Te hubiera gustado mi hermano. Le gustaba a todo el mundo. Dee hacía amistades de la misma forma en que los panaderos hacen pan: todos los días, de manera fácil y con entusiasmo. Sus apretones de manos —fuertes, con entusiasmo y risa— eran contagiosos y volcánicos. Para él no había extra-ños por mucho tiempo. Yo, su tímido hermano menor, confiaba en él para que nos presentara a los dos. Cuando una familia se mudaba a nuestra cuadra o cuando un recién venido entraba al patio de recreo, Dee era el embajador.
Pero en la mitad de su adolescencia, hizo amistad con alguien que debería haber evitado: un hombre que vendía bebidas alcohólicas a menores de edad. El alcohol nos quiso embaucar, pero aunque a mí solo me enredó, a él lo encadenó. Durante las siguientes cuatro décadas mi hermano bebió tanto que destrozó su salud, sus relaciones, perdió trabajos y dinero, y todo menos los dos últimos años de su vida.
¿Quién puede explicar por qué las resoluciones a veces ganan o pierden? Cuando tenía cincuenta y cuatro años de edad, mi hermano descubrió una reserva interior de voluntad, la utilizó y disfrutó de una época de sobriedad. Vació sus botellas, estabilizó su matrimonio, arregló su relación con sus hijos y cambió la licorería por el grupo local de Alcohólicos Anónimos. Pero la vida dura produjo muchos estragos. Tres décadas fumando tres cajetillas de cigarrillos por día convirtieron su corazón en carne molida.
Una noche del mes de enero, durante la semana en que yo comencé a escribir este libro, le dijo a su esposa Donna que no podía respirar bien. Como tenía una cita con un doctor por un asunto relacionado a eso, decidió tratar de dormir. Eso no le dio resultado. Se despertó a las cuatro de la mañana con dolores tan agudos en el pecho que llamaron a la sala de emergencias. El equipo colocó a Dee en la camilla y le dijeron a Donna que los encontrara en el hospital. Mi hermano la saludó débilmente con la mano y le dijo que no se preocupara, pero para cuando ella y uno de los hijos de Dee llegaron al hospital, mi hermano había fallecido.
El médico de turno les dio la noticia y los invitó a pasar a la sala donde yacía el cuerpo. Sosteniéndose uno al otro, atravesaron la puerta y vieron el mensaje final. Tenía la mano apoyada en la pierna con el dedo medio y el anular doblados y el pulgar extendido, el signo universal del idioma para los sordos que dice: «Te amo».
He tratado de imaginarme los momentos finales de mi hermano en la tierra: viajando a altas velocidades por una carretera en Texas, en una ambulancia una oscura noche, con los paramédicos trabajando a su alrededor, y con el corazón cada vez más débil. Pero en lugar de dejarse llevar por el pánico, tuvo valor.
Tal vez tú puedas usar un poco. Una ambulancia no es el único lugar en el que se requiere valor. Tal vez tu corazón no esté dando el último latido, pero puedes encontrar que has llegado a tu último sueldo, solución o pizca de fe. Cada salida del sol parece traer nuevas razones para el temor.
Están despidiendo personas en tu trabajo, la economía está muy lenta, hay disturbios en el Oriente Medio, cambios en la oficina central, bajas en el mercado de bienes raíces, aumento del calentamiento global, se escapan de la prisión miembros del grupo Al Qaeda. Algún dictador loco está coleccionando ojivas nucleares igual que otras personas coleccionan vinos finos. Una cierta clase de fiebre asiática está activa en los vuelos que salen de China. La plaga de nuestros días, el terrorismo, comienza con la palabra terror. Los noticieros emiten información tan preocupante que deberían tener una advertencia: «Cuidado: sería aconsejable mirar este noticiero dentro de una cámara acorazada en un sótano en Islandia».
