Temer que Dios no sea real
Woody Allen no puede dormir de noche. Es un alma intranquila. El temor mantiene a ese director de cine, que tiene más de setenta años, despierto de noche. Al mirarlo, dirías lo contrario, con su apariencia tímida y sonrisa amable. Podría pasar por el tío ideal de cualquiera, amable y afable. La única parte que parece estar alborotada es su cabello. Pero sin embargo, debajo de la superficie, anacondas de temor dan mordiscos.
El vacío lo sobrecoge. Ateo acérrimo, Allen mira la vida como un «titileo insignificante». Sin Dios, sin propósito, sin existencia después de esta vida y, por consiguiente, sin vida en esta vida. «No puedo pensar en ningún argumento bueno para escoger la vida sobre la muerte», admite él, «excepto que tengo demasiado miedo... Todos los trenes van al mismo lugar. Todos van al mismo basurero».
Así que hace películas para distraerse. Por décadas las ha producido al implacable paso de una por año. «Necesito estar enfocado en algo para no ver el cuadro total».1
Supongo que exista alguien que no puede explicarse los temores de Woody Allen. Debe de haber en el gran mundo de Dios un alma que nunca ha dudado de su existencia o se ha formulado preguntas sobre su bondad. Pero esa alma no está escribiendo este libro.
Mis momentos estilo Woody Allen tienden a surgir, de todos los tiempos, los domingos en la mañana. Me despierto temprano, mucho antes de que mi familia comience a hacer conmoción, brille el sol o el periódico haga ruido cuando cae en la cochera. Que el resto del mundo siga durmiendo. Yo no. El domingo es mi gran día, el día que me pongo de pie delante de una congregación grande de personas que están dispuestas a cambiar treinta minutos de su tiempo por algo de convicción y esperanza.
La mayoría de las semanas tengo suficiente tema para ese tiempo. Pero en ocasiones no. (¿Te molesta saber esto?) A veces, en las horas del amanecer, antes de pararme frente al púlpito, la aparente absurdidad de lo que creo se me hace patente. Recuerdo un día de pascua en particular. Mientras repasaba el sermón a la luz de la lámpara, el mensaje de la resurrección se sintió como un mito, más cercanamente parecido a una leyenda urbana que a la verdad del evangelio. Los ángeles se apoyaban en las piedras del cementerio; se necesitaba ropa para enterrar, luego no; los soldados muertos de miedo; un Jesús que había muerto pero que ahora caminaba. Como si esperara que el de la guadaña o los siete enanitos salieran de algún agujero cuando yo diera vuelta una página. Algo bastante improbable, ¿no lo crees?
Yo sí, a veces. Y cuando lo hago, me puedo identificar con el desasosiego de Woody Allen: el temor de que no haya Dios. El temor de que «¿por qué?» no tenga respuesta. El temor de una vida sin rumbo. El temor de que nuestra posición es tan buena como puede ser, y que cualquiera que cree de otra forma probablemente invertiría en una propiedad en la playa en Juneau, Alaska. Las heladas, quietas y espantosas sombras de la soledad en el valle, de las cuales emergen y que llevan a una curva que la niebla no deja ver.
El valle de las sombras de la duda.
Tal vez conozcas su terreno gris. En él:
• la Biblia se lee como las fábulas de Esopo;
• las oraciones rebotan como el eco en las cavernas;
• los límites morales están marcados en lápiz;
• en forma alternada, a los creyentes se les siente lástima o son envidiados; alguien está siendo engañado. ¿Pero quién?
En un grado u otro, todos nos aventuramos en el valle. A una altura u otra, todos necesitamos un plan para escapar. ¿Te puedo contar el mío? Esas sesiones de dudas matutinas los domingos se disipan rápidamente en estos días gracias a una pequeña obra maestra, un manantial de fe que borbotea en las páginas finales del Evangelio de Lucas. El médico que se convirtió en historiador dedicó su último capítulo a contestar una pregunta: ¿Cómo responde Cristo cuando dudamos de Él?
Nos lleva al aposento alto en Jerusalén. Es el domingo por la mañana, después de la crucifixión del viernes. Los seguidores de Jesús se habían reunido, no a cambiar el mundo, sino a esca-par; no como relatores de anécdotas del evangelio, sino como conejos asustados. Enterraron sus esperanzas con el cuerpo del Carpintero. Habrías encontrado más valor en un gallinero y más agallas en una medusa. ¿Fe intrépida? No aquí. Fíjate en los rostros barbudos de esos hombres para ver un destello de reso-lución, una pizca de valor, y no vas a encontrar nada.
