Cuando nos atrevemos a hablar de religión prehistórica, nos hundimos en la bruma más espesa. La prehistoria es un término vago que designa en bloque todo lo que pasó desde el primer ser erguido hasta el momento en que la escritura logró proyectar una luz sobre el pensamiento humano, hecho que no sucedió sino hasta el siglo XX para los últimos indios de las selvas amazónicas, por lo que resulta injustificado hablar de la religión prehistórica.
Para imaginar la situación del ser prehistórico ante el hecho religioso, basta representarse a un ser inteligente que vendría de otro sistema sideral. En la prehistoria más reciente interviene el arte. Supongamos que este marciano inteligente, que no tiene los medios de comunicarse con nosotros, estudie la religiosidad europea visitando las iglesias. Vería borreguitos, un asno, un buey, muchos personajes torturados, heridos agonizando en las tumbas… ¿Qué idea se haría del pensamiento cristiano?, ¿cómo llegaría a la profundidad mística de los conceptos? Pues lo mismo nos pasa con las grutas. Vemos a un bisonte atravesado por una lanza, ¿acaso equivale al cordero pascual de los cristianos? El hombre prehistórico era a la vez un mago sanguinario, un piadoso coleccionista de cráneos de ancestros, un danzante libidinoso y un filósofo desencantado. De todo ello nos dejó mensajes, los indicadores del comportamiento técnico y del pensamiento. Este hombre pensaba. Hay mandíbulas acumuladas como trampas para los espíritus; se adivina el papel de unos ancestros fecundadores; se hacen analogías con los ritos mágicos, danzas iniciáticas y totemismo de los primitivos que conocemos, y aparece un hombre que vive y piensa.
Los principios de los tiempos humanos se sitúan hacia los confines de la era terciaria, hace más de un millón de años. Los primeros seres verticales tenían un pequeño cerebro y una industria limitada a un solo instrumento con un lado cortante; no se sabe nada de ellos en el campo intelectual. Hacia los 500 000 años más o menos, existían seres más evolucionados que poseían varias formas de instrumentos; tampoco sabemos mucho de su vida intelectual, sin embargo, se maneja la hipótesis de un culto de los cráneos de los sinántropos. Hacia los 100 000 años, vivían los paleántropos, en particular el hombre de Neandertal. Es él quien practicó las primeras inhumaciones conocidas hasta hoy.
Hacia los 3 000 años aparece el hombre actual —sapiens—. Ahí hay arte y pruebas de un pensamiento de carácter religioso. Hacia los 10 000, se termina el paleolítico y la humanidad se prepara para pasar de la economía primitiva de caza, pesca y recolección, a la economía agrícola y la ganadería que llevan en línea recta a la civilización. La prehistoria de la cual hablo es la del paleolítico.
Valdría la pena definir lo que significa religión aquí. En un principio, no hay ninguna distinción entre religión y magia; el sentido mismo de la palabra religión como sistema estructurado es muy restringido, fundado sobre manifestaciones de preocupaciones que parecen ir más allá del orden material. Hasta el paleolítico superior, no hay otra definición posible. Se piensa que la presencia del ocre en el hábitat del hombre de Neandertal es un hecho religioso, porque no se explica por las necesidades de la sobrevivencia material. Debemos ser extremadamente prudentes al hablar de estas cuestiones; primero, por la dificultad de definir el fenómeno religioso, incluso en las sociedades vivientes. La segunda razón viene del carácter de las fuentes tan modestas que tenemos. Ahora bien, una vez hechas estas reservas, no hay razón para negarles a los paleolíticos preocupaciones de carácter misterioso porque su inteligencia implica la misma reacción frente a lo anormal, lo inexplicado. Desde sus primeras formas hasta la nuestra, el hombre ha inaugurado y desarrollado la reflexión, la aptitud de traducir por medio de símbolos la realidad material del mundo. La propiedad elemental del lenguaje es la de crear, paralelamente al mundo exterior, un mundo de símbolos. El hombre de Neandertal maduró progresivamente la inteligencia técnica, paralela a la del lenguaje. Lo religioso sigue una vía similar. Un sentimiento de temor marca la conciencia religiosa; el comportamiento religioso garantiza la integración del hombre en un mundo que lo sobrepasa y con el cual negocia física y metafísicamente.
