I. LAS COPAS DE VILA-MATAS
Cuando en 1999 publicamos El viaje vertical, lo saludé con estas líneas: «No se la pierdan por nada del mundo, es la mejor novela de un crack, de un Romario. Me explico: Valdano, en frase feliz, afirmó que Romario era un jugador de dibujos animados, por sus imposibles regates, sus inverosímiles jugadas, sus goles fulminantes. Vila-Matas, tan acreditadamente noctámbulo como el futbolista, consigue efectos similares en sus textos imprevisibles, sus diálogos desconcertantes, el sabio uso del azar: es el Romario de nuestras letras.»
A las que agregué, al publicar Bartleby y compañía, en 2000, la siguiente posdata: «Si hasta ahora Vila-Matas se había mostrado como un gran rematador, cada libro un gol, con el gol de Bartleby y compañía está ganando la Copa de Europa.»
Desde entonces han pasado no veinte años, sino sólo dos, pero importantísimos para la consagración de Vila-Matas, un escritor que empezó a publicar muy joven, en los primeros 70.
Pocos libros han sido tan celebrados como Bartleby y compañía y no sólo por sus entusiastas habituales sino por los más variados lectores. Por poner tres ejemplos de escritores con una trayectoria y unas estrategias literarias bien distintas de las de Vila-Matas, pueden ser José María Guelbenzu, Arturo Pérez-Reverte y Luis Goytisolo, este último el ingreso más reciente en el club de fans, se han declarado entusiastas del libro.
Un libro que trata de originalísima manera uno de los temas o problemas más recurrentes de todo escritor: la decisión de dejar de escribir o, menos drásticamente, el bloqueo más o menos prolongado. El libro toca este nervio común y por ello se comprende el interés despertado entre sus colegas. Y se da la paradoja de que de un artefacto literario tan singular como Bartleby se han vendido bastantes más ejemplares que de cualquier novela del autor. Con este libro Vila-Matas, tan alejado de galardones y sus intrigas, obtuvo el Premio Ciudad de Barcelona. Y, paralelamente al éxito en España y en América Latina, se dispararon las traducciones, seis ahora mismo.
Hoy aquí, por ejemplo, en el Instituto Cervantes de París, se presentan Bartleby y compañía y El viaje vertical, publicadas simultáneamente por su fiel editor Christian Bourgois, un ejemplo de coherencia y de fidelidad a un autor todavía minoritario en Francia, y de quien ha editado nueve títulos. Otra fiel editorial, la portuguesa Assírio & Alvim, adquirió también ambos títulos. En Italia, un lector asiduo de Vila-Matas como Antonio Tabucchi se entusiasmó especialmente con Bartleby (no en vano el propio Tabucchi sufrió un severo bloqueo después de Sostiene Pereira y La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, que solventó varios años más tarde con la espléndida novela epistolar Se está haciendo cada vez más tarde) y acabó de persuadir a su editor, Carlo Feltrinelli, para que lo contratara. La edición alemana de Bartleby la acaba de presentar Michael Krüger en Munich, la semana pasada, publicada por Nagel-Kimche. Y ha tenido tan excelentes reseñas, que en el ránking mensual de la crítica alemana quedó clasificada en tercer lugar, por detrás de Chéjov y por delante de Baltasar Gracián... También lo adquirió Christopher MacLehose para la editorial británica Harvill y asimismo la griega Kastaniotis y la brasileña Cosac & Naify.
Pero, además de los fastos de Bartleby y compañía, en julio de 2001 tuvo lugar un acontecimiento si no milagroso, sí extraordinario. Cada dos años se concede en Caracas el Premio Rómulo Gallegos a la mejor novela en lengua española publicada en el periodo en cuestión. Un premio que, aparte de su importante cuantía económica, 60.000 dólares, cuenta con un palmarés impresionante: entre los primeros ganadores figuran, nada menos, La casa verde de Mario Vargas Llosa, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez o Terra Nostra de Carlos Fuentes. Anagrama presenta regularmente sus novelas más destacadas y en las últimas convocatorias habíamos tenido el privilegio de que resultaran premiadas dos novelas propuestas por nosotros: en 1995, Mañana en la batalla piensa en mí de Javier Marías, y en 1999, Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.
