El primer día de mi carrera en televisión comenzó con un aluvión de hechos que me regresaron a la realidad. Tal vez suene trivial, pero mi peinado estaba totalmente fuera de lugar. Ondulado y alocado. Perfecto para trabajar en la radio, al igual que mi vestuario, cómodo y sencillo. Pero mi sentido de la moda, agudo como pensaba que era, estaba orientado a otro mundo. Yo era una voz, no una cara y una figura. Pero ese era el problema: la imagen que veía reflejada en el espejo me gritaba prácticamente “FM.” No me parecía en nada a la forma como supuestamente deben verse quienes trabajan en televisión. Por otra parte ¿qué sabia yo de televisión? Había hecho un par de comerciales locales, pero eso era todo. De manera que me cambié de ropa y me alisé el pelo con el secador, todo mientras intentaba imaginar la situación de tres trabajos en uno que me speraba en KMEX, Canal 34. El programa de asuntos comunitarios era de por sí una proposición abrumadora, sin las responsabilidades adicionales de ser reportera y presentadora de un noticiero de horario estelare.
María Elena Salinas reportando desde los estudios de… KMEX, Los Ángeles.
El tono cantado en ritmo de jazz resonaba en mi cabeza mientras alisaba mis rizos producto del permanente. Me gustaba cómo se oía.
… reportando desde Los Feliz, desde el Este de Los Ángeles, desde San Fernando, María Elena Salinas, Noticiero 34…
Eché mis hombros hacia atrás y aclaré mi garganta, luego ensayé decirlo para ver cómo se oía y entonces quedé aterrada. No salía nada. No sonaba la potente voz de televisión. Ni un sonido. No tenía voz. Tenía laringitis. Mis nervios de punta habían silenciado la nueva voz de KMEX.
Era el 9 de abril de 1981, en la ciudad de Los Ángeles, en un día fresco y brillante. Al otro lado de mi ventana, una ciudad de inmigrantes, una población en su mayoría ignorada e indocumentada, comenzaba a despertar, alimentando una pujante economía informal. Su idioma “extranjero” se colaba por cada rendija de Los Ángeles, pasando por las colinas y los valles, por los céspedes meticulosamente cuidados de Beverly Hills, por los impecables jardines de flores y por las cocinas que despedían fragantes aromas de Oaxaca, Sonora y Guanajuato, inclusive de San Salvador y de Chichicastenango. Los comerciantes de los puntos más venerables de las calles de Los Ángeles, la calle Olvera, Alameda, Brooklyn Avenue, Whittier Boulevard, abrían sus puertas para sus primeros clientes de la mañana. Y el ritmo de su actividad sólo se escuchaba dentro de los límites de la comunidad y en las ondas del Canal 34. Ah sí, de vez en cuando se escuchaba algo en KCBS, KABC o KCLA, recogido por cualquier alma desafortunada que se encontrara asignada ese día a la poco grata tarea del llamado“taco beat.” Pero las personas de esta comunidad, prácticamente ignoradas por los medios de noticias tradicionales, constituían el dominio y el orgullo de KMEX, la pequeña estación de UHF que ellos llamaban “Nuestro Canal 34.” Era la mayor de un grupo de estaciones pertenecientes a y manejadas por la Spanish International Network, SIN, que años más tarde se convertiría en Univisión. El término “Network” o cadena es demasiado ambicioso para esa primera serie de humildes filiales de Los Ángeles, San Antonio, Miami y Nueva York, para telenovelas mexicanas y noticieros internacionales importados, 24 Horas. La red nació a comienzos de la década de los 60 con cuatro estaciones conectadas por satélite. Para 1980, había reunido setenta y seis filiales. Cinco años después, SIN tenía 364 filiales, entre afiliadas y repetidoras, una cifra que se consideraba astronómica para ese entonces. (¿Quién hubiera podido predecir que el número de filiales de Univisión llegaría a más de 1.500 en la actualidad?) Consciente de las enormes cifras en 1985, el periódico Christian Science Monitor informó una proyección de $55 millones para los ingresos de SIN de ese año por concepto de publicidad, un considerable incremento comparado con los $15 millones de 1980.