Debemos restringir la investigación del pensamiento religioso al culto de los huesos y las prácticas mortuorias. La tierra no ha conservado otra cosa más que los huesos y los instrumentos de piedra. Mucho más tarde vendrán las obras figurativas. Es patético, pero la principal diferencia entre las fuentes del prehistoriador y las del historiador es que el primero destruye su documento al investigarlo. Lo que salvó al paleolítico superior es la existencia de paredes decoradas en las cuevas: éstas son nuestros archivos.
Antes del sapiens, es decir, antes de 30 o 40 000 años, no hay casi nada que resista al examen. Hacia finales de su carrera, el hombre de Neandertal ha dejado testimonios de sus muertos, dos o tres cráneos en las grutas, un poco de ocre, algunos fósiles, esferoides, algunas cúpulas grabadas sobre bloques de piedra; es bastante para admitir que, detrás de las órbitas prominentes de los paleántropos, algo ocurría que después llegaría a cobrar una gran importancia. Se percibió lo extraordinario. La religiosidad no está hecha sólo de religión, sino que crea un campo emocional en el cual la explicación racional no ocupa el primer lugar. Imaginar un comienzo de lo que es universal en tiempos más recientes, establecer prácticas no orientadas hacia las técnicas de la vida material… todo esto ha existido antes del sapiens. Estas prácticas se llaman religiosas porque atestiguan un comportamiento que sobrepasa la vida vegetativa. Existen hechos numerosos que demuestran que el sapiens, o su predecesor inmediato, se comportó como los hombres recientes, no sólo en lo religioso sino en las técnicas, la habitación, el arte, el adorno, todo lo que crea un ambiente intelectual. El espacio geológico es muy corto entre el Neandertal y el Cromañón; entre 60 a 30 000 años antes de nuestra era, se ha dado un paso: el del simbolismo gráfico. A partir del momento en que al pensamiento verbal se le agrega la expresión gráfica, quedan testimonios. Estos hombres se vuelven cercanos, los reconocemos; al mirar las figuras paleolíticas, descubrimos un mundo a la vez fácil de aprehender y disparatado. El hombre prehistórico cazaba —sus paredes están cubiertas de dibujos de yeguas, bisontes, apareamientos humanos o animales, casitas, boomerangs, arpones, trampas—; ponía su mano contra la pared y la dibujaba con ocre: eso es lo que tenemos. ¿Qué metafísica podemos comprender a partir de aquí? Hay hechos materiales, no hay un fondo intelectual. Se puede buscar un sistema de explicación por la magia o por el chamanismo para establecer una relación entre los materiales. La magia depende siempre de un sistema de explicación del universo. Las representaciones de entidades sobrenaturales o de un sistema del mundo son innumerables. El totemismo explica también las cosas: es una suerte de continuidad entre el mundo animal y el mundo humano. Ahí los símbolos animales están limitados a pocas especies. También se pueden explicar las cosas por el chamanismo. Hay razones para pensar que pudieron haber existido curanderos que “recuperaban” las almas de los enfermos con la ayuda de espíritus protectores que les servían de guías en el mundo de los muertos, y se pueden establecer similitudes entre brujos y chamanes. Al organizar el inmenso material que la prehistoria revela, vemos que los hombres del paleolítico superior pensaban y actuaban de una manera muy parecida a la nuestra, pero no tenían otro medio de demostración que escoger en el mundo vivo los elementos necesarios para ilustrar su visión. Es evidente, pero indemostrable, que el hombre de las cavernas tuvo prácticas complicadas y probablemente similares a lo que existe aún hoy entre los últimos primitivos del mundo actual. Nada de lo que es humanamente concebible es inverosímil, pero ¿cómo demostrarlo?
