CONCLUSIÓN

El salmo de
William

A las 8:17 de la noche del día 3 de marzo de 1943, las sire-nas que advierten de un bombardeo sonaron a todo volu-men sobre Londres, Inglaterra. Los trabajadores y los que iban de compras, se detuvieron en las aceras y miraron al cielo. Los autobuses se detuvieron y los pasajeros se bajaron. Los conduc-tores hicieron chirriar los frenos y salieron de sus automóviles. A la distancia se podían escuchar tiroteos. La artillería antiaé-rea cercana disparó una salva de cohetes. Las multitudes en las calles comenzaron a gritar. Otros se cubrían la cabeza y grita-ban: «¡Están empezando a caer!» Todo el mundo miraba hacia arriba para atisbar los aviones enemigos. El hecho de que no vieron ninguno, no hizo nada por frenar la histeria.

La gente corría hacia la estación subterránea Bethnal Green, donde más de quinientos ciudadanos ya se estaban refugiando. En los próximos diez minutos, mil quinientas personas más se unirían a ellos.

Los problemas comenzaron cuando una oleada de los que buscaban seguridad se precipitó al mismo tiempo en la escalera de entrada. Una mujer que llevaba en brazos a un bebé dio un traspié en uno de los disparejos diecinueve escalones que conec-taban con la calle. Su caída detuvo al flujo de gente que quería bajar, causando un efecto dominó en otros que cayeron sobre ella. En unos segundos, cientos de horrorizadas personas esta-ban cayendo juntas, apilándose como ropa para lavar en un canasto. Las cosas empeoraron cuando los que llegaban tarde pensaron que estaban siendo bloqueados en forma deliberada para que no entraran (no fue así). Así que comenzaron a empu-jar. El caos duró menos de un cuarto de hora. Desenredar los cuerpos tomó hasta la medianoche. Al final, ciento setenta y tres personas, entre ellas hombres, mujeres y niños, murieron.

No había caído ni una bomba.

Las balas no mataron a la gente. Las mató el miedo.1

Al temor le encanta una buena estampida. El día de pago del temor es el pánico ciego, la preocupación infundada y las noches sin dormir. Últimamente, el temor ha estado ganando mucho dinero.

He aquí una prueba. ¿Cuán lejos tienes que ir para escuchar el recordatorio «ten miedo»? ¿Cuán cercano está el siguiente memorándum que dice «Estás en problemas»? ¿Cuando volteas la página del periódico? ¿Cuando sintonizas la radio? ¿Cuando miras la página de Internet en el monitor de tu computadora? De acuerdo a los medios de comunicación, el mundo es un lugar que da miedo.

Y sospechamos que hay una campaña para mantenerlo de esa forma. El temor vende. El temor hace que los que lo miran estén pegados a sus asientos, hace que las revistas se agoten en los estantes, y pone dinero en los bolsillos del sistema. Para mantener nuestra atención, los noticieros han aprendido a confiar en un glosario de frases que incitan el temor. «A conti-nuación, la atemorizadora verdad de estar trancados en el tránsito». «El hombre que dejó que su esposa comprara dema-siado ». «Lo que puedes hacer para evitar el peligro». «Lo que tal vez no sepas sobre el agua que bebes».

Frank Furedi documentó el uso cada vez mayor del temor contando las veces que aparecía el término en peligro en los periódicos ingleses. En 1994 el término apareció dos mil treinta y siete veces. Para fines del siguiente año, el total fue el doble. Aumentó cincuenta por ciento en 1996. Durante el año 2000 en peligro fue impreso más de dieciocho mil veces.2 En realidad, ¿el peligro en el mundo aumentó nueve veces más en seis años? Estamos salpicados de malas noticias. El calentamiento global, los ataques de los asteroides, el virus SARS, genocidios, gue-rras, terremotos, tsunamis, SIDA... ¿Se detiene alguna vez? Las malas noticias están causando daño. Somos la cultura que más se preocupa de todas las edades. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, los padres esperan que la vida de la siguiente generación sea peor que la de ellos.3

Aun cuando las expectativas de vida son el doble, y las investigaciones para curar enfermedades están en su punto más alto, pensarías que la peste bubónica está azotando en las calles. El reportero Bob Garfield investigó los artículos sobre la salud en publicaciones importantes y descubrió que, entre otras cosas,

• Cincuenta y nueve millones de estadounidenses están enfermos del corazón,

• Cincuenta y tres millones de estadounidenses sufren de jaqueca,

• Veinticinco millones de estadounidenses tienen osteoporosis,

• Dieciséis millones luchan con la obesidad,

• Tres millones tienen cáncer,

• Dos millones tienen desórdenes cerebrales serios.

