TRECE

Bendígame, Padre…

Durante mi viaje a Irak pensé muchísimo en mi padre. Todas esas imágenes de civiles afectados por la guerra me conmovieron hasta lo más profundo de mi ser. Me preguntaba qué habría pensado mi padre al ver a una madre que había perdido las piernas en una explosión, llorando en un hospital de Bagdad, rodeada de sus hijos.

Creo que sé lo que habría pensado. Habría compartido mis sentimientos de indignación. Habría condenado la violencia, habría dicho una oración en voz baja.

Sabía lo que habría pensado, porque llevo sus palabras en mi alma. Lo oí decir lo que pensaba. He leído sus cartas de protesta. He adoptado sus convicciones y las he hecho mías, acogiendo esta sagrada herencia de la pasión que anima mi existencia. Hay otras cosas, como sus convicciones más profundas, que lo llevaron a tomar las decisiones que alteraron su vida, que no me ha sido fácil captar. Me han tomado años de dudas, investigaciones y entrevistas para poder llegar a algo que pudiera ser a una conclusión.

Volví a casa, después de mi misión de búsqueda de datos en la Ciudad de México en septiembre de 2004, con más preguntas que respuestas. Pero a medida que crecía mi lista de interrogantes, aumentaba también mi determinación de continuar la búsqueda. Atendí, tan rápido como pude, todos los asuntos que tenía pendientes.

Escribí una carta al padre Luis Ávila Blancas, el historiador de la iglesia, que se encontraba convaleciente cuando había ido a La Profesa unos meses antes.

 

Estimado Padre Ávila Blancas:

 

Espero esta carta lo encuentre bien de salud. Antes que nada permítame presentarme. Mi nombre es María Elena Salinas. Vivo en la ciudad de Miami en el estado norteamericano de la Florida. Soy periodista de profesión, pero el motivo de esta carta es personal. Se trata de un tema bastante delicado que me hubiera encantado discutir con Usted en persona, sin embargo los días que estuve en México, Usted estaba indispuesto.

Como Historiador de los Oratorianos, tengo la esperanza que me pueda ayudar a esclarecer algunas interrogantes e inquietudes que tengo sobre uno de los sacerdotes que sirvió en la orden Felipense y que tengo entendido fue párroco en La Profesa durante un tiempo en la década en los años 30.

El nombre del sacerdote era José Luis Cordero Salinas. La razón por la que me interesa conocer más sobre su participación en la iglesia es porque él era mi padre. No fue hasta después de fallecido que yo me entere por casualidad que él había sido sacerdote. Han pasado varios años y yo sigo con la inquietud y siento una gran necesidad por conocer más sobre su pasado.

Yo sé que sería prácticamente imposible el conocer los motivos que lo llevaron a cambiar su vida de rumbo, casarse y tener tres hijas, de las cuales yo soy la menor. Pero siento la necesidad de saber más sobre las circunstancias que rodearon su sacerdocio. Por ejemplo, me gustaría saber cuándo se ordenó, por qué eligió a los Oratorianos y cuál fue la labor que realizó en la iglesia.

Lo único que sé, es que su hermano, José Antonio Cordero Salinas también fue sacerdote. Padre Ávila, le pido de todo corazón que si hay algún dato que Usted me pueda proporcionar por más pequeño e insignificante que parezca, para mi sería de gran valor sentimental. Yo amo a mi padre y mantengo su recuerdo muy en alto. Pero no puedo estar tranquila hasta lograr esclarecer tantas incógnitas de su pasado, que forman parte de mis raíces.

Le agradezco de antemano cualquier atención a este caso. Y de ser necesario yo puedo buscar la forma de regresar a México para conversar con Usted. Le adjunto mis datos y en breve intentare comunicarme con Usted por teléfono.

 

Atentamente,

María Elena Salinas

 

Esperé un par de semanas, después de enviar mi carta, antes de llamar por teléfono al padre Ávila a la iglesia. Pareció alegrarse de oírme. Su voz era dulce, como la de un abuelito, y hablaba en los tonos amplios de alguien que tiene cierta limitación auditiva.

“Sí, claro que recuerdo al Padre Cordero,” dijo. “Me preparó para mi primera comunión. Yo era apenas un niño, pero lo recuerdo claramente.”

Le pregunté si podía ir a México a reunirme con él. “Tengo tantas cosas que preguntarle,” le dije.

Claro que se reuniría conmigo, me respondió. Pero quería advertirme que no tenía mucha información que darme. Le había perdido el rastro a mi padre poco después de esas clases de catecismo de su infancia. Eso no me importó; sabía, en mi corazón, que cualquier cosa que pudiera agregar era una contribución más a lo que ya tenía en mi cuaderno de notas.