La religión paleolítica nos ha llegado por lo figurativo. Es también el caso para los santuarios de todas las demás religiones. Se encuentra una cierta imagen del orden universal simbolizada por personajes humanos o animales. Los templos son a la vez microcosmos y panteones. A falta de templos, las efigies esculpidas o pintadas se refieren a la indispensable posesión de una imagen del mundo. El hombre sólo puede comprender y dominar a través de símbolos de la creación. Una vez puesto este marco, puede actuar sobre los eventos futuros. Tenemos numerosas figuras masculinas y femeninas (representadas de manera realista a través de los signos). Muchas son las religiones que utilizan las figuras masculinas y femeninas como elemento central. A estas figuras se agrega una pareja estadística constituida por un bisonte y un caballo, o dos parejas de ambos, que parecen representar grupos complementarios. Un tercer animal —el mamut, el ciervo o el cabrito— interviene también, y se forman combinaciones binarias. Luego llegamos a una verdadera metafísica de la muerte. Se valora la caverna como símbolo hembra, subrayando las formas naturales con pintura roja. Así es como logramos percibir la religión paleolítica en la penumbra. Había una mitología.
Entre finales del Solutrense y el Magdaleniense medio, entre 15 y 12 000 años, encontramos parejas de animales agrupados por especies diferentes, figuras de hombres compuestos, felinos, rinocerontes, hombres sin cabeza; el misterio cubre estos símbolos. Sobre las paredes aparece el tema eurasiático del águila, el león, el toro que, en Mesopotamia, Escitia, Egipto, China, India, etcétera, han cubierto contenidos mitológicos diferentes y que siguen siendo símbolos en los evangelios.
“La historia empieza en Sumer”, según el bello título del libro de Samuel Noah Kramer. Como todos los pueblos, los sumerios se han interrogado sobre lo que visiblemente sobrepasa al hombre, es decir, el mundo que nos rodea; han reflexionado y especulado sobre la naturaleza del universo, su origen, su organización, su modo de funcionamiento. En el transcurso del tercer milenio antes de nuestra era, apareció un grupo de pensadores para responder a estos problemas y proponer una cosmología y una teología que fueron la autoridad en una gran parte del Medio Oriente antiguo. Estas especulaciones sobre el cosmos y lo divino no están formuladas en términos filosóficos explícitos; hay mitos, cuentos épicos, himnos sumados en una doctrina coherente. Su objetivo y su preocupación no eran la búsqueda de la verdad. Las nociones comunes de la teología de su tiempo eran adquiridas, aceptadas, mas no discutidas: ni pruebas, ni argumentos, ni lógica, ni razón, sino la imaginación, la fantasía y la emoción. Para ellos, el universo visible se presentaba bajo la forma de una media esfera cuya base era la tierra y su bóveda, el cielo. El conjunto del universo llevaba el nombre de An ’ki, cielo-tierra. La tierra era un disco plano rodeado por el mar; el mundo se acababa en los extremos del Mediterráneo y el fondo del Golfo Pérsico. Abajo, debía existir un anticielo invisible, los infiernos. Creían que la bóveda celeste estaba hecha de estaño, “el metal del cielo”. Entre el cielo y la tierra hay un tercer elemento, Lil, el viento (aire, soplo, espíritu); se mueve y se expande, lo que corresponde a nuestra definición de la atmósfera. Esta gente sintió la necesidad de explicar el origen de los elementos cósmicos y establecer entre ellos un orden de sucesión. Había un principio: el primer elemento había sido el océano primordial, la causa primera, el primer motor. Del seno de este mar original nació la dualidad cielo-tierra. El mar es la madre de los dioses y el cielo y la tierra son sus hijos; dieron luego nacimiento a los demás dioses. La cosmogonía se confunde con la teogonía. En el Poema de Gilgamesh, Enkidu y los infiernos, leemos:
Cuando el cielo se hubiera alejado de la tierra,
cuando la tierra se hubiera separado del cielo,
cuando el nombre del hombre se hubiera fijado,
cuando An se llevó el cielo,
cuando Enlil se llevó la tierra.
