DOCE

Un Mensaje de las Ruinas

De todos los ideales que heredé de mi padre, el que me ha definido más claramente como norteamericana es su amor por la paz. Cuando recuerdo sus profundas frases, y cuando vuelvo a leer su carta de 1944 al Departamento de Guerra de los Estados Unidos, me doy cuenta de que la manzana no cayó muy lejos del árbol. Comparto plenamente su convicción de que la seguridad nacional no depende de la cifra del presupuesto militar de este país sino de su deseo de procurar, ante todo, soluciones no violentas a los conflictos. Esto no significa que no pueda desempeñarme como reportera imparcial en épocas de guerra. Por el contrario, creo que las verdaderas democracias se fortalecen cada día por las libertades que practican y eso incluye un periodismo balanceado.

Cuando supe que sería enviada a cubrir la guerra en Irak, en la primavera de 2003, me atormentaban una mezcla de sentimientos encontrados. Como esposa, y madre de dos hijas pequeñas, sabía que mi familia estaría muy preocupada por mi seguridad. Claro que estaban acostumbrados a mis viajes a último momento. Pero no es exactamente lo mismo salir a cubrir la muerte de una amada princesa, una cumbre de superpotencias o una elección en un país tercermundista que irse a cubrir una guerra. Era una misión peligrosa e impredecible.

Como periodista, sabía que tenía que ir. Esa historia era mucho más grande que las historias que transmitía todas las noches a mis televidentes, y lo sería durante el futuro previsible. No era el tipo de historia que se cubre basándose en las informaciones que llegan de los servicios de noticias por cable ni de las conferencias de prensa del Pentágono. Era una historia que requería de presencia en el lugar de los hechos.

Claro que eso de llegar, a territorio iraquí, era más fácil de decir que de hacer, sobre todo para periodistas que no viajaban con las tropas estadounidenses. Teníamos que recurrir a accesos por vías secundarias, contratar traductores y servicio de guardia privado, así como elaborar meticulosos planes propios. Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos. Me gustaría retomar el desarrollo de estos desde un poco más atrás.

Unos días antes de mi viaje, me encontré en una revista la fotografía de un joven iraquí. Este muchacho había perdido sus dos brazos y había sufrido graves quemaduras, hacía pocos días, cuando un cohete estadounidense cayó sobre su casa, matando a dieciséis miembros de su familia, entre ellos a sus padres y a su hermano. Este niño era el símbolo del llamado daño colateral, un blanco no intencional, de la guerra contra el terrorismo, pero, de cualquier forma, una víctima de esa guerra. Mientras empacaba para tomar el avión a Kuwait, no podía sacar de mi mente la dolorosa e inexpresiva mirada del muchacho que había visto en la revista.

Unos días después de llegar a la Ciudad de Kuwait, con Ángel Matos y Herman Ulloa como camarógrafos y la productora Margarita Rabin, supe que el muchacho, cuya dramática historia había ocupado los titulares del mundo entero, aún estaba con vida. Había sido llevado por avión a la Ciudad de Kuwait, a un hospital especializado en víctimas de quemaduras. Su nombre era Ali Ismael Abbas.

Llegamos a la unidad de quemados del hospital, esperando poderlo ver y, de ser posible, entrevistarlo. El jefe de cirujanos que lo había estado tratando nos informó que el estado del muchacho era extremadamente delicado, ya habían tomado fotografías para la prensa el día anterior. El doctor nos informó que Ali estaba respondiendo bien al tratamiento y que los injertos de piel de su tórax estaban prendiendo satisfactoriamente. Le dije lo importante que era la historia de Ali para nuestros televidentes, muchos de los cuales provenían de los países latinoamericanos desgarrados por la guerra, donde niños como éste sufrían las consecuencias de la acción bélica. Debimos conmoverlo porque aceptó permitirnos ver a Ali aunque sólo por cinco minutos. Tuvimos que usar máscaras y batas quirúrgicas para proteger al niño de posibles infecciones. Entramos a la habitación de Ali y encontramos a un muchacho de once años totalmente concentrado en las imágenes de un pequeño reproductor de DVD. ¿Qué miraba con tanta atención? Cuando me acerqué a su cama, me di cuenta de que esta joven víctima de la guerra estaba hipnotizada ante una secuencia de una batalla entre personajes animados japoneses, Pokemon. Una de las doctoras que lo atendían, la doctora Sabreen Alzamel, aceptó ser nuestra traductora durante la corta visita.

