Temor a no ser importante

Tal vez no lo sepas,
pero, tal vez sí,
acerca de Villazancos, la villa,
(es raro pero es verdad)

donde personas como nosotros,
algunas bajas, otras altas,
con trabajos e hijos
y relojes en las paredes

están atentas a la hora
porque todas las tardes a las seis,
la reunión es en la plaza
y el propósito son los zancos,

altos zancos con los cuales
los aldeanos de Villazancos pueden pavonearse
y ser elevados por encima
de todos los que abajo son esclavos de la rutina:

los que menos tienen,
la tribu de los bajitos,
los que están en la onda y los pobres
que quieren ser altos

pero no pueden, porque
cuando se pasaron los zancos,
sus nombres no fueron llamados.
No fueron elegidos.

Y sin embargo todavía van
a la reunión de aldeanos;
empujan para llegar al frente
para ver si son importantes

para el grupo de los que están en la onda,
la corte de los muy influyentes,
que decide quién es especial
y declara con un grito:

«¡Eres elegante!» «¡Eres bien parecido!»
«¡Eres inteligente!» o «¡Eres gracioso!»
Y te entregan un premio,
no medallas ni dinero,

no un pastel recién sacado del horno
ni una casa que alguien construyó,
sino el más extraño de los regalos:
te regalan zancos.

Avanzan en su misión,
su objetivo es más alto.
«Eleva tu posición»,
así es como es el juego.

Los que están más arriba en Villazancos
(lo sabes si has estado allí)
hacen la bulla más grande
de lo más insignificante.

Les encanta la oportunidad,
en sus altos aparatos,
de pavonearse con sus zancos,
el prestigio más alto.

¿No es mejor la vida
cuando se ve desde lo alto?
A menos que tropieces
y de pronto no estés
tan seguro en tus zancos.
Te inclinas y te balanceas.
«¡Cuidado, abaj-o-o-o!»,
y caes de pronto

encima de los muy bajos,
el populacho de la tierra.
Aterrizas en tu orgullo,
y, ay, qué dolor

cuando la distinguida policía,
en la plancha de las planchas,
no te ofrece su ayuda
sino que te quita los zancos.

«¿Quién te hizo rey?»,
comienzas a quejarte
pero entonces te fijas en la hora
y olvidas tu estribillo.

¡Son casi las seis!
No hay tiempo para parlotear.
Regresas a la multitud
para ver si eres importante.

Y allí está. Esta es la pregunta. El enorme caudal del cual fluyen mil temores: ¿le importamos a alguien? Tememos que la res-puesta sea no. Tememos ser un don nadie, insignificante. Tememos evaporarnos. Tememos que en la cuenta final no hagamos ninguna contribución a la suma del total. Tememos ir y venir y que nadie se dé cuenta.

Por eso es que nos molesta cuando un amigo olvida llamar-nos o el maestro se olvida de nuestro nombre o un colega se lleva el mérito por algo que hemos hecho o la aerolínea nos hace entrar al próximo vuelo como si fuéramos ganado. Con ello afirman nuestro temor más profundo: que a nadie le importa-mos, porque no somos lo suficientemente valiosos como para importarle a nadie. Por esa razón ansiamos la atención de nues-tro cónyuge o la aprobación de nuestro jefe, mencionamos nombres de personas importantes en nuestras conversaciones, usamos anillos que nos identifican con nuestra universidad, ponemos silicona en nuestros senos, ostentosos tapacubos en nuestros automóviles, nos ponemos joyas en los dientes y cor-batas de seda alrededor del cuello. Codiciamos los zancos.

Los diseñadores de moda nos dicen: «Vas a ser alguien si usas nuestros pantalones vaqueros. Coloca tu nombre en la parte de atrás de tu anatomía, y la insignificancia desaparecerá». Y eso es lo que hacemos. Y por un tiempo nos distanciamos de los demasiado bajos y disfrutamos una promoción en la «Sociedad de los Más Altos». La moda nos redime del mundo de los bajos e insignificantes, y somos otra cosa. ¿Por qué? Porque gastamos la mitad del sueldo en un par de pantalones vaqueros italianos.