El dios del aire Enlil fue quien separó el cielo de la tierra; nada se dice del origen y nacimiento de este mar primordial que produjo la montaña cósmica, compuesta de cielo y tierra aún unidos; el cielo, el dios An, desempeñó el papel de macho y la tierra, Ki, el de hembra; de su unión nació el dios del aire Enlil; éste desunió cielo y tierra; Enlil se llevó a su madre la tierra y de su unión nació el universo organizado: el hombre, los animales, las plantas y la civilización. ¿Quién creó el universo?: los dioses. Los primeros se confundían con los grandes elementos cósmicos: cielo, tierra, aire, agua. Estos dioses cósmicos engendraron otros dioses y éstos produjeron lo que pobló el universo. Pero sólo los primeros eran verdaderamente creadores. Invisibles a los mortales, estos dioses controlaban el cosmos. Cada uno tenía a su cargo un elemento particular del universo. Al lado de los cuatro elementos fundamentales, otros compartían el gobierno de los cuerpos celestes: sol, luna, planetas, fuerzas atmosféricas, vientos, tormenta, ríos, montañas, llanos, y los diferentes elementos de la civilización: ciudades, estados, campos, instrumentos. Los teólogos de Sumer habían procedido por deducción y de lo conocido a lo desconocido. Su razonamiento partió de la sociedad humana tal y como la conocían; el país y las ciudades, los palacios y los templos, los campos y las instituciones de este mundo, están mantenidos, controlados, guiados por seres humanos, por lo que el cosmos debía ser mantenido, guiado y controlado por seres vivos parecidos a los hombres. Pero el universo era más amplio, su organización más compleja, por lo que estos seres debían ser más poderosos que los habitantes de la tierra. Debían ser inmortales, si no, a su muerte el universo volvería al desorden y el mundo se detendría.
¿Cómo organizaron este panteón divino? Los dioses no tenían la misma importancia; el dios encargado del pico no podía compararse con el dios encargado del sol. Entonces había jerarquía entre los dioses como entre los hombres. Arriba estaba el rey, el dios supremo; luego la aristocracia: cuatro dioses creadores, siete dioses supremos que decretaban los destinos y 50 que se llamaban grandes dioses.
Para explicar la actividad creadora, encontramos una teoría muy expandida en todo el Medio Oriente: la teoría del poder creador de la palabra divina. Le bastaba al dios creador emitir una palabra y la cosa existía. Esta noción es una deducción analógica de lo que pasó entre los hombres: un rey puede realizar casi todo lo que quiere por decreto. Una vez creadas las cosas, se ponen en marcha y siguen armoniosas. Las reglas y directivas son parte de las cosas. Los dioses, aun los más poderosos, estaban representados bajo forma humana. Como los hombres, comían, bebían, se casaban y estaban sujetos a todas las pasiones y debilidades humanas. En general, preferían la verdad y la justicia a la mentira y a la opresión. Cuando su presencia no era indispensable vivían en la montaña del cielo y de la tierra, “allá donde se levanta el sol”. El dios-luna viajaba en barco; el dios-sol en un carro o a pie; el dios de las nubes, sobre las nubes. Aunque inmortales, debían recibir alimentos; podían enfermarse e incluso agonizar; combatían, herían, mataban y podían ser matados. Los sabios sumerios trataron de responder a las incoherencias y contradicciones inherentes a todo sistema religioso, pero poco pudieron resolver.
Los sumerios del tercer milenio antes de nuestra era distinguían por su nombre a cientos de dioses. Muchos de ellos nos son conocidos por los catálogos y las listas de ofrendas y sacrificios. Entre esta multitud de divinidades, muchas son secundarias: mujeres, niños e incluso sirvientes de divinidades principales. Los honraban a lo largo del año con sacrificios. Pero cuatro eran los dioses creadores: An, Enlil, Enki y la diosa Ninhursag, la dama majestuosa o la dama que pare. En un principio, los dioses cósmicos formaban uno solo con los grandes elementos constitutivos del universo, pero su personalidad se afirmó. Su lugar respectivo en la jerarquía de los dioses parece haber variado un poco; en las reuniones y banquetes divinos ocupaban el lugar de honor. An, el dios del cielo, fue considerado por los sumerios como el soberano supremo del panteón. Este papel también fue desempeñado por el dios del aire Enlil. An tenía su templo principal en Uruk, que tuvo un papel político predominante en la historia. An fue adorado sin interrupción durante milenios, luego se volvió un personaje de segundo nivel y sus poderes pasaron al dios Enlil. Este dios del aire y de la atmósfera fue la divinidad más importante; ignoramos por qué sustituyó a An. Los documentos nos lo presentan como “padre de los dioses”, “rey del cielo y de la tierra”, “rey de todos los países”. Los soberanos se jactaban de haber recibido de él la realeza, la prosperidad y la victoria. Es Enlil el que “pronuncia” el nombre del rey. Lo consideraban como una divinidad benefactora, responsable del plan del universo, su creación y lo que tiene de mejor; ordenaba al sol levantarse, tenía piedad de los humanos, hacía crecer las plantas, era fuente de la abundancia y de la prosperidad del país, inventor del pico y de la carreta que utilizará el hombre en la agricultura. Era un dios amigable y paternal que cuidaba de la seguridad y bienestar de todos los humanos y castigaba a los malhechores.
