La cámara puede ser una cruel observadora. Lo ve todo, hasta las más mínimas imperfecciones. Nos guste o no, si estamos ante las cámaras de televisión cada noche, lo más probable es que nos convirtamos en expertas en maquillaje. Uno aprende a utilizar el lápiz corrector de piel como una varita mágica contra los estragos del cansancio, o de la falta de sueño de la noche anterior. Pero otras cosas no son tan fáciles de esconder. Por ejemplo, los sentimientos. Disfrazarlos requiere de mucho más que un buen corrector.
Conozco las reglas del periodismo, sobre todo la regla tácita que prohíbe que los reporteros se involucren en las historias que cubren. No deben involucrarse políticamente, claro está. No deben involucrarse socialmente, y jamás deben involucrarse emocionalmente. Pero es precisamente esta última parte la que con frecuencia quisiera poder cubrir con maquillaje. Confieso que más de una vez he roto la cláusula “emocional.” No sólo he abierto mi corazón en el curso de un reportaje sino que lo he dejado atrás en las calles de otros países y en hogares de extraños cuyos nombres no siempre recuerdo. Pero ¿cómo alejarnos de una mujer en duelo que nos recuerda a nuestra propia madre? ¿Cómo abandonar una familia en desgracia, que podría ser la nuestra? ¿Cómo ocultar los sentimientos que afloran con las historias de pérdida y amor? Claro está que he aprendido un truco muy ingenioso para secarme las lágrimas apresuradamente, durante los comerciales, en el set del noticiero. Simplemente inclino mi cabeza hacia atrás y parpadeo para que las lágrimas se vuelvan a meter a mis ojos. Funciona—o al menos evita que se corra el maquillaje. Pero no quiere decir que se nos convierta el corazón en teflón.
Sé que he roto esta regla porque hay historias que han permanecido durante años en mi memoria. No son grandes noticias periodísticas. No son los ángulos de las noticias de última hora que las hacen tan memorables. Es el elemento humano, la forma como estas “fuentes” me enseñaron valiosas lecciones sobre la fortaleza del espíritu humano. Las comparto aquí con ustedes tal y como las recuerdo:
Viajé a la Ciudad de México en el peor momento de la crisis económica de mediados de los años 90 para trabajar en un especial de una hora sobre el período preelectoral titulado México Busca Su Destino. La idea era ver el país no a través de los ojos de los políticos, los analistas o los intelectuales, sino a través de los ojos del pueblo. Mi tema era la economía. Era un momento en el que la gente común luchaba contra tasas de interés elevadísimas y unos niveles de inflación inverosimiles. Estaban perdiendo sus casas, sus autos, sus empleos. Si tenían préstamos, las erráticas tasas de interés habían triplicado el monto de sus pagos, precipitándolos hacia una espiral de desesperanza. Por lo tanto nos dispusimos a ilustrar las vicisitudes a las que tenía que enfrentarse el ciudadano mexicano común. Comenzamos nuestra búsqueda en la plaza Garibaldi, el lugar de reunión de los símbolos culturales más característicos de México, los mariachis.
La festiva plaza, salpicada de ruidosas cantinas, estaba colmada a reventar—en irónico contraste con la gran depresión económica. Los mariachis, ataviados con sus flamantes y adornados trajes, se paseaban de un lado al otro y cantaban a cambio de propinas. Uno de ellos, en especial, me llamó la atención mientras entonaba una triste canción ranchera. Me le acerqué y le pregunté cómo estaba enfrentando la crisis. Me respondió que estaba luchando por conseguir el dinero necesario. Era casado y tenía dos hijas que estudiaban en una escuela de comercio para aprender computación. Le preocupaba que tal vez no pudiera cubrir los gastos de su educación por mucho más tiempo. Le pregunté si podíamos hacerle una entrevista en su casa, con su familia, y me dio su dirección.
Al día siguiente, con Cristina Londoño tomamos un camino de montaña por las laderas de las afueras de la capital, buscando con grandes dificultades la casa de este mariachi. Recorrimos un camino empinado, hasta un punto donde terminaba el pavimento y la calle se convertía en un camino de tierra. Encontramos su casa en la cima de una loma. Era una estructura curiosa con paredes de ladrillo despintadas y un techo que abarcaba sólo la mitad de la casa. Golpeé con fuerza en la puerta de entrada, porque no había timbre.