Sin embargo, una mirada a los rostros animados de las mujeres, y tu corazón va a saltar de gozo con el de ellas. De acuerdo a Lucas entraron al lugar precipitadamente, como la luz del sol, anunciando que habían visto a Jesús.
[Las mujeres] volviendo del sepulcro dieron nuevas de todas estas cosas a los once, y a todos los demás. Eran María Magdalena, y Juana, y María madre de Jacobo, y las demás con ellas, quienes dijeron estas cosas a los apóstoles. Mas a ellos les parecían locura las palabras de ellas, y no las creían. (Lucas 24.9-11)
Los que periódicamente dudan de Cristo, tomen nota y aliéntense. Los primeros seguidores de Cristo también tenían dudas. Pero Él se rehusó a dejarlos solos con sus preguntas. Él, como resultara, no estaba ni muerto ni enterrado. Cuando vio a dos de sus discípulos caminando con dificultad hacia una villa llamada Emaús:
Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos. Mas los ojos de ellos estaban velados, para que no le conociesen. Y les dijo: ¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes? (vv. 15–17)
Para esta tarea no servirían los ángeles, un emisario no sería suficiente, y no se enviaría un ejército con los mejores soldados del cielo. Jesús mismo fue el que vino al rescate.
¿Y cómo reforzó la fe de los discípulos? Mil cosas esperaban su orden. Él había marcado la crucifixión del viernes con un terremoto y un eclipse solar. El Evangelio de Mateo revela que «se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos» (27.52-53). Cristo podría haber lla-mado a algunos de ellos para que hablaran con los discípulos que iban camino a Emaús. O les podría haber dado un reco-rrido turístico por la tumba vacía. En realidad, podría haber hecho que las piedras hablaran o que una higuera bailara dando unas volteretas. Pero Cristo no hizo nada de eso. ¿Qué hizo? «Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (Lucas 24.27).
Bien, ¿qué te parece? Cristo dictó una clase bíblica. Llevó al dúo camino a Emaús a través de un curso de estudio del Antiguo Testamento, desde los escritos de Moisés (Génesis hasta Deuteronomio incluido) al mensaje de Isaías, Amós y otros. Hizo del camino a Emaús un estudio bíblico cronológico, pausando para describir... ¿tal vez el rugiente mar Rojo y las
paredes de Jericó derrumbándose? ¿El rey David tropezando? De importancia especial para Jesús era lo que «las Escrituras de él decían». Su rostro pintaba más historias del Antiguo Testamento de las que tal vez te imagines. Jesús es Noé, sal-vando a la humanidad de un desastre; Abraham, el padre de una nueva nación; Isaac, a quien su padre colocó en el altar; José, vendido por una bolsa de plata; Moisés, libertando a los esclavos; Josué, señalando la tierra prometida.
Jesús «comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas» los llevó a través de las Escrituras. ¿Te puedes imaginar a Cristo citando escrituras del Antiguo Testamento? ¿Isaías 53 sonaría de esta manera: «Fui herido por sus rebelio-nes, molido por sus pecados. Fui castigado para que ustedes pudieran tener paz» (v. 5)? ¿O Isaías 28: «Yo he puesto en Jerusalén un fundamento por piedra. Es una piedra firme, pro-bada y preciosa, angular, sobre la cual se puede construir» (v. 16)? ¿Hizo una pausa y les hizo un guiño a los alumnos de Emaús, diciéndoles: «Yo soy la piedra que describió Isaías»? No sabemos sus palabras, pero sabemos el impacto que tuvieron. Los dos discípulos dijeron cómo se sentían: «¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino?» (Lucas 24.32).
A esta altura, los tres habían pasado hacia el noroeste y habían salido de las rocosas colinas a un perfumado valle con una arboleda de olivos y deliciosos árboles frutales. El dolor y la sangre derramada en Jerusalén se encontraban a su espalda, olvidados en la conversación. La caminata de once kilómetros se sintió como un paseo de media hora. El tiempo pasaba con demasiada rapidez; los discípulos querían escuchar más. «Llegaron a la aldea adonde iban, y él hizo como que iba más lejos. Mas ellos le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros. Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista» (vv. 28-31).
