Puerto Vallarta es una joya de ciudad turística, asentada Puerto el pie de monte de la Sierra Madre y la empinada costa de Bahía Bandera de México. Desde la terraza del Hotel Kristal, se ve el Océano Pacífico entre siete pilares romanos que se elevan desde la rotonda que enmarca la piscina. Es un lugar glorioso, y fue allí donde Eliott y yo decidimos intercambiar nuestros votos, el 7 de marzo de 1993. Quisimos que fuera en México y en marzo para que coincidiera con el cumpleaños de mi madre, el 4 de marzo. Hacía muchos años que no volvía a su tierra natal. Se encontraba débil a causa de un derrame cerebral y al paso de los años, quería visitar a sus hermanos y hermanas. Parecía la ocasión perfecta. No tendríamos que preocuparnos por organizar una gran boda. Podríamos reunir a la familia e invitar a algunos amigos cercanos.
Faltando pocos días para la boda, algunos de los cincuenta amigos y parientes invitados a la ceremonia comenzaron a llegar, poco a poco, a la hermosa y romántica ciudad de calles empedradas y villas pintadas de blanco, con espectaculares paisajes. Eliott, al igual que mis hermanas, mi buena amiga Regina Córdova, mi productora, amiga y cupido Marilyn Strauss, mi co-presentador Jorge y su esposa Lisa, así como otros amigos de Los Ángeles como Mari y Pete Bellas y mi abogado Jim Blancarte, llegarían más tarde. Mi tío Rodolfo, el hermano de mi madre que vivía en una ciudad cercana, sería quien me llevaría hasta el altar mientras sonaban las notas de un trío de guitarras que interpretaba canciones de amor mexicanas. Lo teníamos todo programado a la perfección. Bueno, tal vez no todo.
Yo tenía treinta y ocho años de edad y tres meses de embarazo. El embarazo había sido inesperado, pero, sin duda, muy bien recibido. Admito que, al principio, sentí algo de miedo. Eliott y yo nos habíamos conocido hacía apenas siete meses. La realidad parecía abrumadora. Pero después de haber soñado tanto tiempo con tener un bebé, la maternidad al fin estaba al alcance de mis manos. Para mí, no hubiera sido ningún problema ser madre soltera, pero Eliott y yo decidimos que queríamos casarnos. Después de una docena de años de estar literalmente casada con mi trabajo, al fin había encontrado un hombre con el que deseaba compartir mi vida.
Sólo pocas personas sabían de mi embarazo, mi madre y mis hermanas, entre otros. Al principio, a mi madre le costó trabajo aceptar la noticias, pero pronto me dio su bendición. Durante años había sabido que esto era algo que yo quería más que nada en la vida.
Tres días antes de la boda, mis familiares y yo hicimos planes para ir a la pequeña ciudad de Tepic en el estado de Nayarit, donde vivían mis tíos, para celebrar el cumpleaños de mi madre. Fue un viaje muy pesado para ella. Era la primera vez que viajaba desde que tuvo su derrame. Después de la muerte de mi padre, nos costó meses de trabajo convencerla de que tenía que seguir con su vida. Siempre había sido una mujer alegre, socialmente activa. Le encantaba estar con sus amigos, los mismos de su juventud. Y le encantaba viajar, sobre todo a México, a ver a sus hermanos y hermanas.
Por lo tanto, este viaje a México fue muy especial para ella. Podría tener la oportunidad de ver a los pocos hermanos que le quedaban. Ella y mi hermana Isabel se fueron para Tepic un día antes, y yo me quedé esperando que llegara Regina de California. Pero la noche que llegó, empecé a sentir fuertes dolores de estómago. El dolor se hizo tan intenso que me obligaba a doblarme en dos. Y, para empeorar las cosas, comencé a sangrar. Cuando Regina me vio enroscada en una esquina de mi cama llamó a la enfermera del hotel. Una doctora llegó sin demora a la habitación. Su diagnóstico fue devastador.
“Está teniendo un aborto,” me dijo. Lo único que me venía a la mente era, No es posible, no es posible.
