A prendí a contar historias de voces ignoradas, de mexicanos anónimos de las calles de mi infancia. Me hablaban como me hablaba mi madre, en frases tiernas que sólo insinuaban la peregrinación épica que habrían soportado. Me contaban—aunque debo confesar que con algo de insistencia de mi parte—sobre su niñez, sus antiguos amores, sus problemas cotidianos, sus maridos machistas, sus sueños de cuentos de hadas. Éramos almas hermanas, unidas por algo más que las complejidades que era capaz de imaginar en ese entonces. Habíamos trabajado hombro a hombro cuando yo tenía catorce años, cortando los hilos sueltos de prendas de vestir en una fábrica de ropa. Nos reuníamos una y otra vez, en esquinas diferentes del Centro Sur y Este de Los Ángeles, en los cines donde daban películas en español o con subtítulos, en la misa del domingo, en la escuela de personalidad de San Fernando, donde daba clases a mujeres inmigrantes, en los festivales de fin de semana donde los mariachis tocaban nuestras canciones favoritas.
En sus historias encontré todos los elementos clave de un periodismo audaz. Y cuando me convertí en reportera de televisión, recurrí a ese tesoro de historias. Claro está que parecían distintas después de filtrarlas por los insensibles lentes de los noticieros nocturnos. Con frecuencia adquirían dimensiones de telenovela. Las cosas que les ocurrían a otras personas, más específicamente, los personajes de mis reportajes, siempre parecian ser más surrealistas que las cosas que me pasaban a mí. Pero yo también tenía grandes sueños. Quería ser una especie de mujer de negocios autosuficiente. Pero ¿haciendo qué? Inicialmente quise ser diseñadora de modas o experta en belleza. Luego tomé unos cursos de mercadeo y me interesé por el creciente mercado hispano. Soñaba con llegar a ser una ejecutiva en publicidad. Decidí que la dirección de mi carrera se definiría por una regla: que nunca me llevara al estancamiento o a la mediocridad. Y nunca lo hizo, aunque tampoco me llevó exactamente a la oficina de ventas.
MI CAMINO dio un giro en la antigua y húmeda sala de noticias de KMEX, el Canal 34, la primera estación de televisión en español de Los Ángeles, y la segunda de Estados Unidos. Era una casa vieja de dos pisos adaptada para albergar una humilde y ruidosa operación de noticias. El aire acondicionado jamás funcionaba, pero los teletipos sí. En los días en que nos limitábamos a leer las noticias tal y como llegaban redactadas por las agencias, los teletipos, no dejaban de sonar, escupiendo pilas interminables de códigos y boletines con los titulares de la hora rodando y enrollándose sobre el manchado piso de linóleo. KMEX era, como lo describiera alguna vez el gerente general de la estación, Danny Villanueva, “esa pequeña estación mexicana de cable.” Pero esa pequeña estación, que reflejaba la explosión latina de los años 80, creció en forma dramática durante mis primeros años de trabajo en ella y, a medida que lo hizo, fui aprendiendo a dominar un nuevo lenguaje, uno que había sido hasta entonces ajeno a mi mundo donde lo que dominaba era el spanglish. Se trataba del rítmico y hermosamente condensado idioma de la televisión. Me emocionaba su ritmo y la riqueza de sus palabras, me emocionaba la intensidad de las noticias de última hora. Encontré ahí un verdadero reto, un nuevo mundo que conquistar. Quería aprenderlo todo, así que me sumergí por completo. Pronto estaba transmitiendo esas familiares historias latinas, las que había aprendido de memoria desde pequeña, contándoselas a nuestra audiencia, no sólo durante el noticiero de la noche, como reportera y presentadora, sino también en el programa diario de asuntos comunitarios Los Ángeles Ahora y en un programa de espectáculos del cual era anfitriona el fin de semana. Después de unos pocos años, y de algunos tropiezos y ataques de pánico escénico al aire, logré dominar el terreno, sin el uso de un teleprompter ya que ese fiel dispositivo sólo entró en escena mucho tiempo después. Lo que deseaba más que nada era que mi padre estuviera orgulloso de mí. Y lo estaba. En privado, me daba consejos sobre mi nueva profesión. “No dejes de leer,” me aconsejaba, “Nunca dejes de aprender.”