El tercero de los principales dioses sumerios era Enki, dios del abismo, el océano; y la cuarta era la diosa Ninhursag o Ninmah, la dama majestuosa. En una época más antigua, esta diosa ocupó un rango más elevado, ya que precedía a Enki. En un principio, su nombre era la tierra: Ki; fue esposa de An, el cielo; dio nacimiento a todos los dioses. Se le conoce también como Nintú, “la dama que pare”. En un mito da nacimiento a toda una serie de divinidades, cuya historia se mezcla con la del fruto prohibido.
Enki era el dios de la sabiduría; Enlil sólo hacía planes generales, los detalles de la ejecución eran de Enki, quien producía los fenómenos naturales y culturales esenciales a la civilización.
Para explicar la marcha y el gobierno del universo, los filósofos sumerios recurrían no sólo a las personalidades divinas, sino también a fuerzas impersonales, leyes: las me, que presidían el devenir del hombre y de la civilización. Tenemos un listado de un centenar de me. Cuando hablaban de civilización y de sus elementos, los sumerios entendían: las instituciones, algunas funciones de la jerarquía sacerdotal, los instrumentos del culto, los comportamientos del espíritu y del corazón y diferentes doctrinas y creencias. En esta lista de me tenemos la soberanía, la divinidad, la corona sublime y permanente, el trono real, el bastón sublime del mando, las insignias reales, el sublime santuario, el pastoreo, la realeza, el señorío duradero, la verdad, la ida a los infiernos, la vuelta de los infiernos, el estandarte de las batallas, el diluvio, las armas, las relaciones sexuales, la prostitución, la ley, la calumnia, el arte, la sala del culto, la música, la función del anciano, la calidad de héroe, el poder, la hostilidad, la rectitud, la destrucción de las ciudades, el lamento, las alegrías del corazón, la mentira, el país rebelde, la bondad, la justicia, el arte de trabajar la madera, el arte de trabajar el metal, la función de escriba, la profesión de herrero, la profesión de peletero, la profesión de albañil, la profesión de tejedor, la sabiduría, la atención, la purificación sacra, el respeto, el terror sacro, el desacuerdo, la paz, la fatiga, la victoria, el consejo, el corazón perturbado, el juicio, la sentencia del juez: éste era el recorrido de la civilización. Eran unas leyes divinas que formaban el suelo de la civilización.
Conforme a su concepción del mundo, los pensadores sumerios tenían una visión relativamente pesimista del hombre y de su destino. Estaban persuadidos de que el ser humano había sido creado para servir a los dioses, darles alimento, bebida y casa. Pensaban que la vida estaba llena de incertidumbres y que el hombre no podía jamás gozar de seguridad: era incapaz de prever el destino, después de su muerte sólo era una sombra. El problema del libre albedrío no se presentaba, el hombre no era libre, la muerte era su destino. Sólo los dioses eran inmortales y los hombres debían obedecerles. Los dioses preferían la moralidad a la inmoralidad. Utu, dios del sol, tenía como función principal cuidar el mantenimiento del orden moral. Nanshe, diosa del Lagash, no toleraba que se ofendiera a la verdad y a la justicia o que se fuera despiadado; juzgaba a la especie humana el primer día del año. Pero al establecer la civilización humana, los dioses también habían introducido el mal, la mentira, la violencia, la opresión. En la lista de los me, estos principios inventados por los dioses para hacer funcionar el cosmos, se incluían la verdad, la paz, la bondad, la justicia, así como la mentira, el desacuerdo, el lamento, el terror sacro. ¿Por qué los dioses juzgaron necesario promover y crear el pecado y el mal, el sufrimiento y la desgracia? No hay respuesta. De la misma manera en que hay que recurrir a un intermediario para obtener algo de los reyes, sólo se podía tener algo de los dioses haciendo interceder a alguien. De ahí nació el recurso a un dios personal, un ángel guardián. También los dioses crearon diversos tipos de hombres imperfectos, entre ellos, la mujer estéril y el ser asexuado. En todo, el hombre depende de los dioses.