Me llevaron al hospital, donde los doctores querían practicarme un curetaje. Pero me negué. Quería una ecografía. Quería asegurarme de que no hubiera ningún error. ¿Qué pasaba si el sangrado era sólo una complicación del embarazo? Quería creer que el bebé que tanto había deseado podía salvarse. Tuve que esperar a que llegara un especialista a la mañana siguiente. La ecografía sólo confirmó las malas noticias. Sentí como si el corazón se me hubiera salido del cuerpo y junto con él hubiera perdido mi sentido de ubicación y equilibrio. Me habían administrado morfina para el dolor y me sentía como si estuviera flotando a poca distancia del piso. Miraba por la ventana y veía esa pintoresca ciudad de calles antiguas y flores de mil colores, pero parecía existir en alguna dimensión distante, envuelta en bruma. Faltaban dos días para mi boda y lo único que podía hacer era estar ahí, acostada en la cama. Eliott llegó al día siguiente, con el resto de mis familiares. Pero a muy pocos les conté lo ocurrido. Ni siquiera me atreví a decírselo a mi madre por temor a que la noticia afectara su delicada salud.
El día de mi boda fue perfecto. Caminé por un sendero bordeado de frondosas palmas, escoltada por mi tío Rodolfo. Mi hijastra Bianca, o media hija como prefiero decirles que entonces tenía cuatro años, iba adelante esparciendo pétalos de rosa por el centro de la iglesia. El océano resplandecía ante nosotros mientras recitábamos nuestras promesas. Y tan pronto como la jueza se giró hacia Eliott y le declaró, “Puedes besar a la novia,” se puso el sol, en un derroche de color naranja. Fue precioso. Estoy segura de que mis invitados pensaron que lloraba de pura alegría. Pero mientras los mariachis tocaban alegres canciones rancheras, sólo Eliott y yo sabíamos qué tan agridulce era en realidad ese momento.
ESA EXPERIENCIA fue solo el preámbulo a la montaña rusa emocional que me esperaba durante los siguientes cinco años, los cuales pasé casi todo el tiempo embarazada.
Unos meses después de perder el bebé, me volví a embarazar. Esta vez fui a consultar al Dr. Anthony Lai, especializado en embarazos de alto riesgo. Después de ocho o nueve semanas de embarazo, fui a que me hicieran una ecografía y de nuevo recibí noticias alarmantes. El bebé no se estaba desarrollando bien. El doctor dijo que lo más probable era que tuviera otro aborto.
No es posible, no es posible, pensé una vez más.
Busqué una segunda opinión y aquel doctor llegó a la misma conclusión. Aún no me convencía. Entonces fui donde el Doctor Neil Goodman, un endocrinólogo especialista en fertilidad, para una tercera opinión. Confirmó que el feto no era viable. Luego vino la oleada de contracciones y el déjá vu. El aborto se produjo después de un viaje para un reportaje, lo que me llevó a pensar que los viajes me estaban provocando los abortos. Tenía recuerdos esporádicos de esas calles empedradas de Puerto Vallarta—pensaba que, sin duda, esa había sido la razón por la cual había perdido a mi primer bebé. Claro está que mi mayor temor era que hubiera esperado demasiado tiempo y que, ahora, mi reloj biológico se hubiera detenido. Tal vez ya sea demasiado vieja, pensé.
No obstante, a partir de entonces, me volví extremadamente cautelosa. El doctor Goodman me practicó una serie de pruebas para determinar qué me estaba haciendo perder los bebés. Me recetó vitaminas prenatales, aspirina en dosis baja para regular mi circulación y monitoreó mis ciclos de ovulación. Me indicó que viniera a su consultorio una vez al mes para una prueba de embarazo. Yo estaba decidida a lograr embarazarme y a permanecer embarazada por nueve meses. Incluso mientras me preparaba para ir a Chiapas para cubrir las pláticas de paz entre el gobierno mexicano y los insurgentes zapatistas en marzo de 1994, tomé todo tipo de precauciones al empacar mis maletas y programar mis actividades. Debía ir a practicarme la prueba mensual de embarazo el sábado antes de mi viaje. Pero el viernes por la noche comencé a sangrar. Llamé a mi médico y cancelé mi cita periódica. Qué objeto tenía, le dije, no hay posibilidad de que esté embarazada, no si estoy sangrando. Pero el doctor insistió en que fuera a hacerme un examen de sangre. Y, efectivamente, me dio buenas y malas noticias.