Cuando comencé en KMEX en 1981, nuestra operación tenía un presupuesto tan bajo que escasamente quedábamos registrados en el radar del movimiento de los medios de comunicación. Durante años, cuando llegábamos a cubrir las grandes noticias o pedíamos entrevistas con figuras destacadas nos recibían sorprendidos con la pregunta “¿Canal treinta y QUÉ?” Teníamos que explicar que trasmitíamos en español y que deseábamos entrevistar el vocero de la entidad que pudiera comunicarse en ese idioma con nuestra audiencia. Para sorpresa nuestra, sacaban al barrendero o a algún otro empleado del más bajo nivel. Parecía no importarles que para ese entonces Los Ángeles tuviera más hogares de habla hispana que ningún otro mercado de los medios en la nación. Y no nos sintonizaban tan sólo para ver una versión distorsionada de las noticias. Las personas que aparecían en nuestra pantalla no se limitaban a latinos esposados, o metidos en algún problema con la ley. Nuestra audiencia nos sintonizaba porque se veía reflejada en los rostros que aparecían en sus televisores y entendían el idioma. Yo lo sabía cuando entré a trabajar en este nuevo medio y eso fue una de las cosas que me llamaron la atención. Quería hacer reportajes para ellos y desde su punto de vista.
Pero ese primer día cuando me presenté en la sala de noticias, me sentí bastante inútil como reportera, por no decir como presentadora y ancla. Estaba ansiosa por conocer a los otros reporteros; luego me enteré de que sólo había un reportero en la nómina y de que yo sería la “otra reportera.” De todas formas, observé a este reportero, Mario Lechuga, un hombre mayor, con un bigote estilo Pancho Villa, mientras montaba una historia, armando la narración con trozos de sonido. Utilicé mis primeros días de trabajo “mudo” para familiarizarme con el entorno. Mi voz tardó dos semanas en recuperarse. Cuando lo hizo, me arriesgué con un par de informes meteorológicos. Esto lo puedo hacer, pensé. Pero muy pronto, las lloviznas de mi nuevo cargo se convirtieron en una tormenta.
Entrar sin ruido a ocupar la silla de presentadora de Los Ángeles Ahora, el programa de relaciones comunitarias de la estación que se trasmitía en vivo de lunes a viernes a las tres de la tarde, resultó ser mi primer gran reto. Asuntos comunitarios era el fuerte del Canal 34 y lo que lo “diferenciaba” de las demás estaciones de televisión, puesto que llegaba a los hogares de los latinos de Los Ángeles. Sólo unos años después, el haber llegado al corazón de esta audiencia absolutamente fiel le representaría a KMEX un rating que no sólo competía con los canales en inglés sino que a veces lo superaba. Se trataba de una confianza fundada en una hora de servicio público. El alimentar y fortalecer la relación entre la estación de televisión y nuestra comunidad sería una de mis más preciadas responsabilidades, una que desempeñaría por seis años.
El aspecto de las noticias era otra historia. Tenía que hacer al menos dos reportajes por día además de preparar mi libreto para el noticiero. La cámara del set de noticias me petrificaba. Me apuntaba como una máquina de rayos X. Me moría de la pena de levantar la vista del libreto. Sí, teníamos un teleprompter, pero nadie sabía cómo manejarlo. Por lo tanto, me limitaba a leer mi guión, mirando de reojo de vez en cuando hacia la cámara para enfatizar alguna frase.