“¿Cómo se siente?” pregunté a la doctora. Ella evidentemente se conmovió con la respuesta del muchacho.

“Quiere volver a tener sus brazos,” dijo.

Y quería su hogar y el carro de su padre, también, según le explicó Ali a la doctora. ¿Cómo más iba a poder trabajar para mantener a sus cinco hermanas que, milagrosamente, sobrevivieron al bombardeo? Éste era su mensaje al gobierno de los Estados Unidos.

Sólo un par de semanas antes, el mundo observó asombrado cómo las tropas norteamericanas tumbaban la estatua de Saddam Hussein. Se había convertido en la imagen central de la guerra—este busto de metal arrastrado por las calles por masas de iraquíes que celebraban la caída del odiado “Carnicero de Bagdad.” Pero había un muchacho cuyo único crimen era el de estar en el lugar equivocado al momento equivocado. Él también era un símbolo de esta guerra; su torso mutilado por las bombas dirigidas a librar al mundo de un despiadado dictador.

Ali se expresaba con una pasión y una intensidad superior a sus años. Me sorprendieron su determinación y espíritu resuelto. Me preguntaba cómo sería su pueblo. ¿Dónde estaban sus hermanas? ¿Cómo estaban soportando las consecuencias de semejante pérdida? Estaba decidida a llegar a Bagdad para averiguarlo.

Entre el bullicio de los médicos y los periodistas en el hospital, captamos la voz de un hombre que hablaba con los reporteros en perfecto inglés con acento británico. Su nombre era Stewart Innes y había venido de Bagdad, donde trabajaba como traductor para un periodista australiano que estaba cubriendo la historia del muchacho. Nos contó que, en Australia, había sido tan abrumadora la reacción a la tragedia del muchacho que un generoso lector había ofrecido comprarle una casa nueva, o cualquier otra cosa que necesitara. Lo que el joven necesitaba era un mejor hospital, porque lo estaban atendiendo, inicialmente, en unas instalaciones médicas carentes de los más elementales recursos en un barrio de Ciudad Saddr en Bagdad. Entonces Innes y el equipo australiano convencieron a los soldados del ejército estadounidense de traerlo en un helicóptero medivac Black Hawk a uno de los mejores centros para atención de quemados en Kuwait.

Innes cruzó nuestro camino justo a tiempo. El traductor kuwaití con el que habíamos venido trabajando no podía viajar a Irak. Le preguntamos a Innes si podía acompañarnos y, por suerte, estaba libre y se mostró dispuesto a hacerlo. Conocía muy bien Bagdad y, más importante aún, sabía como llegar a las ruinas de la casa de Ali.

 

 

MI EQUIPO y yo estuvimos en Kuwait durante toda una semana tratando de convencer a los oficiales del ejército de los Estados Unidos de que nos permitieran cruzar la frontera. Habíamos pensado que podríamos lograr que alguien nos llevara en un avión militar de los Estados Unidos hasta Bagdad. No era una idea tan descabellada—días antes, los oficiales del ejército de los Estados Unidos habían tenido esa cortesía con Christiane Amanpour de la CNN y unos cuantos periodistas importantes. Sin embargo, después de varios días de insistir ante distintas autoridades, los militares no nos acercaron a Bagdad. Tratamos inclusive de convencerlos de que nos permitieran ir detrás de sus tanques. Eso tampoco dio resultado. En cambio, nos encontramos enfrentados a la peor de las tormentas de arena mientras nos dirigíamos a Camp Victory, en Kuwait.

