DOS

Miss México de Los Ángeles

Alfonso Tirado era un hombre encantador, cuyo prestigioso nombre era conocido por todo el estado de Sinaloa. Su padre era el dueño del ingenio de El Guayabo, donde trabajaba mi abuelo materno, y como muchas jóvenes de la región que se enamoraban con el porte y los atractivos rasgos de Alfonso, mi madre conocía bien su reputación de conquistador. ¿Cómo no había de serlo? Era un hijo privilegiado con sueños de liderazgo provincial. Además, montaba un hermoso caballo.

Años después, mi madre contaba, en momentos de nostalgia, cómo en esos días los hombres galopaban de noche por los pueblos llevándose con ellos a las muchachas más bonitas. Los habitantes del pueblo quedaban atrás tejiendo historias de las doncellas desaparecidas.

“Se la llevaron al río,” concluían como si la desaparición hubiera sido el resultado de la acción de algún ejército.

Según las normas actuales, claro está, semejante acto sería equivalente a un secuestro agravado, un delito mayor, y sabe Dios qué más. Pero, por la forma en que mi madre relataba la historia de su propia desaparición de El Guayabo, sobre el caballo de Alfonso Tirado, lo que ella describía no era ningún crimen de esa índole. No, lo que ella contaba era una historia de amor, una historia tan apasionada y pura que aún seis décadas más tarde hacía brillar sus ojitos. Era la clase de historia de amor que inspiró todos los grandes boleros, inclusive esos que nos hacen llorar. Según su relato, ellos estaban profundamente enamorados, aunque las posibilidades de su relación eran aparentemente nulas. Él era rico; ella era pobre. Ese simple hecho garantizaba que nunca podría ser su esposa, porque los matrimonios entre personas de distintas clases sociales eran algo inaudito. Y, según ella misma admitía, no era su única novia. Pero, añadía con una sútil modestia, era su favorita. Sin duda era la más linda del pueblo, una belleza de ojos verdes con pelo castaño y pómulos pronunciados. Las fotografías en sepia de su juventud lo confirman.

A pesar de sus humildes raíces, mi madre tuvo siempre un porte elegante. Aunque no podía darse el lujo de comprar en las tiendas exclusivas, era una mujer con estilo y con gusto por los detalles, preocupada de que sus zapatos siempre combinaran con su bolso. Podía hacer que las rebajas de JCPenny parecieran creaciones de alta costura. A mis ojos, ella era esa mujer alta, espigada y joven, aunque me tuvo a mí a los cuarenta y dos años. Cuando crecí, me di cuenta de que no era tan alta como yo la imaginaba, porque la superaba por mucho en estatura. Sin embargo, lo interpreté como una confirmación de su impecable porte y elegancia.

Sin lugar a dudas, fue ese carácter radiante lo que atrajo a Alfonso Tirado. Le puso un pequeño apartamento en Mazatlán, la capital del estado de la que después él sería alcalde. Mi madre vivió allí con su hermana menor, Conchita, una fogosa pelirroja pecosa que había tomado el nombre de su cantante favorita porque detestaba su nombre de pila, Petra. Al igual que mi madre, a Conchita/Petra tampoco le gustaba el apellido de su padre, Tiznado. No tenía esa connotación poética del apellido de su madre, Lizárraga, un nombre respetado en el estado de Sinaloa. Allí, Los Lizárraga habían fundado uno de los grupos musicales más famosos: La Banda del Recodo. Tiznado, en cambio, parecía venir de la palabra tizne, que significa mugre. Por lo tanto, Petra Tiznado se convirtió en Concepción “Conchita” Tirado. Por un tiempo, mi madre también utilizó ese apellido, porque además era el nombre de su novio Alfonso.

El amor de mi madre venía a visitarla todos los días. Esto fue lo que supe por mucho años, según la forma en que mami contó la historia—una hermosa historia de amor, con bastantes detalles—a lo largo de mi vida. Pero lo que no sabía era su trágico final. Y había un hecho sorprendente que ella mantuvo en secreto hasta la semana del funeral de mi padre. Salió a la luz gracias a su hermana, quien al ver a mi madre tan devastada por la muerte de mi padre, me lo confió:

“Es la segunda vez que he tenido que consolar a tu madre por la pérdida de un ser querido,” me dijo mi tía Conchita.