Mis compañeros presentadores eran Eduardo Quesada, un reportero veterano, y Paco Calderón, un oficial de policía que se había convertido en locutor. Paco era también director de noticias, un hombre que iba directo al grano, con poca paciencia para historias demasiado largas. Su forma de editar los reportajes de los novatos era brutal. Pobre de mí si le presentara un reportaje que durara treinta segundos más de lo que él había pedido—simplemente les recortaba el final. Como resultado, muchas de mis primeras historias tendían a terminar de forma abrupta a mitad del punto culminante.
“Pero tengo tanto que decir,” protestaba.
Esperaba en vano que me dieran algunas pistas útiles o algunas palabras de sabiduría periodística. En cambio, Paco me decía simplemente que lo dijera más rápido.
“¡Si te pasas de dos minutos, te corto!” era su advertencia usual.
¿Cómo podía limitar todas mis historias a dos minutos? Sobra decir que me sentí bastante frustrada con la situación, pero sin embargo, ¿cómo podía esperar perlas de sabiduría de una persona que había puesto a una novata como yo en el escritorio del presentador principal? Dios bendiga a Paco Calderón y a su estilo SWAT hacia el noticiero. Al lanzarme dentro de esa locura me enseñó la parte más emocionante del mundo de las noticias, la carrera diaria contra el reloj para captar, descifrar y trasmitir los acontecimientos del día a la audiencia. La noticia de última hora, como lo pude aprender, es una labor sin compasión porque jamás espera a que uno recobre el aliento. En qué me metí, pensé después de mis primeras dos semanas en ese trabajo. Estaba atrapada. Quería aprenderlo todo sobre el periodismo, así que me registré en un programa de periodismo electrónico del Extension School de UCLA. Una cosa que aprendí mientras crecía es que lo que sea que uno vaya a hacer en la vida debe hacerlo lo mejor que pueda. Si se trata de ser costurera, hay que ser la mejor. Si se es trabajador de limpieza, se debe tratar de ser el mejor limpiador. Así que me dije que si quería ser una periodista de medios de comunicación, tenía que hacerlo bien. Me obsesioné con las noticias. Veía cada noticiero que podía, devoraba los periódicos y las revistas de noticias. Recién divorciada, vivía sola en un apartamento de un solo cuarto. Eliminé de mi vida todas las distracciones. Vivía, respiraba y comía noticias. Entré a la organización California Chicano News Media Association (Asociación de periodistas Chicanos de California) y no sólo estuve en la mesa directiva, sino que fui miembro activo de su comité de medios en español. Trabajé hombro a hombro con José Lozano, cuya familia era la dueña del periódico La Opinión de Los Ángeles, organizando foros comunitarios. Enseñábamos a las organizaciones sin ánimo de lucro cómo hacer el mejor uso de los medios y cómo comunicar sus mensajes.
Este trabajo encajaba muy bien con mi programa de asuntos comunitarios, que promocionaba las ferias de salud, las oportunidades de empleo, las campañas para recaudar fondos y los eventos culturales. El único tema al que me oponía en cierto modo era el de los mensajes periódicos contra el cigarrillo que nos traían los representantes de la American Heart Association (Asociación Americana del Corazón), quienes insistían en mostrar imágenes gráficas de pulmones ennegrecidos y de trasmitir severas advertencias sobre el cáncer. Eran muy amables, pero sus campañas tenían el efecto opuesto en mí. Era una fumadora empedernida y durante los comerciales, me disculpaba y salía a fumar—y fumar y fumar. Me tomó años llegar a hacerles caso a sus advertencias y romper el hábito.
Las conferencias de prensa me producían casi el mismo nerviosismo. Durante años, fui demasiado tímida para hacer preguntas. Me limitaba en cambio a tomar notas. Solía sentarme en la parte de atrás del Club de Prensa de Los Ángeles y observar a esta reportera rubia, extremadamente alta, de la KCBS mientras trabajaba en la sala y hacía excelentes preguntas. Su nombre era Paula Zahn. Todas las noches oía su noticiero para ver cómo había armado su historia. (A propósito, la presentadora de KCBS era Connie Chung.) Comparaba sus historias con las mías y sus preguntas con las que me venían a la mente. Después de un tiempo, me di cuenta que mis preguntas no eran tan tontas como yo pensaba que eran. Aceptarlo fue algo que mejoró considerablemente mi confianza en mí misma.