Llamé a mi prima Lucila para darle la buena noticia de que el Padre Ávila había aceptado verme y que pronto estaría de vuelta en México. Pero ella tenía noticias aún mejores para mí. Había encontrado otras dos fotografías de mi padre como sacerdote y una de sus hijas había encontrado una vieja carta escrita en latín. Pensaba que era de la Santa Sede. Dijo que me las enviaría con un mensajero a mi hotel en Ciudad de México, porque no podía viajar esa semana desde su casa en Cuernavaca.

Empaqué unos de los documentos de la Caja de Los Secretos y la fotografía que Lucila me había dado durante mi primer viaje—la de mi padre luciendo su sotana—y tomé un avión a Ciudad de México para reunirme con el Padre Ávila.

Poco después de llegar al hotel (en enero de 2005), recibí el paquete de Lucila. Las fotografías de las que me había hablado eran muy nítidas. Las dedicatorias en la parte posterior estaban escritas en la elegante y familiar caligrafía y firmadas “Padre José Luís Cordero y Salinas.” La carta, una copia hecha con papel carbón, también estaba en buen estado, a pesar de haber sido escrita en delicado papel cebolla. No entendía lo que decía, pero parecía ser algún tipo de memorando oficial o legal. Tenía la esperanza de que el Padre Ávila recordara su latín y pudiera traducírmela.

El día de nuestra reunión, me desperté más temprano para tener tiempo suficiente para poner mis pensamientos en orden. Por enésima vez, analicé mis razones para querer saber tanto sobre la vida de mi padre. Lo podía atribuir a una simple cuestión de identidad y no darle más vueltas. Pero ¿realmente debían incumbirme las cosas de mi padre? ¿Tenía derecho de investigar en un campo que él había mantenido tan apartado? He hablado al respecto con mi hermana Isabel. Le he preguntado por qué ella, aparentemente, no está interesada en el pasado de nuestros padres. Su respuesta es corta y directa: amaba inmensamente a nuestros padres y está satisfecha con el amor que recibió de ellos.

“Si hubieran querido que lo supiéramos, nos lo habrían dicho,” sostiene.

Hasta cierto punto tiene razón, pero, aunque comparto su gratitud por el amor que nuestros padres nos dieron, no comparto su conformidad. No creo que la vida de mi padre haya sido un paréntesis estático en el tiempo, sino una fuente continua de la que sus seres queridos y sus descendientes podrán seguir obteniendo conocimientos e inspiración. ¿Qué mejor tributo puedo rendirle al hombre que más quise en el mundo que abrazar su vida, la totalidad de su vida? Para mí es como decirle, “Gracias, papi. Sé que me querías demasiado como para abrumarme con tus problemas, pero ahora puedo cargar con ellos.”

 

 

CON OCHENTA años de edad, el Padre Ávila era tal como lo había imaginado, un sacerdote frágil pero sonriente que se movía de un lado a otro con la ayuda de un bastón. Estaba abrigado con un grueso suéter para protegerse del frío del invierno y me llevó a su imponente oficina en el interior de La Profesa. La antigua y oscura iglesia, con su dulce fragancia de tantos años de miles de ofrendas, me daba la sensación de estar ingresando a una especie de confesionario. De ser así, yo deseaba ser el confesor. Le pregunté al Padre Ávila si podía grabar nuestra conversación. Él aceptó.

Pasamos las dos horas siguientes hablando de épocas pasadas de La Profesa. Tenía una impresionante memoria para los detalles, sobre todo teniendo en cuenta que hablaba de cosas que habían sucedido cuando tenía diez años.

“Mis papas me mandaban aquí al catecismo, aquí en la Profesa. Entonces pues aquí aprendí todo desde persinarme, hasta el ave Maria, todo lo cristiano…,” comento. “Venía los sábados, era el catecismo en la tarde de 4 a 5. Entonces las tres hermanas Murgia, Guadalupe y Carmen, venían y nos daban el catecismo. Y al terminar el catecismo el padre José Luis Cordero salía de la sacristía y nos daban explicaciones. “Es así como conocí al padre y me acuerdo de su estampa muy bien, un personaje muy distinguido, delgado propiamente, pero su imagen era de mucha prestancia, eso sí me acuerdo. Y me acuerdo muy bien después de haber dado una explicación, un sábado al final de la explicación nos dijo, ‘me despido de ustedes, ’ les digo a los catequistas y los niños, ‘por que me mandan a Roma y no se para cuando voy a regresar, entonces me despido pero hay de quedarse en lugar mió otro padre que también les va a dar la explicación.’ ”

Sus recuerdos me animaban. Quería saber todo lo que pudiera recordar.

