Queridas Julia y Gaby:
Todas las noches, mientras duermen, entro a su cuarto, les doy un beso de buenas noches y les digo que las quiero. Sé que están tan profundamente dormidas que no pueden oir mi voz ni sentir mis labios sobre sus pequeñas mejillas. Pero es algo que tengo que hacer.
No puedo dormirme sin expresarles el amor que les tengo, sin mirarlas una última vez. Tal vez en la mañana la pasaremos peleando.
“¡Niñas, tómense el desayuno!”, estaré gritándoles. “Tienen que alimentarse para poder aprender lo que les enseñan en el colegio.”
“Mamá, eres tan injusta,” me dirán por no permitirles comprar un DVD portátil de $300 dólares.
Pero cuando llega la noche y las veo ahí con los ojos cerrados, acurrucadas en la cama, tan serenas, hermosas e inocentes, cuento mis bendiciones.
Qué suerte tengo de tenerlas como hijas. Casi toda mi vida soñé con ustedes. Cuando tenía catorce años, nacieron sus primos Cici y Charlie. Yo era apenas una niña, pero mis hermanas confiaban en mí y en mis amigas para que les cuidáramos sus bebés. ¿Pueden imaginárselo, unas bebés cuidando a otros bebés? Era como jugar a las muñecas. Pero funcionaba. Los cuidábamos muy bien. Se estableció de inmediato un lazo de cariño que me ha mantenido muy unida a Cici y a Charlie toda la vida, los quiero y los veo como si fueran míos. Pero no lo son.
Desde entonces, nunca quise nada tanto como ser mamá. Tomó más tiempo del que pensaba. Y el camino a la maternidad no fue fácil. Es curioso, porque muchos piensan que cuando una mujer tiene hijos tarde en la vida es porque así lo ha querido, y porque le ha dado más importancia a su carrera por lo que, sólo entonces, una vez que ha cumplido sus objetivos profesionales, está dispuesta a criar una familia. Pero ese no fue mi caso.
Tener una carrera era algo que hice mientras esperaba que ustedes llegaran. No fue por mi voluntad sino por las circunstancias de la vida que no me permitieron ser mamá hasta cuando tenía casi cuarenta años. Ahora quiero recuperar el tiempo perdido, quiero ser su mamá, su amiga, su confidente. Quiero saberlo todo acerca de ustedes y quiero que ustedes sepan todo acerca de mí. Quiero compartir con ustedes una vida sin secretos.
CRECÍ CONVENCIDA de que la maternidad era algo muy fácil. O como lo diría mi hija pequeña, “un pedazo de pastel.” Y tenía buenas razones para creerlo. Al menos me parecía que a mi mamá no le costaba el menor esfuerzo, y ella era mi modelo. Trabajaba sin cesar, sin embargo nunca nos descuidó ni nos privó de nada. Le encantaban los ratos que pasaba con nosotras. La imagen más nítida que tengo de ella es la de una mujer sonriente que sabía hacer malabares con sus obligaciones como costurera y sus responsabilidades como ama de casa. La recuerdo con un alfiletero alrededor de su muñeca y unas tijeras en la mano, cortando telas en su mesa de costura, o sentada ante su máquina de coser, pedaleando mientras le colgaba de la boca una hebra de hilo.
Siempre traía trabajo para terminar en casa, ya fuera de la exclusiva casa de novias en la Ciudad de México o del austero taller en Los Ángeles, y siempre tenía tiempo para terminar sus tareas domésticas y preparar la comida todas las noches. Hasta el momento, nunca he probado una sopa más deliciosa que la que ella nos preparaba en casa. Mi mamá no sólo sabía cumplir muy bien con sus deberes, sino que además era amorosa, paciente, dulce, fuerte y protectora. Soñaba con el día en que yo también sería madre. Y quería ser igual a ella.
Qué optimismo.
LAS COSAS no fueron exactamente como yo esperaba. Si, es cierto, heredé su ética laboral. Sé manejar dos trabajos a la vez. También traigo trabajo adicional a casa. Soy bastante hábil con el hilo y la aguja, pero no puedo cocinar, aunque de ello dependa mi vida. Pero en algún momento de mi acto de malabarismo, me di cuenta de que ser una mamá profesional es una de las tareas más difíciles a la que puede aspirar una mujer.