Unos pocos meses después de haber empezado a trabajar en KMEX, nos llegó un nuevo jefe, Pete Moraga, un periodista veterano y lo mejor que me había pasado como periodista novata. Era inteligente, experimentado y un excelente juez de talentos. Su primer orden de trabajo tuvo que ver conmigo.
“Lo primero que voy a hacer es despedir a esa presentadora,” se dijo, cuando me veía al aire.
Lo adoré. Que en paz descanse.
No, Pete no me despidió, pero sí me sacó del noticiero como presentadora. Se dio cuenta de que me habían puesto en ese cargo sin la menor experiencia. Me dijo que me centrara en ser buena reportera. Y, con Pete como mi mentor, eso fue lo que hice. Había trabajado en La Voz de América, como agregado de prensa en México y Perú, como comentarista de radio en Los Ángeles. Y ahora sería mi primer verdadero profesor de periodismo. Solía bombardearlo con preguntas acerca de la estructura de la historia y de las noticias en general.
“No estoy segura de que realmente entienda cuál es el punto de esta historia,” le diría una y otra vez.
“Está bien, está bien, calma,” me decía. “Ahora, dime qué dijeron en la conferencia de prensa.”
Yo le contaba el núcleo de la historia, a lo que él inevitablemente respondía:
“Bien, dilo así.”
“¿Así cómo?”
“Como lo que me acabas de contar—esa es tu historia.”
Pete era un gran director de noticias pero era duro como las puntillas. Cuando pensaba que el personal no estaba dedicando el suficiente esfuerzo a escribir sus propias historias en español, canceló el servicio de cable mexicano Notimex, el único servicio de cable que recibíamos en español.
“No quiero que arranquen y lean. Quiero que informen las noticias, que las interpreten, que cuenten la historia, que las redacten ustedes mismos.”
Aproximadamente un año después de entrar en KMEX, Pete me puso de nuevo como presentadora principal del noticiero. Ya estaba lista para dejar de mirar mi libreto y ver directo a la cámara.
Debo haber hecho algo bien porque un par de años después me contactaron de la poderosa KCBS. La estación buscaba una reportera hispana para cubrir los temas hispanos. Muchos latinos que se esforzaban por entrar al medio debían haberse sentido ofendidos por el así llamado taco beat. Pero para mí fue un honor pensar que una de las grandes filiales de Los Ángeles al fín fuera a cubrir a la minoría de mayor crecimiento en la ciudad dándole importancia de verdad. Por lo tanto, grabé una audición para ellos. Aunque finalmente no me dieron el trabajo, al director de noticias le gustó lo que yo hacía, pero cuando llegó el momento de que el gerente general decidiera, él pasó. Su conclusión, según mi abogado que estaba negociando el acuerdo: yo no tenía los rasgos étnicos suficientes y sonaba demasiado étnica.
“Su acento sería un insulto para nuestra audiencia general,” dijo, según me contaron.
El insulto fue para mí. Estaba orgullosa de ser totalmente bilingüe. En cuanto a mi apariencia “no étnica,” sólo puedo decir que me parezco a mis padres mexicanos. La estación contrató a una joven de pelo negro largo y ojos cafés. Hablaba inglés sin acento—si hablaba o no español no importaba. Lo curioso de este episodio es lo siguiente: Uno de los presentadores de KCBS en ese momento hablaba con un fuerte acento británico. Nunca entendí por qué un acento podía ser considerado sofisticado y atractivo mientras que otro se consideraba ofensivo. Hasta ahí llegaron mis efímeros sueños de cruzar la barrera.