“¿Sí?” dijo una voz de mujer desde el otro lado de la puerta. Le pregunté si el mariachi se encontraba en casa. Respondió que no, que había salido. “Mi esposo tuvo que irse. No la pudo llamar porque no tenemos teléfono,” gritó.
Le pregunté si podíamos entrevistarla.
“No, no, no,” respondió.
“Por favor, sólo por unos minutos,” le supliqué.
“No estoy debidamente vestida,” respondió.
“La esperaremos,” le dije.
Unos minutos después, se abrió la puerta que daba entrada a una humilde casa rural. La esposa del mariachi nos condujo por parches de luz y sombra—efectos del techo parcial—hasta una pequeña sala de estar. En la parte de atrás alcanzaba a ver jaulas de malla con pequeños animales de granja y gallinas que picoteaban por todo el lugar. La mujer me dijo que era enfermera pero que no estaba trabajando tiempo completo porque era muy difícil encontrar empleo. Trabajaba sólo de vez en cuando en enfermería. De hecho, mientras hablábamos, llegó una vecina a decirle que había un pequeño muy enfermo en la casa de al lado. La esposa del mariachi se disculpó y fue corriendo a aplicarle al niño una inyección de antibiótico. Así contribuía al presupuesto familiar, me explicó al regresar.
Mientras hablaba, me llevó hacia un pequeñísimo cuarto que compartía con su esposo. Era una habitación humilde, con el mínimo de muebles. Sin embargo, la pequeña cama brillaba con lujo. Sobre la cama, ella tenía listo y extendido el traje de mariachi para su marido. Era tan hermoso y elegante, como una reliquia preciosa, el traje de un rey. Y ese magnífico sombrero, símbolo del orgullo mexicano. Todo el atuendo parecía desentonar con su entorno desteñido y desgastado. Entre tanta pobreza, aquí se encontraban las prendas de oro que convertían al mariachi en miembro de la realeza folklórica por unas cuantas horas cada noche.
La esposa del mariachi me condujo después hasta una pared de ladrillo con el borde superior irregular, en la parte principal de la casa. La razón de que la pared no estuviera recta era que la estaban levantando ladrillo a ladrillo. Cada vez que conseguían algo de dinero, le ponían unos ladrillos más.
“Poquito a poco, un día tendremos cuatro paredes y un techo,” me explicó.
Sus hijas entraron como una exhalación a la habitación, con el pelo todavía mojado porque apenas salían del baño. Se despidieron de ella con un beso y se fueron a estudiar, bajando por el camino de tierra hasta el lugar donde tomarían el autobús, según me explicó su madre. De noche, tienen que volver a subir a pie. Me pareció algo sorprendente, considerando lo empinado de la loma y el largo trecho que tendrían que caminar para llegar a la casa. No deja nunca de sorprenderme que los mexicanos puedan vivir de esa forma, teniendo en cuenta que México es una nación rica en petróleo y hogar de algunas de las familias más adineradas de América Latina. Sin embargo, en la casa del mariachi nadie se quejaba. Las muchachas se consideraban afortunadas de poder estudiar, lo cual lograban, gracias a las apasionadas canciones de amor que su padre cantaba noche tras noche. Cada balada significaba otro día de clase, otra comida para la familia, otro ladrillo para la incompleta pared. Era un crudo contraste: las alegres melodías del folclor mexicano ocultaban una lucha común por la supervivencia.
Nunca logramos entrevistar al cantante en su hogar. Pero ahí estaba, en ese traje, su deslumbrante promesa que llenaba cada grieta de la casa.
Poco después de que tomara por primera vez el micrófono del noticiero de televisión, empecé a cubrir campañas electorales. He cubierto todo tipo de campañas de esta índole—campañas municipales, campañas para el congreso, campañas presidenciales, he entrevistado a personas que podían votar y que no lo hicieron, a personas que querían votar pero no podían hacerlo, y a personas que ni siguiera sabían que había elecciones. Pero entre todas las historias de las contiendas electorales, la que sigue estando en una categoría aparte es la que escuché de una pobre viuda peruana durante la campaña de reelección del presidente Alberto Fujimori, en 1995.