“¿Cuándo fue la primera vez?” le pregunté.

Su respuesta me dejó sin palabras. Esperé a que pasara el funeral y luego invité a mi madre a Santa Bárbara por unos días. Viajamos en automóvil a lo largo de una costa irregular que unía su presente con su pasado, contra las mismas brisas del Pacífico que acariciaron a su amado Mazatlán. Por último, lejos del resto de la familia, estábamos de nuevo solas y éramos confidentes. Le dije que conocía su secreto tan bien guardado por tanto tiempo: Había tenido un bebé con Alfonso Tirado.

Mi madre asintió con tristeza.

“Sí, tuve una niñita que murió.”

Su nombre era María de los Ángeles. Tenía unos tres años cuando murió. Conocer la existencia de esta niña me aclaró muchas cosas. Saber que había existido un bebé antes de mis hermanas y antes de mí, explicaba las extrañas palabras que había visto una vez en mi certificado de nacimiento. En la línea que pregunta cuántos hijos han nacido con anterioridad, mi madre respondió “tres.” ¿Tres? Cuando le pregunté por qué no había escrito “dos,” considerando que solo nos tenía a mis dos hermanas y a mí, se libró de mi pregunta diciéndome:

“Ve y pregúntale a tu papa.”

Y, naturalmente cuando le pregunté a mi papá, solo repitió lo que ella me había dicho:

“Ve y pregúntale a tu mamá.”

Entonces, no sólo había una cuarta hermana, sino que había muerto muchos años antes de que yo naciera. Sin embargo, mi madre y yo decidimos que íbamos a mantener esta historia entre las dos y pasaron años antes de que se la reveláramos a mis hermanas.

Según lo contaba ella, Alfonso Tirado se había casado con otra, con una muchacha de la alta sociedad con quien había tenido un hijo. Pero mi madre, su Lucita, era el amor de su vida. Ella contaba que él había sido un padre amoroso que pasaba mucho tiempo con ella y con la bebé. Pero un día, cuando él no estaba, la pequeña se enfermó y se debilitó rápidamente. Mi madre estaba desesperada. Intentó todo tipo de remedios caseros. El hospital quedaba muy lejos y no tenía transporte ni forma de comunicarse. No tenía cómo enviarle un mensaje urgente a su amor.

Para cuando él llegó, la niña había muerto. Quedó devastado, tanto así que se unió aún más a mi madre. Permanecieron juntos, aunque él continuó empeñado en alcanzar sus sueños políticos. Según lo contaba mi madre, Alfonso Tirado decidió postularse para gobernador de Sinaloa. Pero esos sueños habrían de ser efimeros. En la ruta de la campaña, su rival lo emboscó y lo mató.

Mi madre, todavía de duelo por su bebé, no pudo soportar más el dolor de vivir en Mazatlán. Por esa razón se fue para la Ciudad de México con la esperanza de comenzar una nueva vida. Fue allí donde conoció a mi padre. Se casaron cuando ella tenía unos treinta años.

Pero jamás olvidó su primer amor. En el aniversario número cincuenta de su asesinato, sus antiguas amigas de Mazatlán le enviaron recortes de prensa. El diario local había publicado un artículo conmemorativo. Me lo mostró emocionada.

“Mira, él fue mi novio cuando yo era joven.”

Después de casarse, mis padres estuvieron seis años sin hijos, yendo y viniendo entre Los Ángeles y Tijuana. Durante años, los detalles de esa época fueron, cuando más, esquemáticos. Su historia de amor carecía de los datos claros de otros matrimonios. No habían detalles de la boda, ni fotografías, sólo una simple argolla de matrimonio. Me tomaría muchos años descubrir la razón. Siempre pensé que cualquiera que fuera el misterio que ocultaba su relación, tenía que ver con el hecho de que venían de ambientes muy distintos. Mi padre provenía de una familia muy refinada. En México utilizan la palabra abolengo para describir esta clase social, que aunque no necesariamente rica, es sin duda distinguida. Y además, en el caso de la familia de mi padre, aparentemente intolerante. ¿Cómo más explicar su distanciamiento de todos ellos?