Tenemos miedo de que nos demanden, de terminar últimos, de tener que declararnos en bancarrota; el lunar que tenemos en la espalda nos da miedo, al igual que el muchacho que se acaba de mudar en nuestra cuadra, y el sonido del reloj que nos indica que nos estamos acercando a la tumba. Sofisticamos los planes de inversión, creamos sistemas de seguridad complicados, y legislamos un sistema militar más fuerte, sin embargo dependemos de las drogas que alteran el estado de ánimo más que ninguna otra generación en la historia. Aun más, «el niño promedio de hoy... tiene un nivel mayor de ansiedad que el que tenía el paciente siquiátrico promedio en la década de 1950».1
Parece que el temor ha hecho un contrato de cien años en el edificio de al lado y ha establecido su negocio allí. Demasiado grande y descortés, el temor no está dispuesto a compartir el corazón con la felicidad. Y la felicidad accede. ¿Ves alguna vez a los dos juntos? ¿Puede alguien ser feliz y tener temor al mismo tiempo? ¿Pensar en forma clara y tener miedo? ¿Ser confiado y temeroso? ¿Compasivo y miedoso? No. El temor es el acosador que se desplaza en el pasillo del liceo: insolente, hace mucho ruido y es ineficiente. Para todo el ruido que hace y el espacio que ocupa, el temor hace muy poco bien.
El temor nunca escribió una sinfonía ni una poesía, negoció un tratado de paz ni sanó una enfermedad. El temor nunca sacó a una familia de la pobreza ni a un país de la intolerancia. Nunca salvó a un matrimonio ni a un negocio. El valor sí lo hizo. La fe lo hizo. Lo hicieron las personas que se rehusaron a dejarse aconsejar por el temor o achicarse frente a su timidez. Pero, ¿el temor mismo? El temor nos conduce a prisión y cierra la puerta.
¿No sería maravilloso poder salir?
Imagínate una vida completamente libre de angustia. ¿Qué si la fe, y no el temor, fuera tu reacción instantánea ante las amenazas? Si pudieras poner sobre tu corazón un magneto de temor y extrajeras cada pizca de temor, inseguridad y duda, ¿quées lo que quedaría? Imagínate un día, un solo día, sin temor al fracaso, al rechazo y a la calamidad. ¿Puedes imaginarte una vida sin temor? Esa es la posibilidad tras la pregunta de Jesús.
«¿Por qué teméis?», pregunta (Mateo 8.26).
Lo primero que pensamos es si Jesús habla en serio. Tal vez está bromeando. Nos quiere sorprender. Casi como si un nadador le preguntara a otro colega: «¿Por qué estás mojado?» Pero Jesús no sonríe. Está completamente serio. Y lo mismo lo están los hombres a quienes les hace la pregunta. Una tormenta ha convertido su crucero, en el cual se sirve una cena, en un susto aterrador.
Así es como uno de ellos recuerda el viaje: «Luego subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De repente, se levantó en el lago una tormenta tan fuerte que las olas inundaban la barca» (Mateo 8.23-24, NVI).
Esas palabras las dijo Mateo. Él recordaba muy bien la gran tempestad y los saltos de la barca en el agua, por lo que fue cuidadoso con su terminología. Cualquier palabra no serviría. Así que sacó su diccionario griego del estante y buscó una descripción que rugiera como las olas que golpeaban la proa. No consideró la terminología común como lluvia primaveral, chubasco, chaparrón o lluvia torrencial. No describía lo que sintió y vio aquella noche: una tierra de la cual salían ruidos y una costa que se sacudía. Recordaba más que vientos y olas con espuma blanca. Sus dedos siguieron la columna de sinónimos hasta que llegó a una palabra que le gustó. «Ah, esa es». Seísmo: un terremoto, una erupción que estremecía la tierra y el mar. «Un gran seísmo sacudió al lago».
Ese término todavía se usa en nuestro vocabulario. Sismólogo es la persona que estudia terremotos, sismógrafo es el aparato que los mide y Mateo, junto a una tripulación de recientes reclutas, sintió un seísmo que les sacudió hasta los huesos. Él usó esa palabra solo en otras dos ocasiones: una, cuando Jesús murió y el Calvario se estremeció (Mateo 27.51 54), y otra en la resurrección de Jesús, cuando el sepulcro tembló (28.2). Aparentemente, la calma de la tempestad comparte un lugar igual al de la trilogía de los grandes acontecimientos de Jesús: vencer el pecado en la cruz, muerte en la tumba y aquí calmando el temor en el mar.
Temor repentino. Sabemos que el temor fue repentino porque la tormenta lo fue primero. Una traducción más antigua dice: «Repentinamente una gran tormenta se desató en el mar».
No todas las tormentas vienen de repente. En las praderas, los agricultores pueden ver la formación de nubes de tormenta horas antes de que empiece a llover. Sin embargo, esa tormenta se lanza sobre ellos como un león que salta desde el césped. En un segundo los discípulos están barajando los naipes para una partida a mitad del camino, en el siguiente están tragando agua del lago de Galilea.