“Piensa antes de hablar,” me advertía. “Lee los antecedentes de la historia que estás cubriendo. Debes tener mucho cuidado. Tienes que hacerlo bien.”
Pero en público, cuando mi nombre surgió en el mundo de la televisión local, él se referia a mis reportajes de noticias con orgullo.
“Esa es mi hija,” presumía.
Yo comenzaba a adaptarme a mi nuevo papel como reportera, a sentirme segura en esta identidad. Y luego mi mundo se sacudió hasta los cimientos.
Mi padre murió. El 6 de agosto de 1985. Fue cuando por primera vez me encontré cara a cara con la más abrumadora historia de mi vida, la que retaría mi propia identidad y me redefiniría.
RECIBÍ LA llamada en un día muy recargado de noticias, en medio de la acelerada actividad de las asignaciones de la mañana. Días más tarde, observaba pasmada el ataúd de mi padre desde el otro lado de la habitación. Una especie de fuerza mayor que me empujaba contra la pared. Me era imposible moverme. Algo muy poderoso me mantenía pegada a esa pared, lejos de mi padre. Era como la fuerza de la gravedad. Ahora comprendo de qué se trataba esa distancia entre nosotros: Mi padre estaba muerto y yo ni sabía quién era él en realidad.
Mi padre, José Luis Cordero Salinas, fue el primer miembro de mi familia que perdí. Había estado en el hospital seis semanas luchando con las consecuencias de una enfermedad circulatoria. Lo había visto entrar lentamente en un estado semicomatoso, luchando por respirar y marchitándose poco a poco. Fueron tantas las complicaciones derivadas de lo que comenzó como una neumonía que su certificado de defunción enumeraba unas seis causas de muerte. Mi amor por él era tan profundo como los misterios que rodeaban su vida. Disciplinario, pacifista, intelectual, indocumentado. Había sido un enigma, aún dentro de nuestra pequeña y unida familia. Pasaba de un trabajo a otro, de una empresa a otra. Trabajó en bienes raíces como contador, como administrador de un negocio de boliche y como profesor. Pero, aparentemente, lo que buscaba no era ganar grandes salarios. En cambio, lo impulsaba un sentido de misión y caridad. A sus clientes de contabilidad les cobraba tarifas mínimas. Yo solía enojarme con él por eso:
“Papi, es tu negocio. Debes cobrar más.”
Pero él se negaba a hacerlo.
“No, m’hija, no tienen muchas ganancias.”
Una vez gastó todos sus ahorros en escribir y publicar una guía del consumidor bilingüe para el mercado de bienes raíces, porque pensaba que el sistema era injusto con el comprador. Recuerdo otra vez que nos llevó a un restaurante alemán. Nunca nos había llevado allí antes, pero era evidente que él era un cliente habitual. Todos allí lo conocían. Le hablaban en alemán y lo llamaban “Professor.” Era un hombre reservado de una familia de abolengo de la Ciudad de México, en la que había cantantes de ópera, pintores, clérigos y juristas, y sin embargo se había unido a las filas de los trabajadores pobres del Centro Sur de Los Ángeles. Un hombre ilustrado que había obtenido varias licenciaturas, incluyendo un grado en derecho y una maestría en filosofía, y que dominaba al menos seis idiomas, no creía en ese tipo de educación para nosotras, sus tres hijas nacidas en los Estados Unidos. Quería que fuéramos mujeres con fundamentos morales, esposas y madres dedicadas exclusivamente a eso. Además, había llegado a la conclusión de que el sistema educativo de los Estados Unidos producía en su mayoría atletas y buscadores de fortunas. Pero era tal su devoción por nosotras que solo cuando llegué a la edad adulta supe (A) que era pobre y (B) que no tenía tarjeta verde. Había otros hechos que nos había ocultado, el más sorpredente de ellos lo descubriría varios dias después del funeral. Fue cuando llegó la Caja de los Secretos.
Me llamó inesperadamente un amigo de mi padre. Tenía algo que mi padre le había pedido que guardara en su bodega. Acordamos encontrarnos en la estación de gasolina detrás de KMEX.