Claro está que se puede lograr. Millones de mujeres lo hacen día tras día, ya sea por necesidad o por elección. Pero para poder dominar con éxito el arte de la maternidad, hay que convertirse, física y emocionalmente, en supermujer. Después de pasar por cinco embarazos en cinco años, pensé que habia superado la parte más difícil de la maternidad. Pero me equivocaba. Lo más difícil no fueron los dolores de parto, sino los dolores de crianza de las hijas. Volver al trabajo después de la licencia de maternidad y tener que dejara la bebé, el ser más querido, al cuidado de alguien que es prácticamente una extraña, es algo que destroza los nervios de cualquier mamá, por decir lo menos. No tuve la suerte que tuvieron mis hermanas—ellas tenían a nuestra madre para ayudarles con sus bebés. Para cuando tuve mis hijas, mi mamá ya tenía ochenta años y estaba incapacitada por un derrame cerebral. Las adoraba, las besaba, tal vez hasta las aguantaba por unos minutos en sus brazos, pero eso era todo, ella misma necesitaba de alguien que la cuidara.
Mi mamá fue una sobreviviente. Tuvo que someterse a una cirugía del corazón para un bypass triple y sufrió un par de infartos cardíacos menores. Tenía un marcapasos y tenía que usar parches de nitroglicerina. Pero luchó con valor.
Cuando, en 1991, mi trabajo me llevó a Miami, vino a visitarme dos veces ese año. La última vez, vino para el Día de Acción de Gracias y decidió quedarse un par de meses. Me puse feliz. Siempre tuve una habitación en mi casa para mi madre. Esa Navidad, tuve que irme a un viaje que ya tenía programado a América del Sur con mi amiga Marilyn. Mi madre se fue para Orlando con su mejor amiga y su hermana—le encantaba Epcot. Pero volvió a Miami el primero de enero porque le dio un poco de taquicardia. Fue de urgencia al Hospital Mercy, donde los médicos la dejaron en observación durante la noche. Al día siguiente, cuando Marilyn y yo regresamos de nuestro viaje de turismo a Buenos Aires, encontré varios mensajes urgentes de Miami en mi hotel. Las noticias eran devastadoras. Mi madre había sufrido un derrame cerebral de grandes proporciones esa noche mientras estaba en el hospital. Creo que no recuerdo haber sentido jamás una sensación de impotencia semejante. Estaba tan lejos de ella. Todos los vuelos estaban llenos durante días. De todas formas fuimos al aeropuerto. Nuestro corresponsal, Osvaldo Petrozzino, trajo a un amigo cardiólogo en caso de que la aerolínea requiriera que alguien certificara el estado de salud de mi madre. Pasaron horas, pero eventualmente, sacaron a una pareja de un vuelo que iba para Miami a fin de dejarnos los puestos.
Cuando llegué al hospital, encontré a mi madre inmóvil en una cama de cuidados intensivos. Estaba totalmente paralizada. Durante días permanecí a su lado hasta que, poco a poco, comenzó a responder, primero abrió los ojos luego apretó mi mano. Permaneció acostada varias semanas en el hospital y, poco a poco, fue recuperando sus facultades y su capacidad de movimiento. Su primera palabra fue “cafecito.” Era como una niña que aprende a caminar y a hablar y a responder a los sonidos. Desarrolló un sentido de humor excepcional. Cambiaba los nombres de sus médicos. Su terapeuta, el Dr. Monasterios, se convirtió en el “Doctor Cementerio.” Su cardiólogo, el Dr. Centurión, recibió el nuevo nombre de “Doctor Cinturón.”
Pero no fue fácil. Extrañaba mucho su apartamento, sus muebles, su máquina de coser. Le compré una máquina de coser de juguete, esperando que esto la tranquilizara, pero no fue fácil engañarla. Sin embargo, nunca volvería a ser la misma. Ya no era la mujer independiente que se cuidaba sola y viajaba a donde quisiera, sin hablar de todo el cuidado que daba a sus nietos.
