Le prometí a Rachel que iría a su casa para ayudarla a repasar la rutina. Nadie quiere decirlo, pero todos sabemos que si Rachel no logra dominar el giro triple para el lunes a mediodía, la entrenadora podría sacarla de la rutina para la competencia.

El sótano de los Steiger no es como los sótanos de la gente normal. Alexa, Rach y yo hemos pasado muchas noches aquí abajo, disfrutando del jacuzzi en traje de baño, bebiendo los daiquirís de fresa sin alcohol que preparamos detrás del bar. Hace unos años, el padre de Rach instaló un gimnasio completo con un equipo más caro que el del Planet Fitness al que van mi mamá y Tom. Rachel y yo arrastramos la caminadora a la esquina para hacer espacio y que ella baile.

Mi teléfono está sincronizado con la bocina por medio de bluetooth. Regreso la canción al minuto 1:20, el momento previo al giro. Rachel lo está anticipando demasiado, intenta compensar con velocidad un movimiento que consiste en mantener recta la pierna que gira.

Rachel empieza la rutina desde el 1:20 y no noto que la música se detiene hasta que ella se para junto a mí, al lado de la bocina. Se pasa el dorso de la mano por la frente sudada.

—¿Estuvo mejor?

La verdad es que ni siquiera estaba poniendo atención.

—Ya casi lo logras —digo, y Rach parece contenta.

—Necesito un descanso —anuncia, abanicándose la cara con las manos.

Tomo mi teléfono y cierro el reproductor de música. Mi corazón se acelera cuando veo que hay un mensaje de la última persona con la que habló mi hermana.

NÚMERO DESCONOCIDO:

¿Has pensado algo más sobre
lo que te dije?

Lanzo una mirada hacia la puerta abierta; en la otra habitación, la «guarida» de su papá, Rach enciende la televisión. Escribo:

MÓNICA:

¿Qué de todo?

—¡Mon! ¿Qué haces?

No dejo de mirar mi teléfono mientras voy al otro cuarto, donde Rachel está en el sofá de piel. Está acostada de espaldas, con las manos sobre el estómago, que sube y baja al ritmo acelerado de su respiración.

—¿Quieres comer pizza? —pregunta.

—Creí que estabas desintoxicándote.

—Equis. —Rachel echa la cabeza hacia atrás para mirarme—. ¿Sigues enferma? Te ves un poco pálida.

El celular vibra en mi mano.

—Tengo que hacer pipí —aviso—. Ahora vuelvo.

Tras encerrarme en el baño del sótano con el ventilador encendido, me siento en la orilla del jacuzzi y abro el mensaje más reciente.

NÚMERO DESCONOCIDO:

Lo de que es raro que tu padrastro guardara el teléfono de tu hermana
en su escritorio.

Siento una punzada de rabia.

MÓNICA:

¿Por qué debería confiar en ti?
Ni siquiera sé quién eres.

NÚMERO DESCONOCIDO:

Tenía una amistad con tu hermana.

MÓNICA:

¿Entonces por qué ni siquiera tenía tu nombre en su teléfono?

La persona está escribiendo; los puntos suspensivos desaparecen, como si hubiera borrado su respuesta. Quizás hice que se enojara. Me sobresalto al escuchar que tocan la puerta.

—¿Mónica? ¿Estás bien?

—Sí. Ya voy. —Le jalo al baño y me lavo las manos para que parezca creíble, dejando el teléfono en la orilla del lavabo. Mientras me seco las manos, la pantalla se enciende, anunciando otro mensaje.

NÚMERO DESCONOCIDO:

Puedo demostrarlo.

MÓNICA:

¿Cómo?

NÚMERO DESCONOCIDO:

Ya verás.

Rachel y yo compartimos una pizza de vegetales y vemos en HBO una película de comedia que no da risa; luego me lleva a casa. Cuando está acercándose a la entrada, mi teléfono vibra.

NÚMERO DESCONOCIDO:

Revisa el interior de la casa
a medio construir que está
cruzando la calle.

Me acomodo tan erguida que me golpeo la cabeza contra el techo. Rach detiene el auto.

—¿Qué pasa?

—Nada. —Volteo para echarle un vistazo a la casa al otro lado de la calle; el estacionamiento de la construcción sin terminar está vacío y no hay ni un solo movimiento en el bosque a sus costados—. Me pareció ver un ciervo. —Le doy unos golpecitos al techo y me bajo del auto—. Gracias por traerme.

—No es nada. Te veo el lunes.

Miro a Rachel alejándose y yo me pongo ansiosa por cruzar la calle y visitar la casa inconclusa. Pero no soy estúpida; ya consideré la posibilidad de que sea una trampa y que quien me esté enviando los mensajes sea un psicópata.

Un psicópata que definitivamente sabe a dónde nos mudamos.