“He tenido esto por mucho tiempo,” me dijo el amigo ese caluroso día mientras me entregaba una caja cuadrada de unas veinticuatro pulgadas de ancho y de largo. “No tengo la menor idea de lo que contiene, pero pensé que la deberías tener.”
Más tarde, esa noche, en la casa de mi madre, abrí la misteriosa caja. Estaba llena de libros y hojas sueltas, nada especialmente importante. Pero, debajo de todo eso, encontré un viejo y desgastado archivador de cuero. Este pequeño archivador tipo acordeón estaba repleto de documentos personales, retazos de nuestras vidas: certificados de nacimiento y fes de bautismo, informes de calificaciones, fotografías de familia, cartas oficiales, talonarios de chequeras, recibos de pago de alquiler. Escondidos en los compartimentos había pasajes de historias que nunca nos contó, cartas y documentos llenos de referencias al servicio militar, a la Segunda Guerra Mundial y a las tarjetas de registro de extranjeros. ¿De qué se trataba todo esto? Revisé todo el archivo buscando más piezas de este rompecabezas. Había cartas fechadas en los años 40 enviadas al Departamento de Guerra de los Estados Unidos, que más tarde se convertiría en el Departamento de Estado, y respuestas a las mismas. Hacían referencia a sus convicciones pacifistas, a su denegación a ir a la guerra y a su subsiguiente “deportación voluntaria.” Eran el testimonio de una larga lucha por recuperar su derecho legal a ingresar a los Estados Unidos que duró varias décadas pero resultó infructuosa. En esta campaña, mi padre se había referido a la“educación moral” de sus tres hijas norteamericanas, como una de las principales razones por las que le debían permitir regresar a Los Ángeles.
Una solicitud de visa lo describía como una especie de experto:
La Cámara de Comercio Nacional de Fabricantes de Vestuario de México considera necesario, para el desarrollo de la industria de vestuario de México, contar con un manual técnico completo sobre el tema, escrito en español, para distribuirlo entre sus asociados… Agradeceríamos la atención y los equipos que pudieran dispensarle al señor Salinas para este propósito.
Pero fue en un pequeño folleto de la Iglesia donde encontré la bomba. Era un folleto commemorativo impreso para recordar los veinticinco años de la orden sacerdotal de mi tío José Antonio. En los agradecimientos, el hermano menor de mi padre, a quien nunca conocí, había escrito:
Agradezco a todos los que influyeron en mi vocación sacerdotal, incluyendo a mi hermano, el Rev. José Luis Cordero Salinas.
MIS OJOS se quedaron clavados en el nombre, sin poder dar crédito a lo que veían. Era el nombre de mi padre, sí, pero “¿El Reverendo?” ¿Mi padre era un sacerdote? Sabía que tenía un hermano sacerdote. Sabía que tenía un tío que tenía un alto rango en la jerarquía de la Iglesia. Sabía que su familia había sido muy religiosa y conservadora en su fe católica romana. Pero no podía reconciliar las palabras que tenía ante mí, el extraño título antes de su apellido—de mi apellido. ¿Sería cierto? Antes de siquiera preguntárselo a mi madre, sentí en lo más profundo de mi ser que sí lo era. Todos esos sutiles indicios que había ignorado durante toda mi niñez comenzaban ahora a atolondrarme mientras corrían por mi memoria. Había estudiado en Roma. Sabía latín. Daba largos paseos meditando por el parque todos los días. Para él la moralidad era más valiosa que todo lo demás. Misteriosamente, se había distanciado de su familia. Siempre me había preguntado por qué no conocíamos a la mayoría de sus hermanos, por qué no había crecido rodeada de primos y primas, por qué no había fotografías ni historias de su niñez. Siempre había pensado que esto se debía a que era un hijo privilegiado que había optado por casarse con una mujer pobre sin educación. Me imaginaba que simplemente fui criada en la línea de las típicas telenovelas mexicanas en las que el niño rico se enamora de la hermosa y humilde señorita y es desheredado por la familia. Qué romántico, había pensado yo, decidió elegir el amor por encima de la posición social. Pero ¿era esa realmente la razón de su alejamiento? Conocía la historia de la vida de mi madre, sus crudos y conmovedores giros. Conocía muy bien esa historia—o al menos pensaba que la conocía. Pero mi padre era como esos inmigrantes sin nombre, a quienes nadie ha oído mencionar jamás, que llegaron aquí para reinventarse o para perderse entre las masas de indocumentados. Aún peor. Nunca nos reveló nada acerca de él mismo, ni siquiera cuando se lo preguntábamos.