La encontramos en las afueras de la capital mientras recorríamos la ciudad en busca de las reacciones de los electores y algunas historias que le dieran un ángulo humano de la cobertura política. Era una mujer de escasos recursos que había dejado su casa en la montaña para mudarse a la ciudad después de que los guerrilleros de Sendero Luminoso asesinaran a su esposo. Tenía varios hijos, y todos vivían en una pequeña casucha en un barrio marginado con piso de tierra y paredes de lámina metálica. Vivían en condiciones horrendas, en una escasez tal que los niños estaban siempre sucios y descalzos. Dormían en un par de pequeños catres y cocinaban sus alimentos en una pequeña estufa a llama abierta, con un sólo fogón.
ERA UNA indígena que hablaba un español apenas rudimentario, pero no le tomó mucho tiempo narrarnos el carácter trágico de su historia. Era una representante de una pobre comunidad indígena atrapada entre los rebeldes y el ejército de Fujimori: los rebeldes usaban a los miembros de su comunidad como camuflaje, lo que sólo hacía que el ejército los persiguiera como simpatizantes de los guerrilleros. Después de que mataron a su esposo, esta mujer trajo a sus hijos de la montaña a la ciudad y entre todos se las arreglaron para reunir los medios necesarios para sobrevivir. Desafortunadamente, ni siquiera evadiendo la ruta de los miembros de Sendero Luminoso pudieron librarse del sufrimiento. Su hijo mayor, el que más le ayudaba con el trabajo y el sustento de la familia, sufrió graves heridas cuando el autobús en el que viajaba fue atacado por los rebeldes de Sendero.
El joven terminó en un hospital local, pero la madre no tenía medios para pagar su tratamiento. Entonces, empeño lo único de valor que poseía, su tarjeta de registro electoral. La dejó en el hospital como pago por el cuidado de su hijo. Para recuperarla, tendría que cancelar la cuenta. Naturalmente, la desventaja era que no podía votar. Y para ella, eso era algo trágico. Quería votar, con toda su alma, en las elecciones presidenciales. Su vida, la vida de sus hijos, todo dependía de su voto, insistía.
“¿Por quién votaría?”, le pregunté. Su respuesta fue contundente. Y definitiva.
“Por El Chino.” Se refería a Alberto Fujimori, un agrónomo descendiente de una modesta familia de inmigrantes japoneses. El autoritario presidente de línea dura que se tomó de improvisto al Perú, era su candidato. Él se había empeñado desmantelar el grupo del Sendero Luminoso—como eventualmente lo logró. Además, lo había visto en las áreas rurales, lanzando lápices y útiles escolares a los niños pobres desde su “chinomóvil”—un camión de cama plana acondicionado especialmente con una barandilla protectora. Para ella, esto quería decir que su candidato valoraba la educación aún para los peruanos más pobres. El conjunto de estos hechos la convenció de que si tan sólo lograba rescatar su tarjeta electoral, sus hijos tendrían la posibilidad de un buen futuro. Para ella, eso importaba más que el que su familia no tuviera suficiente comida, ni ropa, ni piso en la casa, ni el que se levantaran cada día a enfrentar una miseria cada vez peor.
Nada de esto parecía tener mucho sentido para la periodista escéptica en mí; pero sí me conmovió profundamente como madre. Su historia me afectó tanto que me vi obligada a interrumpir la entrevista a mitad de camino. Con una seña, les indiqué a Ángel Matos, el fotógrafo, y a Marilyn, que de nuevo era mi productora, que me esperaran afuera. Cuando salí de la casucha, sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Cuando miré a mis colegas, mis íntimos amigos, pude ver que también tenían los ojos húmedos. Nos tomamos un momento para recobrar el control y entramos de nuevo a la vivienda de esta mujer para continuar la entrevista. Cuando terminamos, tanto mis colegas como yo vaciamos los bolsillos y le dejamos todo el dinero que llevábamos.
“Vaya y compre ropa, útiles escolares, y comida para sus hijos. Olvídese de la tarjeta electoral,” le dije mientras nos íbamos. Pero, por alguna razón, no creo que lo haya hecho.
La Habana es un espejismo. Por la noche, brilla como una media luna dorada contra el venerable malecón, la famosa muralla al pie del mar. Durante el día, las majestuosas fachadas coloniales se levantan bajo el sol cubano, engañando al espectador desprevenido con su esplendor. Sí, son espléndidas—así como las fotografías color sepia son espléndidas—como objetos para admirar a distancia. Pero cuando uno se acerca, se da cuenta de que se están desintegrando, pedazo a pedazo y al entrar, al otro lado sólo hay miseria.