Pero entonces, horror de los horrores, los estilos cambian, el último grito de la moda pasa, y la tendencia cambia de ajustados a holgados, de desteñidos a oscuros, y nos encontramos usando los pantalones vaqueros de ayer, sintiéndonos como las noticias de ayer. Bienvenido a la «Tribu de los Bajitos».

Tal vez podamos exteriorizar nuestra insignificancia. Si asociamos nuestra identidad con el logro tipo Gulliver de otra persona, le damos significado a nuestra liliputiense vida. ¿De qué otra forma puedes explicar nuestra fascinación con los deportes franquiciados y con los atletas?

Yo estoy entre los fascinados: un inmutable aficionado del club San Antonio Spurs. Cuando juegan baloncesto, yo juego baloncesto. Cuando marcan un punto, yo también marco uno. Cuando ganan, me atrevo a gritar con los otros diecisiete mil aficionados: «¡Ganamos!» Pero, ¿cómo me atrevo a hacer tal declaración? ¿Asistí siquiera a una de sus prácticas? ¿Exploré alguno de los equipos contrarios? ¿Contribuí con una sugeren-cia al entrenamiento o sudé siquiera una gota? No. Lo habría hecho si me lo hubieran pedido. Pero soy demasiado insignifi-cante, lento, viejo y no tengo coordinación.

Pero soy fiel a su estrella en cierne. ¿Por qué? Porque me separa de los plebeyos. Me eleva momentáneamente, me arma cual caballero.

Esa filosofía motivó a Tomás, mi amigo del cuarto grado, a guardar la colilla del cigarrillo de Dean Martin en un frasco al lado de su cama. Dean Martin, canturreando, se ganó el cora-zón de los estadounidenses en la década de 1960 vía televisión, radio y clubes nocturnos. Compartió una posición de celebri-dad difícil de probar con Frank Sinatra y Sammy Davis. Nosotros los plebeyos solo podíamos admirar tal nobleza desde la distancia. Sin embargo, Tomás pudo hacer más. Cuando Dean Martin honró con su presencia nuestra pequeña ciudad, al oeste de Texas apareciendo en un torneo de golf con motivos benéficos, Tomás y su padre lo siguieron en la galería. Cuando el famoso hombre tiró su cigarrillo a un costado, Tomás estaba allí para arrebatarlo.

¿Quién podría olvidar el momento cuando nosotros, los amigos de Tomás, nos reunimos en su dormitorio para mirar el sagrado objeto? Nosotros aprovechamos el principio de los beneficios que rige conocer a una celebridad. Dean Martin era una estrella, Tomás era el dueño del cigarrillo de Dean Martin; nosotros conocíamos a Tomás. Nosotros estábamos en la línea de sucesión de los beneficiarios de la condición de estrellato de Dean Martin.

Te conectas a alguien especial y te conviertes en alguien especial, ¿verdad?

O simplemente vives más allá de tu vida. Cuando el millo-nario se da cuenta de que le van a faltar años para usar todo su dinero, establece una fundación. No hay duda de que algún motivo altruista lo lleva a eso, pero también lo hace el deseo de importarle a alguien.

Tenemos hijos por la misma razón. Traer a alguien al mundo nos da significado. Y aunque la paternidad, por cierto que es un logro mucho más noble para obtener significado que mostrar la colilla del cigarrillo de Dean Martin, todavía en parte es simplemente eso. Un día, cuando muramos, nuestros descendientes van a recordar a «nuestro querido papá» o «nuestra dulce mamá», y extenderemos nuestra vida a través de la de ellos.

Pantalones vaqueros italianos. La colilla del cigarrillo de Dean Martin. Fundaciones. Legados. Tratar siempre de probar que el fatalista ateo Bertrand Russell estaba equivocado cuando concluyó: «Yo creo que cuando muera mis huesos se pudrirán y nada quedará de mi ego».1

«Él no puede estar en lo cierto», suspiramos.

«¡Está equivocado!», anuncia Jesús. Y con una de las expre-siones más amables que jamás se hayan escuchado, disipa el temor de los aldeanos de Villazancos. «¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos con-tados. Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos» (Mateo 10.29-31).