“¿En qué año fue eso?” le pregunté.

“En 1936,” respondió. “ Luego, el Padre Cordero desapareció y nunca más lo volví a ver.”

Le dije que había oído decir que mi padre había tenido una decepción, que había tenido un desacuerdo con un sacerdote residente mientras estuvo aquí, y que ese sacerdote lo había enviado de una parroquia a otra sin permitirle permanecer mucho tiempo en ninguna.

“Dicen que mi padre levantaba una parroquia y luego lo enviaban a otra, y a otra más,” le dije al Padre Ávila.

“Sí, es cierto,” respondió. “Mientras tu padre estuvo aquí, debe haber influído el padre superior. Que era… cómo podría decirlo… muy energético.”

“¿Cómo se llamaba?” le pregunté.

“El Padre José González Rivera,” respondió.

“¿Qué hizo el Padre González?”

“Le gustaba molestar,” me dijo, con cierta timidez.

“¿En qué sentido le gustaba molestar?” insistí.

“Pues tratándolos despóticamente y siempre con una persona que te trata de esa manera, pues es difícil,” se lamentó el Padre Ávila. “Él era el Padre Superior. No sé que cargo haya tenido tu padre, pero en la práctica tuvo que haber tenido un cargo principal porque él compuso la colección riquísima que tenemos aquí, ‘La Pinacoteca.’ Entonces él fue el primero que distribuyó las pinturas que hizo una colección que estaba encerrada en el coro sin mayor aprecio, y el padre Cordero las empezó a distribuir, a colocarlas, a apreciarlas y arreglo unas habitaciones en las que el vivió aquí arriba.”

¿Mi padre había creado un museo y una parroquia? El Padre Ávila debió darse cuenta de que se me iluminó la cara de orgullo.

“Así es, fue el primero. No está como él lo dejó porque yo lo arreglé de una manera diferente, pero digamos la primera ocasión, eso sí me consta, que la primera vez que se organizó este lugar y se colocaron las pinturas, fue hecho por él. Lástima que yo no tenga las fotos de esa época, las tiene otro padre y las tiene archivadas, para que te dieras cuenta como estaban las pinturas. En el poco tiempo que estuvo aquí emprendió muchas obras, como fueron esas, en el haber construido tres habitaciones para ese padre superior, para él, y otro padre que estuvo aquí un tiempo.

Busqué un sobre que había traído con algunas fotografías de mi padre.

“No sé si lo recuerda,” dije al anciano sacerdote mientras le entregaba las fotografías. “Esta tiene fecha de 1933… y esta otra es de 1939. Me las dieron.”

El Padre Ávila miró atentamente las imágenes en blanco y negro con gran curiosidad. Sus ojos se iluminaron al ver la cara de mi padre.

“¡Ah, sí, aquí está! Exactamente como cuando lo conocí. Así fue como lo conocí, y coincide con la fecha, 1933,” comentó. “En esta otra fotografía, de 1939, ya no formaba parte de esta congregación. Era un sacerdote secular o sea ya dependiendo del obispo de México.”

Todavía tenía un millón de preguntas que hacerle.

“Cuénteme un poco más sobre los Felipenses, porque quisiera saber cuál fue la razón que lo llevó a elegir esta orden. ¿Por qué ésta?” le pregunté.

“Pues se trata de una comunidad muy suave, en su manera de vivir, de convivencia, de alegría, de sencillez. Y una cosa muy importante que puede tener sus cosas propias, lo que no pasa en las otras ordenes por sus votos de pobreza, la castidad aquí nosotros la tenemos por ser sacerdotes. Luego la pobreza la podemos abandonar con tal de no acumular fortunas y de obedecer al superior o al Obispo. Pero no es una forma de vida drástica,” me respondió.

“Entonces ¿entre las distintas órdenes, esta sería una de las menos estrictas, diría usted?”

“Sí, así es, se supone que debemos vivir con sencillez, eso es todo.”

“¿Qué significa que un sacerdote cuelgue sus hábitos?” le pregunté.

“Exactamente eso,” respondió el Padre Ávila.

“¿Pero sigue siendo sacerdote?” indagué.

El Padre Ávila asintió con determinación. “Ah, sí,” respondió.

Su respuesta me sacudió.

“Entonces ¿viví toda mi vida con un sacerdote?” le pregunté horrorizada.

“Sí, naturalmente,” respondió.

Sin embargo, me preguntaba si mi padre había tenido alguna alternativa en ese asunto. ¿Qué habría pasado si simplemente hubiera llegado un día a la rectoría, en 1940, y hubiera dicho a sus superiores que quería dejar el sacerdocio porque había conocido una mujer y quería casarse con ella? ¿Qué habrían dicho sus superiores? pregunté al Padre Ávila.