Se informa que en total quinientos cuarenta y tres millones de estadounidenses consideran que tienen alguna enfermedad seria, un número perturbador, puesto que hay doscientos sesenta y seis millones de habitantes en el país. Como notara Garfield: «O como sociedad tenemos un destino funesto, o alguien está siendo contado dos veces».4

Hay una estampida de temor afuera. Que no seamos arras-trados por ella. Que nos encontremos entre los que permanecen en calma. Debemos reconocer el peligro, pero no sentirnos abrumados. Reconozcamos las amenazas, pero rehusémonos a que ellas nos definan. Que otros sean los que respiren el aire contaminado de la ansiedad, y no nosotros. Que seamos conta-dos entre los que escuchan una voz diferente, la voz de Dios. Suficiente de esos gemidos de desesperación, de gritos de fata-lidades. ¿Por qué hacerles caso a los fatalistas de la bolsa de valores o a la cantidad de pesimismo de los periódicos? Inclinemos nuestros oídos a otro lugar: hacia el cielo. Nos vol-veremos a nuestro Creador y, porque lo hacemos, temeremos menos.

El valor no se deja sobrecoger por el pánico; ora. El valor no lamenta; cree. El valor no languidece; escucha. Escucha la voz de Dios llamando en las Escrituras: «No temáis». Escucha la voz de Cristo confortando en los pasillos de los hospitales, en los cementerios y en las zonas de guerra:

Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados. (Mateo 9.2)

¡Cálmense! Soy yo. No tengan miedo. (Mateo 14.27, NVI)

Oirán de guerras y rumores de guerras, pero procuren no alarmarse. (Mateo 24.6, NVI)

No se turbe vuestro corazón. ( Juan 14.1)

No se angustien ni se acobarden. ( Juan 14.27, NVI)

No temáis, pues; más valéis vosotros que muchos pajarillos. (Lucas 12.7)

No tengan miedo. (Lucas 12.7, NVI)

Seguiremos el asombroso ejemplo de William Fariss, que es un niño de siete años que vio cuando su casa se incendiaba. Él es hijo de un traductor bíblico pionero en la parte occidental de África, un niño muy inteligente con un interés enorme en los dinosaurios y en los animales. Su familia vivía en una casa de techo de lata cubierto de paja. Un día el viento llevó unas chis-pas de una fogata cercana, y cayeron en el techo de paja de la familia Fariss, por lo que se incendió. La familia trató de salvar la casa, pero no lo lograron debido al aire seco y al caliente sol de África. Mientras veían cómo su casa era reducida a cenizas y a ladrillos carbonizados, la madre de William lo escuchó orar. Ella notó que sus palabras sonaban como las palabras de un salmo, y cuando lo escuchó repetirlas unos días más tarde, las anotó.

A través de viento y lluvia
A través de fuego y lava
El Señor nunca te dejará.
A través de terremotos e inundaciones
A través de mareas que cambian y cenizas que queman
El Señor nunca te dejará.
Si lo amas, Él te bendecirá
Y te dará muchas cosas.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Quién puede parar la mano del Señor?
¿Quién puede correr detrás de un guepardo a través de las llanuras del África?
El Señor, Él puede.
¿Quién puede pararse en el monte Everest?
¿Quién puede enfrentar a un rinoceronte?
El Señor.
El Señor te puede dar ovejas y cabras y vacas y patos y gallinas y perros y gatos.
El Señor te puede dar lo que Él quiera.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Quién puede parar la mano del Señor?
¿Quién puede enfrentar a un elefante?
¿Quién es tan valiente como para enfrentar a un león?
El Señor.
¿Quién corre tan rápido como un caballo?
¿Quién puede agarrar una ballena azul?
¿Quién es tan valiente como para enfrentar a un pulpo gigante?
El Señor.
Como Jesús murió en la cruz,
Así lo ha hecho el Señor.
El Señor nunca dejará a su gente. La Biblia es su palabra.
El Señor es un buen líder. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El Señor que te ama.
Y que no va a dejar a su gente.
El fin.5

Aunque las llamas amenazaban, el niño vio a Dios en las llamas. William confió en Dios y temió menos. Lo mismo podemos hacer nosotros.

Amén, William. Y amén.