Cuando levanto la vista, noto movimiento en la ventana de nuestra cocina. Probablemente sea mi mamá que está preparando la cena con los ojos puestos en la entrada, esperando mi regreso. Aunque no estuviera detrás de mí como ahora, tendría preguntas que hacerme si me sorprendiera merodeando la propiedad al otro lado de la calle.

La puerta principal siempre está cerrada y no traigo mi llave. Digito el código del garage y, una vez adentro, cruzo la puerta que lleva a la cocina. Mi mamá está frente a la estufa, usando una espátula para deshacer el trozo de carne rosada que crepita sobre el sartén. El pizarrón con el menú que está pegado en el refrigerador anuncia que hoy toca un guisado de chile con pavo.

—Llegaste tarde —dice, sin voltear a verme.

—No son ni las cinco.

—Petey, ¿qué haces? —grita hacia la sala.

Petey le responde a todo volumen que alguien acaba de quemar por completo su pueblo y, también a gritos, mamá le ordena que deje el juego, se quite el uniforme de futbol y lea un par de capítulos de Donde crece el helecho rojo antes de la cena. Me dan ganas de decirle a Petey que no desperdicie su tiempo, que los perros se mueren al final y todo apesta.

Mientras mi mamá está de espaldas, cruzo la cocina hacia el fregadero y me asomo por la ventana. La casa sigue ahí, existiendo de una forma completamente inofensiva.

—¿Qué estás viendo? —La voz de mi madre suena detrás de mí.

—Nada. ¿Tengo tiempo para pasear a Mango antes de comer?

Las cejas de mi mamá se juntan en el centro de su frente.

—¿Por qué necesitas pasearlo justo ahora?

—Porque está engordando y no quiero que se muera.

Ella hace un gesto de confusión y sacude la cabeza.

—Vuelve en quince minutos.

Tomo la correa de los ganchos para las llaves y le hablo al perro.

—¿Un paseo? ¿Quieres ir a dar un paseo?

De inmediato, Mango entra corriendo a la cocina y se sienta a mis pies, obediente. Atoro el gancho en la argolla de su collar y salgo por la entrada principal. En cuanto estamos afuera, él se echa a correr y me arrastra por la entrada mientras mueve la cola una y otra vez, como si no pudiera creer lo afortunado que es.

Se va hacia la derecha y le doy un tirón a su correa.

—No. Por acá.

Mi perro no es el más brillante ni el más rápido, pero tiene un oído impecable y ladra como un desgraciado. Si hay alguien acechando dentro de la casa, Mango lo escuchará y se pondrá como loco.

Las hojas del jardín crujen bajo mis pies. Cada semana o dos, los dueños van a podar el pasto para tranquilizar a mi madre. Cruzo la calle hacia el camino de entrada, que está de subida. Son más de treinta metros hasta la casa y a Mango lo ataca la flojera a mitad de nuestra caminata. Para cuando llegamos a la entrada principal, va como medio metro detrás de mí, resistiéndose a cada jalón que le doy a su correa.

El exterior de la casa está terminado, pero no hay puerta en el garage. Siento cómo se me erizan los vellos del brazo. Cualquiera puede entrar. Trago saliva y atravieso la entrada del garage, que es igual al de nuestra casa.

Una delgada capa de aserrín cubre el suelo de la cocina y ninguna de las alacenas tiene puerta. Un candelabro sin focos cuelga del techo del comedor, con los cables aún expuestos.

Veo la silueta de unas huellas en el aserrín.

Me yergo, lentamente. Sigo las huellas hasta salir de la cocina, hacia la sala. El rastro se detiene en el ventanal que mira hacia la calle. Hay una colilla de cigarro muy cerca de mi pie.

El ventanal ofrece una vista casi perfecta de mi casa, lo que hace que se me revuelva el estómago.

MÓNICA:

¿Dónde?

NÚMERO DESCONOCIDO:

En la ventana.

Me acerco al ventanal.

En la orilla hay un sobre. Casi no quiero tocarlo. ¿Cuánto tiempo lleva viniendo a este lugar la persona con la que me he estado escribiendo? ¿Él o ella nos ha estado observando? Hace dos horas me envió un mensaje diciéndome que puede demostrar que tenía una amistad con Jen. De algún modo llegó hasta aquí entre el momento en que me envió ese mensaje y antes de que yo regresara de la casa de Rachel, todo sin que mi mamá notara que un auto se había estacionado afuera de la casa y sospechara algo.

El partido de futbol de Petey. Él y mi mamá no deben haber llegado a casa hasta después de las cuatro. Hubo suficiente tiempo para que él o ella viniera, dejara el sobre y se fuera sin que nadie lo notara.

Se trata de una hoja suelta, doblada por la mitad. Paso saliva para controlar el nudo seco que se está formando en mi garganta y desdoblo el papel.

En la parte de arriba hay una frase con una letra muy clara.

No estoy bien.

Debajo, con mayúsculas escritas con plumón negro:

QUIERES HABLAR AL RESPECTO?