Por lo tanto, para mis hijas fue una suerte haber encontrado a Rosario, madre de cinco hijos, nicaragüense, que trabajó con nosotros como niñera durante diez años. No sólo se hizo cargo de mis bebés como si fueran suyas, demostró ser un valioso sistema de apoyo tanto para mí como para mi esposo. Se encargó de cuidar a nuestra bebé Julia, durante un otoño en el que Eliott y yo nos fuimos de vacaciones solos a Francia. Era un descanso que ambos necesitábamos. Pero aunque tomamos un crucero por los canales de Burgoña, disfrutamos de comidas exquisitas y probamos vinos espectaculares, fueron unos días muy tristes. Me hacía falta mi bebé cada minuto del día. Todas las mañanas, tan pronto como salía del buque, corría al primer teléfono público para llamar a casa. Hablaba con Julia como si en realidad pudiera entender lo que le estaba diciendo. Necesitaba que oírla, aunque nuestro intercambio fuera dolorosamente unilateral. Todo lo que podía escuchar era su respiración y sus gorjeos de bebé. Rosario me decía que estaba muy bien sin nosotros. Probablemente ni siquiera se había dado cuenta de que no estábamos con ella. Yo, por mi parte, tenía el corazón partido. A medida que Julia fue creciendo me di cuenta de que el esfuerzo que hice durante ese viaje por escuchar sus ruidos de bebé no fue ni remotamente tan difícil como tener que soportar sus gritos cuando aprendió a hablar:
“Mami no te vayas… Por favor, no te vayas…”
Pero tenía que ir a trabajar todos los días. Y con más frecuencia de la que hubiera querido, tenía que viajar fuera de la ciudad para hacer reportajes. A veces, no sabía por cuánto tiempo estaría ausente.
Cuando nació Gaby, Julia tenía apenas dos años y medio y aún no había dejado los pañales. Hasta entonces, si tenía que viajar por razones de trabajo, Eliott se encargaba de cuidarla y, durante los fines de semana, se ocupaban de ella y de las dos hijas mayores de Eliott, Erica y Bianca. Pero dos niñas de pañales y dos adolescentes era más de lo que él podía manejar solo, por lo que contratamos una niñera para los fines de semana—Ana Rosa vino al rescate. Se convirtió en mi mano derecha, me ayudaba a manejar la creciente carga de responsabilidades. No sólo me ayudaba con las niñas sino que atendía a mi madre enferma, asegurándose de que tomara sus medicinas a tiempo, de que comiera bien, de que saliera a caminar por las tardes al parque.
Mi madre tenía una persona que la cuidaba durante la semana, pero los fines de semana, yo me encargaba de ella. Su estado se deterioró hasta el punto que tuve que pedirle a mi sobrina Cici que se mudara de Miami a Los Ángeles para ayudar a cuidar a su abuela. No fue necesario rogarle, lo hizo con gusto. Nos turnábamos en los fines de semana y, eventualmente, mi hermana mayor, Isabel, se mudó también para Miami y nos ayudó en la rotación.
Antes de su derrame, siempre pensé que mi madre viviría más de noventa años. ¿Cómo no iba a ser así? Al llegar a los ochenta, todavía estaba vibrante y llena de energía. Le encantaba viajar y disfrutaba su independencia. Pero luego sufrió el derrame cerebral, y quedó delicada, débil y postrada en una cama. La llamaba todos los días y esperaba en el teléfono hasta que, tal como lo había hecho Julia cuando era una bebé, me respondiera con un ruido débil, prácticamente inaudible, o con un profundo suspiro. Era el ciclo de la vida y mi madre estaba llegando al final del suyo.
Un domingo por la tarde, cuando Eliott, mis hijas, mis hermanas y yo estábamos almorzando en un centro comercial, recibí una llamada de la persona que cuidaba a mi madre. Me dijo que tenía mucha dificultad para respirar. No era algo nuevo, esto le estaba ocurriendo desde hacía algún tiempo, pero sospeché que en esta ocasión podía tratarse de algo más grave. Para asegurarnos, decidimos ir a ver qué le pasaba. Mis hermanas se fueron primero, y les dijimos que las alcanzaríamos en el condominio donde vivía mamá. Pero cuando llegué, encontré a mis hermanas llorando. Mami había dejado de respirar.
Sus doctores nos habían advertido que el fin estaba próximo. Y en los últimos días se había debilitado y había adelgazado aún más, no podía comer, su cuerpo estaba lleno de llagas por estar tanto tiempo en cama. Sabía que su calidad de vida se había deteriorado hasta el punto en que ya no resistía más. Mi corazón me decía que debía sentir alivio de al fin haber descansado. Ahora estaba en un lugar mejor y ya no sufría. Más importante aún, como mi educación católica me lo había enseñado, se habría reunido con mi padre. Pero quedé devastada. Todos esos años de compartir una vida, de cuidarnos la una a la otra queriéndonos con un amor infinito e incondicional, habían terminado y yo no había estado con ella cuando cerró sus ojos por última vez.
Lo más duro de perder a un ser querido es aprender a vivir sin él. ¿Cómo levantarse cada mañana y no llamarla, cómo llegar a casa después de un agotador viaje y no ir a visitarla? Desde que tenía memoria, mi vida había girado en torno a mi madre. Me había cuidado hasta cuando comencé a cuidarla yo. Ahora, más que nunca, sentía la necesidad de seguir su ejemplo.