Cerré el archivo y fui a buscar a mi madre en la habitación contigua. No quería inquietarla; sabía que aún estaba devastada por la muerte de mi padre. Pero tenía que preguntarle acerca de ese folleto de Iglesia que había encontrado. No quería que se convirtiera en un ser inalcanzable como lo había mi padre. Me fui directo al grano:
“Encontré este papel donde dice que mi papá era un sacerdote.”
Mi mamá se deshizo en lágrimas. Estaba inconsolable.
“No sé nada.”
Con mucha suavidad, le insistí:
“Pero, mami, si era un sacerdote, tú debes haberlo sabido.”
“No lo sé…”
“¿Era un secreto?”
“Cuando lo conocí, era un abogado. No un sacerdote. Eso fue lo que me dijo.”
“¿Qué más te dijo?”
Mi madre cerró los ojos, como si estuviera escuchando un leve susurro. Luego respiró profundo.
“Lo único que tu papá me dijo fue que se había desilusionado de la Iglesia, que había tenido una enorme decepción.”
Surgió un silencio incómodo entre las dos. Luego, continuó:
“Pero cuando lo conocí,” concluyó enfáticamente, “ya no era sacerdote.”
Sentí una lástima horrible por ella. Me sentí muy mal de haber abierto de nuevo una puerta que había estado cerrada por tantos años. Pero la dolorosa conversación también cambió nuestras vidas. Ahora compartíamos un secreto, algo que, durante años, no le contaríamos a nadie, ni siquiera a mis hermanas. El secreto de mi padre se convirtió en un código entre nosotras, en un punto de ingreso. De ahí en adelante mi mami supo que me lo podía contar todo, todas esas cosas que los padres jamás les cuentan a los hijos. Me convertí en su confidente. Pero aún tenía muchos interrogantes. Sabía que necesitaba explorar qué había existido del otro lado de esa puerta. Esta se convertiría en mi misión, en mi asignación más difícil, en la que me he obsesionado a lo largo de la mayor parte de mi carrera.
Durante las siguientes dos décadas, mi trabajo me llevaría alrededor del mundo, desde la Plaza Roja de Moscú a las Selvas de Chiapas, desde las calles de la antigua Habana Vieja, hasta los barrios pobres de El Salvador. Viajé por todo el mundo cumpliendo con misiones para la red de televisión de mayor crecimiento en los Estados Unidos. Entrevisté a docenas de líderes mundiales, cubrí guerras, desastres naturales, cumbres diplomáticas, la muerte de una princesa, el funeral de un Papa. Volé en un helicóptero militar sobre pueblos inundados después de que el Huracán Mitch devastó a Honduras. Pasé las noches en vela frente a las casas sepultadas de los sobrevivientes del terremoto de El Salvador mientras excavaban entre los escombros buscando a sus hijos. Me protegí dentro de mi automóvil de los disparos de un francotirador apostado en el techo de un edificio en un peligroso barrio iraquí. Con siete meses de embarazo, golpee la puerta de un presidente ecuatoriano, apenas depuesto, para pedirle desvergonzadamente una entrevista. Estuve cara a cara con Bill Clinton, George W. Bush y John Kerry, y le pregunté a Manuel Noriega de Panamá sobre el contrabando de drogas, a Augusto Pinochet de Chile acerca de las violaciones de los derechos humanos y a Alberto Fujimori de Perú acerca de la corrupción.