¿Qué es más ignominioso que el cabello? ¿Quién hace un inventario de los folículos? Llevamos cuenta de otros recursos: la cantidad de dinero en el banco, los kilos que indica la balanza. Pero, ¿cabello en la piel? Nadie, ni siquiera el hombre que cada vez está más calvo, coloca números pequeñísimos al lado de cada mechón. Nos peinamos, nos teñimos el cabello, nos lo cortamos... pero no lo contamos.

Dios sí lo hace. «Vuestros cabellos están todos contados».

Lo mismo que los pajarillos en el campo. En el tiempo de Jesús, un cuarto era una de las monedas menores en circulación. Con un cuarto se compraban dos pajarillos. En otras palabras, todo el mundo podría comprar dos pajarillos. Pero ¿por qué lo querrían hacer? ¿Cuál era el propósito de eso? ¿Qué meta lograrían?

En el Evangelio de Lucas, Jesús va un paso más en cuanto a la ternura. «¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios» (12.6). Un cuarto le compraba dos pajarillos. Dos cuartos, sin embargo, compraban cinco. El vendedor incluía el quinto gratis.

Todavía la sociedad tiene su buena parte de pajarillos número cinco: almas indefinidas que se sienten innecesarias, inútiles, que valen menos de un cuarto. Hacen turno para con-ducir a sus hijos a la escuela y trabajan en cubículos. Algunas duermen debajo de cartones en la vereda y otras debajo de acolchados en los suburbios. Lo que comparten es un senti-miento de pequeñez.

Encontrarás una bandada de pajarillos número cinco en los orfanatorios para sordos y mudos en China. La política china de procrear solo un hijo tiene su manera de filtrar a los débiles. Se prefiere a los varones sobre las mujeres. Los bebés saludables tienen preferencia sobre los discapacitados. Los niños chinos que no pueden hablar o ver tienen muy pocas posibilidades de llevar una vida saludable y productiva. Todos los mensajes les dicen: «Tú no le importas a nadie».

Así que cuando alguien les dice que eso no es cierto, se conmueven profundamente. El misionero John Bentley, que trabaja en China, describe un momento tal. A los huérfanos sordos de la provincia de Henan les regalaron un libro de niños que escribí titulado Tú eres especial, el cual había sido traducido al mandarín. La historia describe a Punchinello, una persona de madera en una villa de gente de madera. Los aldeanos tenían la costumbre de pegarles estrellitas a los que obtienen buenos resultados, y círculos a los que tienen dificultades. Punchinellotenía tantos círculos que la gente le pegaba más sin razón alguna.

Pero entonces conoció a Eli, su creador. Eli le prestó apoyo emocional, diciéndole que no tomara en cuenta las opiniones de los demás. «Yo te hice», le explicó. «Y no cometo errores».

Punchinello nunca había escuchado palabras como esas. Cuando hizo lo que le dijo su creador, los círculos comenzaron a caerse. Y cuando los niños del orfanatorio chino escucharon esas palabras, sus mundos comenzaron a cambiar. Dejaré que John describa ese momento:

Cuando distribuyeron esos libros entre los niños y el personal de la escuela para sordos, ocurrió lo más extraño. A cierta altura, todo el mundo comenzó a llorar. Yo no podía entender aquella reacción... Los estadounidenses están hasta cierto punto acostumbrados a la idea de la reafirmación... Pero no es así en China, y particularmente menos para esos niños cuyos padres naturales los han abandonado y conside-rado sin valor porque nacieron «dañados». Cuando, durante la lectura, captaron la idea de que son especiales simple-mente porque fueron hechos por un Creador que los ama... todo el mundo comenzó a llorar, ¡incluyendo los maestros de los niños! Fue maravilloso.2

¿Necesitas este recordatorio? ¿Alguna posibilidad de que estas palabras estén entrando en los oídos de un pajarillo número cinco? Si es así, es hora de enfrentar el temor de que no eres importante. Toma esto en serio. El temor de que eres un cero a la izquierda se convertirá en una profecía que se cumplirá y te arruinará la vida. Así es como funciona.

