Temor a la violencia

El golfista más grande en la historia del deporte se sentó a desayunar, sin siquiera sospechar que sería su última comida. Byron Nelson había dormido bien la noche anterior, mejor que en varios días. Se duchó, afeitó y luego sonrió cuando su esposa, Peggy, anunció el desayuno: salchichas, panecillos y huevos.

Él tenía noventa y cuatro años, y hacía sesenta y uno que no jugaba golf: había ganado once competencias sucesivas. Tiger Woods ganó seis seguidas. Arnold Palmer ganó tres; lo mismo que Sam Snead, Ben Hogan y unos pocos más. Pero el récord de Nelson de once seguidas se destaca como un roble en un campo de trigo. Se retiró un año después, y compró una hacienda cerca de Fort Worth, Texas, donde vivió pacíficamente hasta que Dios lo llamó a su hogar el 26 de septiembre de 2006.

Después de lavar los platos, se sentó a escuchar su programa radial cristiano favorito. Peggy se fue a un estudio bíblico en la iglesia. («Estoy orgulloso de ti», le dijo a ella.) Ella regresó unas horas más tarde y lo encontró en el suelo. Ninguna señal de dolor ni de lucha. Simplemente se le había parado el corazón.1

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La Rusia de la primera parte de 1950 tenía pocas excusas para encarcelar a sus ciudadanos. Bastaba que una persona pusiera en duda una decisión de Stalin o hablara en contra del régimen comunista, y se podía encontrar caminando en la congelada tundra detrás de los alambrados de púas de un campo de con-centración soviético. Es lo que le sucedió a Boris Kornfeld. No ha sobrevivido ningún registro de sus crímenes, solo algunos detalles vagos de su vida. Era judío y doctor de profesión. Había trabado amistad con un creyente en Cristo.

Con mucho tiempo en las manos, los dos hombres partici-paron en largas y vigorosas discusiones. Kornfeld comenzó a conectar al Mesías prometido del Antiguo Testamento con el Nazareno del Nuevo. Seguir a Jesús iba en contra de todas las fibras de sus antepasados, pero al final fue lo que escogió.

La decisión le costó la vida.

Vio a un guardia robarle pan a un hombre moribundo. Antes de su conversión, Kornfeld nunca hubiera reportado el crimen. Ahora su conciencia lo obligó a hacerlo. Pasó muy poco tiempo antes de que otros guardias se vengaran. Kornfeld, aun corriendo peligro, estaba en perfecta paz. Por primera vez en su vida, no le temía ni a la muerte ni a la eternidad. Su deseo era contarle a alguien su descubrimiento antes de perder la vida.

La oportunidad se le presentó con un paciente de cáncer, otro preso que se estaba recuperando de una operación al estó-mago. Cuando estuvo solo con el hombre en la sala de recupe-ración, Kornfeld con urgencia le susurró su historia. Compartió cada detalle. El hombre joven se conmovió, pero estaba tan adormecido con la anestesia, que se durmió completamente. Cuando despertó, pidió ver al médico. Fue demasiado tarde. Durante la noche, alguien le había dado al doctor ocho golpes en la cabeza con un martillo de construcción. Algunos colegas habían tratado de salvarle la vida, pero no lo lograron.2

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Byron Nelson y Boris Kornfeld tenían las mismas conviccio-nes. Anclaron su fe a la misma roca, colocaron su mirada en el mismo cielo y confiaron en el mismo Salvador. Y, sin embargo, uno se fue al cielo por un camino de paz, mientras que el otro por un torbellino de brutalidad.

Si me dieran a elegir, yo quisiera morir como el señor Nelson.

Los héroes de Hebreos que no han sido mencionados tam-bién lo hubieran preferido. Sus historias ocupan un curioso párrafo hacia el final del desfile de patriarcas. Siguen a los más conocidos nombres de Abel, de quien se dice «y muerto, aún habla» (Hebreos 11.4); Enoc, quien «fue traspuesto para no ver muerte» (v. 5); Noé, quien «fue heredero de la justicia» (v. 7); Abraham y Sara, cuyos descendientes son «como la arena innumerable que está a la orilla del mar» (v. 12).

Una persona puede leer hasta aquí y sacar una conclusión. Dios recompensa las vidas fieles con serenidad y legados de novela. Vive bien. Vive pacíficamente. ¿No es verdad? Entonces lee los versículos 35 al 37 que presentan el lado duro: «Mas otros fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección. Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puesto a prueba, muertos a filo de espada; anduvie-ron de acá para allá cubiertos de pieles de oveja y de cabras, pobres, angustiados, maltratados».

Contrario a lo que esperaríamos, la gente buena no está exenta de sufrir violencia. Los violadores no examinan a las víctimas de acuerdo a sus currículum vítae espirituales. Los sedientos de sangre son malvados y no dejan de lado a los que van camino al cielo. No estamos protegidos. Pero tampoco estamos intimidados. Jesús tiene una o dos palabras acerca de este mundo violento: «No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar» (Mateo 10.28).