“Estás embarazada,” me dijo. “Y no puedes viajar.” Es imposible, pensé. Tenía que hacer este viaje. Era un evento muy importante. Hacía décadas que no había habido una guerra ni una revolución en México. Nunca en mi carrera había dicho que no a una misión periodística.
Por lo tanto, me enfrenté a un dilema: perderme lo que pensé que era el reportaje de mi vida o arriesgar mi posibilidad de tener un embarazo exitoso. Sobra decir que, puesto que sabía que viajar significaba perder el bebé, habría renunciado con gusto al viaje. Pero lo analicé con mi médico, quien dijo que podía viajar siempre y cuando tomara las precauciones adecuadas. No debía llevar nada pesado, ni siquiera un bolso. Debía seguir una dieta estricta. Y debía aplicarme una inyección diaria de progesterona. Salí de su consultorio con una bolsa llena de jeringas desechables y la hormona milagrosa que me podría ayudar a llevar mi embarazo a término.
No habría podido encontrar un mejor equipo para acompañarme. El veterano camarógrafo Simón Erlich se dedicó a protegerme. Llevaba mi equipaje y me abría el camino. La productora Patsy Loris se convirtió en mi paramédica. Con la ayuda de una enfermera en la Ciudad de México, aprendió a aplicar inyecciones practicando en una naranja. La enfermera le indicó que tuviera cuidado, porque aún la más pequeña burbuja de aire podía matarme. La pobre Patsy estaba más nerviosa de tener que inyectarme diariamente que de tener que enfrentarse a los disparos en Chiapas. Le temblaba la mano cada vez que tenía que pasar por esta odisea. Pero nunca se quejó. Hasta Porfirio Patiño, nuestro jefe de la oficina de México, me cuidaba. Me traía sopa de vegetales recién hecha para la comida y constantemente le indicaba al conductor que fuera despacio cuando transitábamos las tortuosas e irregulares carreteras montañosas bajando de San Cristóbal de las Casas a Ocosingo, donde habían tenido lugar las encarnizadas batallas.
No asistí a la conferencia de prensa, por temor a los acostumbrados empujones y codazos de los fotógrafos y reporteros. Además, teníamos a nuestro corresponsal Bruno López, que cubría las últimas noticias desde adentro. Años después, tuve la oportunidad de entrevistar al enigmático jefe de los zapatistas, el Subcomandante Marcos. Pero en ese primer viaje a Chiapas, me quedé tras bambalinas, realizando reportajes que ponían la historia en contexto y tomando el pulso de la opinión pública. El reportaje estuvo excepcional. Quedé tan fascinada con los detalles históricos subyacentes que no tuve tiempo de preocuparme por los mareos matinales ni por las otras sorpresas que este embarazo pudiera tenerme reservadas.
Fue un momento de cambio radical en la historia de México, no sólo para la vida política del país sino para sus medios de comunicación. Hasta entonces, los medios habían estado sometidos a una censura sistemática y a diversas etapas de autocensura. Las estaciones de televisión y radio al igual que los periódicos prácticamente pertenecían al gobierno. Con frecuencia intentaron, sin éxito, liberarse de las garras oficiales. Como resultado, las trasmisiones de radio y televisión mexicanas sólo daban las “noticias” más predecibles—lo que decía el presidente, a dónde iba, a quién había abrazado, cómo vestía. Si un comentador de radio criticaba al gobierno, hasta ahí llegaba—quedaba sin trabajo.
Pero cuando vinieron las conversaciones de paz, la tierra se movió. Las ondas de radio de San Cristóbal de las Casas trasmitieron la voz del Subcomandante Marcos cuando hacía declaraciones ante una conferencia de prensa después de las conversaciones. Criticaba al gobierno por el tratamiento que daba a la población indígena, por las violaciones de los derechos humanos, por la falta de reforma social. Su voz llenó la plaza del pueblo, resonando por los hogares y los comercios, a medida que los habitantes se congregaban en absoluto silencio. Durante los silencios de sus pausas, se podía oír caer un alfíler.