Para la convocatoria de 2001, aparte de novelas de otros autores, presentamos El viaje vertical y Bartleby y compañía, que acompañaban a los centenares de títulos que recibía el jurado. A medida que se acercaba la fecha de concesión del premio se disparaban, lógicamente, las especulaciones con menor o mayor fundamento. Se comentaban las declaraciones, recogidas en la prensa caraqueña, del apoyo explícito de dos pesos pesados como Carlos Fuentes y Elena Poniatowska a los muchachos del crack, con énfasis especial en Jorge Volpi, o las posibilidades de un candidato venezolano apadrinado presuntamente por el mismísimo Hugo Chávez, el muy enérgico presidente del país, o las presiones que inevitablemente se atribuían, par la logique des choses, a los muchos mensajeros del imperio Polanco.
De los cinco miembros del jurado, Enrique y yo sólo conocíamos a Roberto Bolaño, el ganador de la anterior convocatoria, pero éste dimitió antes de las últimas deliberaciones por discrepancias con el presidente del jurado. Así las cosas, nuestras esperanzas no eran enormes. Y de repente nos comunican desde Caracas, el 6 de julio, que El viaje vertical ha obtenido el Premio Rómulo Gallegos por unanimidad. Un galardón que tiene un gran impacto en América Latina, donde Enrique es precisamente uno de los autores españoles más conocidos y prestigiosos. Pero su efecto, claro está, se extiende también a España y se ha reflejado en el número de traducciones.
No creo que el título de este texto de felicitación, «Las copas de Vila-Matas», pueda prestarse a equívocos y especulaciones, aunque Enrique no sea precisamente abstemio. Por si acaso, las voy a despejar de inmediato: así como escribí en su día que con Bartleby y compañía había ganado la Copa de Europa, luego, con El viaje vertical, Vila-Matas conquistó la Copa de América. Enhorabuena, campeón.
Instituto Cervantes de París,
febrero de 2002
II. VILA-MATAS, MÁS DIFÍCIL TODAVÍA
Si Vila-Matas firmara ahora con su auténtico nombre Enrique Vila, o incluso Enrique Vila Matas, pasaría, o podría pasar, completamente desapercibido: importancia de un simple guión como eficacísima máscara. Lo vi por primera vez, creo, en el sótano del Pub Tuset, con su novia de entonces; formaban una pareja de aire adolescente, hermosa y timidísima: Enrique pasó por una época de mudez pública casi total de al menos una década. Muchos años después, por las noches se ha transformado en un parlanchín, y su conversación, según progresa la ingestión de calorías (líquidas, por supuesto), puede derivar fácilmente, en el Late Late Night Show, en tres parques temáticos: el aguijón monográfico, los estribillos autoafirmativos o la efusividad más cálida.
Aparte de esas gamas de la literatura oral, Enrique empezó a publicar muy joven, y tras cinco libros de búsqueda, de tanteo, llegó Historia abreviada de la literatura portátil, que lo convirtió para siempre en un autor de culto. Y, a partir de ahí, todos los libros que escribe son excelentes o extraordinarios, desde tres artefactos consecutivos, como Una casa para siempre, Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos, hasta su trilogía de novelas presuntamente convencionales: Lejos de Veracruz, Extraña forma de vida y El viaje vertical. Como si Enrique dijera: «Yo también sé escribir novelas normales.» Pero no: por fortuna son «novelas Vila-Matas». Con la última, El viaje vertical, el autor de culto comprueba que su público se ha ampliado mucho y gana el premio más prestigioso otorgado en América Latina: el Rómulo Gallegos. Y con Bartleby y compañía, una afortunadísima cabriola, de nuevo en la onda de la literatura portátil, resulta, paradójicamente, que tiene más lectores que nunca, y que además su estatus ya no se discute ni, desde luego, se ignora. Así por ejemplo, le felicitan públicamente fans inesperados, autores que están en registros muy diversos al suyo, digamos Guelbenzu y Pérez Reverte, y también muy distintos entre sí.