Nunca entendí totalmente por qué el apellido de mi padre cambió cuando cruzó la frontera hacia los Estados Unidos. En México, su apellido era Cordero Salinas, con Cordero como el apellido paterno. En este país, su apellido pasó a ser Salinas, y el apellido Cordero se redujo a una “C”; una inicial central que pocas veces utilizó.

Tal vez se debió a un funcionario de inmigración mal informado, no familiarizado con las tradiciones latinoamericanas de los apellidos dobles. O tal vez mi padre, como alguna vez me lo comentara, simplemente se identificaba más con la familia de su madre. La verdad es que nunca supe por qué.

Cualquiera que sea el caso, éramos los Salinas cuando regresamos de la Ciudad de México a la parte del Centro Sur de Los Ángeles en 1963. Fue en otoño, lo que equivalía al final de mi tercer año de primaria en México. La diferencia en los sistemas escolares hizo que repitiera ese año. Otra razón por la cual no me pusieron en cuarto, a pesar de mis buenas calificaciones, fue porque la maestra de tercero hablaba un poquito de español y yo no me podía comunicar muy bien en inglés, aunque había tomado clases de inglés en el colegio de México. En ese entonces había apenas unos pocos hispanos en una escuela predominantemente afroamericana. Mis hermanas iban a un colegio diferente donde recibían clases de inglés como segundo idioma. Pero en el mío, tuve que aprender inglés rápido si me quería comunicar con alguien que no fuera mi maestra. Por consiguiente, aprendí inglés en seis meses y, eventualmente, perdí mi acento. (Claro está que después resurgió de nuevo cuando comencé a trabajar en la televisión de habla hispana.)

Por lo general, regresaba a casa sola, a pie. De hecho, recuerdo haber pasado mucho tiempo sola. Mientras estuve en primaria, no participaba en actividades ni en deporte. De hecho, tuve la llave de la puerta de mi casa desde los nueve años. Solía llegar al apartamento vacío y comenzaba a preparar la comida, a limpiar la casa, a planchar la ropa y a hacer mis tareas hasta que llegaban mi mamá y mis hermanas horas más tarde. Sin embargo, nunca sentí miedo y nunca me sentí sola. Tal vez eso se debía a que sentía cemirse sobre mi cabeza la presencia de mis padres desde el momento en que entraba a la diminuta cocina. Allí, pegadas a la pared, estaban las reglas escritas a máquina por mi padre. En estilo militar, enumeraba el horario de cada día. Desde el momento en que nos levantábamos, a las 6:45 A.M. hasta la hora en que nos acostábamos, las 10:00 P.M.:

MEMORANDA

CONDUCTA

Dinero, paseos, y diversiones serán premio a la que lo merezca por su buena conducta durante la semana.

 

Los códigos estrictos de mi padre han debido ser un indicio de su pasado, pero jamás sospeché que fueran algo más que el manifiesto de un padre disciplinario. El término estricto se queda corto. ¿Quedarse a dormir en otra casa? Ni pensarlo. Aún siendo ya adulta, jamás me quedaba a dormir en otra casa por temor a que mi padre no lo aprobara. Pero no tenía ningún inconveniente en que yo volviera del colegio a casa a pie, ni en que caminara por todo el vecindario vendiendo chocolates. Ahora, como una madre que ni siquiera soñaría con permitir que sus hijas anduvieran ni una sola cuadra por el exclusivo vecindario donde vivimos, me parece un hecho sorprendente. Vivíamos dentro de un área de alta tensión, en Watts, justo a mediados de los años 60, una época en la que las frustraciones por las desigualdades en las condiciones de vida, el creciente desempleo, las escuelas en ruinas y la rampante discriminación amenazaban con hacer erupción—como en realidad ocurrió.

Para mi padre, el área del Centro Sur de Los Ángeles era como cualquier otro lugar, un lugar para caminar y meditar entre los ruidos y olores de la ciudad. Llevaba con él su Biblia durante sus largas y serenas caminatas por todos los puntos de referencia del vecindario, los estadios deportivos al otro lado de la calle, el parque, el Coliseo, los museos, los amplios predios de la Universidad del Sur de California.