Jesús les enseñó la Palabra y partió el pan, y luego, como la neblina en una mañana de julio, desapareció. Los hombres de Emaús no estaban lejos. Los dos dejaron el pan partido, toma-ron sus sueños rotos, se apresuraron a ir a Jerusalén, y entraron de golpe adonde estaban los apóstoles. Les contaron acerca de su descubrimiento, solo para ser interrumpidos y eclipsados por el propio Jesús.
Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos y les dijo: Paz a vosotros. Entonces, espanta-dos y atemorizados, pensaban que veían espíritu. Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos?
(No te apresures a pasar al lado de los encuentros casuales con Cristo entre el miedo y la duda. Las dudas que no tienen respuesta producen discípulos inseguros. No nos debe sorpren-der que Cristo haga de nuestras dudas su preocupación más alta.)
Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies.
Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó y comió delante de ellos.
Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. (vv. 36-45)
Los discípulos no sabían si arrodillarse y adorar, o darse vuelta y salir corriendo. Algunos decidieron que el momento era demasiado bueno para ser verdad, y llamaron a Jesús fan-tasma. Cristo se podría haber ofendido. Después de todo, para salvarlos, había pasado por el infierno, y ellos no podían dife-renciar entre un don nadie y Él. Pero Jesús, que es muy paciente con los que dudan, extendió primero una mano y luego la otra. Entonces les hizo una invitación: «Palpad». Les pidió comida, y entre bocados de pez asado, inició la segunda lección bíblica del día: Después les dijo: «Recuerden lo que les dije cuando estuve con ustedes: Tenía que cumplirse todo lo que dicen acerca de mí los libros de la Ley de Moisés, los libros de los profetas y los Salmos. Entonces les explicó la Biblia con pala-bras fáciles, para que pudieran entenderla» (Lucas 24.44-45, TLA).
Nos damos cuenta de que hay un patrón, ¿no es verdad?
• Jesús ve a dos hombres caminando pesadamente hacia Emaús, parecía que recién habían enterrado a su mejor amigo. Cristo o los alcanza o se transporta hasta ellos... no lo sabemos. Él habla del tema del huerto del Edén y del libro del Génesis. Lo que sigue es que comen juntos, los hombres sienten calor en el corazón, y sus ojos son abiertos.
• Jesús les hace una visita a los cobardes leones del apo-sento alto. Nota que no llega como Superman, volando por el cielo. Sino una visita cara a cara, en la cual les dice que toquen sus heridas. Se sirve la comida, se enseña la Biblia, los discípulos hallan valor y nosotros encontramos dos respuestas prácticas a la pregunta crítica: ¿Qué es lo que Cristo quiere que hagamos con nuestras dudas?
¿Su respuesta? Toca mi cuerpo y medita en mi historia.
¿Y sabes? Todavía lo podemos hacer. Todavía podemos tocar el cuerpo físico de Cristo. Nos encantaría tocarlo y sentir la carne del Nazareno. Cuando nos relacionamos con la iglesia, hacemos eso. «La cual [la iglesia] es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Efesios 1.23).
Las preguntas pueden convertirnos en ermitaños, llevándo-nos a escondernos. Pero la cueva no tiene respuestas. Cristo imparte valor a través de la comunidad; disipa las dudas a través de la confraternidad. Él nunca deposita todo el conocimiento en una persona, sino que distribuye las piezas del rompecabe-zas entre muchos. Cuando entretejes su conocimiento con el mío, y compartimos nuestros descubrimientos con ellos... Cuando confraternizamos, nos unimos, confesamos y oramos, Cristo nos habla.
La unidad de los discípulos nos enseña. Ellos permanecie-ron juntos. Aun cuando sus esperanzas habían sido devastadas, todavía estaban agrupados en una comunidad en la que com-partían sus creencias. Se mantuvieron «hablando entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido» (Lucas 24.14). ¿No es esta una figura de la iglesia: compartiendo notas, inter-cambiando ideas, reflexionando sobre las posibilidades, levan-tando los espíritus? Y mientras lo hacían, Jesús apareció para enseñarles, probando que «donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mateo 18.20).
Y cuando Jesús habla, comparte su historia. La terapia de Dios para los que dudan es su propia Palabra. «Así que la fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios» (Romanos 10.17). Por lo tanto, escucha.
Jack escuchó.