En este polvoriento campamento, los oficiales del ejército habían reunido a un grupo de soldados hispanos para que los entrevistáramos. Eran muchachos jóvenes, algunos de no más de dieciocho años, del Tercer Regimiento Blindado de Caballería, provenientes de Colorado Springs, Colorado, la división de caballería más antigua de los Estados Unidos. Conocimos al sargento Arturo Loredo, un joven valiente, cuyo padre mexicano izó la bandera norteamericana al frente de su casa el día que él se convirtió en oficial del ejército. Y a Álvaro Razo, un soldado de diecinueve años de Michoacán, México, que había venido por la ruta de Fresno, California. Vivía el sueño de su niñez. Y no estaba solo. Había traído un relicario, con la imagen de la Virgen de Guadalupe y un rosario, que llevaba colgado al cuello junto con sus placas de identificación. También conocimos a Jesús Ortega, de San Diego, California, así como a Israel Figueroa de Orlando, Florida, ambos de veinte años y apartados de sus familias por primera vez en sus vidas.

Instalamos nuestro “videoteléfono” y salimos en vivo con sus entrevistas en el programa de la mañana de Univision, Despierta América. A través de la magia de estos teléfonos satelitales, también pudimos conectarlos con sus familias en Estados Unidos. Al mirarlos, mientras hablaban con sus familiares, no vi los curtidos soldados de un regimiento histórico sino unos niños de rostros infantiles, algunos menores que mi hijastra que en ese momento tenía veinte años. Tenían miedo y nostalgia. Les ofrecimos llevar cartas a sus hogares. Meses después, sus agradecidas familias se pondrían en contacto con nosotros.

 

 

AUNQUE NUESTRA visita a Camp Victory valió la pena, demoró nuestro viaje a Bagdad. Supongo que de eso se trataba, de distraemos con historias “positivas” y demorarnos, con la esperanza de que nos diéramos por vencidos. Me di cuenta de que el ejército de los Estados Unidos no tenía la menor intención de ayudarnos a llegar a Irak, ya fuera por tierra o por aire, cuando el oficial jefe de comunicaciones nos explicó cuál sería el escenario, en el mejor de los casos.

“Ustedes siguen insistiendo que los llevemos a Bagdad. Entonces los llevaremos, pero no les permitiremos salir del aeropuerto. Podrán obtener algunas imágenes del aeropuerto y regresar,” me dijo.

“No, queremos ir a Bagdad,” insistí.

“Está bien, entonces, podemos dejarlos y ustedes pueden pasar la reja y entrar a Bagdad. Luego, cuando les disparen en la cabeza, no seré el encargado de llamar a su esposo a decírselo,” me respondió.

Hasta ahí llegaron nuestros escoltas militares. Nuestros pases “unilaterales” significaban que iríamos por nuestra propia cuenta. Necesitábamos además un permiso del gobierno de Kuwait para cruzar la frontera. Pero eso no fue tan difícil de obtener. Mientras hacíamos todos los trámites, uno de los funcionarios kuwaitíes detectó la palabra “Univision” en nuestras solicitudes.

“¿Univision? ¿Conocen a Bert Delgado?,” preguntó.

Claro que conocíamos a Bert. Era un viejo amigo que había trabajado en la cadena durante muchos años.

“¡Su padre fue mi profesor!” nos dijo. Por coincidencias del destino, este joven kuwaití no solamente había estudiado en los Estados Unidos sino que lo había hecho muy cerca de nosotros, en la Universidad Internacional de la Florida. Obtuvimos nuestros pases sin demora—gracias a Bert.

Los tres miembros de mi equipo y yo nos unimos a una caravana de otros “unilaterales”—periodistas, traductores y guardias británicos vestidos de civiles—y tomamos todas las precauciones imaginables. Alquilamos dos vehículos de doble tracción, nos aseguramos de llevar un juego adicional de neumáticos, una provisión de gasolina, de todo.

Cuando terminamos la transmisión del noticiero de la noche, a las 2:30 A.M., hora local, fuimos al supermercado a comprar provisiones. Compramos dos generadores, una tetera, agua, Spam, atún, galletas, frutas enlatadas, papel higiénico, servilletas y toneladas de café. Empacamos nuestros chalecos antibalas y nuestras máscaras de gas y a las 4:30 A.M., emprendimos el viaje.

Cuando amaneció en el desierto, todo lo que podía ver por millas y millas de distancia era arena. A los lados de la solitaria carretera iraquí, vimos unos cuantos tanques destruidos, ocasionales caravanas de camellos y vehículos blindados estadounidenses que transitaban en ambos sentidos. Del interior de pequeñísimas nubes de polvo aparecían nómadas, con sus brazos estirados, en un incomprensible lenguaje corporal. ¿Qué querían? ¿Agua? ¿Comida? ¿Dólares? No teníamos la menor idea. Le di una manzana a una mujer y se limitó a mirarla. No habló. Sólo lloró. ¿Qué quería? ¿Cómo saberlo?