“Pues mira, no. Después del Concilio Vaticano Segundo accedieron en muchos casos. Muchos dejaron el sacerdocio para casarse y los casaron, y por la iglesia por supuesto, pero fue después del vaticano segundo,” respondió.

Le pedí al Padre Ávila que mirara dos documentos escritos en latin: el que Lucila me acababa de enviar de Cuernavaca y uno más corto que había encontrado en la Caja de Los Secretos. Este último, fechado el 11 de mayo de 1943, resultó ser una especie de licencia. El sacerdote leyó el documento en silencio.

“Este es para permitirle oficiar misa,” explicó después de haber leído los dos documentos. “Sí, José Luis, tu padre, podía oficiar misa y confesar en los Estados Unidos, en Los Ángeles y en San Diego. Entonces, en ese año, 1943, todavía ejercía como sacerdote… está escrito aquí, mira, ésta es una licencia, ‘permiso’—así se llama. El obispo concede al sacerdote dar misa.”

El permiso al que se refería venía del arzobispo de México, Luís María Martínez Rodríguez. Por lo tanto, según me explicó el Padre Ávila, mi padre todavía estaba bajo la autoridad del obispo en 1943.

“Debe haber ido a las oficinas del arzobispado a decirles, me voy a Estados Unidos, denme licencia para estarme allá y celebrar misa y confesar, y le dieron permiso,” me explicó.

El otro documento, la carta, era más complejo. El Padre Ávila me lo tradujo al español, aunque titubeando, con largas pausas. Parecía que le costaba trabajo no sólo el idioma, sino el contenido. No podía imaginar por qué. El primer documento lo había traducido sin problema, sin embargo, cuando tomó en sus manos la carta, la copia en papel cebolla, su fluidez disminuyó.

“Es de… la Santa Sede… dice José Luis… dejó por voluntad propia el sagrado ministerio y después contrajo matrimonio. Después de haber contraído propiamente dicho matrimonio civil, ha engendrado tres hijas,” comenzó el Padre Ávila. Pero pareció quedarse estancado en un párrafo. “No, es raro… dice que ya estaba casado por lo civil.”

“¿Qué más dice?”, le insistí.

“ ‘Duro diez años continuos, y por causa de muchas vejaciones, molestias o decepciones que dejaron su animo turbado, dejo por su propia voluntad el ejercicio del ministerio,” leyó el Padre Ávila, deteniéndose para darme su interpretación. “Aquí debió haber batallado mucho con el padre superior, yo batallé, yo lo conocí, porque era un padre de mente muy apegada a las tradiciones antiguas y yo no más te digo una cosa, cuando el vivía aquí todavía, no podía cambiar nada de su lugar. Explícate tú eso. Entonces cuando el padre Cordero tuvo que componer las pinturas y ordenarlas, tuvo que haber batallado mucho. El padre no soportaba que movieran nunca nada. Esas molestias yo las soporté también y las sufrí porque yo llegué aquí en el 60 y el padre superior murió en el 65.”

El Padre Ávila rio al pensarlo, luego volvió a la carta: “Dice aquí, tanto así que estaba con ánimo turbado.”

Pero luego llegó a un pasaje que parecía especialmente importante.

“Fíjate, aquí le están concediendo una gracia especial, dado que él reconoce sus faltas,” dijo, mientras leía en voz alta el pasaje: “Teniendo en cuenta su salud espiritual y la de los suyos… se les concede una gracia santificante por la sagrada penitencia apostólica y la absolución de su falta.”

El Padre Ávila dejó a un lado la carta y me dio su mejor veredicto.

“Esto significa que murió dentro de la Iglesia. Murió reconciliado. Está pidiendo que se le conceda la absolución y pueda recibir la unión legítima del vínculo de sacramento de matrimonio. Dice que antes de morir se le permitió casarse por la Iglesia. Se reconcilió con la Iglesia—quién sabe, tal vez algún sacerdote fue a confesarlo,” dijo.

Pero yo me interesaba por la parte esencial, el resultado final.

“¿Entonces lo perdonaron?” le pregunté.

“Sí, allí lo están perdonando,” respondió.

El Padre Ávila comentó que le habían recomendado a mi padre no regresar a México, sobre todo, no regresar a los lugares cercanos a donde se encontraban sus fieles, para no causar un escándalo.

“Pero fue perdonado, y le permitieron recibir otros sacramentos. Entonces, murió dentro de la Iglesia,” concluyó el Padre Ávila. “Este documento vale mucho. Debería de estar todo aclarado ya. Esto debe ser un gran consuelo para tí.”