En mi primer viaje como reportera a Cuba, en 1995, fui a hacer un reportaje sobre la riqueza de la arquitectura de la Habana Vieja. El hecho de que me hayan permitido hacer un reportaje en Cuba es otra historia aparte. El gobierno de Fidel Castro había vetado a Univision en la isla desde hacía muchos años. Debido a que la cadena tenía su sede principal en Miami, nos percibían como parcializados y extremadamente influidos por los exiliados cubanos. Sin embargo, por sugerencia de mi esposo, me puse en contacto con los funcionarios de la Sección de Intereses Cubanos en Washington D.C. y les pedí que me dieran una visa. Fue difícil convencerlos, pero por fin lo logré y pude viajar a La Habana, sin cámara, simplemente para reunirme con funcionarios del gobierno y plantear allí el caso de Univision. Eso fue lo que hicimos y, después de tres días y muchas reuniones contenciosas, los convencimos de dejarnos regresar con nuestras cámaras.
En mi primera visita con credenciales, una de mis múltiples entrevistas me llevó a la oficina del principal historiador de La Habana, Eusebio Leal. Lo busqué después de haber visto todos los decrépitos edificios coloniales de La Habana Vieja y los que se encuentran a todo lo largo del Malecón. Por respeto a su erudición y su experiencia, le permití que hablara sin pausa hasta de los más mínimos detalles de la historia de las joyas arquitectónicas de La Habana. Al final de una entrevista sumamente larga, le hice algunas preguntas acerca de las estructuras derruidas que había podido ver. Respondió mi pregunta y me sonrió con escepticismo.
“No sé por qué tengo la impresión de que no utilizará nada de lo que le he dicho acerca de los edificios en ruinas,” me dijo.
Y tenía razón.
Entré a uno de esos edificios a la orilla del mar. En otro tiempo fue grande y espacioso. Ahora era un solar—un cuchitril. Había sido subdividido tantas veces que las familias que lo habitaban parecían confundirse unas con otras. Las paredes estaban descascaradas y peladas por la humedad. Las cucarachas corrían en todas direcciones por los pisos enlodados. Las tormentas y el deterioro general habían perforado agujeros en el techo, y el agua entraba por allí, empapando la ropa colgada a secar, los pocos muebles viejos y los pisos.
Encontré allí a una mujer con su bebé que vivía en ese hacinamiento. La observé mientras cargaba al bebé escaleras arriba y escaleras abajo. Los escalones estaban embarrados y resbalosos, no había barandal para sostenerse. La habitación donde dormía estaba en el piso superior por lo que tenía que subir esas escaleras varias veces al día. Las condiciones de vida no eran aptas para seres humanos. No había luz eléctrica ni inodoros que funcionaran. La pequeña estaba mocosa e intranquila y yo no podía dejar de mirarla. En ese momento, mi hija mayor, Julia, tenía un año, apenas un poco mayor que ésta, que, a pesar de la extrema pobreza en que vivía, tenía ropa y zapatos.
“Tengo familia en Miami,” me dijo la madre. “Me envían la ropa. La mayor parte la vendo para tener algo de dinero con qué vivir.”
Pero ¿cómo puede alguien sobrevivir ahí? ¿Cómo puede ella vivir, día tras día, en esas condiciones, con una bebé? La imagen de ellas dos subiendo y bajando por esas escaleras está grabada a fuego en mi memoria. No podía más que pensar en mi propia hija. Qué afortunada era de tener las pequeñas bendiciones que solemos dar por descontadas. De nuevo, busqué en mi bolsillo y le di a esta mujer lo que tenía, no más de cincuenta dólares. Como periodista que tenía la oportunidad de ver el lado oscuro de Cuba, supe que mi dinero y mi comprensión no iban a cambiar su vida en absoluto; pero como madre, no podía dejar de hacerlo.