Traducciones: Francia, por ejemplo, donde Christian Bourgois publica todos sus libros. Los lectores siguen con creciente fascinación y acaso cierta perplejidad el recorrido en campo minado que les propone el autor: Bartleby y compañía, Premio Ciudad de Barcelona de novela, conquista el Prix du Meilleur Livre Étranger, pero allí en la categoría de ensayo. Retos para Descartes.
Y llega ahora El mal de Montano, según los primeros lectores y críticos ya su mejor libro: novela y artefacto, ¿síntesis? Quizá éste sea un concepto demasiado armonioso, demasiado equilibrado. Digamos un mecanismo (descendant l’escalier y arriba y arriba y arriba iré) de recorrido imprevisible, de vocación nómada, de excavación literaria. Con brújula infalible.
Y con Paula de Parma, sabia lectora, rivalizando plácidamente con Véra Nabokov en libros dedicados por sus respectivas parejas.
Qué Leer, n.º 73, enero de 2003
III. VILA-MATAS Y LA CONQUISTA DE AMÉRICA
He participado desde aquella novela, Impostura, de 1984, en numerosísimas ruedas de prensa o presentaciones de nuestro autor, durante décadas delgadísimo y luego no tanto, pero es la primera vez que hago de oficiante en un libro no publicado en casa, sino por una joven y excelente editorial mexicana, Sexto Piso.
El viento ligero en Parma es, entre otras cosas, por ejemplo, un muy merecido homenaje a Paula de Parma (posible santa laica de la literatura española), y en especial un nuevo jalón de la particular conquista de América emprendida por Vila-Matas, un trayecto que merece la pena inspeccionar. Así como numerosos ensayistas españoles tienen un conspicuo grupo de lectores en América Latina –como Savater, en primer lugar, Marina, Verdú, Gubern, Trías, Escohotado, Rubert de Ventós, Cassany, y la lista seguiría–, no sucede lo mismo con los novelistas. Una de las poquísimas excepciones es la de Vila-Matas (en un confín muy distante estaría Pérez-Reverte), cuyos seguidores empezaron a reclutarse muy pronto, desde la Historia abreviada de la literatura portátil, ya ella misma histórica y fundacional. El tipo de narrativa de Enrique, tan ajena al realismo ibérico, tan poco maciza (del macizo de la raza), encontró cómplices de inmediato entre críticos y escritores latinoamericanos, empezando por Sergio Pitol. Desde hace años es colaborador de la muy influyente revista mexicana Letras Libres, y desde su fundación, de su excelente edición española. Y la marca Vila-Matas quedó ya definitivamente registrada cuando se le otorgó el Premio Rómulo Gallegos por El viaje vertical, en 2001, un año en el que también figuró como candidato con Bartleby y compañía (la cual, según mis informes confidenciales, no llegó a la votación final por no considerarse una novela «canónica», pero cuya existencia fue importante para la valoración y el triunfo indiscutible de Vila-Matas).
Y, como corolario, Julio Ortega, el influyente crítico y académico peruano, en un recentísimo artículo aparecido en Lateral, destacaba en especial a tres escritores barceloneses, Juan Marsé, Luis Goytisolo y Enrique Vila-Matas, «cuya identidad artística se ha hecho fuera de las instituciones al uso, con turnos y plazos propios». Y subrayaba el caso de Vila-Matas, «cuya narrativa hemos visto crecer como la más creativa».