Pero estar cara a cara con los dictadores, debatir con comandantes, y narrar una docena de veces las llegadas del Papa Juan Pablo II, eran paseos en el parque en comparación con mi misión personal. Pinochet, Fujimori, Noriega—eran pequeñeces comparados con la historia de mi padre. Esta era un tigre, no se trataba del trabajo, por lo general rápido y sucio, de lanzarse en paracaídas, en el que uno salta, se apresura a obtener la historia, le da el enfoque correcto a tiempo para el noticiero estelar y prosigue a la siguiente aventura. Esta historia nunca llegaría al noticiero. Era una historia de la que simplemente no me podía despedir.
Alcanzaría el pináculo de mi profesión en el mundo machista de la red de noticias en español durante la era del cambio demográfico sísmico. Había presenciado, de primera mano, la forma en que la población hispana se había multiplicado, de catorce millones a principios de los 80 a cuarenta millones para el 2004, y el vertiginoso incremento de su poder adquisitivo hasta más de seiscientos mil millones de dólares. Y esa ola de inmigrantes me elevaría a un inimaginable lugar de honor. Me convertí en la mujer hispana más reconocida en el mundo de las noticias en Norteamérica.
Más importante aún, me convertí en madre de dos hermosas niñas. Si mi misión de descubrir la verdad sobre el pasado de mi familia había sido intensa antes del nacimiento de mis dos hijas, lo fue aún más cuando se desarrolló un vínculo mágico entre nosotras. No quería tener con ellas ningún secreto. Quería ser muy cercana a ellas, ser su confídente, como mi madre había sido la mía. Claro está, que había habido algunos secretos que mi madre había guardado, pero a diferencia de mi padre, los compartió conmigo antes de su muerte, en marzo de 1998.
NACÍ EN Los Ángeles el 30 de diciembre de 1954. Mi madre quiso que naciera como ciudadana norteamericana, al igual que mis hermanas mayores, que habían nacido cuatro y cinco años antes. Muchos años después comprendí que debió haber querido ahorrarme los aprietos que había tenido que soportar mi padre por los problemas de inmigración. Tuvo que entrar a escondidas a los Estados Unidos, donde, legalmente, no existía. (No era el estereotipo del odiado “extranjero ilegal.’ ” Era blanco, de ojos verdes y pelo rubio.) Rara vez salía del país, a excepción de uno que otro paseo ocasional a Tijuana o a Ensenada en el año en que una licencia de conductor de California sólo servía para pasar por unos pocos días al otro lado de la frontera. Ella misma había recibido una tarjeta verde después de que se mudaron a Los Ángeles, recién casados, en los años 40. Pero eventualmente se mudaron a Tijuana, donde, por unos años, tuvieron una pequeña fábrica. No estoy segura de lo que producían—vestuario o bolsos para señora. Después de que yo nací, vivimos en Tijuana por un año. Luego nos mudamos a la Ciudad de México, donde vivimos siete años.
En la capital de México, mi madre consiguió un trabajo como costurera en Esteban Mayo, el famoso taller de vestidos de novia. Recuerdo haber ido con ella al trabajo muchas veces, y verla bordar delicados canutillos en trajes de encaje color crema. Cuando ya hacía algún tiempo había dejado de usar pañales, seguía siendo su consentida, su bebé que se chupaba el dedo, nunca muy lejos de las tiras de su delantal. Mi madre me daba pequeños trozos de seda para que me envolviera el pulgar por la noche, con la esperanza de que la sensación de la tela suave me hiciera dormir y me distrajera de mi hábito de chuparme el dedo, pero sin éxito. En casa, cuando medía las piezas de tela para los vestidos en su enorme mesa de coser, solía sentarme en el borde y observarla. Siempre me pedía lo mismo:
“Cántame la canción de Malenita.”
Y yo comenzaba a cantar su ranchera favorita acerca del caballo blanco de Guadalajara que galopaba brioso hacia el norte.
Este es el corrido del caballo blanco,
Que un día domingo feliz arrancara,
Iba con la mira de llegar al norte,
Habiendo salido de Guadalajara.