Seguí al Padre Ávila, escaleras arriba, hasta la pequeña galería que mi padre había creado allí.

“Esto no se parece en nada a lo que era antes,” me advirtió. Me explicó que había remodelado el área que en algún momento mi padre había adaptado como vivienda. De todas formas yo la quería ver, aunque me sentía horrible de que en su estado él tuviera que subir dos tramos de escalera. El Padre Ávila fue muy amable y colaborador, y sabía lo importante que era para mí estar allí, ver el lugar, volver a sentir la presencia de mi padre.

“Aquí dormía tu padre,” me dijo, mientras me mostraba la primera galería. “Y en esta área estaba la cocina. De este lado quedaba el comedor.”

Había llegado tan cerca de la galería en mi primera visita a La Profesa. En ese entonces, intuí una relación con lo que fuera que hubiera detrás de esas puertas cerradas, y tenía razón. En ese momento no hubiera podido imaginarlo, pero una parte de la historia de mi padre estaba dentro de esas paredes. Y alguien lo recordaba.

 

 

CUANDO VOLVÍ a Miami, no podía librarme de los interrogantes. El Padre Ávila me había dicho que la historia de mi padre había tenido un final feliz. Pero había algo en la forma en que leyó la carta, algo en la manera como me observó durante esas largas pausas, que me hizo preguntarme qué me habría omitido. ¿Había algo que me estaba ocultando? ¿Era simplemente un hombre viejo cuyo latín ya no era tan fluido? ¿O era un hombre santo, un sacerdote que simplemente reconocía el deseo de una hija por poner punto final a una situación que quiso darle cierta dosis de serenidad?

Si este último era el caso, entonces, le agradecía sinceramente su empatía. Pero quería una segunda opinión sobre la carta. Contacté a dos sacerdotes que conocía en Miami y les envié copias por fax.

El primero, el Padre Alberto Cutié, tenía una traducción totalmente distinta que ofrecerme. Según él, la carta no era de la Santa Sede para mi padre sino de mi padre para la Santa Sede. La carta, según él, expresaba una solicitud de perdón.

El segundo sacerdote, Monseñor Tomas Marín, estuvo de acuerdo:

“Está pidiendo a la Santa Sede que elimine sus obligaciones para con el sacerdocio. Menciona a sus hijas y su deseo de llevar una vida cristiana en unión con su esposa, dentro de un matrimonio legítimo. ‘Para la salud de mi alma, pido que me sea permitido volver a los sacramentos.’”

¿Entonces mi padre no había muerto en paz con la Iglesia? Aquí estaba la solicitud, pero ¿dónde estaba la respuesta? Llamé a mi prima Lucila en Cuernavaca. Ella me había dado la carta, por lo que probablemente sabría más acerca de sus orígenes. Quería contarle la conclusión a la que habían llegado los sacerdotes de Miami.

Y fue ella, una vez más, quien me tranquilizó.

“Sí, es una solicitud,” me dijo.

La carta, comentó, fue escrita por mi tío José Antonio. La dirección que aparece en la parte inferior, “Avenida de la Unión #351. Apartamento No. 3 MÉXICO, 14, D.F.” era la del lugar donde una vez viviera mi tío.

Me dijo que José Antonio fue quien viajó personalmente a Roma a buscar el perdón para mi padre.

“Y volvió con ese perdón. Lo recuerdo porque me lo dijo,” insistió. “Y ya todo está bien.”

Pero, este perdón, agregó, vino con cuatro condiciones básicas para mi padre:

  1. No podía celebrar misa.
  2. En caso de guerra, debía cumplir sus deberes de sacerdote.
  3. No podía abandonar a su esposa y a sus hijas.
  4. No debía vivir en territorio mexicano (para evitar el pecado de escándalo).

Para la familia fue muy importante que lo hubieran perdonado.

“Somos muy religiosos. No podíamos soportar que uno de los nuestros estuviera excomulgado de la Iglesia,” me dijo.

Confié en la memoria de Lucila. Para reafirmar su historia, me preguntó si alguna vez había visto que mi padre recibiera la Sagrada Comunión.

“Sí, sí lo vi,” le respondí.

“Bien, no lo habría podido hacer a menos de que hubiera estado absuelto,” me dijo.

Aunque eso aclaraba mis dudas acerca de los documentos en latín, todavía no tenía respuesta a mi otra pregunta: ¿Cuándo y por qué había dejado mi padre el sacerdocio? Fechas, anécdotas, y fotografías se confundían en mi mente. Algunos detalles se destacaban cuando repasaba todo lo que mis familiares me habían contado.