Acercándonos a El viento ligero en Parma, el primer texto, sobre Gombrowicz, empieza con una frase gloriosa: «Ante todo, aclarar la forma ridícula en que surgió mi fascinación por la literatura de Gombrowicz. Surgió mucho antes de leerle.» Fue, dice, «un amor a primera vista por una fotografía». Otro gran fotogénico, Scott Fitzgerald, inspiró al joven dandy barcelonés el título de un cortometraje juvenil, Todos los jóvenes tristes. Y hace unos días leí un ensayo de Antoni Marí en el que cita al premio Nobel ruso Joseph Brodsky: «Me enamoré de una fotografía de Samuel Beckett mucho antes de leer ni una sola línea de sus escritos.» O sea, la fotogenia como estímulo literario.
En «Mastroianni-sur-mer», el texto más extenso del libro y uno de los mejores de Vila-Matas, independientemente del género literario (una noción que el autor se aplica de forma minuciosa en desactivar), surge la idea de convertirse en escritor al ver la película La Notte de Antonioni: Mastroianni era escritor, una ocupación muy seductora, y tenía mujer, la también muy seductora Jeanne Moreau. Y así empieza Vila-Matas a calentar motores literarios y sólo muchos años más tarde se encontró con la advertencia de Truman Capote en Música para camaleones: «Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y escribir mal; luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía; la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero: es sutil, pero brutal.» También nos cuenta su fascinación por Juan Ramón Jiménez, que desbancó a Mastroianni, sobre todo cuando Vila-Matas leyó que, en Puerto Rico, para anunciarle la caída de la tarde el mayordomo entraba en su gabinete y le decía: «Señor, el crepúsculo.» Pero el destronado Mastroianni reaparece in bellezza como Pereira, el protagonista de la película Sostiene Pereira, basada en la novela de Tabucchi, uno de los autores más queridos por Vila-Matas. Y el escenario es uno de los territorios literarios preferidos de nuestro autor, Portugal.
Dicho texto, «Mastroianni-sur-mer», es una conferencia, y no es innecesario subrayar la importancia de las conferencias en la literatura última de Vila-Matas. Algunas son el punto de partida de sus mejores libros, un excelente banco de pruebas para alertarse de posibles fallos o insuficiencias del motor, del texto, y de las reacciones del público, y así afinar la perfecta puesta a punto. Entre paréntesis: hay un legendario ejemplo barcelonés de narración oral, «El teniente Bravo» de Juan Marsé, finalmente pasada a texto, pero que antes hizo las delicias de tantos amigos.
Pero, aparte de este aspecto funcional, de laboratorio de futuros libros, Vila-Matas ha convertido sus conferencias o presentaciones, el rodaje de una teatralización, en un género de efectos infalibles. Cuartillas desperdigadas en la mesa, cuya búsqueda y ordenación facilita expectantes pausas, a las que siguen imprevistas derivaciones con certeros latigazos de humor seco. Y siempre con una máscara de extrema seriedad, a lo Buster Keaton, o como dos de sus ídolos, el barroco Dalí y el minimalista Duchamp.
Por ejemplo, brilla aquí la conferencia «Un tapiz que se dispara en muchas direcciones», título de otro de los textos más imprescindibles, y desde luego complemento obligado a la lectura de Bartleby y compañía, tema central del mismo. Y en el que aparece uno de sus colaboradores en la redacción y pesquisas del libro: su gran amigo Jordi Llovet, sabio tan generoso con sus múltiples saberes.
Pero esta infalible mise en scène no siempre fue así, como nos recuerda Enrique en «Sobre la angustia de hablar en público», contra la que luchó «con un ansiolítico muy estimado por los conferenciantes de todo el mundo», cuyo nombre se reserva. Se lo aconsejó una amiga escritora en Milán antes de un coloquio, después del cual, bien dopados, un señor del público les comentó: «A ustedes, escritores españoles, se les ve mucho más tranquilos desde la muerte de Franco.» Pero, sobre todo, en un acto en Munich descubrió el salvavidas definitivo: el humor incorporado a la conferencia. Y hasta ahora.