A mi regreso a Miami, decidí que no viajaría durante el resto de mi primer trimestre. Después de hacer otro par de viajes para realizar reportajes aquel año, segura de que mi embarazo, ya de seis meses, iba bien, regresé a México para las elecciones presidenciales. Ese viaje resultó siendo algo más que la cobertura de una campaña volátil y de las consecuencias del asesinato del candidato preferido de las masas, Luis Donaldo Colosio. Me colocaría inesperadamente de nuevo cara a cara con el pasado de mi padre.
Cuando fui a entrevistar a Ernesto Zedillo, quien se había convertido en el candidato del PRI, sustituyendo a Colosio, me saludó un joven miembro de su equipo, con una sonrisa amistosa.
“¡Hola, prima!” fue su saludo.
Le sonreí amablemente, sin darle mayor importancia. Era probable que su apellido fuera Salinas y que simplemente me estuviera haciendo una broma. Después de todo, el apellido del presidente saliente también era Salinas, y, bueno, tal vez todos éramos primos. Pero este joven no se dio por vencido.
“No, es cierto. Somos de la familia. Mi abuela era María de Los Ángeles Cordero…,” me dijo.
Ay, Dios, pensé para mí, ese es el nombre de la hermana de mi padre.
“… y tengo una tía abuela, María Elena, por la que te bautizaron a ti. La llamaban La Bebita,” continuó. “Y también está mi tío abuelo que se fue para los Estados Unidos en los años 40…”
Lo observé y, en ese momento, lo vi idéntico a mi padre. Sus ojos eran verdes y prominentes, como los suyos. Me quedé sin habla. No podía dejar de mirarlo. Se rompió el hechizo cuando entró Zedillo y tuve que retirarme para hacerle la entrevista. Mientras le hacía las preguntas que tenía ya preparadas, mi pensamiento se escapaba de nuevo rumbo a este “primo.” No recuerdo de qué hablamos ese día el candidato y yo. Estoy segura que le pregunté acerca de la muerte de Colosio, pero lo que sea que le haya preguntado a Zedillo no tenía nada que ver con lo que realmente estaba pensando.
Después de la entrevista volví a donde se encontraba el joven sentado y hablamos un poco. Su nombre era Fernando Solís Cámara. (A propósito, era el asesor de imagen de Zedillo, una tarea formidable dado que el candidato estaba lejos de ser el hombre más carismático del mundo.) Le pregunté por mi familia. Se ofreció a organizar una comida con algunos parientes.
La noche siguiente me encontré sentada a una mesa con aproximadamente quince parientes, la mayoría de ellos extraños. Reconocí a dos de ellos como el hijo y la hija de mi tía María Elena, la tía bebita, una de las dos hermanas de mi padre con la que había permanecido en contacto después de haberse alejado del núcleo familiar más amplio. La hija era una mujer de facciones dulces llamada Martita Palafox y el hijo era un cantante de ópera llamado José Luis. Había también otro primo que recordaba de mi niñez. Y había también una mujer mayor, de pocas palabras, que estaba sentada a mi lado. No habló casi nada. Se limitó a sonreír y a mirarme con una expresión de cariño que me hacía sentir nerviosa.
“Esa es La Muñeca,” anunció uno de los parientes, después de un rato.
¿La Muñeca? No lo podía creer. Era mi prima María Elena, a quien por cariño le decíamos “La Muñeca.” Era la sobrina favorita de mi padre y solíamos ir a verla a Ensenada cuando yo era pequeña. Trabajaba con uno de nuestros tíos, quien según decían, había descubierto una cura para el cáncer. La Muñeca era la depositaria de su fórmula secreta. Decían que tenía la fórmula memorizada y que nunca la había puesto por escrito. Pero mucho tiempo después de que la viera por última vez, había tenido un derrame que la había dejado paralizada por varios años. Yo no sabía que había mejorado hasta el punto que ahora podía caminar, sin embargo sólo podía hablar con enorme dificultad. Se limitó a sacar una vieja y destartalada libreta de teléfonos, amarrada con una liga, y la abrió para mostrarme unas viejas fotografías de mi familia. Ahí estaban mi padre, mi madre, mi sobrina Cici y mi sobrino Charlie. Señalaba insistentemente las fotografías. Quería saber cómo estaban esas personas. Yo ni siquiera la había reconocido y sin embargo, ahí estaba ella, a mi lado, preguntándome por mi familia y sonriendo al ver mi prominente barriga. Debió haber pensado que ahí venía otra prima en camino. Fue maravilloso verla. Me trajo tantos recuerdos de mi niñez. A su lado, sentí que había encontrado por fin a la familia que por tanto años había perdido. Fue una experiencia muy especial.