Más de 1 000 años antes de que fuera compuesto el libro de Job, un texto sumerio habló del problema de la injusticia del destino. Los sabios sumerios creían y enseñaban que las desgracias del hombre resultaban de sus malas acciones, que ningún hombre estaba exento de culpabilidad. No había sufrimiento humano injusto o no merecido. Siempre es el hombre a quien hay que culpar, jamás a los dioses. Así que frente a la adversidad, el hombre debe glorificar a su dios, aun si su sufrimiento y su desgracia le parecen injustificados. La obra titulada El hombre y su dios no tiene ni los alcances, ni la profundidad, ni la belleza del libro de Job; sin embargo, representa el primer ensayo que el hombre haya escrito jamás sobre el problema inmemorial del sufrimiento.
Así que los sumerios no se hacían ilusiones sobre el hombre y su futuro. Tenían la nostalgia de la seguridad, deseaban ser liberados del temor, la pobreza y la guerra. Pero no creían en un futuro mejor que el presente; pensaban, al contrario, que los hombres habían sido felices antaño, en un pasado remoto. El tema de la edad de oro viene en un poema titulado Enmerkar y el Señor de Aratta. Habla de un antaño de la humanidad, antes de la caída, cuando aún se conocía la abundancia y la paz. Todos los pueblos del universo adoraban al mismo dios Enlil y hablaban una misma lengua. Los sumerios creían, como harían más tarde los hebreos, en la existencia de un lenguaje común hablado por todos los hombres antes de la confusión de las lenguas. Enki, celoso del poder de Enlil, decidió un día arruinar su imperio, suscitó conflictos y guerras entre los pueblos y fue el final de la edad de oro. Se puede atribuir a Enki la confusión de las lenguas. Es un tema análogo al de la leyenda bíblica de la torre de Babel; su diferencia radica en que los sumerios creían que la caída del hombre había sido causada por los celos de un dios hacia otro dios, mientras que los hebreos veían en ella un castigo impuesto al hombre; Elohim los castigaba por haber querido asemejarse a dios.
Si recorremos los textos, percibimos un eco, una resonancia bíblica. Las aguas primordiales, la separación del cielo y de la tierra, el barro que sirvió para fabricar la criatura humana, las leyes morales y cívicas, el cuadro del sufrimiento y de la resignación del hombre, las disputas que preludian a Caín y Abel; todo esto recuerda el Antiguo Testamento. Ahora sabemos que la Biblia, el mayor clásico de todos los tiempos, no salió de la nada. Esta obra tiene raíces que calan en un lejano pasado y se extienden hasta países vecinos de aquel donde apareció. Esto no disminuye ni su valor, ni su alcance, ni el genio de aquellos que la compusieron. Hay que seguir el recorrido de las ideas y de las obras a través de estas viejas civilizaciones de los sumerios a los babilonios, a los asirios, a los hittitas, a los arameos. Los sumerios, evidentemente, no ejercieron una influencia directa sobre los hebreos porque habían desaparecido mucho antes de que éstos aparecieran, pero influyeron en los cananeos, predecesores de los hebreos en Palestina. En un poema mítico sumerio titulado Enki y Ninhursag, el tema es el paraíso. Éste habría sido hecho para los dioses en la tierra de Dilmun: existe un lugar llamado Dilmun, un país limpio, puro, brillante, país de vivos donde no reina ni la enfermedad ni la muerte. Pero algo le falta: el agua dulce, indispensable para los animales y las plantas; Enki, el gran dios del agua, ordenó a Utu, dios del sol, que sacara el agua dulce de la tierra y regara el suelo. Dilmun se transforma en un jardín, donde los vergeles alternan con