A final de cuentas, pensé, fue una suerte para mí. Tuve la oportunidad de viajar por el mundo y cubrir eventos históricos, cumbres de súper potencias en Moscú y en Washington, elecciones en América Latina, desastres naturales, guerras, visitas papales. Lo más importante, pude ver de primera mano una de las historias más dramáticas de mi generación: el incontenible crecimiento de la población latina cambiaría el rostro y, sí, también el acento de Norteamérica. La ola de inmigración de latinoamericanos tenía una fuerza desenfrenada. No sólo trasformaría las ciudades norteamericanas sino el mercado y, con éste, la industria de las telecomunicaciones.
Cuando comencé mi carrera en televisión, la población hispana de los Estados Unidos alcanzaba catorce millones. En la actualidad son aproximadamente cuarenta millones con un poder adquisitivo que ha superado los seis mil millones. A veces, observando desde dentro esta explosión, la experiencia ha sido abrumadora. Las cifras traen con ellas los ecos de esas tierras que he llegado a conocer muy bien en mis viajes por América Latina, al igual que las frases y los dialectos que haría resaltar la América autóctona.
Pero esta es la parte frustrante: Esas crecientes cifras no se traducían en una adecuada representación de los hispanos en la sociedad. Una minoría hostil y poderosa de activistas antiinmigrantes se ocupó de que así fuera, atacando sin cesar a la creciente población hispana. A su vez, demasiados latinos parecían ignorar por completo su potencial para crear una fuerza política. Sin embargo, las cifras eran una realidad y sintonizaban los canales de televisión en español.
No podría decir cuántas veces he escuchado a los supuestos profetas de la industria de los medios de comunicación declarar que esto era solo una tendencia pasajera y que no había futuro en la televisión en español. “Eventualmente los hispanos se asimilarán y la televisiónn en español simplemente morirá,” decían, y agregaban, “Realmente deberías cambiarte a las noticias en inglés.”
Por una parte tenían razón pero no del todo. Los hispanos sí se han asimilado pero, para ellos, esto no significó dejar atrás su lenguaje y sus costumbres culturales. Aún sus hijos, nacidos en los Estados Unidos, tarde o temprano se contagian de esa fiebre por sus “raíces” y se sumergen en la herencia de sus padres, aunque solo sea para una canción folklórica, una atragantada de enchiladas o una típica camisa guayabera. Es inevitable.
Hice caso omiso de los que me aconsejaban que no me quedara y me quedé. Por lo tanto, a medida que mi población fue creciendo, crecieron también los medios en español y yo fui creciendo como reportera de noticias.
Por muchas razones, no tuve más alternativa. Muy temprano en mi carrera, había vísto el predicamento de esta población, la carencia de poder político. Me di cuenta de que quienes estábamos en los medios en español teníamos una enorme responsabilidad de llegar a nuestra audiencia no solo para mejorar nuestro rating sino para ayudar a su supervivencia. Cada sala de noticias en los Estados Unidos tiene sus retos. Pero cuando hay millones de televidentes que vienen de un país extranjero y hablan un idioma distinto al de la mayoría de los norteamericanos, los retos que se enfrentan son muy distintos. La audiencia hispana en los Estados Unidos tiene temas específicos que quieren ver analizados en sus pantallas. Quieren una mezcla de noticias, titulares de sus países de origen, pero también información vital acerca de su nuevo país adoptivo. Quieren entender los cambios políticos y cómo estos afectan a sus familias, a las leyes de inmigración y a los sistemas de servicio social, salud y educación. Quieren saber cuáles son sus derechos y cómo pueden participar social y políticamente en sus comunidades.
Es cierto que una gran parte de nuestra población ha nacido y se ha criado en los Estados Unidos. Pero son inmigrantes que han logrado gran éxito como profesionales y líderes en el campo de los negocios, las leyes, la medicina, las artes, los deportes, la educación, lo que sea. Pero nuestra audiencia base es pobre y en gran medida es de origen humilde. Necesitan conocer los aspectos básicos, cómo matricular a sus hijos en las escuelas, cómo buscar atención en los hospitales, cómo poder acceder a los recursos que están allí disponibles para ellos. Muchos son elegibles para recibir servicios que ni siquiera saben que existen.