Mi familia recién encontrada estaba emocionada con mi embarazo. Me hicieron prometerles que volvería con el bebé a visitarlos. Después de la comida, mi primo el asesor de imagen de Zedillo, me entregó una lista con todos los nombres y números de teléfono para que pudiera mantenerme en contacto.
Antes de irme de México, le pregunté a mi primo si sabía algo de por qué mi padre había abandonado el sacerdocio. ¿Tuvo mi madre algo que ver con eso?
“Bueno, sé que fue sacerdote, pero no sé por qué se salió,” me respondió. Me dijo que había otro familiar que aseguraba que mi padre había decidido dejar el sacerdocio antes de conocer a mi madre. Pero ¿quién era ese familiar y qué sabía? Ahora tenía más interrogantes que antes. Pero también tenía más parientes que antes. Tal vez alguno de ellos tuviera la llave de la Caja de los Secretos que representaba el pasado de mi padre. Le juré que me mantendría en contacto.
Ese primero de noviembre tuve una hermosa niñita, cachetona y con unos preciosos pies diminutos. Reconocería en cualquier parte a Julia Alexandra Rodríguez. No puede contener el llanto en el momento en que la vi y la sostuve en mis brazos. Era mi sueño hecho realidad. Y el mundo que yo conocía jamás volvería a ser el mismo. No sólo me convertí en madre, sino en madre antes que todo. Mi amor por el trabajo se convirtió en un romance secundario. Eliott y yo estábamos extasiados. El nacimiento de Julia nos uniría más que nunca.
Con dos hijas de un matrimonio anterior y una nueva bebé, las necesidades paternales de Eliott estaban más que satisfechas. Pero yo apenas comenzaba. Al año siguiente, quedé embarazada de nuevo. Estaba tan emocionada que empaqué el resultado positivo de mi prueba casera de embarazo en una caja de regalo y la envolví. Invité a mi esposo a cenar en un lugar romántico y, en el momento que me pareció más apropriado, le entregué la caja con la sorpresa.
Pero cuando la abrió, su boca también se abrió.
“Oh, no.”
Eso no era lo que yo quería oír. Pero sabía que tarde o temprano estaría tan contento con la idea de otro bebé como lo estaba con nuestra Julia.
No mucho tiempo después, fui a Chicago para asistir al banquete de premiación de la Convención Anual de la NAHJ. Yo sería la maestra de ceremonias de la cena de gala de la premiación, como lo había sido a le largo de varios años. Me sentía muy bien. Pero esa noche, antes del evento, sentí esos ya familiares cólicos. Supe exactamente de qué se trataba: otra pérdida. Quedé desconsolada.
A la noche siguiente, me encontraba de pie en el podio frente a cientos de colegas periodistas, como maestra de ceremonias del banquete de premiación, intentando con todas mis fuerzas de ocultar el dolor. Me sentía sola en mi tristeza, y furiosa con mi esposo por su renuncia antes que nada, a tener otro hijo. Era una idea irracional, lo sé. Pero tenía que culpar a alguien; así, quizá la pérdida no sería tan dolorosa esta vez. Pero lo cierto fue que Eliott también lo lamentó—estaba tan devastado como yo. Y tal vez fue este sentimiento compartido de nostalgia de los tres angelitos que se habían desvanecido de nuestras vidas, el que nos unió, en una tibia noche de agosto de 1996, cuando se produjo ese momento de intensidad en el que Gaby fue concebida. Mi preciosa Gabriela María nació el 9 de mayo de 1997.
LA MATERNIDAD se convirtió en el lente a través del cual llegaría a contemplar el mundo. Para mí fue cada vez más difícil dejar a mis hijas en casa mientras viajaba a cumplir con mis obligaciones periodísticas. Todo lo relevante a ellas estaba siempre en mi mente mientras me encontraba lejos—sus voces, sus lágrimas, sus fotografías. Sin embargo, el hecho de tenerlas me daba también una sensación de empatía hacia las historias de los demás, algo que hasta entonces no había sentido con tanta intensidad.