Como he dicho, no siempre fue así, ni mucho menos: recuerdo la primera entrevista en televisión de un jovencísimo y timidísimo Vila-Matas, en la que aparecía con rostro despavorido mientras, entre un océano de carraspeos, se adivinaba alguna vocal, a veces alguna sílaba. A todos nos ha ocurrido, claro, pero se pasa mal: yo mismo fui un prolongado artista del carraspeo y aún, a estas alturas, tantos años después, reaparece algún día, sin motivo previsible y sin que ni siquiera me dé cuenta, pero al final Lali, si ha estado presente, me da el parte: «Hoy has vuelto a carraspear.» Como quizá esté haciendo ahora mismo, se lo preguntaré luego.
Un recuerdo inolvidable de pánico escénico lo presencié en un aula del CICF, allá en los años 60, durante una conferencia de un también jovencísimo Manolo Vázquez Montalbán, que estuvo tan inteligente y contundente como siempre, con su dialéctica de apisonadora. Pero había un grave fallo en el attrezzo: la mesa del conferenciante estaba tal cual, tan sólo una tabla horizontal, sin ningún faldón ni ninguna protección. Y por debajo del busto parlante del muy serio Manolo, con su severo discurso, podíamos observar cómo sus piernas no dejaban de agitarse frenéticamente durante toda la conferencia.
Aparece en el libro, claro está, el tema del alcohol, primero en un paréntesis resacoso en el texto de «Un tapiz» y luego en «Impresiones de abstemia», con informaciones algo exageradas. Por ejemplo: «He dejado radicalmente de beber.» O bien: «Para no sé cuántos desconocidos, yo era una persona apoyada en las barras de los bares de medio mundo. No contaba para ellos, por ejemplo, mi imagen de persona apoyada en su escritorio diez horas diarias, desde hace treinta años.» Parecen muchas horas y muchos años, querido Enrique. Me recuerda una leyenda recurrente sobre la gauche divine, cuando se afirma que, después de las noches en vela y de las muchas copas, todo el mundo estaba trabajando al día siguiente como si nada. Bueno, pues no tanto, aunque la vitalidad era considerable, y los que estaban obligados a cumplir con un estricto horario laboral, lo hacían a menudo como de cuerpo presente. Doy fe.
Observo que esta presentación se está convirtiendo también en un tapiz que se dispara en muchas direcciones, pero se quedan, obligadamente, muchas más sin apuntar. En el libro se rinde homenaje, entre otros, a amigos pintores, como nuestro querido Vicente Rojo o Miquel Barceló, al añorado Michi Panero, a Martin Walser, a Pessoa, a Beckett, a Perec, a Magris, a Sebald, a Dadá, y a las Éditions de Minuit y su célebre foto de grupo, frente a la sede de la editorial: de izquierda a derecha, Alain Robbe-Grillet, Claude Simon, Claude Mauriac, Jérôme Lindon (el editor), Robert Pinget, Samuel Beckett, Nathalie Sarraute, Claude Ollier. Y se menciona también un comentario de Robbe-Grillet, durante largos años director literario de dicha editorial: «La escuela del Nouveau Roman nunca existió, la inventó un fotógrafo llamado Dondero, al que le dijeron que no podía volver a Italia sin una foto de aquel movimiento novelístico francés, y le dio tal coñazo a Lindon, que éste acabó llamando a sus escritores para hacer una foto en el 7 de la rue Bernard-Palissy. Algunos como Marguerite Duras no pudieron acudir, otros como Butor llegaron tarde. El hecho es que la fotografía hizo creer al mundo que existía ese movimiento literario en Francia.» Un diagnóstico brillante y sarcástico, aunque de fidelidad discutible.