Cuando comencé a trabajar en KMEX, los latinos equivalían a cerca del 25 por ciento de la población de Los Ángeles, sin embargo no tenían ningún poder ni representación política. No había hispanos en ninguna de las juntas locales importantes—el Concejo Municipal, la Junta de Supervisores, la Junta de Educación. Y así como los latinos alcanzaban cifras mayoritarias en áreas claves de la ciudad, el Concejo Municipal nos propinó un golpe devastador en septiembre de 1982. Por votación unánime, el Concejo aprobó un plan de redistribución de distritos electorales que diluía las zonas de mayoría latina, más específícamente en el Distrito 14 que cubría partes significativas del Este de Los Ángeles. El Concejo recortó áreas hispanas de la parte norte del Distrito 14 y las desplazó al distrito que representa el valle de San Fernando. Además, el Distrito 14 perdió también un bloque vital de electores cuando la ciudad dividió el proyecto de vivienda pública para los latinos en el extremo sur y simplemente lo asignó a otro distrito.
No era de sorprender, por lo tanto, que un veterano del Concejo llamado Art Snyder, un político irlandés de la vieja escuela, pudiera retener el distrito del lado Este a pesar de su creciente hispanidad. Con su inconfundible pelo rojo, Snyder era una figura familiar y bien aceptada en las calles del Este de Los Ángeles—lo llamábamos “El Colorado.” Y estaba decidido a quedarse. Se agarró de su curul aunque como joven arquitecto urbano de El Sereno, Steve Rodríguez se postuló para ocupar ese cargo en las elecciones distritales de 1983. Rodríguez, que había llegado a los titulares en 1979 cuando el presidente Jimmy Carter se quedó en su casa durante una visita a Los Ángeles, le dio a Snyder una buena pelea. Le faltaron cuatro votos para derrotarlo. Si Rodríguez hubiera ganado, se habría convertido en el primer concejal hispano de Los Ángeles en veintiún años. Pero gracias a la magia de la redistribución del distrito, no lo logró.
Art Snyder permaneció en su cargo hasta que renunció por razones personales dos años más tarde. Para entonces, el Distrito 14 tenía aproximadamente 200.000 residentes, tres cuartas partes de ellos hispanos. Sin embargo, escasamente 30.000 se registraron para votar. El principal bloque de electores seguía estando en el bastión inglés de Eagle Rock.
Cuando el curul de Snyder quedó vacante en 1985, Rodríguez se postuló de nuevo. En esta oportunidad su competencia era más fuerte que el viejo politico irlandés. La mayor amenaza provendría de un compañero latino, un experimentado legislador estatal de carácter fuerte de nombre Richard Alatorre. Rodriguez y Alatorre no podían ser más diferentes. Rodríguez era lo que se llama un yuppie mexicano, mientras que Alatorre, bien instalado en el establecimiento político, era una persona acostumbrada a las artimañas del mundo de la política, que vestía finos trajes italianos. Al final, derrotó a Rodríguez en forma contundente y se convirtió en el primer concejal latino de la ciudad en veintitrés años.
En un giro irónico apenas dos semanas antes de las elecciones, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos había azotado a la ciudad con una demanda alegando una “historia de discriminación oficial” contra los hispanos. Los federales se enfocaron específicamente en el plan de redistribución del Distrito de Los Ángeles y acusaron a la ciudad de manipular la distribución de los distritos para dispersar intencionalmente al electorado latino y dividir su poder político.
En respuesta, el recién elegido Alatorre fue nombrado presidente del Comité Electoral del Concejo encargado de revisar el polémico plan de reasignación. Los distritos se diseñaron y rediseñaron y se prolongaron los debates sobre este tema durante varios años, a medida que crecía la población y que cada vez aparecían más nombres latinos en las curules del concejo.