Pero ella había establecido un nivel demasiado alto. Mi madre había tomado tan en serio su trabajo de costurera como yo el mío de comunicadora. Soy afortunada de hacer lo que hago, pero como presentadora y corresponsal de una cadena de televisión, no soy dueña de mi tiempo. Debo estar lista todos los días, las veinticuatro horas del día, a ir a donde me llamen. Mi teléfono puede sonar en cualquier momento con un boletín de noticias que me puede llevar a otra zona horaria. A las dos de la mañana en un cálido amanecer de agosto de 1997, recibí una de esas llamadas de Alina Falcón, quien era mi directora de noticias en ese entonces. Lady Diana había muerto a consecuencia de un terrible accidente automovilístico en Paris. Tenía dos horas para tomar un avión a Londres y cubrir la reacción a su muerte. ¿Cuánto tiempo tendría que estar allí? ¿Quién iba a saberlo? Pensé que estaría ausente por tres o cuatro días a lo sumo, pero la historia me retuvo allí durante más de diez días. Mi bebé, Gaby, tenía apenas tres meses. Esos diez días me parecieron diez semanas.
En la mayoría de los casos, mis hijas no se daban mucha cuenta de mis ausencias hasta que crecieron lo suficiente para comprender que, a veces, “adiós” significaba que pasarían días antes de que me volvieran a ver. A mi regreso, era frecuente que tuviera que ir directamente al estudio a trabajar. Después de un tiempo, en vez de saludarme cuando regresaba, mis hijas me recibían con una dura pregunta:
“¿Tienes trabajo, mamá?”
Era tan difícil para ellas entender por qué tenía que irme una y otra vez. Pero era aún más duro para mí tener que dejarlas. Como decía mi pediatra para tranquilizarme, “las niñas estarán bien, pero no podía decir lo mismo de la mamá.” Todavía se me hace un nudo en la garganta cada vez que tengo que despedirme de ellas antes de irme a una asignación. Las llamo por la mañana, a medio día y por la noche. Tengo que oír sus voces, y, lo que es más importante, no quiero que se acostumbren a mi ausencia.
Al igual que tantas mamás que trabajan, con frecuencia intento justificar mi doble papel. Mi trabajo es importante porque me permite forjar un mejor futuro para mis hijas, y darles la mejor educación. Sí, podríamos arreglárnoslas sin la escuela privada, sin la niñera y sin la amplia y cómoda casa en que vivimos, pero ¿queremos hacerlo? ¿Tenemos que hacerlo?
He tratado de explicarles a mis hijas la importancia de mi trabajo. Les digo que siento que a través de mi trabajo puedo contribuir a mejorar la vida de la gente, y, parece que ellas entienden. Pero hay algunas advertencias ocasionales, no tan indirectas, que me indican que debo tomar las cosas con más calma. Durante una época especialmente caótica, cuando estaba grabando un comentario habitual de radio y escribiendo una columna para el sitio Internet de Univision, además de mis responsabilidades en la televisión, llegaba a casa, besaba a mis hijas y corría a la oficina que tengo en mi hogar para escribir. Trabajaba inclusive los fines de semana, apresurándome para cumplir las fechas de entrega de mi columna cada lunes. Julia se dio cuenta de mi exagerada carga de trabajo. Un día, mientras íbamos en el automóvil, me contó un sueño extraño que había tenido la noche anterior:
“Había una cochinita que se perdió en el bosque. Estaba muy asustada porque no encontraba su camino a casa. Estaba llorando con todas sus fuerzas llamando a su mamá. Cuando al fin llegó a su casa, su mamá le dijo, ‘Muy bien, estoy feliz de que hayas vuelto a casa.’ Pero la cochinita seguía realmente triste.”
El final de la historia me tomó por sorpresa.
“¿Por qué seguía triste la cochinita?”, le pregunté.
“Porque su mamá ni cuenta se había dado que estaba perdida porque estaba demasiado ocupada trabajando en Internet,” me respondió.
¡Eso me afectó más que una puñalada en el corazón! El mensaje de Julia me llegó claro y conciso. Supe que tenía que hacer algunos cambios en mi horario de trabajo. Lo primero que hice fue cambiar la fecha de entrega de mi columna. No quería dedicar más fines de semana a escribir o a investigar. De hecho, ahora procuro no trabajar en mi casa, a menos que las niñas estén en el colegio o dormidas.