Comenzamos con la historia de un ateo. ¿Podemos concluir con el relato de otro? Jack resumió la primera parte de su vida con un incidente que sucedió cuando era adolescente. Él llegó a la Universidad de Oxford, en la ciudad de Oxford, Inglaterra, anticipando su primera mirada a «la cantidad de agujas de los edificios y torres novelescas». Sin embargo, mientras caminaba, no vio ninguna señal de los grandes campus universitarios. Solo cuando se volvió se dio cuenta de que se estaba alejando de los edificios, caminando en la dirección opuesta. Más de treinta años después escribió: «No me di cuenta de que esta pequeña aventura fue una alegoría para mi vida».
Él era un incrédulo militante, devoto de su creencia de que Dios no existía, porque ningún Dios toleraría el desastre que llamamos la existencia humana. Él resumía su cosmovisión con un verso de Lucrecio:
Si Dios hubiera diseñado el mundo, este no sería un mundo tan frágil y defectuoso como el que vemos.
Rehusándose a aceptar la existencia de Dios, dedicó su atención a los estudios, destacándose en cada campo que estu-dió. En muy poco tiempo, los tutores de Oxford lo considera-ron un colega distinguido, por lo que comenzó a enseñar y a escribir. Y sin embargo, muy cerca de la superficie, sus dudas estaban afectándolo adversamente. Él describió su estado mental con palabras tales como vil terrorismo, sufrimiento y desespe-ranza. Se sentía enojado y pesimista, atrapado en un torbellino de contradicciones. «Yo afirmaba que Dios no existía. También estaba enojado con Dios por no existir». Jack hubiera estado de acuerdo con la afirmación de Woody Allen sobre la vida: todos los trenes van al mismo lugar… al mismo basurero. Es probable que hubiera pasado la vida traqueteando hacia las tinieblas, excepto por dos factores.
Algunos de sus amigos íntimos, también tutores en Oxford, rechazaron sus puntos de vista materialistas y se convirtieron en seguidores de Dios, por lo que buscaban a Jesús. Al principio pensó que la conversión de ellos era una tontería, y no sintió temor en cuanto a ser «persuadido». Entonces conoció a otros miembros de la facultad que admiraba, profesores muy respetados como J. R. R. Tolkien y H. V. V. Dyson. Ambos hombres eran creyentes consagrados e instaron a Jack a hacer algo que, sorprendentemente, nunca había hecho, leer la Biblia, lo cual hizo.
A medida que leía el Nuevo Testamento, se sorprendió por su figura principal: Jesucristo. Jack había catalogado a Jesús como un filósofo hebreo, un gran maestro de principios mora-les. Pero a medida que leía, comenzó a luchar con las asevera-ciones que hizo esa persona: decía que era Dios mismo y ofrecía perdón de los pecados a la gente. Jack concluyó que Jesús o se engañaba a sí mismo, era falso o era lo que afirmaba: el Hijo de Dios.
Al atardecer del 19 de septiembre de 1931, Jack y sus dos colegas, Tolkien y Dyson, disfrutaron de una larga caminata a través de las hayas y los senderos del campus de Oxford, cierta clase de camino a Emaús. Y a medida que caminaban, hablaron nuevamente de las aseveraciones de Cristo y del significado de la vida. Su charla se extendió hasta tarde esa noche. Jack, C. S. «Jack» Lewis, más tarde recordaría que una ráfaga de viento hizo que cayeran las primeras hojas, una brisa repentina, la cual es posible que haya sucedido para simbolizarle al Espíritu Santo. Muy pronto después de aquella noche, Lewis aceptó a Jesús. Él «comenzó a saber lo que es en realidad la vida y lo que hubiera perdido si no se hubiera dado cuenta». El cambio revo-lucionó su mundo, y como consecuencia, el mundo de millones de lectores.2
¿Qué fue lo que hizo que C. S. Lewis, un ateo dotado, bri-llante, acérrimo, siguiera a Cristo? Muy simple. Él se puso en contacto con el cuerpo de Cristo, sus seguidores, y en sintonía con su historia, las Escrituras.
¿Puede ser así de simple? ¿Puede el abismo entre la duda y la fe ser librado con las Escrituras y la confraternidad? Averígualo tú mismo. La próxima vez que lleguen las dudas, sumérgete en las antiguas historias de Moisés, las oraciones de David, los testimonios de los Evangelios y las epístolas de Pablo. Únete a otros que buscan y haz caminatas diarias a Emaús. Y si un amable desconocido que presente enseñanzas sabias se te une en el camino... considera invitarlo a cenar.