Los discípulos necesitaban esta afirmación. Jesús les aca-baba de decir que esperaran azotes, juicios, muerte, odio y persecución (vv. 17-23). No fue la clase de charla alentadora que se da en el vestuario al equipo. Para mérito de ellos, nin-guno desertó. Tal vez no lo hicieron por el recuerdo reciente de los músculos flexionados de Jesús en el cementerio. Jesús recién había llevado a sus discípulos a «la otra orilla, a la tierra de los gadarenos, [donde] vinieron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros, feroces en gran manera, tanto que nadie podía pasar por aquel camino. Y clamaron diciendo: ¿Qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?» (Mateo 8.28-29).

Las reacciones más inmediatas y dramáticas a la presencia de Dios en la tierra provienen de demonios como estos: los numerosos, invisibles, que no tienen sexo, malvados demonios de Satanás. Estos dos hombres estaban poseídos de demonios, y por lo tanto eran extremadamente violentos. La gente daba grandes rodeos alrededor del cementerio para evitarlos.

No así Jesús. Él marchó como si fuera el dueño del lugar. Los asombrados demonios no esperaban verlo en territorio del diablo, en el costado del mar de Galilea que les correspondía a los extranjeros, la región de los paganos y los cerdos. Los judíos evitaban tales lugares. Jesús no.

Los demonios y Jesús no necesitaron ser presentados. Ya habían luchado en otros lugares, y a los demonios no les intere-saba un segundo partido. Ni siquiera intentaron pelear. «¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?» (v. 29). Daban marcha atrás. Tartamudeaban. ¿Traducción? «Sabemos que al final la vamos a perder, ¿pero podemos duplicar nuestros esfuerzos mientras tanto?» Se recogieron como marionetas sin hilos. Su pedido fue patético: «Permítenos ir a aquel hato de cerdos» (v. 31).

Y Jesús lo hizo. «Id», y les sacó los demonios a los hombres. No dio voces, ni gritó, ni encantamientos, baile, incienso ni demanda. Solo una pequeña palabra. Él que sostiene el uni-verso con una palabra dirige el tránsito de los demonios tam-bién con la misma palabra.

Aunque estén demonios mil
prontos a devorarnos,
no temeremos, porque Dios
sabrá cómo ampararnos.
¡Que muestre su vigor,
Satán y su furor!
Dañarnos no podrá,
pues condenado es ya
por la Palabra Santa.3

La lucha entre el bien y el mal duró unos pocos segundos. Cristo es fuego y los demonios son ratas en la embarcación. Se lanzaron por la borda cuando apenas empezaron a sentir el calor.

Este es el balance en el cual Jesús escribe el cheque del valor: «No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar» (Mateo 10.28). Tú habitas en la guarnición que está bajo el cuidado de Dios. «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? ... Ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8.35, 39).

El valor emerge, no de un aumento en las fuerzas policiales de seguridad, sino de la madurez espiritual incrementada. Martin Luther King fue un ejemplo de ello. Escogió no tenerles miedo a los que querían dañarlo. El 3 de abril de 1968, pasó horas en un avión, esperando en la pista, debido a amenazas de bombas. Cuando llegó aquel día a la ciudad de Memphis, estaba cansado y con hambre, pero no tenía miedo.

«Tenemos días difíciles delante de nosotros», habló a la multitud. «Pero eso no me importa ahora. Porque he estado en la cima de la montaña. Y no me preocupa. Como cualquier persona, me gustaría tener una larga vida. La longevidad tiene su lugar. Pero ahora no estoy preocupado por eso. Solo quiero hacer la voluntad de Dios. Y Él me ha permitido subir hasta la cima de la montaña. Y miré alrededor. Y vi la tierra prometida. Tal vez no llegue allí con ustedes. Pero quiero que sepan que nosotros, como un pueblo, vamos a llegar a la tierra prometida. Y esta noche me siento feliz. No estoy preocupado por nada. No le tengo temor a nadie. Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor».4

En menos de veinticuatro horas, estaba muerto. Pero las personas que quisieron dañarlo estuvieron muy lejos de su meta. Le quitaron el aliento, pero no le pudieron quitar el alma.

En su libro, que ganó una distinción, sobre el genocidio en Ruanda en 1994, Philip Gourevitch cuenta la historia de Thomas, un tutsi que había sido marcado para que lo mataran. Era uno de los pocos que había escapado de la matanza a machete de los asesinos hutu.