Aquel día de las elecciones distritales de 1983 me enviaron a hacer un reportaje con entrevistas al azar en las calles para tratar de captar los sentimientos de los electores ante el prospecto de tener a un latino en el ayuntamiento. Caminé de un lado a otro de Lincoln Heights con mi fotógrafo, haciendo las mismas preguntas una y otra vez:
“¿Va a votar hoy?” “¿Qué opina de los candidatos?” “¿Por quién va a votar?”
Entrevisté quince personas antes de encontrar una que supiera que ese día había elecciones. La mayoría no tenía ni la menor idea, menos aún una tarjeta de elector registrado.
“¿Cuáles elecciones?” respondían. Tenía ganas de apagar el micrófono y explicarles una cuantas cosas para inyectarles alguna lógica.
“Cómo así que ¿cuáles elecciones?” Estas son LAS ELECCIONES. ¿Por qué no se registró? Comprendo que debía haber inmigrantes indocumentados que no podían votar, pero ¿cuál era la excusa de todos los demás? Más importante aún ¿cómo iba a armar una historia con una sola opinión?
Volví a la sala de noticias y me encontré con Pete Moraga.
“No puedo hacer esta historia,” le dije. “Nadie sabe nada acerca de estas elecciones. A nadie le importa. Nadie está participando. No es noticia.”
Pete me miró en una forma que no olvidaré jamás.
“Esa es la historia. Ahí la tienes, ante tus ojos. ¿Cómo puede haber un hispano en el ayuntamiento cuando sus constituyentes ni siquiera saben que hay una elección? Esa es tu historia.”
Y, en efecto, esa era la historia. En ese momento me di cuenta de que había una enorme brecha entre esta población y el sistema de gobierno. Sí, esta población estaba totalmente aislada y sin una pizca de poder político era porque carecía de representación. Pero si le faltaba información, era por nuestra culpa. Como periodistas latinos, teníamos la responsabilidad de prestar un servicio a nuestros televidentes, lectores y oyentes, suministrándoles información esencial para sus vidas. Así podíamos ayudar a ponerlos en contacto con el proceso.
Esta es una convicción que ha guiado toda mi carrera. Algunos pueden criticarla y argumentar que como periodistas supuestamente no debemos tomar parte en las campañas políticas. De eso estoy plenamente consciente. No creo que debamos decirle a la gente por quién debe votar, pero sí creo en informarle que debe votar y en darle lo que requiere para tomar una decisión informada.
Después de esa elección de 1983 me dediqué a mi trabajo como presentadora de Los Ángeles Ahora, con mayor determinación. Poco a poco la reacción que recibía de la calle me indicó que estábamos haciendo algo bien. Fue muy agradable cuando alguien se me acercó y me dijo, “Tengo este trabajo porque lo vi en su programa. Gracias.” Sin lugar a dudas éramos un vínculo importante para la comunidad.
Admito que al principio me extrañaba cuando la gente en la calle gritaba mi nombre. Recuerdo a una pareja que hizo a su pequeña hija tomarse una foto conmigo. Yo me moría de la pena. Pensé, no soy una actriz, ni una cantante, ni un personaje de farándula. Entonces ¿por qué me piden autógrafos? Luego, alguien me dijo que si no posaba y firmaba autógrafos, pensarían que era arrogante.
“Debes responder a tu público. Recuerda que te ve en la televisión. Te ve de forma distinta a como tú te ves.”
