciones y tres están en vías de aparición. La primera, en 1983, fue la alemana, luego, en 1985, la holandesa y la brasileña, y en 1987 la española y la hebrea. Datos más sintomáticos: Penguin contrató una edición en inglés en 1987, pero todavía no se ha publicado. En cuanto al área escandinava, de no escasa importancia de cara al Premio Nobel, se publicó en Dinamarca y Noruega en 1987 y 1996 respectivamente, después de la muerte del autor, y todavía no existe la casi imprescindible traducción sueca.
También se subrayó que Bella del Señor era el número cien de «Panorama de narrativas», una colección ya muy instalada, y el riesgo que suponía tal elección: una novela enorme, de más de seiscientas apretadas páginas, que había aparecido en 1968, «obra de un anciano y parco escritor judío de lengua francesa» (Conte), y totalmente desconocido para los lectores españoles (y también para casi todos los críticos).
Por mencionar sólo algunos titulares de las entusiastas reseñas: «Una fiesta para el intelecto» (Lluís M. Todó, La Vanguardia), «La destrucción o el amor» (Víctor Márquez Reviriego, Cambio 16), «Una magistral provocación» (Mario Benedetti, El País), «La escenografía de Albert Cohen» (Valentí Puig, La Vanguardia), «La ineludible necesidad de escribirlo todo» (del ahora editor Oriol Castanys, Diari de Barcelona).
Y ya más adelante, a finales de año, un joven novelista, Antonio Muñoz Molina, escribía en la efímera revista El Globo (imprevistamente efímera, ya que era del grupo de El País y había sido lanzada a bombo y platillo): «Y en eso llegó Cohen», y tras compararlo con Cervantes y Joyce constataba que «desde hace varios meses es la novela más leída de España. Contra todo pronóstico».
Apoyos adicionales extraliterarios, con el libro ya lanzado: Pep Guardiola la terminó diez minutos antes de salir para el partido de Wembley en el que el Barça ganó la Copa de Europa: «Salí al campo con la piel de gallina, emocionado por el final.» Y Felipe González, entonces presidente del gobierno, aún sin exhibir el gran entusiasmo que le provocó Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, anunció que Bella del Señor sería su lectura del verano.
Una curiosidad: la revista Cinco Días, en su sección «Management», y con el titular «La gestión invita a la literatura», recoge un capítulo de Bella del Señor en el que se da una visión rotunda de la «reunionitis», la «farsa del informe diario». Y también aparece en el sobre de prensa un recorte de El Diario de Caracas (20 de junio de 1988) que informa de que es el número 5 de la lista de bestsellers, pese al precio, elevado en España y estratosférico, imagino, en Venezuela.
Solal, publicada en 1988, pasó muy discretamente, como si los críticos hubieran quedado ya exhaustos. Así, Conte, en una breve aunque elogiosa nota, constató que se trataba de una primera versión, más recogida, de Bella del Señor. Cuando un trío de «jóvenes turcos», Alejandro Gándara, flanqueado por Constantino Bértolo y Juan Carlos Suñén, tomó el mando durante unos pocos años del suplemento de El País, con la consiguiente alarma del sector tras los inmediatos damnificados, dicho Suñén (poeta de mejorable futuro) se calzó los coturnos, se puso estupendo y le propinó un soberano palo a Solal.
En cuanto a Comeclavos (1989), la crítica tampoco fue abundante pero sí muy positiva, con Leopoldo Azancot en El País, por ejemplo, y la primera aparición de Enrique Vila-Matas (Diario 16) como fan de Cohen, que celebra la «mascarada genial» y que los «espléndidos comparsas chapuceros», es decir, los Esforzados, sean ahora los protagonistas: en resumen, Comeclavos le parece «inmejorable» (superior incluso a Bella del Señor).
Después, aparte de publicar El libro de mi madre, me tomé un descanso de diez años, pero consideré un «deber moral» completar el ciclo novelesco de Cohen con la publicación de Los Esforzados, pese a la certeza de que se cumpliría la inexorable Ley de las Tetralogías (ventas progresivamente decrecientes del primero al cuarto), que en efecto se cumplió (aún no se ha agotado una prudente primera edición), pese a las muy entusiastas y nutridas críticas que la novela despertó.
Así, Darío Villanueva (La Razón) los emparenta con «la picaresca más verbosa, la de Alemán y Quevedo», pero advierte que, en esta novela escrita en 1935, a pesar de su tono risueño, más aún, «divertidísima» (Xavier Lloveras, El Periódico), se vislumbra la amenaza del Holocausto y cita una frase del ingenuo Saltiel: «Si Hitler se vuelve peor, verás como nos defiende el señor Papa. Saldrá del Vaticano e irá a Alemania a maldecir a este muchacho.» Es bien conocida la heroica postura de Pío XII. En cuanto a Pedro Sorela (Revista de Libros), subraya el portento de que nos creamos por completo a esos personajes desmesurados y además, tres novelas después, nos sigan sorprendiendo.
También se suma a las alabanzas Mercedes Monmany (El País): «Y de nuevo nos encontramos con el personaje más fascinante e inolvidable de toda la saga: Comeclavos. Bandido, tramposo, embrollador y embustero. Comeclavos, el hombre de los cien oficios, está dotado de una elocuencia descomunal, arrasadora e irresistible para sus hipnotizadas y devotas audiencias que lo siguen y creen sus más solemnes mentiras.» Robert Saladrigas (La Vanguardia) afirma que, si bien Bella del Señor es el gran templo que Cohen consagró a la parodia, Los Esforzados es quizá «más divertida, cáustica, surrealista y demoledora».
Esther Bendahan Cohen (La Modificación), que después emprendió una tesis doctoral sobre Albert Cohen, escribió: «Un continuo conducido por un tono melancólico e irónico, que constituye una de las grandes obras de la literatura francesa, imprescindible en nuestro siglo», que «gracias a la complicidad de la risa ahonda en temas complejos y dolorosos». Y advierte que aunque los Esforzados «sean los que nos hacen reír, es la Europa por ellos mirada la que resulta cómica y feroz».
Y un buen remate sería el de Iñaki Ezquerra (El Correo): «Qué lástima que Albert Cohen no escribiera una pentalogía.»
Lateral, n.º 106, octubre de 2003