Estás aletargado en un trabajo manual que paga muy poco y que te quita la energía. Tu sueldo cubre los gastos, pero nada más. Los talentos que Dios te dio languidecen como rosas que no han sido regadas. Pero entonces lees acerca de un trabajo que capitaliza tus talentos y en el cual usarías todas tus habili-dades. Entonces, en un momento de inusual valor, presentas tu solicitud. El empleador te invita para una entrevista. Entonces es cuando regresa la mentalidad tipo «Tribu de los Demasiado Bajos». «No les voy a causar una buena impresión», te quejas. «Me voy a ver como un estúpido en la entrevista. Me van a hacer preguntas que no puedo contestar. Nunca voy a conse-guir ese trabajo». Un ratón en una cueva de leones tiene más posibilidades de éxito. Fracasas terriblemente y desciendes otro escalón hacia el sótano de la derrota autoproducida.

O considera a la joven a quien un muchacho bien parecido le pide que salga con él. Es tan buen mozo que se pregunta qué es lo que ve en ella. Él está fuera de su círculo. Una vez que la llegue a conocer, la va a dejar. Tal vez ni siquiera pueda mante-ner el interés de él ni por una tarde. La inseguridad la lleva a usar la única cosa en la que confía, su cuerpo. Duerme con él en la primera cita, por temor de que no haya una segunda. Ella termina sintiéndose como la mujer desechable en la que nunca quiso convertirse.

El temor a ser insignificante crea el resultado temido, llega al lugar que trata de evitar, facilita el panorama que desprecia. Si un jugador de baloncesto se para en la línea desde donde va a tirar por una falta y se repite: «No voy a hacer la canasta, no voy a hacer la canasta», ¿adivina qué? Nunca va a lograr hacerla. Si tú pasas los días murmurando: «Nunca voy a distinguirme; no valgo nada», ¿adivina qué? Te vas a sentenciar a una vida llena de tristeza sin posibilidad de libertad condicional.

Aun más, estás en desacuerdo con Dios. Cuestionas su juicio. Pones en tela de juicio su gusto. De acuerdo a Dios fuiste una creación especial (Salmos 139.15). Tú eres «una creación admirable» (Salmos 139.14). ¡Dios está siempre pensando en ti! Si pudieras contar los pensamientos que tiene contigo, el número sería más que la arena (Salmos 139.18).

¿Por qué te ama tanto? Por la misma razón que el artista ama sus cuadros o el constructor de botes ama sus barcos. Tú eres idea de Dios. Por cierto, su mejor idea. «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Efesios 2.10).

Todos los años miles de damas asisten a las conferencias de «Mujeres de fe». Una de las razones por la cual lo hacen es para escuchar palabras de consuelo. Después de escuchar a una oradora tras otra describir la compasión de Dios por cada uno de sus hijos, una asistente envió el siguiente correo electrónico.

En la película Hook, Peter Pan había crecido y ya era viejo y gordo, no se veía para nada como el Peter que los niños per-didos conocían. Cuando los niños gritaban que ese NO era Peter, uno de los más pequeños lo tomó de la mano y lo hizo bajar hasta su nivel. Entonces colocó sus manos en el rostro de Peter y procedió a moverle la piel para darle nueva forma al rostro. El niño miró a Peter a los ojos y le dijo: «¡Eres tú, Peter!»

Yo traje muchas cosas a Mujeres de fe, cosas que solo Dios podía ver. Pero a través del fin de semana pude ver la mano de Dios en mi rostro, quitando todas las «cosas» que yo había llevado. Y entonces lo pude escuchar decir: «Eres tú. ¡Eres tú!»3

Shhh. Escucha. ¿Lo oyes? Dios te está diciendo las mismas cosas a ti. Está encontrando la belleza que los años han ocul-tado, el brillo que el tiempo trata de quitar. Él te ve y te ama a ti, la persona que ve. «Eres tú. Eres tú».

Él es suficiente, ¿no es verdad? Ya no más zancos ni pavo-neos, pérdidas de equilibro ni caídas. Que sean otros los que juegan los juegos tontos. Nosotros no. Hemos encontrado algo mejor. Y me han dicho que también la gente de Villazancos.

Los aldeanos de Villazancos todavía se reúnen
y las multitudes todavía claman,
pero más son los que no vienen.
Parecen menos enamorados

desde que vino el Carpintero
y se rehusó a usar zancos.
Escogió lo bajo y no lo alto,
y dejó el sistema patas arriba.

«Ustedes ya son importantes»,
les explicó a los aldeanos.
«Confíen en mí en esto.
Mantengan sus pies en la tierra».