Comprendí que el mensaje de Julia era el mismo que me había enseñado mi madre con su ejemplo. Los niños no deben sentir que el trabajo de sus padres los está privando de algo que les pertenece.
El golpe que me propinó Gaby fue aún más contundente. Un día, de buenas a primeras, dijo:
“Cuando sea grande, voy a ser una mamá que se queda en casa.”
“¿Ah, si?”, le respondí.
“Sí. Les demostraré a mis hijos que de verdad los quiero. Y no voy a tener niñera, tampoco.”
Sus ojitos me miraron con una expresión malvada. Me descontroló hasta el punto de que le respondí con otro dardo de mi parte:
“Bien, de todas formas no podrías pagar una niñera, porque no tendrás un trabajo y, por consiguiente, no tendrás dinero.”
Pero ella no se detuvo.
“Está bien. Mi esposo puede trabajar y mantenerme,” fue su respuesta.
No podía creer que me estuviera enfrentando en este tipo de discusión con una muchachita de siete años. Estaba segura de que ella por sí sola no había desarrollado esa teoría. Debe haber escuchado a algún adulto hablar al respecto en la escuela. Después de todo, la mayoría de las mamás de sus amigas permanecían en casa. Sé que ellas trabajan muy duro y terminan el día tan agotadas como yo. Sé también que a pesar de sus hirientes indirectas—y algunos golpes que a veces me lanzan directamente—mis hijas me comprenden y se sienten orgullosas de mí.
En una ocasión, cuando Julia estaba en primero de primaria, la maestra pidió que todas las niñas de la clase redactaran mensajes para sus madres diciéndoles qué las hacía especiales. Los mensajes eran los que pueden imaginarse:
“Mi mamá es especial porque me cuida cuando estoy enferma.”
“Mi mamá es especial porque me lleva a la cama y me arropa por las noches.”
El mensaje de Julia era un poco distinto: “Mi mamá es una mujer respetable y responsable.”
Hubiera preferido un giro más afectivo en la frase, pero su mensaje me pareció revelador. Me indicó que se sentía orgullosa de mí y que, tal vez, yo no era sólo una madre, sino un modelo a seguir.
Sin embargo, muchas veces me he esforzado por saber qué tan sabias han sido mis decisiones. Es cierto que la mayoría de mis viajes no son de mi elección, pero hubo uno en especial que elegí hacer en la primavera de 2001. Era una importante elección de alcaldes en Los Ángeles. Entre los primeros candidatos estaba Antonio Villaraigosa, el ex vocero de la Asamblea Estatal. Era una historia que no quería perderme. Desde el comienzo de mi carrera como reportera local, había esperado el día en el que la comunidad latina de Los Ángeles al fin alcanzaría la representación política que merecía. El que los latinos tuvieran acceso a las posiciones de poder era un tema al que había dedicado gran parte de mi tiempo y esfuerzo como periodista, y Villaraigosa tenía buenas probabilidades de convertirse en alcalde. Quería estar allí y reportar ese hito histórico.
Pero me enfrentaba a un dilema: ir a Los Ángeles y cubrir las elecciones o quedarme en Miami y asistir a la graduación de Julia de kinder.
Sabía que no estaría sola. Su papá, sus hermanas, sus tías, sus abuelos, toda la familia estaría allí para su día especial. Tal vez no se daría cuenta de mi ausencia. En realidad así esperaba que fuera cuando viajé a California a cubrir esa historia. Y lo fue—ella estuvo muy bien.
Sin embargo, hasta el día de hoy, aún no me recupero de esa decisión. El sentimiento de culpa que tengo es enorme. ¿Cómo fui capaz de irme? Villaraigosa perdió las elecciones, pero ese no es el punto. Tomé la decisión equivocada. Villaraigosa podía volver a postularse—como de hecho lo hizo, ganando las elecciones para alcalde en 2005 por una abrumadora mayoría. De hecho, me invitó como maestra de ceremonia a su posesión el 1 de julio de ese año. Pero Julia se graduó de kinder sólo una vez y su mamá no estuvo con ella.
Procuro aliviar ese sentimiento de culpa centrándome en la calidad del tiempo que pasamos juntas, no en los días que estamos separadas. Cuando estoy en casa, me aseguro de que yo sea la primera persona que mis hijas vean al abrir los ojos por la mañana y la última al cerrar los ojos en la noche.
Algunas noches, cuando las miro mientras se quedan dormidas, siento que casi lo he logrado, casi alcanzo esa pauta de maternidad que mi madre me fijó. No sé si alguna vez llegaré a igualarla, pero me siento afortunada de saber que tengo ese ejemplo que imitar.