Entonces fui cediendo. Sin embargo, seguía siendo incómodo para mí, sobre todo cuando reporteros de canales en inglés me mataban con la mirada. De cualquier forma sabía que mi papel como reportera, y más tarde como ancla, sería distinto del de mis colegas de los medios en inglés. Quienes trabajábamos en los medios de habla hispana no solo teníamos la responsabilidad de cubrir las noticias sino también la de ayudar a toda una población que se sentía desconectada de los acontecimientos diarios de la sociedad norteamericana. A través de los años, esta ha sido una responsabilidad que he tomado muy en serio. Pasarían más de veinte años antes de que pudiera contemplar el tipo de representación política que mis primeros televidentes habían soñado. Pero lo hice, y con orgullo, el día que Antonio Villaraigosa se convirtió en el primer alcalde latino de Los Ángeles desde 1872. El día de verano que tomó posesión de su cargo lo acompañaban cuatro funcionarios hispanos de la ciudad: el fiscal, el secretario y dos concejales. Y como si fuera poco, tuve la fortuna de que Villaraigosa me invitara a que fuera Maestra de Ceremonias para ese histórico evento. Fue un día que escasamente hubiera podido imaginar a comienzos de la década de los 80 cuando hacía mis reportajes desde las líneas de la población invisible de la ciudad.
ME TOMÓ un tiempo cogerle el ritmo a mi nueva vida de reportera y presentadora. Pero eventualmente, a los cuatro años de haber iniciado mi carrera en televisión, lo logré. Y cuando lo hice, mi mundo se derrumbó. Mi padre se enfermó. Su estado se deterioró rápidamente y padeció una enfermedad que nunca había oído mencionar. Algo llamado vasculitis, una enfermedad inflamatoria de los vasos sanguíneos.
A medida que su salud empeoraba, trataba de estar con él todo el tiempo que podía. Dividía mi horario entre la estación y la casa de mis padres. Mi madre y yo nos preparábamos para lo peor mientras veíamos cómo mi padre perdía poco a poco su capacidad de caminar. Ya no podía asistir a los juegos de Los Ángeles Dodgers que tanto le gustaban. En cambio, los escuchaba por la radio.
Durante las seis semanas previas a su muerte en 1985, mi padre permaneció casi inmóvil en una cama de hospital conectado a las máquinas que le permitían vivir. A causa de una fuerte neumonía había sufrido un infarto que lo mantuvo en estado de coma por un par de días. Los médicos le dieron una probabilidad de uno por ciento de sobrevivir, pero nosotros nos aferramos a ese uno por ciento. Uno de mis colegas era un sacerdote cristiano y todos los días le pedía que orara por él. “¡No rezas lo suficiente!” le decía cada vez que las noticias empeoraban.
Él me decía que hay que ser realistas. Las oraciones no son siempre para sanar a una persona, sino para pedir su descanso y un pase tranquilo al cielo. Pero yo no quería oírlo. Años después, llegaría a poner en duda la decisión de haber mantenido a mi padre entubado con vida durante tanto tiempo. ¿Estábamos prolongándole la vida o prolongando su agonía? Sin embargo, en ese momento, no podía soportar la idea de perderlo sin antes dar una buena batalla. Cuando los doctores nos dijeron que había una probabilidad de prolongarle la vida insertándonle un tubo en la traquea, aceptamos el procedimiento. Pero fue una decisión que llegaría a lamentar. En sus últimos días, vi cómo este hombre de Dios se desesperó hasta tal punto que escribió un mensaje críptico en un trozo de papel.“¡El Diablo!” escribió en una caligrafía desconocida y temblorosa, mientras señalaba el tubo que tenía en su garganta. Esa imagen me ha perseguido por años. Cuando al ya fallecido Papa Juan Pablo II le adaptaron un dispositivo similar, no pude dejar de recordar los infernales días finales de mi padre antes de que pasara a una vida mejor.
Y aún cuando, por fin, mi padre cerró sus ojos y descansó, permaneció en mis pensamientos y en mis luchas internas. A medida que mi carrera me fue llevando a distintos lugares y por distintas experiencias, me preguntaba constantemente lo que mi padre, el eterno estudiante de historia, diría de verme cubriendo una cumbre presidencial, un desastre natural o una visita papal. Me esforzaba por encontrar respuestas que rara vez llegaban.
“Papi, envíame una señal.”