Mi prima Lucila me había dicho que la última vez que vio a mi padre fue el 1 de mayo de 1943, el día de su fiesta de quince años. Había dicho misa concelebrada con su hermano José Antonio y luego había hablado con los invitados a la recepción.

“Estaba de muy buen humor… luego, nunca volvimos a saber de él.”

No podía haberse equivocado de fecha. Era su cumpleaños. Es evidente que sabe cuándo cumplió los quince años. Pero había algo acerca de ese año, 1943, que no me dejaba en paz.

Recordaba una de las muchas cartas de la Caja de Los Secretos. Fue una de las primeras que él había escrito al Departamento de Guerra, explicando sus razones para negarse a ser reclutado. ¿Qué relación había para que la fiesta de quince años de Lucila me recordara esa carta?

Busqué y busqué en el viejo archivo hasta que encontré la carta. Miré la fecha: agosto 4 de 1944. No era eso. Luego comencé a leer:

José Luis Cordero Salinas
P.O. Box 430
Tijuana, B.C. México
4 de Agosto de 1944

 

DEPARTAMENTO DE GUERRA DE LOS
ESTADOS UNIDOS
WASHINGTON, D.C.

Muy señores míos:

 

Atentamente expongo ante ustedes, para su deliberación, el caso siguiente.

El mes de Mayo de 1943, ingresé a los Estados Unidos por la frontera de Nogales, Arizona con el carácter de residente legal de los Estados Unidos.

El fin que perseguía al trasladarme de mi propio país, la Republica Mexicana, al vecino país del norte, no era otro que el de continuar las investigaciones rigurosamente científicas en las especificaciones de la Sociología, Filosofía e Historia que desde mi juventud han sido la materia de mi especialización. ¿Mayo de 1943? Cruzó la frontera el mismo mes que desapareció de la Ciudad de México. Pero, un minuto—¿Qué decir del documento en latín que lo autoriza a decir misa y a confesar en Los Ángeles y San Diego? Esa comunicación también tiene fecha de mayo de 1943. Entonces, ¿qué era mi padre cuando entró por la frontera en Nogales, un sacerdote o un científico?

Además, ¿en qué momento entró en escena mi madre? Había hablado con tanta gente que pensé que podía lograr alguna claridad acerca de lo que ocurrió durante esos años de transición en la vida de mi padre. Casi todos los que conocieron bien a mis padres ya habían muerto. El hermano de mi padre y todas sus hermanas habían muerto, al igual que todos los hermanos de mi madre, a excepción de dos. Su hermano menor, Rodolfo, el mismo tío que me entregó cuando me casé con Eliott en Puerto Vallarta, desconocía los intrincados detalles del pasado de mi madre. Era apenas un niño cuando ella se casó.

Pero había una persona más con la que tenía que hablar. Es posible que ella tuviera las piezas faltantes de este rompecabezas. Le decimos Nina, el diminutivo de madrina. Recuerdo a Esperanza Viades, una mujer elegante y de voz suave. Fue mi madrina y la madrina de Isabel. Pero, era, en realidad, más que eso. Era parte integral de la familia. Era la amiga íntima de mi madre desde su juventud. Tengo innumerables fotografías de ella y su esposo Jorge, sonrientes, en compañía de mis padres, cuando eran parejas jóvenes. Mis hermanas y yo crecimos con sus hijas, Sandra y Espie—eran como nuestras primas. El tiempo y la distancia nos han mantenido físicamente separadas, pero los vínculos establecidos a través de su amistad con mi madre aún permanecen.

Así que, cuando llamé a mi Nina, después de un par de años de no hablar con ella, se emocionó al oír mi voz.

“Pienso en ti a todas horas,”lloró.“Tú y tu mamá me hacen tanta falta.”

Estaba ya en sus ochenta y cinco años de edad y un poco sorda. Hablamos por un rato de su vida, de su familia y de sus quebrantos de salud. Luego le pregunté si recordaba cuándo y dónde había conocido a mis padres como pareja. ¿Ya estaban casados? De no ser así, ¿fuiste a su boda? ¿En dónde tuvo lugar? ¿Te contaron que mi padre había sido sacerdote?

Nina no recordaba a ciencia cierta muchos detalles. Dijo que tal vez los había conocido en Mazatlán, en la región de la ciudad natal de mi madre. Recordaba que habían ido a Ciudad de México a tramitar sus documentos para poder viajar a los Estados Unidos. Recuerda haber asistido a la boda. Fue una ceremonia civil. Pero ¿fue en Los Ángeles? ¿En la Ciudad de México? ¿En Mazatlán? No lo recordaba.

“¿Conociste a mi padre cuando era sacerdote?” insistí.