A una hora de Bagdad, el guardia de seguridad británico nos indicó que nos pusiéramos los chalecos antibala. Muy pronto, aparecieron señales que mostraban una ciudad militarizada. Nos dirigimos a la zona central bloqueada por tropas estadounidenses y encontramos el Hotel Palestine, frente a la plaza, donde antes se encontrara el famoso busto derrocado de Saddam Hussein.

El hotel, convertido en la improvisada sede de los corresponsales extranjeros, estaba, desde hacía varios días, sin agua corriente ni electricidad. Para fortuna nuestra, un productor de la CNN, en preparación a nuestra llegada, nos había reservado dos unidades en un pequeño edificio de apartamentos detrás el hotel. Por lo tanto, durante la semana que estuvimos en Bagdad, no sólo contamos con un amplio espacio sino con las bondades del agua corriente, fría pero limpia.

Hacía cuatro semanas que había comenzado la guerra. La ciudad estaba prácticamente cerrada. No había semáforos, ni reglas de ningún tipo. La mayoría de los edificios públicos habían sido bombardeados por las “bombas inteligentes” estadounidenses, tan inteligentes que habían dejado el ministerio de petróleo intacto. En las calles, las cámaras de televisión filmaban a quienes se dedicaban al pillaje, mientras excavaban y rebuscaban entre los lujosos desechos de los palacios de Saddam. Pero el primer día nosotros enfocamos nuestro reportaje en una excavación diferente. Nuestro traductor se había enterado de que habían descubierto una fosa común. Seguimos las instrucciones de su fuente de información para llegar hasta el sitio a través de una compleja ruta que exigía sortear las congestiones de tráfico y convencer a los soldados para que nos permitieran el acceso a ciertas vías. Cuando al fin llegamos al supuesto sitio de la fosa común, nos dimos cuenta de que un automóvil venía siguiéndonos. Nos detuvimos para preguntar qué querían. Después de unos tensos momentos, les preguntamos si sabían algo sobre el sector donde estaban las fosas comunes. Sí lo sabían. Pasaron su auto delante de los nuestros y los seguimos hasta un área abandonada que antes había servido como campo de entrenamiento para la policía secreta iraquí. Al interior, cuando el camino se fue apartando hasta convertirse en un sendero de tierra, comenzamos a preocuparnos y a preguntarnos a dónde nos llevarían. Pero luego vimos un grupo de gente de pie ante una larga trinchera sobre un barranco de tierra. Era ahí donde estaban desenterrando los cuerpos, con la esperanza de encontrar a sus seres queridos. Mientras filmábamos, desenterraron varios cadáveres.

¿Quién los había enterrado? Ni siquiera quienes estaban excavando parecían saberlo a ciencia cierta. Podían ser víctimas de la brutalidad de Saddam Hussein o podía tratarse de rebeles iraquíes enterrados por los norteamericanos. Cualquiera que fuera el caso, los excavadores de tumbas se habían tomado lo que parecía ser un centro de entrenamiento de los temibles Guardias Republicanos de Hussein, en donde habían dejado una macabra escena salpicada de granadas estalladas y cartuchos vacíos.

Esa primera experiencia cambiaría el tono de nuestra cobertura. Nos esforzamos por salimos de las noticias comunes. Nos arriesgamos a ingresar más allá de las líneas militares de los Estados Unidos en la Ciudad Saddr, una zona franca, un tugurio habitado por malhechores iraquíes armados, que vendían armas y municiones robadas en su mercado. Durante años, la mayoría Shiita sufrió la represión de Saddam Hussein, quien les prohibió practicar abiertamente su religión. Pronto, después de la invasión, se apoderaron de sector antes llamado Ciudad Saddam y lo rebautizaron Ciudad Saddr, en honor de su maestro espiritual, el fallecido Imán Mohammed Saddr, martirizado por Hussein.