Pedro y Juan, marineros con experiencia, luchan para mantener la vela abajo. Mateo, que no tiene experiencia alguna con el mar, lucha para no vomitar. Esta tormenta no es lo que esperaba el recolector de impuestos. ¿Percibes la sorpresa en la forma en que une las dos frases? «Luego [ Jesús] subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De repente, se levantó en el lago una tormenta tan fuerte que las olas inundaban la barca» (8.23 24, NVI).
¿No esperarías una segunda frase más vivaz, una consecuencia feliz a la obediencia? «Jesús se subió a una barca. Sus seguidores fueron con Él, y de pronto un gran arco iris apareció en el cielo, vieron una bandada de palomas en formación y un mar de cristal que reflejaba el mástil de la embarcación». Los seguidores de Cristo, ¿no disfrutan de un calendario lleno de cruceros por el Caribe? No. Esta historia nos presenta el recordatorio que no es ni muy sutil ni muy popular: subirse a la barca con Cristo puede significar mojarse con Él. Los discípulos de Cristo pueden esperar mares tormentosos y vientos fuertes. «En el mundo tendréis [no “podrían”, “pueden”, o “pudieran” tener] aflicción» ( Juan 16.33, los corchetes son míos).
Los seguidores de Cristo se enferman de malaria, entierran a sus hijos, luchan con adicciones y, como resultado, enfrentan temores. No es la falta de tormentas lo que nos distingue. Es a quien descubrimos en la tormenta: a un Cristo inamovible.
«Él [ Jesús] dormía» (v. 24).
He aquí la escena. Los discípulos gritan; Jesús duerme. Los truenos rugen, Jesús ronca. Él no dormita, echa una cabezada ni descansa. Duerme profundamente. ¿Podrías dormir en una ocasión como esa? ¿Podrías dormir mientras andas en una montaña rusa? ¿En un túnel de viento? ¿En un concierto de instrumentos de percusión? ¡ Jesús duerme en los tres al mismo tiempo!
El Evangelio de Marcos agrega dos detalles curiosos: «Y él [ Jesús] estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal» (Marcos 4.38). En la popa, en un cabezal. ¿Por qué lo primero? ¿Y de dónde vino lo segundo?
Los pescadores del primer siglo usaban redes barredoras, que colgaban al lado del bote. Guardaban las redes en un compartimiento que era construido en la popa para este propósito. No era práctico dormir sobre la cubierta de la popa. No había lugar ni proveía protección. Sin embargo, el pequeño compartimiento debajo de la popa proveía ambos. Era la parte más cerrada y la única que ofrecía protección en el bote. Así que Cristo, un poco soñoliento por las actividades del día, gateó debajo de la cubierta para poder dormir.
Descansó la cabeza, no en una mullida almohada de plumas, sino sobre una bolsa de cuero llena de arena. Una bolsa para estabilizar la barca. Los pescadores del mar Mediterráneo todavía las usan. Pesan alrededor de cincuenta kilos y se emplean para equilibrar o estabilizar el bote.2 ¿Llevó Jesús la almohada a la popa para poder dormir o se durmió tan profundamente que alguien se la llevó? No lo sabemos. Pero esto sí sabemos. Fue un sueño premeditado. No se durmió por accidente. En completo conocimiento de la tormenta venidera, Jesús decidió que era hora de dormir la siesta, así que se instaló en ese rincón, apoyó la cabeza en la almohada y dejó que el sueño lo sobrecogiera.
Su siesta preocupa a los discípulos. Mateo y Marcos registran sus respuestas como tres pronunciamientos entrecortados y una pregunta.
Los pronunciamientos: «¡Señor! ¡Sálvanos! ¡Perecemos!» (Mateo 8.25).
La pregunta: «Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos? » (Marcos 4.38).
No preguntan en cuanto a la fuerza de Jesús: «¿Puedes detener la tormenta?» Su conocimiento: «¿Sabes que hay una tormenta?» O si va a poder hacer algo: «¿Tienes experiencia con las tormentas?» Sino que presentan dudas en cuanto al carácter de Jesús: «¿No tienes cuidado...?»
Esto es lo que hace el temor. Corroe nuestra confianza en la bondad de Dios. Comenzamos a preguntarnos si el amor vive en el cielo. Si Dios puede dormir durante nuestras tormentas; si sus ojos están cerrados cuando los nuestros se abren mucho, si permite tormentas cuando nos subimos a su embarcación, ¿le importamos? El temor desata una multitud de dudas, vacilaciones que producen enojo.