En enero de 2001, mientras Washington D.C. se preparaba para una toma de posesión presidencial, un terremoto masivo sacudió a El Salvador, produciendo aludes de lodo, derrumbando montañas, arrasando barrios enteros, desapareciendo familias. He cubierto un buen número de desastres naturales y he sido testigo de la devastación que han producido. Pero, en la mayoría de los casos, he llegado como en paracaídas, me he apresurado a realizar las entrevistas y he salido con la misma rapidez. Ese es nuestro trabajo—hacer reportajes, escribir, redactar la historia y emprender otra misión. Pero el desastre de San Salvador me afectó muchísimo. Llegar allí fue casi imposible. Tuvimos que volar a Tegucigalpa, alquilar un avión pequeño y volar hasta un aeropuerto militar salvadoreño. Moverse por entre la devastación resultó aún más difícil. Las calles habían desaparecido. Los aludes de lodo habían arrasado con los barrios de las áreas montañosas. En algunos lugares parecía como si toda la ciudad estuviera bajo una gruesa capa de lodo. Sólo sobresalían las redes de energía eléctrica rotas y las antenas torcidas. El terremoto se había producido el sábado en la mañana, por lo que los niños estaban en sus casas. Las escuelas no se vieron afectadas por el sismo. Las casas sí, por desgracia, y muchos niños se perdieron entre el lodo y las ruinas.
Además de cubrir los efectos del terremoto para el noticiero, mi equipo y yo estábamos desarrollando una historia—La Anatomía de un Rescate—para nuestra revista noticiosa, Aquí y Ahora. De nuevo, Ángel Matos era mi fotógrafo y mi productora ejecutiva Patsy Loris dirigía nuestro equipo. Nos abrimos camino hacia uno de los barrios de las montañas, en donde los residentes intentaban sacar a sus seres queridos de entre las ruinas de lo que antes fueron sus hogares. Caminamos cuidadosamente por el terreno húmedo de lo que había sido un barrio obrero. Bajo nuestros pies se encontraban enterrados hogares, árboles, autos, personas. En medio de esta devastación, encontramos un hombre y una mujer que cavaban por entre las ruinas de su hogar en busca de sus dos hijos y de la mujer que los cuidaba. Durante horas cavaron y cavaron sin parar por entre el lodo y los ladrillos triturados. Cavaban contra reloj, conscientes de que, dentro de poco, llegarían los buldozers o aplanadoras a limpiar la zona. Cavaban con desesperación pero con cautela, cuidando de no dañar la superficie. Cuando cayó la noche sobre el sitio de la excavación, siguieron excavando iluminados por las luces de nuestra cámara, hasta que ya no pudieron sostenerse en pie.
A la mañana siguiente encontré al padre empeñado de nuevo en su tarea. Tenía la misma ropa. Era evidente que no había dormido ni comido. Su esposa se había desmayado y la habían tenido que llevar a uno de los refugios, por lo que siguió excavando solo.
“No creo que los encontremos con vida,” dijo, “pero tengo que intentarlo.”
Él y su esposa estaban en el trabajo cuando se produjo el terremoto. Corrieron a casa sólo para encontrar que todo había desaparecido, todo estaba enterrado. El dolor de su pérdida marcaba profundas arrugas en su rostro, mientras trataba de mirar de cara al sol. Observamos mientras cavó durante horas hasta tarde en la noche, cuando se vio obligado a descansar.
A la segunda mañana después del terremoto, lo encontramos de nuevo en el mismo estado de desesperación.
“No creo que los encuentre vivos,” repitió, “pero quiero encontrar sus cuerpos intactos. No quiero que las aplanadoras vengan y los destrocen.”
Lo dejamos para ir a cubrir otras historias y, al regresar, lo encontramos aún cavando. Había encontrado algunos útiles escolares, el pequeño bolso de su hija, algunos juguetes. Todo estaba cubierto de lodo, olía mal, pero él seguía decidido a encontrar a sus hijos. Trabajaba en un área a la que aún no habían llegado los buldozers. Todas las familias del área parecían encontrarse en la misma situación, afanados por encontrar a sus seres queridos desaparecidos. Del suelo emanaba el insoportable olor a muerte. Algunos usaban máscaras quirúrgicas para cubrirse la boca. Otros vomitaban. De vez en cuando se escuchaba un grito:
“¡Aquí hay parte de un cuerpo!”
O se escuchaba: “Mujer. Pelo largo. Blusa blanca. Encaje en el cuello.”
Y alguien respondía: “Es mi hija.”