Y brillan en el libro dos textos dedicados a Roberto Bolaño. Uno, «Bolaño en la distancia», un vaivén ingenioso de acercarse y alejarse a un escritor al que sentía muy cercano. Pero cuando habla de Los detectives salvajes, Vila-Matas se pone serio y escribe: «Bien podría ser una brecha, el mundo infernal de una generación agrietada, boca de sombra sibilina por la que habla el infierno.» Aunque entonces aún faltaba el infierno más temible: 2666. Y en el otro texto, «Un plato fuerte de la China destruida», con Roberto ya fallecido, escribe Vila-Matas: «Gracias a que tenía la impresión de que Bolaño lo leía todo, pasé a vivir en un estado de constante exigencia literaria, pues había colocado el listón muy alto y no deseaba decepcionarle, por ejemplo, con algún texto descuidado, como uno de esos escritos en los que, por mil motivos distintos, uno no arde lo suficiente, o, lo que es lo mismo, no pone toda la carne en el asador.» El ejemplo y el listón casi imposible de Bolaño. Y el concepto fundamental: arder.
Y al final, tres textos dedicados a nuestro gran amigo Sergio Pitol, maestro con mayúsculas, él, que tan poco gusta de las mayúsculas, quien parece bendecir ya episcopalmente la ininterrumpida progresión de aquel joven Vila-Matas que conoció hace tres décadas, el cual, a su vez, afirma muy certeramente del autor de Vals de Mefisto: «El estilo cuentístico de Pitol consiste en contarlo todo pero no resolver el misterio.» Y aparece en un ladillo otro de la camarilla, Juan Villoro, para quien «la narrativa de Pitol no busca aclarar sino distorsionar lo que mira».
Pero, antes de empezar a terminar (aún falta un poco), quiero mencionar un tema que me resulta profesionalmente próximo: el texto «Ay, mi estimado señor», en el que Vila-Matas se ocupa de los rechazos editoriales, desde los remitidos a escritores justamente inéditos hasta los tan comentados de Proust y García Márquez. Y ofrece el ejemplo sofisticadamente pérfido del rechazo de una revista china: «Hemos leído con indescriptible entusiasmo su manuscrito. Si lo publicamos, será imposible para nosotros publicar cualquier trabajo de menor nivel. Y como es impensable que en los próximos mil años veamos algo que supere al suyo, nos vemos obligados, para nuestra desgracia, a devolverle su divina composición y a rogarle mil veces que pase por alto nuestra miopía y timidez.» Y Vila-Matas comenta también cómo, a pesar de todos sus éxitos, Pasolini quedaba sumido en la desesperación por una crítica negativa en la hoja parroquial de un pueblo de mala muerte. Una ilustración perfecta de algo bien sabido (sobre todo por los críticos literarios): el texto de un escritor es como una víscera palpitante y desprotegida, hipersensible al más insignificante rasguño.
Paralelamente a la conquista de América, Vila-Matas se ocupa de la europea con notorio éxito, especialmente en tres países, España, Portugal y sobre todo la plaza fuerte de Francia, imprescindible para la irradiación internacional, como ha demostrado Pascale Casanova en su trabajo La República mundial de las Letras. En dicho país ha ganado prestigiosos premios, colabora en medios tan significativos como La Nouvelle Revue Française y Les Inrockuptibles y ha empezado una sección fija en el mensual Le Magazine Littéraire. Y ha rematado la faena con París no se acaba nunca: Enrique ya es ciudadano honorario, hijo adoptivo, del Quartier Latin.
Pero volvamos a América, a Caracas y al discurso de Vila-Matas cuando recibió el Premio Rómulo Gallegos, en el que afirmó: «Hay que ir a una literatura acorde con el espíritu del tiempo, una literatura mixta, mestiza, donde los límites se confundan y la realidad pueda bailar en la frontera con lo ficticio, y el ritmo borre esa frontera. De un tiempo a esta parte, yo quiero ser extranjero siempre.»
Y aunque el concepto de la literatura mestiza, debido a su pertinencia, a su acierto, a sus epígonos, se está convirtiendo progresivamente en un tópico manoseado, como siempre ocurre en estos casos, quedémonos sobre todo con dos palabras del discurso: «bailar» y «ritmo», «ritmo» y «bailar». Y pongámoslas en cursiva. Y que ardan en hermosas fogatas.
Presentación de El viento ligero en Parma,
publicado por la editorial Sexto Piso.
Librería La Central de Barcelona,
19 de enero de 2005