los prados. Ninhursag hizo crecer ocho plantas en este paraíso de los dioses después de haber dado nacimiento a tres generaciones de diosas. Los partos ocurrían sin dolor. Enki come las plantas una tras otra, Ninhursag se enoja, lo maldice y lo condena a morir. Su salud empieza a decaer, ocho partes de su cuerpo se enferman. Enlil, dios del aire y rey de los dioses, parece incapaz de mejorar su situación… Hay puntos comunes con el texto bíblico, el país de Dilmun se encuentra en el sudoeste de Persia. Los babilonios, pueblo semita que venció a los sumerios, situaban en esta misma región su “país de los vivos”. La Biblia indica que Yahvé plantó un jardín del Edén del lado de oriente. “Un río —dice el texto del Génesis— salía del Edén para regar el jardín y de ahí se dividía en cuatro: el nombre del primer brazo era Fison; el segundo era Gighon; el tercero Tigris y el cuarto Éufrates”. El Dilmun sumerio y el Edén hebraico eran una misma cosa. La falta cometida por Enki al comer las tres plantas de Ninhursag hace pensar en el pecado de Adán y Eva que comieron el fruto del árbol del conocimiento. Uno de los enigmas más embarazosos de las leyendas bíblicas del paraíso es la que plantea la creación de la primera mujer. Ésta habría salido de la costilla de Adán. ¿Por qué una costilla? Una de las partes enfermas del cuerpo de Enki es justamente una costilla. En sumerio costilla se dice ti; la diosa creada para curar la costilla de Enki se llama Ninti, la señora de la costilla, pero la palabra sumeria ti significa también “hacer vivir”. Los escritores sumerios llegaron a identificar “la señora de la costilla” con “la señora que hace vivir”. Este albur antiguo pasó a la posteridad ¡y de qué manera!
Se sabía desde 1862 que el relato bíblico del diluvio no era una creación hebraica: luego supimos que el mismo mito babilonio era de origen sumerio. En el texto sumerio se encuentran frases que tocan a la creación del hombre y el origen de la realeza, y se mencionan cinco ciudades que existían antes del diluvio. Un dios parece explicar a otros dioses que salvará a la humanidad de la destrucción y que se construirán nuevos templos en ciudades reconstituidas. La decisión de provocar el diluvio, que unos dioses habían tomado, disgustó a otros dioses. El Noé sumerio se llamaba Ziusudra; era un rey piadoso que temía a los dioses. Una voz divina le anuncia que la asamblea de los dioses ha decidido provocar un diluvio y destruir la semilla del género humano. Las aguas sumergieron la tierra durante siete días y siete noches, luego el dios del sol, Utu, reaparece.
Las lamentaciones son un género literario creado por los poetas de Sumer y Acad para expresar su tristeza ante la desgracia frecuente y periódica en sus tierras, ciudades y templos. Datan del siglo xxiv a.C. El género se desarrolló durante la época trágica de la dinastía de Acad, cuando el poderoso Sargón y sus sucesores atacaron y conquistaron las ciudades de Uruk, Ur, Lagash, Ummay Adab. Fue un elemento esencial del repertorio litúrgico sumerio durante casi 2 000 años. Se transforma en estereotipo y es retomado hasta el periodo de los seléucidas. Parece haber encontrado eco en la mentalidad melancólica de la gente y afectó a los países vecinos. El libro bíblico de las Lamentaciones debe su forma y su contenido a esos precursores mesopotámicos. El judío ortodoxo moderno que murmura sus quejas de cara al muro oeste del templo de Salomón perpetúa una tradición inaugurada hace 4 000 años en Sumer, cuando —citando un verso del Lamento sobre la destrucción de Sumer y Ur—: “alrededor del muro (de Ur) proferían lamentaciones”.