Y eso nos convierte en controladores. «¡Haz algo en cuanto a la tormenta!», es la demanda implícita de la pregunta. «¡Arréglalo o... o... o si no…!» En su centro, el temor es percibido como pérdida de control. Cuando la vida gira frenéticamente, nos aferramos a un componente de ella que podemos controlar: nuestra dieta, la limpieza de la casa, el apoyabrazos de un avión o, en muchos casos, la gente. Cuanto más inseguros nos sentimos, tanto más malos nos volvemos. Refunfuñamos y mostramos los colmillos. ¿Por qué? ¿Porque somos malos? En parte. Pero también porque nos sentimos arrinconados.
Martin Niemöller documenta un ejemplo extremo de esto. Él fue un ministro alemán que adoptó una posición heroica contra Adolfo Hitler. Cuando conoció al dictador en el año 1933, Niemöller se quedó de pie en la parte de atrás del lugar y escuchó. Más tarde, cuando su esposa le preguntó qué había descubierto, él le dijo: «Descubrí que Herr Hitler es un hombre muy asustado».3 El temor le da rienda suelta al tirano que hay dentro.
También nos afecta la memoria. Los discípulos tenían razones para confiar en Jesús. A esa altura ya lo habían visto «sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mateo 4.23). Habían sido testigos de la sanidad de un leproso con un simple toque, y de la de un siervo con una orden (Mateo 8.3, 13). Pedro vio la sanidad de su suegra que estaba enferma (Mateo 8.14-15), y todos vieron a los demonios salir cual murciélagos de una cueva. «Y con la palabra echó afuera a los demonios, y sanó a todos los enfermos» (Mateo 8.16).
¿No debería alguien mencionar lo que hizo o revisar su currículum vítae? ¿Recuerdan los logros de Cristo? Tal vez no. El temor crea una especie de amnesia espiritual. Embota nuestra memoria de los milagros. Nos hace olvidar lo que Jesús ha hecho y lo bueno que es Dios.
El temor nos hace sentir muy mal. Le saca la vida al alma, nos arrolla en un estado embriónico y nos deja secos en cuanto a tener contentamiento. Nos convertimos en graneros desiertos, desvencijados e inclinados por el viento, un lugar donde antes la humanidad solía comer, prosperar y encontrar calor. Pero ya no. Cuando el temor le da forma a nuestra vida, la seguridad se convierte en nuestro dios. Y cuando la seguridad se convierte en nuestro dios, adoramos un estilo de vida sin riesgos. ¿Puede hacer algo grande al que le encanta la seguridad? ¿Puede lograr grandes cosas el que es reacio al riesgo? ¿Para Dios? ¿Para los demás? No. Los que están llenos de temor no pueden amar profundamente. El amor es riesgoso. No pueden dar a los pobres. La benevolencia no tiene garantía de dar dividendos. Los que están llenos de temor no pueden soñar con entusiasmo. ¿Y qué si sus sueños chisporrotearan y cayeran del cielo? La adoración a la seguridad debilita la grandeza. No es de extrañarse que Jesús le haga tal guerra al temor.
Su mandamiento más frecuente surge del género del «no temáis». Los Evangelios contienen unos ciento veinticinco mandamientos de Cristo en modo imperativo. De esos, veintiuno nos dicen «no temáis» o «no temas» o «confiad» o «ten ánimo» o «tened buen ánimo». El segundo mandamiento más repetido, amar a Dios y a nuestros semejantes, aparece solo en ocho ocasiones. Si la cantidad es un indicador, Jesús considera nuestros temores con seriedad. La declaración que hizo con más frecuencia fue: no temáis.
Los hermanos y hermanas a veces se quejan acerca del mandamiento más frecuente de sus padres. ¿Recuerdan que mamá siempre les decía: «No regreses tarde», o: «Ve a limpiar tu cuarto»? Papá también tenía sus mandatos favoritos. «Enfrenta las cosas con ánimo». «Trabaja duro». Me pregunto si los discípulos reflexionarían en las frases que Cristo repetía con más frecuencia. Si lo hicieron, habrían notado que «siempre nos instaba a tener valor».
Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos. (Mateo 10.31)
Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados. (Mateo 9.2)
No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. (Mateo 6.25)
Oyéndolo Jesús, le respondió: No temas; cree solamente, y [tu hija] será salva. (Lucas 8.50)
¡Tened ánimo; yo soy, no temáis! (Mateo 14.27)
Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar. (Mateo 10.28)
No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino. (Lucas 12.32)
No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí… Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis. ( Juan 14.1, 3)
No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo. ( Juan 14.27)
Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? (Lucas 24.38)
Y oiréis de guerras y rumores de guerras; mirad que no os turbéis. (Mateo 24.6)
Entonces Jesús se acercó y los tocó, y dijo: Levantaos, y no temáis. (Mateo 17.7)
Jesús no quiere que vivas en un estado de temor. Tampoco lo quieres tú. Nunca has hecho declaraciones como las siguientes:
Mis temores hacen que camine livianamente.
Sería un padre terrible si no fuera por mi hipocondría.
Gracias a Dios por mi pesimismo. Desde que perdí la esperanza he sido una persona mucho mejor.
Mi doctor me dijo que, si no comienzo a preocuparme, me voy a enfermar.
Hemos aprendido que el temor tiene un costo muy alto.
La pregunta de Jesús es buena. Él levanta la cabeza de la almohada, sale de la popa de la embarcación a la tormenta, y pregunta: «¿Por qué teméis, hombres de poca fe?» (Mateo 8.26).
Quiero aclarar que el temor tiene una función saludable. Es el canario dentro de la mina de carbón que advierte en cuanto a un probable peligro. Una dosis de miedo puede impedir que un niño corra a través de una calle muy transitada, o que un adulto se fume una cajetilla de cigarrillos. El temor es la reacción apropiada ante un edificio en llamas o ante un perro que gruñe. El temor en sí no es pecado. Pero puede llevar al pecado.
Si medicamos el temor con arranques de ira, borracheras, retraimientos huraños, privación de comida o control aplastante, excluimos a Dios de la solución y agravamos el problema. Nos sujetamos a una posición de temor, permitiendo que la ansiedad domine nuestra vida. Preocupaciones que nos quitan el gozo. Temores que nos hacen sentir entumecidos. Episodios repetidos de inseguridad que nos petrifican y paralizan. La histeria no proviene de Dios. «Porque Dios no nos ha dado espíritu de cobardía» (2 Timoteo 1.7).
El temor siempre golpeará a nuestra puerta. No lo invites a cenar y, sobre todo, no le ofrezcas una cama para pasar la noche. Llenemos nuestro corazón de valor con algunas declaraciones seleccionadas de Jesús en cuanto a «no temer». El temor puede llenar al mundo, pero no tiene que llenar nuestro corazón. La promesa de Cristo y la proclamación de este libro son simples: podemos tener menos miedo mañana del que tenemos hoy.
Cuando tenía seis años de edad, mi papá me dejó quedarme despierto hasta tarde para mirar la película El hombre lobo. Les aseguro que lamentó su decisión. La película me dejó convencido de que el hombre lobo estaba todas las noches rondando nuestra sala, buscando su comida predilecta; que era un muchachito de seis años de cabello pelirrojo con el rostro salpicado de pecas. Mi temor presentó problemas. Para llegar a la cocina desde mi dormitorio, tenía que pasar peligrosamente cerca de sus garras y sus colmillos, algo que yo era reacio a hacer. Más de una vez, fui al cuarto de mi padre y lo desperté. Al igual que Jesús en la embarcación, mi papá estaba completamente dor-mido en la tempestad. ¿Cómo puede dormir una persona en un momento como ese?
Abriendo un ojo y soñoliento, me preguntaba: «Pero, ¿por qué tienes tanto miedo?» Yo le recordaba al monstruo. «Oh sí, el hombre lobo», refunfuñaba. Entonces salía de la cama, se armaba de valor superhumano, me escoltaba a través del valle de sombras de muerte, y me servía un vaso de leche. Yo lo miraba, maravillado y me preguntaba: ¿Qué clase de hombre es este?
Dios ve nuestras tormentas, nuestros seísmos, de la misma forma que mi padre veía mi temor del hombre lobo. «Entonces, levantándose reprendió a los vientos y al mar y se hizo grande bonanza» (Mateo 8.26).
Jesús controla el temblor excesivo con gran calma. El mar se aquieta y parece un lago congelado, de modo que los discípulos se quedan preguntándose: «¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le obedecen?» (v. 27).
Por cierto, ¡qué clase de hombre! Volvió el tifón en un tiempo para dormir la siesta. Calló a las olas con una palabra. Y le dio a un hombre moribundo el valor suficiente para enviarle a su familia un mensaje final de amor. Magnífico, Dee. Tú enfrentaste muchos momentos seísmos en la vida, pero al final no te hundiste.
Mi oración es que nosotros tampoco.