En cuanto a mí, sólo recuerdo un incidente que me produjo miedo mientras iba rumbo a la escuela, poco después de llegar de México. Vi un hombre extraño, en un auto que avanzaba lentamente, que me miraba y seguía cada uno de mis pasos. Entré en pánico y corrí hacia una casa cercana, toqué en la puerta, y no sabía cómo explicar lo que ese hombre estaba haciendo, de modo que apenas pude balbucear:

“He see me! He see me!”

Pero las personas que vivían allí me ignoraron. Afortunadamente, vi un camión repartidor de leche y corrí hacia el conductor.

“He see me!” le grité.

El lechero me indicó que subiera al camión. Me llevó al colegio y me escoltó hasta mi aula de clase. Sollozando, le conté a mi maestra lo ocurrido. Afortunadamente, nunca se repitió. Hasta la fecha no se si fue mi imaginación o si realmente estuve en peligro de ser raptada.

Hubo otros momentos de gran ansiedad un par de años después, pero fueron producidos por una sensación general de desesperación en las áreas vecinas. Los levantamientos del área de Watts, que mantuvieron en vilo a la ciudad durante varios días en agosto de 1965, explotaron por las calles de mi vecindario. Recuerdo haber tomado el autobus para regresar al apartamento en la esquina de Figueroa y Santa Bárbara y luego haber tenido que correr la media cuadra faltante hasta la puerta porque sabíamos que los revoltosos se escondían en el parque al otro lado de la calle, esperando las primeras sombras del atardecer. En el apartamento, mi madre temiendo que nos llegara una bala perdida, nos ordenó dormir en el suelo y agacharnos cuando pasáramos cerca a la ventana. Podíamos oir los disparos y el ruido de los militantes en nuestra calle de Santa Bárbara, que luego fue rebautizada Calle Martin Luther King.

Tampoco faltaban las emociones dentro del apartamento. Vivíamos en un multifamiliar de cuatro unidades, en el primer piso, donde abundaban las cucarachas más caprichosas de Los Ángeles. Ninguna cantidad de insecticida las desanimaba de su misión de apoderarse de nuestro hogar, al que llamábamos La Casa de las Cucarachas. Dios no quisiera que tuviera uno que levantarse a buscar un vaso de agua a mitad de la noche… ¡Whoooooosh! Salían corriendo por todo el piso. Estaban por todas partes, en los gabinetes de la cocina, en los clósets, en el baño, todas pertenecientes a un batallón de soldados rasos proveniente del ático. El hecho de que yo durmiera en un clóset no ayudaba. Enelpequeñísimo apartamento de dos recámaras, mis padres me habían instalado un catre en un pequeño cuarto con un techo en ángulo, debajo de la escalera que llevaba a la unidad de vivienda del segundo piso. Todo retumbaba allí dentro. Mi almohada quedaba contra la pared que separaba mi espacio de la lavandería. Por la noche, cuando mi madre lavaba la ropa, sonaban ruidos fantasmales a través de la pared. Los truenos, el ruido de los motores de los autos e incluso los fuegos artificiales del 4 de julio resonaban como bombas en ese lugar. Creo que esa fue la razón por la que durante años tuve un miedo incontrolable a los truenos y los rayos.

No estoy segura de cómo me pudo afectar haber dormido en ese clóset, pero sí puedo decir que, después de esa experiencia, nunca dejé de agradecer cada pie cuadrado de espacio. Muchos años más tarde, cuando compré mi primera casa, mi tía Concha me recordó mi antiguo alojamiento.

“¿Recuerdas cuando dormías en el clóset? Ahora tienes tres recámaras y puedes dormir en la que quieras.”

Y es eso precisamente lo que hice. Incluso llegué a dormir en el piso de mi sala acurrucada frente a la chimenea. Otra cosa que aprendí de esos años en La Casa de las Cucarachas es que siempre quería tener suficiente espacio para la familia. De modo que cada vez que compraba una casa me aseguraba de que hubiera una habitación adicional para mi madre. Y de que hubiera moteles adecuados para las cucarachas.