“Sí,” dijo. “Incluso lo vi celebrando misa en una ocasión, con su hermano. Pero luego dejó el sacerdocio y trabajó como abogado eclesiástico.”

Abogado. Mi madre había dicho que él era abogado cuando lo conoció.

La descripción que Nina me hizo de los acontecimientos fue, cuando más, apenas un esbozo. No recordaba lugares ni conversaciones. Pero había un detalle que no tuvo que esforzarse por recordar. Cuando le pregunté en qué año conoció a mis padres, no titubeó.

“Fue en 1943,” dijo. Unos meses después, mi Nina murió de un derrame cerebral. Pero después de aquella conversación que había tenido con ella sobre mis padres, llamé a Isabel a contarle que había hablado con nuestra Nina. Hablamos durante un rato de las cosas que había averiguado con ella y con Lucila. Isabel se alegró. Pero, mientras le hablaba, podía sentir que sus pensamientos la estaban llevando a otro lugar. No quise abrumarla con demasiados detalles—sé que no está obsesionada con estas cosas como lo estoy yo. Entonces comencé a poner fin a la conversación. De repente me interrumpió.

“María Elena, sabes que tengo el anillo de bodas de mamá ¿verdad? Si no estoy mal, tiene una inscripción,” me dijo.

¡Claro que sí! Mi hermana llevaba el anillo de nuestra madre colgada al cuello en una cadena de oro.

“¿Qué dice?” le pregunté.

Esperé a que leyera la inscripción.

“Es una fecha,” respondió.

“¿Qué fecha? ¿Qué dice?”

Isabel pronunció tres números que, al oírlos, casi me hacen perder el equilibrio: “Cuatro. Cinco. Cuarenta y tres.”

Eso significaba, claro está, 4 de mayo de 1943. La fecha inscrita en el anillo de bodas correspondía a apenas tres días después de la fiesta de quince años de Lucila, cuando ya mi padre había desaparecido de su antigua vida. Ahora sabía por qué. Dejó el sacerdocio para estar con mi madre. Había recorrido México, de un extremo a otro en busca de esta pista. Había interrogado a sacerdotes y primos. Y todo el tiempo la respuesta había estado ahí, colgada de la cadena que mi hermana Isabel llevaba al cuello. El por qué. Creo que nunca podré saber si su decisión de dejar la Iglesia la tomó antes de conocer a mi madre o si su belleza y la ternura de su alma lo cautivaron y le hicieron darse cuenta de que su vocación era la de ser un hombre de familia, y no un sacerdote. Tal vez mi padre no estaba huyendo de nada—tal vez estaba corriendo hacia algo. No había dejado el sacerdocio por ninguna razón vergonzosa. Simplemente se enamoró.

Ahora, sé en mi corazón que así fue. Sin embargo, tal vez debido a la misma terquedad que heredé de mi padre, parece que no puedo cerrar mi cuaderno de notas. Aún cuando fui a Roma en abril de 2005 para cubrir la muerte del Papa Juan Pablo II, llevé conmigo las preguntas que todavía me rondaban en la mente sobre la vida de mi padre. Fue un viaje para el que había empacado y desempacado una y otra vez, durante semanas, a medida que la salud del Papa de deterioraba. Mi fascinación y reverencia por esta historia era algo poco común para una mujer que se encontraba en una crisis de fe, como me ocurría a mí. Me sentía alejada de la Iglesia y de sus confines dogmáticos. Confieso que el sermón sobre los “asesinos de bebés” que había tenido que soportar durante las elecciones presidenciales de 2004 aún me atormentaba. Para mí, simbolizaba una cierta arrogancia y una hipocresía que consideraba perturbadora. De hecho, entre más lo pensaba, más me daba cuenta de que una de las razones por las que seguía siendo católica era por un sentimiento de culpa—¿Qué habría pensado mi padre? ¿Ser católica era una condición imprescindible para esa “educación moral” que tanto deseó darnos? Sin embargo, saber que había abandonado el sacerdocio—sea cual fuera la razón—me dio una perspectiva totalmente distinta. Poco a poco, sentí que iba saliendo de la sombra de lo que yo había percibido como las expectativas de mi padre y comencé a forjar mi propia relación con mi fe.

Además, también me sentía culpable porque, en el fondo de mi corazón, sabía que no estaba de acuerdo con el Vaticano en algunos aspectos básicos, como el divorcio, la planificación familiar para el Tercer Mundo, el papel de la mujer en la Iglesia, y la falta de acción punitiva contra los sacerdotes pedófilos. Pero, había algo en el Papa Juan Pablo II que me llamaba la atención. Sentía una conexión especial hacia él. Como tantos fieles que había podido conocer durante todas esas visitas papales que había cubierto a través de los años, me sentía atraída por su carisma. Como muchos de esos peregrinos, no me motivaba tanto la Iglesia como este Papa. Había algo en él. Me recordaba a mi padre.