En mis recuerdos, el México de entonces es una colcha de retazos de múltiples colores y aromas. El olor a chocolate caliente en las noches frías. Las alegres posadas del tiempo de Navidad. Mis amadas cazuelitas, esas diminutas ollitas de barro con las que me encantaba jugar. Mis estampitas, esas pequeñas tarjetas con oraciones que compraba con mi fortuna semanal, ese regalo del cielo que llamábamos “el Domingo.” Yo colocaba los santitos con sus dulces caras ante un pequeño altar que mantenía escrupulosamente. En retrospectiva, me doy cuenta de que los santos y la Virgen siempre estuvieron bien representados y fueron objeto de frecuentes súplicas en mi hogar. Recuerdo una vez que mi madre le hizo una promesa a la Virgen de Guadalupe y de acuerdo con su manda, tenía que ir a pie desde nuestra casa hasta la Basílica de la Virgen de Guadalupe, a varias millas de distancia. La noche anterior, le rogué que me dejara ir con ella, pero me dijo que no, que estaba muy chiquita para caminar tan lejos. Al día siguiente, cuando escuché que estaba preparándose para salir, me levanté apresuradamente y fui a buscarla:
“Mami, no te puedes ir sin mí. Tengo que ir contigo.”
Entonces caminamos juntas durante horas hasta que llegamos a la Basílica.
Mi padre pasaba mucho tiempo lejos de nosotras, trabajando, dicen que en Tijuana. Recuerdo largas épocas en las que no lo veíamos, sólo estábamos en casa mi mamá, Isabel y Tina, mis hermanas mayores, y yo. Éramos muy unidas a dos de las hermanas de mi madre y a sus hijos y juntos celebrábamos las fiestas y compartíamos las comidas los domingos. Pero a la vez, nuestra familia se mantenia aislada. Mis hermanas y yo íbamos a un colegio privado donde nos enseñaban inglés. Allí el colegio era distinto porque el año académico terminaba en noviembre.
A medida que las ausencias de mi padre se hacían cada vez más largas, nuestra casa se sentía más y más vacía. Y de hecho, lo estaba. Algo andaba mal. De un día para otro, nuestros muebles desaparecieron. Fueron embargados. Nos quedamos con muy pocas posesiones. Tengo una fotografía que ilustra a la perfección ese período de nuestras vidas: estoy sola, en una habitación casi vacía, luciendo un flequillo recién cortado gracias al entusiasmo de mi hermana mayor con las tijeras. A mi alrededor sólo hay una silla, una mesa, una lámpara y un pequeño gato de porcelana. Poco después del momento en que tomaron esa foto, nos mudamos a Los Ángeles.
Mi madre se había ido para Los Ángeles unos meses antes con mi hermana Isabel, para instalarse. Nos dejó a Tina y a mí al cuidado de mi Tía Rosario—Tía Chayo. Cuando llegó el momento de irnos de México, en noviembre de 1963, mi tía me puso un vestido azul con un cuello de peluche, nos montó en un avión que iba para Tijuana, donde nos recogería mi madre. Mi tía me entregó una pequeña maletita con todos mis documentos y me dijo que la cuidara con mi vida. Durante todo el viaje tuve miedo de dejar mi asiento por temor a que algo pudiera ocurrirle a mis papeles.
Cuando llegamos a la frontera, mi madre me dio unas instrucciones:
“Siempre que cruces la frontera, si te preguntan cualquier cosa, sólo responde ‘American citizen, American citizen.’ ”
Esa era una de las dos frases que mi madre aprendió a decir en inglés a la perfección. La otra era apple pie à la mode, extrañamente, una mezcla de inglés y francés. En otras palabras le encantaba el pastel de manzana con helado de vainilla.
Mi madre, Luz Tiznado—Lucita para sus seres queridos—nació en una familia pobre de El Bajío, un pequeño pueblo de calles sin pavimentar, en el estado noroccidental de Sinaloa. Su padre era el velador nocturno de un ingenio azucarero de una ciudad cercana, El Guayabo. Cuando mi madre tenía dieciocho años, su madre murió, lo que la dejó a ella, como la hija mayor, a cargo de cuidar a sus siete hermanos y su padre. Conoció a mi padre diez años más tarde, cuando se fue a la Ciudad de México y entró a trabajar como recepcionista de un dentista. Mi padre era amigo del dentista, según ella me contó. Mi madre era una mujer hermosa de casi treinta años cuando lo conoció. Pero solo más tarde me enteraría del doloroso secreto que la había obligado a irse para la capital.