 

 

EN LA ESCUELA, aunque mis calificaciones no eran las mejores, mis profesores estaban convencidos de que esas notas no reflejaban mi potencial. Pensaban que me podía ir mejor y, en ocasiones, me insinuaron que era demasiado sociable. Aún me cuesta trabajo creerlo al recordar lo tímida que fui durante mi niñez. Pero acepto que quería dar la impresión de ser mayor de lo que era, sobre todo cuando estaba en octavo grado, en esa etapa incómoda antes de la adolescencia. Creo que esto se debía a que tenía dos hermanas mayores que usaban ropa exótica de gente grande, como medias de nylon. Mis piernas eran demasiado flacas para las medias de nylon, pero eso no me impedía ponérmelas todas las mañanas bajo mi uniforme. Era mi práctica diaria de optimismo de niña grande, un optimismo que se marchitaba con el paso del día cuando las medias se escurrían irremediablemente alrededor de mis rodillas.

Dejando a un lado las medias de señoritas, estaba enamorada de la moda. Quería lucir los últimos diseños, crear tendencias, dominar todos los trucos. En la secundaria entré a un club de costura. Muy pronto comencé a organizar desfiles de moda para mostrar mis creaciones e ir desarrollando mis talentos de maestra de ceremonias. Iba haciendo la narración mientras mis modelos—es decir, mis compañeras de clase y mi sobrina Cici de tres años—mostraban mis creaciones. Mientras las veía pasearse por la pasarela soñaba con mi entrada triunfal a la industria de la moda, un mundo que imaginaba glamoroso. El hecho fue que mi primer trabajo en la moda—mi primer trabajo, punto—fue tan glamoroso como mis viejas medias de nylon. A los catorce años acepté un trabajo de verano en una fábrica de confecciones donde mi madre trabajaba como costurera. Mi trabajo consistía en cortar los hilos que quedaban colgando de las prendas terminadas. Me dieron unas tijeras diminutas para cortar los hilos. Era el último paso antes de que las prendas fueran empacadas en bolsas de plástico para despacharlas. Aunque era muy fácil, yo estaba aterrorizada de que pudiera fallar y arruinar las prendas. En mi primer día de trabajo estaba tan nerviosa que fui corriendo al baño a vomitar. Cuando empezó de nuevo el colegio tuve que dejar la fábrica. Acepté un trabajo después de clases sirviendo comida en Clifton’s Cafeteria en la calle Broadway del centro de Los Ángeles.

Después trabajé en un cine que era parte de la cadena Metropolitan Theaters que presentaba películas en español y en inglés con subtítulos en español. Empecé vendiendo palomitas y lavando el piso, y fui ascendiendo eventualmente hasta vender boletas. Me emocioné mucho con ese ascenso—iba mejorando poco a poco de categoría, algo que mi madre me había dicho que era por lo que había que esforzarse. Yo la veia traer trabajo a casa de la fábrica y hacerlo mientras veíamos televisión. Lo hacía tan rápido que calculaba que le salia mejor negocio que le pagaran por pieza que por hora. Por lo que siempre encontraba la forma de ir avanzando y ascendiendo poco a poco. Su ética laboral era asombrosa, al igual que su habilidad para administrar el dinero. Lo que aún me sorprende es que, por pequeño que fuera el espacio en el que vivíamos y por humilde que fuera nuestro estilo de vida, nunca me sentí pobre. No recuerdo que nos haya faltado algo, sobre todo nunca nos faltó la presencia de mi madre, a pesar de su prolongado horario de trabajo. No hacía falta nada, lo teníamos todo gracias a ella. Era mi ídolo. Quería ser como ella, amorosa, fuerte, elegante, trabajadora, modesta. Intentaba balancear mis estudios con mi trabajo después de clases. En época de Navidad, tomaba un segundo trabajo en un almacén de departamentos para aumentar mis ingresos. Dividía mi sueldo en tres partes: una se la daba a mi madre para pagar la renta, otra parte era para pagar mi colegiatura en la secundaria católica de Nuestra Señora de Loretto y la otra parte para mis gastos personales y mi cuenta de ahorros. Tenía poco tiempo para cosas que no fueran el colegio y el trabajo. Si quería ser diseñadora de modas, pensaba, no tenía tiempo que perder. Esa fue una de las cosas que me quedó grabada en la mente con las reglas de mi padre: NO SE PERMITE EL OCIO. En retrospectiva, esas reglas fueron maravillosas. Sin lugar a dudas, me ayudaron a no meterme en problemas, a diferencia de lo que ocurrió con mi mejor amiga Rita que quedó embarazada a los catorce años. Éramos unas chiquillas, y ahí estábamos en su boda. Fui su dama de honor y más tarde la madrina de su hija ¡a los catorce años! En realidad, no era algo tan extraño. Varias de mis amigas quedaron embarazadas más o menos al mismo tiempo. Lo mejor que salió de eso fueron los maravillosos hijos que tuvieron y que las han acompañado a lo largo de sus vidas. Creo que mi padre debe haber dado gracias de que yo fuera tan puritana, aunque sus dos hijas mayores también quedaron embarazadas en la adolescencia. El hecho fue que yo no dejé mi casa hasta cuando me casé. Claro está que no significa que no haya tenido novios. En realidad, me comprometí por primera vez a los dieciséis años con un muchacho llamado Ray. Bueno, “compromiso” es sólo el término técnico para lo que ocurrió entre nosotros, en una relación de manos sudadas que nunca pasaron más allá. Digamos que mi anillo de compromiso vino colgado a un enorme oso de peluche. Y me gustó el oso más que el anillo. Durante ese verano, Ray y yo fuimos a Acapulco con mi mamá y sucedió algo sorprendente: Se me amplió el mundo. Allí había hermosas playas y grandes palmeras y, lo más importante, muchísimos otros muchachos. ¿Y yo estaba comprome- tida? No por mucho tiempo. Un día en la playa le di la noticia:

“Creo que ya no me quiero casar ¿OK?”

El pobre Ray no lo tomó muy bien. Se paró y tiró el anillo de compromiso al océano. Por lo tanto, siempre pensé que debía haber por ahí algún pez, cerca de la costa de México, con un pequeñísimo diamante en su barriga.

 

 

ME GRADUÉ del colegio en 1973, aún con grandes sueños de convertirme en diseñadora de modas. Pero mi problema era el siguiente: Había consultado a varias asesoras escolares sobre dónde podía ir para estudiar diseño de modas y todas me contestaron lo mismo—a la Escuela de Comercio. Eso no era lo que yo quería oír. Quería que me dijeran a“USC ” o a “UCLA.” La idea de una escuela de comercio era deprimente y el mundo de la moda y la belleza todavía tenían un atractivo mágico para mí, así que decidí ingresar a ese mundo.

No me di cuenta de que mi primera oportunidad vendría en la forma de un concurso de belleza. ¿En un concurso de belleza? ¿Yo? No quería tener nada que ver con eso. Pero ante la insistencia de mis hermanas y de los amigos de la familia, entré al concurso de belleza de Miss México de Los Ángeles. El nombre que aparecía en mi banda no tenía esa sonoridad mexicana. Decia “Miss Miller.” Mi patrocinador, un promotor y querido amigo de la familia, llamado Tony de Marco, manejaba las relaciones públicas de la Miller Brewing Company. Era bien conocido en la comunidad y también era el manejador de la estrella de béisbol Fernando Valenzuela. Quedé de segunda princesa en el concurso. Lo más importante fue que pude mostrar mi talento como diseñadora de modas. Para el concurso de talentos, monté un mini desfile de modas con trajes originales que simbolizaban las cuatro estaciones. Después de eso, participé dos veces en el concurso de la “Reina de la Hispanidad,” y en ambas oportunidades quedé de primera princesa. Ahi terminó para mí el circuito por los concursos de belleza. Esa época me ganó dos coronas pero también me dio algo más importante: una gran dosis de confianza en mí misma. En el escenario, poco a poco fui perdiendo la timidez que me había atenazado durante mis años de estudiante.

Perder la timidez fue bueno, pero para mis padres fue una decepción porque también despertó la rebeldía que había en mí. Me convertí en una persona inquieta, que protestaba contra las normas estrictas reglas que imponía mi padre. A los diecinueve años, quería independizarme. Por un capricho, me fui a México. Fui a vivir con mis primas Lila e Hilda Deneken, y con mi Tía Conchita. Pasé seis meses a la deriva en la capital. No podía conseguir trabajo porque según las normas mexicanas mi español era muy malo, y no tenía papeles para trabajar. Por lo tanto, no hice nada. Seis meses más tarde vino a la ciudad el marido de mi hermana Tina, Jorge Rossi, en un viaje de negocios y me dio la siguiente noticia:

“ Tus padres están sufriendo muchísimo. Tu mamá dice que morirá si no vuelves a casa.”