Mientras caminábamos por el lugar, se reunió una multitud y sus gritos se oían en el fondo, mientras yo instalaba mi equipo. Según Stewart Innes, nuestro traductor, se quejaban por la falta de alimentos, agua, electricidad y seguridad. Pero, una vez más, la brecha entre ellos y nosotros era enorme. A medida que sus gritos aumentaban en intensidad, Innes sugirió que volviéramos al auto. Yo miré hacia atrás, pero los habitantes locales seguían arremolinándose a mi alrededor. Estaba muy nerviosa, pero procuré mostrarme tan amistosa como me fue posible. Sonreí e intenté demostrarles mi compasión. Cuando llegué al auto, alcancé a ver por un momento, en un techo cercano, un francotirador apuntando su rifle hacia mí. Se me paró el corazón. Temiendo lo peor, me limité a saludarlo con la mano y sonreír. Para mi sorpresa, me devolvió el saludo.

¿Quienes creían estos iraquíes que éramos nosotros y qué imaginaban que estábamos haciendo allí? Estoy segura de que estaban tan ofuscados y confundido como nosotros.

Esa noche, de vuelta en el apartamento, escribimos a la luz de una vela y tuvimos que utilizar el generador para conectar nuestro equipo de edición. Mi accesorio favorito resultó ser una confiable y pequeña linterna que iluminaba el camino desde nuestro “estudio” en el techo del Hotel Palestine, desde donde se veía la mezquita al otro lado de la calle, y nos permitía volver a nuestras habitaciones, subiendo seis pisos por escalera.

En nuestro apartamento, conocimos a un grupo de médicos españoles, miembros de Médicos del Mundo, que trabajaban como voluntarios en un hospital cercano. Los seguimos mientras atendían a los iraquíes en un pabellón de pacientes mutilados por la violencia. Los doctores habían traído medicamentos y equipos médicos desde España, porque las provisiones de los hospitales locales eran extremadamente escasas. Entrevistamos a madres que nos contaron cómo sus hijos habían sido víctimas de dispositivos explosivos perdidos. Había un pequeño que había recogido una granada que le estalló en la mano. Una niñita que había perdido una pierna. Su hermana había muerto. Cada habitación a la que entrábamos nos deparaba historias e imágenes trágicas, todas tan conmovedoras como la historia de Ali.

A mitad de la semana, con la ayuda de Innes, salimos en busca de la casa del joven Ali. Quedaba en un barrio pobre, en las afueras de Bagdad. Mientras conducíamos por la desolada región, me preguntaba cómo, en la era de las “bombas inteligentes,” esa explosión había producido una destrucción tan devastadora entre esta población civil. Una teoría local sostenía que el blanco al que supuestamente estaba dirigido el bombardeo del 30 de marzo de 2003 era un vehículo militar iraquí estacionado en un campo abierto a menos de una milla de distancia. Pero, de ser así, la bomba había fallado y había destruido en cambio cinco casas y varias familias.

En el sector afectado, donde viviera la familia de Ali, hallamos rastros de su niñez interrumpida—su libro del Corán, sus textos escolares y otras humildes posesiones. Conocí a sus hermanas, entre los seis y los diecinueve años de edad. Estaban viviendo con una tía, mientras podían reconstruir su casa. Prácticamente no hablaban. Seguían aturdidas por lo que había ocurrido. Los testigos de la tragedia contaban que habían sido sacadas de entre los escombros después del ataque. Sabían que su hermano estaba con vida, pero no habían hablado con él desde el bombardeo.

Con nuestro teléfono satelital pudimos establecer comunicación con el hospital en Ciudad Kuwait y permitir que Ali hablara con sus hermanas. Cuando las niñas escucharon la voz de su hermano, lloraron desconsoladas.

“¡Ali, Ali!”

No hablaron mucho. Pero los explosivos, por abundantes que fueran, no habían destruido el lazo que los unía. Mientras atravesábamos de nuevo el desierto de regreso hacia Kuwait, me acompañó la imagen de las hermanas de Ali llorando. No habían dicho casi nada, pero su mensaje era ensordecedor. Aún a través de la barrera del idioma y de los signos irreconocibles, de entre las ruinas del hogar de una familia destruída brotaba una misma súplica.

No somos el enemigo.