Los socorristas tomaban el cuerpo y lo metían en una bolsa con un rótulo de identificación. Las familias que cavaban en aquel lugar utilizaban pequeñas palas, como las de los baldes con los que juegan los niños en la playa. Excavaban cuidadosa y meticulosamente, como arqueólogos buscando vestigios de ruinas antiguas. Pero se acababa el tiempo—las aplanadoras se acercaban más y más cada hora. Nuestra hora límite se aproximaba también. Debíamos salir de El Salvador a la mañana siguiente, y aún teníamos que escribir, editar y trasmitir nuestro reportaje. Cuando ya era tarde y estaba muy oscuro, le recordé a mi camarógrafo, Ángel, que tendríamos que irnos pronto. Estaba exhausto y emocionalmente agotado. Pero me indicó que no con la cabeza y siguió filmando mientras el hombre seguía cavando.
“No me puedo ir,” susurró. “Mis luces son lo único que tienen. ¿Cómo nos vamos a ir?”
Había gastado ya varias baterías. Cada vez que una se agotaba, iba a su bolsa y sacaba otra. Ya no estaba filmando para nuestra historia de ocho minutos. Simplemente mantenía encendida la luz para los niños enterrados.
Entonces, repentinamente, el padre que habíamos venido siguiendo comenzó a gritar:
“¡Aquí está! ¡Aquí está!”
Los socorristas vinieron corriendo a la montaña de tierra sobre la que estaba parado y destaparon la pierna y el pie de una criatura. El padre cayó al suelo doblado en dos.
“Es mi hija,” sollozó. “Ya puedo dejar de buscar. Éste es el fin para mí.”
Le pregunté cómo sabía que era su hija. Dijo algo que no he podido olvidar.
“Un padre conoce los pies de su hija. Un padre conoce los dedos de los pies de su hija.”
Pensé en mis dos niñitas y en cómo les hago cosquillas en los dedos de los pies y les digo que tiene los piececitos más lindos del mundo. No tenía palabras. Ángel y yo recogimos nuestras cosas y nos fuimos de la montaña. Viajamos en silencio hasta la oficina donde pasamos la noche armando nuestro reportaje, todavía aturdidos por lo que habíamos visto. Dejamos El Salvador a la mañana siguiente, pero nunca pude librarme de esas imágenes. Intenté volver a mi rutina diaria, inclusive fui a la cita que tenía para que me arreglaran las uñas. Pero tan pronto como Maribel, la manicurista, me preguntó cómo me había ido en mi viaje, irrumpí en llanto. Y cuando una productora se quejó de que mi historia se pasaba del tiempo por un minuto, le respondí:
“Está bien. Córtala. Pero tú decides qué vas a cortar. ¿La parte donde él cava con desesperación? O, tal vez ¿la parte donde encuentra el pie de su hija? Tú decides.”
No podía entender, por todos los cielos, cómo alguien se preocupaba por un minuto cuando se trataba de una historia tan trágica. Aunque también era cierto que aún no me había vuelto a adaptar a la modalidad de la televisión. Había pasado varios días siguiendo la tragedia de este padre y aún me encontraba allí. Vertí todos mis recuerdos en mi columna sindicada que titulé “Caminando Sobre la Muerte.”
Unos días después, Ángel y yo viajamos juntos a Washington a cubrir la primera toma de posesión presidencial de George W. Bush. Mientras me acomodaba en mi puesto en lo alto de un tejado que miraba hacia la Casa Blanca, me sentí terriblemente ajena a la historia. La ciudad a mis pies se agitaba entre la pompa y el ambiente de fiesta. En algún elegante salón, Jenna, la hija del presidente, lucía un vestido sin tirantes y bailaba con su padre. Abundaban los invitados en traje de gala y botas rancheras en las fiestas de la posesión presidencial. Por los monitores de nuestro estudio montado en el tejado pasaba un sinfín de imágenes. Eran imágenes hermosas y elegantes. Dios mío, pensé ¿en qué mundo vivimos? Me encuentro aquí, en uno de los pocos sectores más poderosos y glamorosos del mundo, y no puedo apartar de mi mente una parcela de lodo a miles de millas de distancia.
Aproximadamente un mes más tarde, en Miami, recibí una carta de un amigo de la familia salvadoreña que habíamos seguido. Según me dijo, se quedaron sin hogar y sin hijos, enfrentados a la tarea de reconstruir sus vidas. Pero a través de este amigo de la familia quisieron transmitirme su agradecimiento por publicar su historia. En una conmovedora posdata, este amigo agregaba que habian encontrado el cuerpo del otro niño, su hijo, poco después de que nos fuéramos. Me pregunté si habrían tenido que esperar a la luz del día, o si la luz de nuestras cámaras les pudieran haber ayudado.