Yo no quería volver, pero sus palabras me decían que lo hiciera. Volví a casa.

Entré a trabajar en una fábrica de ropa y me matriculé en unas clases de mercadeo y comercio en el East Los Ángeles College. Volví también al campo que más conocía en ese entonces: el circuito de los concursos de belleza, no como concursante sino como organizadora. Me asocié con Tony de Marco y comencé a trabajar como maestra de ceremonia en concursos de belleza y en eventos comunitarios especiales, como el Desfile del 5 de Mayo en Disneyland. A través de estos eventos me formé una idea de lo que era la vibrante comunidad de organizaciones sin ánimo de lucro para las clases trabajadoras de Los Ángeles. Años después, esos grupos desempeñarían un importante papel en promover mi carrera como reportera y presentadora de un programa de noticias de televisión, abriéndome las puertas hacia los corazones de los méxico-americanos de Los Ángeles. Pero ser periodista de los medios de comunicación era algo que estaba muy lejos de mi mente en ese entonces. No quería ser Bárbara Walters. Quería ser Margarita O’Farrill.

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MARGARITA O’FARRILL, la innovadora mujer de negocios y decana de la Escuela de Glamour que llevaba su nombre, era un ícono de la comunidad y la mamá de mi buena amiga Maggie. Dirigía una exitosa academia en la que se dictaban cursos de modelaje, moda, higiene, cultura y etiqueta. Le llamábamos escuela de personalidad. Margarita era hermosa y elegante, una afirmación andante, siempre con la frase inspiradora precisa, como una que yo saborearía durante años.

“No hay mujeres feas,” decía, “solo mujeres que no se arreglan.”

Esta era su filosofía. Si te ves bien, te sentirás bien contigo misma. Y cuando te sientes bien contigo misma puedes hacer cualquier cosa. A veces no buscamos lo que realmente queremos porque creemos que nunca lo vamos a conseguir. Eso era lo que solía predicar: Elimina de tu vida los obstáculos que te hacen fracasar, ya sea la negatividad, una persona en especial, lo que sea. Ella estaba convencida de que la belleza provenía del interior, del pozo de confianza en sí misma que cada mujer podía explotar, sin importar cuales fueran sus circunstancias sociales. Y quería que trabajara para ella dando clases de maquillaje en una de las escuelas de personalidad. Yo tenía entonces veintidós años y me sentí honrada. Me consideraba experta en maquillaje y generalmente usaba a mis hermanas, a sus amigas e inclusive a las muchachas que venían a cuidar a mis sobrinos, como mis conejillos de indias.

Mis clases fueron un éxito. Margarita quedó tan contenta que me ofreció un gran ascenso. Me pidió que manejara una de sus escuelas y que lanzara un programa para adolescentes. Acepté de inmediato. Abrimos una escuela en el valle de San Fernando y comenzamos las clases para las jovencitas en las tardes enseñándoles modales e higiene personal. Yo hacía visitas a las escuelas parroquiales y negociaba con los sacerdotes.

“Organizaré un desfile de modas para su baile escolar si me permite ir a sus aulas y distribuir folletos de mi escuela a las niñas.”

Rápidamente tuvimos un boom en nuestra población estudiantil. Sin cumplir aún los veintitrés años, me sentía como una exitosa mujer de negocios.

Sin embargo, tal vez mi principal sensación de logro la obtuve cuando empecé a dictar clases a un grupo de mujeres inmigrantes, pobres, algunas analfabetas en su mayoría, que habían descubierto nuestra escuela. Venían durante el día, mientras sus esposos trabajaban. La escuela era un secreto que ocultaban muy bien a sus hombres controladores y machistas. Según decían, sus esposos nunca les permitirían aprender algo nuevo porque no querían que sus mujeres fueran más inteligentes que ellos. Era evidente que los hombres las dominaban por completo, las trataban como objetos sin valor, en algunos casos las golpeaban. Pero el mayor obstáculo de estas mujeres no era la desaprobación de sus esposos sino su propio temor de saber demasiado.