El Hades de los griegos, el Scheol de los hebreos, se llama en sumerio Kur. En el origen, esta palabra significaba “montaña” y acabó por significar “país extranjero”. Desde el punto de vista cósmico, el Kur era el espacio vacío que separaba la corteza terrestre del mar primordial; a este lugar iban todas las sombras de los muertos. Sólo se podía llegar después de atravesar el “río devorador del hombre”, conducidos por el “hombre de la barca”. En estos infiernos moraban los muertos. Un texto sumerio describe la llegada de un rey a los infiernos. Después de su muerte, el gran monarca Ur Nammu llega a Kur, empieza por visitar a los siete dioses infernales y se presenta en el palacio de cada uno de ellos con ofrendas, luego entrega regalos a otros dos dioses que desea ganarse. Uno es el escriba de los infiernos. Más tarde llega a la morada que le asignaron los sacerdotes de Kur; lo reciben varios muertos. Gilgamesh, quien después de su muerte se había convertido en un juez de los infiernos, lo inicia en las leyes de su futura patria. En algunas ocasiones, las sombras de los muertos podían volver momentáneamente sobre la tierra. Kur estaba reservado a los humanos difuntos; sin embargo, se encontraban ahí divinidades, en principio inmortales. Así, el rey de los dioses, Enlil, había sido echado de Nipur y exiliado en los infiernos, como el dios pastor Dumuzi, el más famoso de los dioses muertos, el Tammuz de la Biblia. Su mujer, la diosa del amor, Inana, la Ishtar de los babilonios, fue la primera que logró violar la ley que jamás nadie había violado: aquel que franquea las puertas del infierno, jamás podrá volver sobre la tierra, a menos que encuentre a alguien que tome su lugar allá. Su esposo Dumuzi será el sacrificado no voluntario, por haber sido engañado y entregado por su esposa. Fue el primer Cristo.
El Kur era el infierno; también era el dragón encargado de domar las aguas subterráneas. Este dragón será matado en Grecia por Hércules y Perseo. Durante la época cristiana, sólo los hombres y las circunstancias cambiarán. Bajo otros nombres, san Jorge era un personaje familiar de la mitología sumeria desde el tercer milenio antes de nuestra era. El tema principal era la angustia del hombre ante la muerte y la posibilidad de sublimarla procurándose una gloria inmortal. ¿Cómo?: derrotando al dragón.
Un tema esencial de las mitografías era el amor entre los dioses. Imaginaban que su unión sexual era la fuente de toda vida sobre la tierra, de ella dependían la prosperidad y el bienestar de la humanidad. Los poetas sumerios no eran puritanos, llamaban al pene, pene, y a la vulva, vulva, y no hacían misterios de la unión de los órganos. Las consecuencias humanas y terrestres de la actividad erótica divina se enunciaban en un lenguaje razonablemente claro. De este mito quedó un resto en el cristianismo, como María fecundada por el Espíritu Santo, del cual tendría un hijo que salvará a la humanidad. En el origen estaba la celebración del matrimonio sagrado de Dumuzi y de Inana. A lo largo de los siglos y de las geografías el mito se fue transformando, pero lo esencial quedó. Los dioses se casan, se aparean, y de esta actividad nace el mundo, la naturaleza y el bienestar de los hombres. Los cantos eróticos que celebran el matrimonio del rey pastor y de la diosa de la fertilidad fueron los precursores del Cantar de los cantares, esta secuencia disparatada de cantos de amor sensual cuya presencia en el Antiguo Testamento, al lado del Libro de Moisés, los Salmos donde dominan los rezos y el Libro de los Profetas, lleno de llamados a la moral, ha sorprendido siempre. Hoy parece evidente que este libro tiene similitudes con los cantos de amor sumerio. En el Cantar de los cantares, como en los cantos sumerios del matrimonio sagrado, el amante era un rey y un pastor y la amada es a la vez la esposa y la hermana. El lenguaje es el mismo; ambos tienen temas comunes, como el de la joven virgen que lleva a su amante a casa de su madre. Se puede presumir que el Cantar de los cantares de la Biblia corresponde al estado evolucionado de una antigua liturgia hebraica que celebraba el matrimonio de un rey con una diosa de la fertilidad. Este rito ligado a un culto de la fertilidad fue adoptado por los primeros hebreos nómadas en sus contactos con los cananeos sedentarizados; éstos a su vez lo habían pedido prestado al culto Tammuz-Ishtar de los acadios semitas, que no eran sino una versión modificada del culto de Dumuzi-Inana de los sumerios.
Para la redacción de este capítulo me apoyé en las obras de André Leroi-Gourhan, Samuel Noah Kramer y Jean Bottero.