La noche que el Papa murió a las 9:37 P.M., hora del Vaticano, yo estaba en vivo, desde Roma, como presentadora del informe especial de Univisión desde el Seminario de Santa Mónica. Estaba en un lugar privilegiado para nuestro maratónico cubrimiento. Justo detrás de donde me encontraba sentada para nuestra transmisión, estaba la ventana del apartamento de Juan Pablo II. Debajo de nosotros, en las calles que conducen a la Plaza de San Pedro, brotó un solemne murmullo de entre la multitud a medida que se fue difundiendo la noticia de su muerte. Al día siguiente, cuando llegó el momento de trasladar su cuerpo a la Basílica de San Pedro, la multitud aplaudió a su paso. Así como el Papa había subido tantas veces a su papamóvil para estar más cerca de sus fieles en el mundo entero, ahora el mundo venía a él.

Mientras veía las imágenes del cuerpo de Juan Pablo II que pasaba por las calles, me abrumó la emoción. Fuera de cámaras, me corrían las lágrimas. Sólo podía pensar en mi padre, también un hombre de Dios. Recuerdo cómo mi padre nos tocaba suavemente en la cabeza, como bendiciéndonos. Me di cuenta de que siempre había sabido, en algún nivel, que su fe era más profunda de lo que yo jamás podría imaginar.

Sentí la urgencia de buscar más respuestas, dado que estaba en la ciudad en donde mi padre estudió, en donde tal vez había sido ordenado, en el lugar donde se fundó su orden sacerdotal. Pregunté a uno de los primeros sacerdotes que entrevisté dónde podía encontrar la iglesia de San Felipe Neri.

“Está aquí cerca, calle abajo,” me respondió.

Eso sólo aumentó mi frustración, puesto que estaba obligada a permanecer anclada a la cobertura. “Calle abajo” era como a cien millas de distancia. Cuando llevaba varios días en Roma, mientras me dirigía a realizar una entrevista, conversé con Tomas Munns, un estudiante universitario joven y muy culto que habíamos contratado como chofer. Dio la casualidad de que éramos sus primeros clientes y que él estudiaba relaciones internacionales. Cuando nos fuimos conociendo, le dije que quería saber más acerca de la orden de San Felipe Neri porque mi padre había sido sacerdote. Los ojos de Tomas se iluminaron.

“Yo voy a San Felipe Neri. Mis padres han pertenecido a esa congregación durante treinta años,” me dijo el joven de ojos azules, y me explicó que era miembro activo de un grupo juvenil. Dijo que había un sacerdote en la iglesia, de más de ochenta años. Su padre estaría dispuesto a llevarme a la iglesia, dijo.

Al fin tuve la oportunidad de visitar la iglesia durante mi último día en Roma. Conocí al padre de Tomas quien muy amablemente me acompañó. Era una iglesia gloriosa, llena de historia. Desafortunadamente el sacerdote que estábamos buscando tenía el día libre. Sin embargo, me sentí como me había sentido en La Profesa, en la Ciudad de México—más cerca de mi papi.

“Qué chiquito es el mundo, Tomas,” dije a nuestro chofer, mientras le agradecía que me hubiera invitado a la iglesia de su familia.

“Nada en la vida es coincidencia,” me respondió.

Volver a visitar esa iglesia en Roma está todavía en mi lista de cosas por hacer, en mi cuaderno de notas que aún sigue activo, junto con los detalles que me gustaría investigar: ¿Dónde tuvo lugar la ordenación de mi padre? ¿Alguna vez lo exoneró de sus culpas el Departamento de Guerra? ¿Se casaron mis padres por la Iglesia?

Hay tantos misterios que aún rodean la vida de mi padre y su personalidad enigmática. Tal vez ese sacerdote del Opus Dei, que en una oportunidad me dijo que debía dejar que mi padre se llevara sus secretos a su tumba, tenía razón. Esos secretos, y Dios sabe cuántos otros que aún no he descubierto, reposan, sin duda, con mi padre en su tumba.

Cuando era niña, quería ser igual a mi madre. Cuando crecí me di cuenta que resulté siendo igual a mi padre—estricta, obstinada, ansiosa de saber cada vez más, persistente. Sé que siempre querré saber más acerca de él. Quizás sea porque soy una periodista inquisidora. O, tal vez se deba a que entre más cosas descubro acerca de mi padre, más aprendo acerca de mí misma.