“¿De qué me sirve aprender todo esto si mi esposo no sabe cómo comportarse en un ambiente social?” me decían al comienzo. “Sólo lo haré sentir incómodo.”

Pero a medida que fue pasando el tiempo, esa actitud desapareció. Vi cómo las mujeres iban adquiriendo más aplomo, eran más abiertas y más sociables. Para cuando llegó el momento de la graduación, subieron al escenario como supermodelos, radiantes ante la escasa concurrencia. Sus maridos, sin sospechar nada, estaban trabajando.

Esas clases demostraron ser también un importante curso para mi confianza en mí misma. Las interminables preguntas que me hacían me obligaban a practicar mis habilidades de improvisación, a expresar mis ideas de manera espontánea ante un auditorio inquisidor. Aprendí a pensar de pie, de forma rápida y concreta. Por lo tanto, en cierto sentido, Margarita fue responsable de prepararme para mi carrera como presentadora de un noticiero. También fue responsable de otro capítulo menos exitoso de mi vida. Me presentó a un hombre que se convertiría en mi primer esposo, un locutor de radio llamado Eduardo Distell.

Me atrajeron su simpatía y su gran sentido del humor. En muy poco tiempo, formamos un excelente equipo en el circuito de eventos especiales, donde con frecuencia Eduardo hacía el papel del anunciador. Por él aprendí todo sobre el trabajo en la radio—la mecánica, la cultura, y los dramas tras bambalinas. Lo visitaba con tanta frecuencia en la estación KLVE (K-LOVE, Radio Amor) que me sentía como en mi casa. No pasó mucho tiempo antes de que yo también empezara a trabajar en la radio, en Radio Express, como locutora, trasmitiendo boleros románticos mexicanos en mi propio show y leyendo copias de teletipos sobre últimas noticias. Disfrutaba el trabajo en la radio, pero el papel de locutora no me interesó por mucho tiempo. Me llamaba más la atención el plano general, especialmente lo que ocurría en el Departamento de Ventas y Mercadeo de la estación. Me sentía atraída por el creciente mundo de la publicidad hispana y sus posibilidades iniciales. Eso es lo mío, pensé.

Desafortunadamente mi matrimonio con Eduardo fue un callejón sin salida. Duró apenas año y medio. De repente la estación me pareció más pequeña que nunca, demasiado pequeña para los dos. Quería alejarme de él tanto como fuera posible. Pero estaba desgarrada entre dos fuerzas—quería permanecer cerca del negocio. La radio me había abierto un nuevo mundo que me intrigaba, un mundo que giraba en torno a un excitante mercado en continuo crecimiento, en torno a una población que hablaba mi idioma y entendía las sutilezas de mi cultura. Este era mi futuro, podía sentirlo. No estaba dispuesta a dejarlo atrás, por mucho que necesitara alejarme de Eduardo.

Entonces, cuando supe que la principal estación de televisión en español KMEX tenía una vacante para la presentadora de su programa de asuntos comunitarios de la tarde Los Ángeles Ahora, vi que se abría mi oportunidad. Pensé que sería un excelente trabajo de medio tiempo que me ayudaría mientras exploraba mi principal área de interés—la publicidad. Un programa de televisión podría ser una vitrina para esos grupos comunitarios de bajos ingresos que estaba llegando a conocer tan bien. Además, a la vez que era un reto que me agradaba, no era un trabajo que exigiera tanto tiempo como para obligarme a abandonar mi trabajo de radio. O, al menos eso pensé. De cualquier forma, cuando la estación hizo un casting para una presentadora bilingüe con la fluidez suficiente, no veía la hora de participar en la audición.

Para mi sorpresa, devolvieron mi llamada y me contrataron. Esas fueron las buenas noticias. Pero al poco tiempo me llegaron las malas: No sólo tendría que abandonar mi trabajo en la radio, sino que tendría que asumir también toda una serie de responsabilidades que jamás imaginé que entrarían en el contrato. Así es, tenía que ser la nueva presentadora del programa de asuntos comunitarios. Pero ésta era la sorpresa: tendría que ser también reportera y presentadora del noticiero de la tarde de KMEX.

Los Ángeles Ahora, sin duda. Y mucho más.