Thomas me dijo que había sido adiestrado como Boy Scout «para observar el peligro y estudiarlo, pero a no temerle», y me sorprendí de que cada uno de sus encuentros con el poder hutu había seguido un patrón: cuando el ministro le había ordenado que volviera a su trabajo, cuando los solda-dos vinieron por él, y cuando le dijeron que se sentara en la calle, Thomas siempre se rehusó antes de obedecer. Los ase-sinos estaban acostumbrados a encontrarse con el temor, y Thomas siempre había actuado como si hubiera algún mal-entendido para que alguien sintiera la necesidad de amenazarlo.5

Los malvados tienen menos posibilidades de lastimarte si tú ya no eres una víctima. «El temor del hombre pondrá lazo; mas el que confía en Jehová será exaltado» (Proverbios 29.25). Recuerda, que mandará «a sus ángeles... [para] que te guarden en todos tus caminos» (Salmos 91.11). Él es tu «refugio» (Salmos 62.8), tu «amparo» (Salmos 46.1), tu «fortaleza» (2 Samuel 22.2-3). «Jehová está conmigo; no temeré lo que me pueda hacer el hombre» (Salmos 118.6). Satanás no puede llegar a ti sin pasar a través de Dios.

Entonces, ¿qué debemos pensar acerca de las ocasiones cuando Satanás llega a nosotros? ¿Cómo se supone que enten-damos la violencia que se anota en Hebreos 11 o el trágico fin de Boris Kornfeld? O, aun más importante, ¿cómo debemos entender el sufrimiento de Jesús? Cuerdas. Azotes. Espinas. Clavos. Estos marcan sus momentos finales. ¿Puedes escuchar el látigo cuando le pega en la espalda, desgarrando los tendones de los huesos? Treinta y nueve veces el cuero corta, primero el aire, luego la piel. Jesús se afirma en el poste y gime, sufriendo ola tras ola de violencia. Los soldados le ponen una corona de espinas en la cabeza, hieren su rostro con golpes y lo cubren de saliva. Colocan la cruz sobre sus hombros, y lo obligan a mar-char colina arriba. Este es el condenado que afila su propia guillotina, ata el nudo con el que lo van a ahorcar, pone los cables en su propia silla eléctrica. Jesús cargó la herramienta con la cual lo iban a ejecutar. La cruz.

Cicerón se refirió a la crucifixión como «el castigo más cruel y terrible».6 En la fina sociedad romana, la palabra cruz era un término obsceno. Los soldados romanos estaban exentos de ser crucificados excepto por asuntos de traición. Era horro-roso y vil, duro y degradante. Y fue la forma en la cual Jesús escogió morir. «Y estando en la condición de hombre, se humi-lló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2.8).

Una muerte menos violenta hubiera sido suficiente. Una sola gota de sangre habría redimido a la humanidad. Derrama la sangre, deja de respirar, sin pulso, pero hazlo todo con rapi-dez. Traspasa su corazón con una espada. Dale una puñalada en el cuello. ¿La paga del pecado demandó seis horas de violencia?

No, pero su triunfo sobre el sadismo, sí. De una vez por todas, Jesús desplegó su autoridad sobre el salvajismo. El mal puede mostrar su cabeza de vez en cuando, pero será por un corto tiempo. Satanás soltó sus demonios más malvados en el Hijo de Dios. Satanás torturó cada terminación nerviosa y lo atacó con el mayor sufrimiento. Sin embargo, el amo de la muerte no pudo destrozar al Señor de la vida. Lo mejor del cielo tomó lo peor del infierno y lo convirtió en esperanza.

Mi oración es que Dios te libre de tal mal. Quiera Él con-cederte una larga vida y que mueras pacíficamente como Byron Nelson. Pero si no es así, si te «es concedido a causa de Cristo, no sólo que [creas] en él, sino también que [padezcas] por él» (Filipenses 1.29), recuerda que Dios no desperdicia el dolor.

Considera el caso de Boris Kornfeld, el doctor ruso que murió a golpes debido a sus convicciones. Aunque murió, su testimonio sobrevivió. El hombre con quien él habló nunca olvidó la conversación.

Allí en el salón de recuperación del hospital militar, el médico se sentó al lado de la cama de su paciente, ofreciendo compasión y paz. Dr. Kornfeld relató con fervor la historia de su conversión al cristianismo, enfatizando cada palabra con convicción. El paciente estaba muy caliente de fiebre pero estaba lo suficientemente alerta como para considerar las pala-bras del Dr. Kornfeld. Después escribiría que sintió un «cono-cimiento místico» en la voz del médico.

El «conocimiento místico» transformó al joven paciente, que aceptó al Cristo de Kornfeld y más tarde celebró con este verso.

¡Dios del universo! ¡Creo otra vez!7El paciente sobrevivió los campos de concentración y comenzó a escribir acerca de sus experiencias de prisionero, revelando los horrores del Gulag. Una revelación tras otra: Un día en la vida de Ivan Denisovich, Archipiélago Gulag, Live Not by Lies. Algunos atribuyen el colapso del comunismo oriental en parte a sus escritos. Pero si no hubiera sido por los sufri-mientos de Kornfeld, nunca hubiéramos sabido de su joven y famoso convertido: Alexander Solzhenitsyn.

Lo que el hombre diseñó para mal, otra vez, Dios lo usó para bien.