Sí.

Me cubro la boca. Trazo las líneas y curvas de la letra de mi hermana con la punta de un dedo.

No quiero volver a casa, pero tampoco puedo quedarme en este maldito lugar. Salgo por donde entré, arrastrando a Mango hacia el área boscosa detrás de la construcción.

Cuando vuelvo a casa, le digo a mi mamá que comí tarde con Rachel y que no tengo hambre, que me comeré las sobras en un par de horas. Ella hace un ruidito anunciando que me escuchó, pues está en mitad de una discusión con Petey sobre por qué no puede ir a casa de su amigo T. J. Blake pues, aunque no hay escuela mañana, los padres de T. J. sí tienen que ir a trabajar.

Me voy a mi escritorio y saco la hoja del bolsillo de mi sudadera.

No estoy bien.

Pienso en el diario forrado con peluche púrpura y un candado frágil que tuve bajo mi cama hasta la secundaria. Recuerdo las cosas que garabateaba ahí en mis arrebatos de ira. «Jen es taaan mala a veces. Mamá la quiere MUCHO más que a mí. Todos creen que es perfecta y eso es un fastidio».

¿Por qué no estaba bien?

¿Jen era la clase de chica que lleva un diario? No lo sé.

«Si Jen tenía un diario, mamá ya lo hubiera encontrado».

No, mi mamá ni siquiera revisó las cosas de Jen después de su muerte. La habitación de mi hermana permaneció cerrada durante casi un año antes de que mamá anunciara que iba a contratar a alguien para que empacara todas sus cosas y se deshiciera de ellas. Le dije que la odiaba. Se encerró en su cuarto; Tom se fue de la casa y volvió una hora después con un montón de contenedores de Walmart y empacó todo él mismo.

Ahora las cosas de Jen están en el sótano, un sitio en el que no tengo ninguna razón para estar. Como a las diez, cuando las risas grabadas de las series que Tom ve en la sala todas las noches se acaban, espero a que suba por las escaleras.

Cuando la puerta de su cuarto se cierra, me levanto de la cama, bajo discretamente por las escaleras y sigo directo al sótano por las escaleras que hay junto a la entrada del garage.

La calefacción hace ruidos como de uñas golpeteando una lata. Busco a tientas el interruptor de la luz en la pared. El foco fluorescente se enciende con un zumbido. Bajo.

Los contenedores con porquerías de nuestra casa anterior están apilados en una esquina, junto al boiler. Me subo a la caja que guarda nuestro árbol de Navidad falso para alcanzarlas.

Hay tres contenedores que dicen JENNIFER en los costados, escrito con marcador. Inhalo y el olor a tierra del sótano me llena la nariz. Abro la tapa de la primera caja.

Una caja angosta de cartón está encima del resto de las cosas. Levanto la tapa y con cuidado aparto el papel de protección. Dentro hay un vestido de encaje blanco y un tocado: la ropa del bautizo de Jennifer.

Cierro la caja y paso a la siguiente. Hurgo entre proyectos de arte, trabajos de investigación calificados, programas de las ceremonias de inducción de su sociedad de honor y de los conciertos de la orquesta de instrumentos de viento. También está el estuche de su flauta.

Saco una libreta cosida con la etiqueta de LITERATURA 1+, SEÑOR WARD. Literatura Avanzada de primero de preparatoria. La hojeo y leo la descripción de la tarea al inicio de cada página con la escritura apresurada de Jen. «En cinco años me veo...». «Escribir un párrafo convenciendo a un amigo de no consumir drogas...». «¿A cuál personaje de la literatura te gustaría conocer y por qué?».

Aparece un ejemplar de Cumbres borrascosas. Recuerdo que lo leí en la clase del señor Ward el año pasado y siento una presión en el pecho. Jen lo estaba leyendo cuando murió y a Tom no se le ocurrió devolverlo a la escuela cuando se lo encontró entre sus cosas.

Reviso el libro. Apenas llevaba unas páginas del capítulo catorce; lo dejó marcado con un pedazo de papel doblado. Se alcanzan a ver unas letras verdes.

Lo desdoblo.

TE VEO MORDISQUEANDO EL TAPON DE TU PLUMA MIENTRAS PIENSAS

TE VEO EN EL PASILLO, RIENDOTE, Y TUS OJOS NO ME

MIRAN

DESEARIA SABER EN QUE ESTAS PENSANDO

DESEARIA SABER DE QUE TE RIES

Los vellos de la nuca se me erizan mientras leo rápidamente el resto. Es más de lo mismo. Un poema desquiciado. La declaración de un acosador, escrita con la misma letra que está en la nota que dejé en mi escritorio.

Por la mañana, espero hasta escuchar los ruidos de los gabinetes de la cocina antes de bajar. Tom está comiendo cereal, con ambos ojos puestos en un ejemplar del Daily News.

—Creo que deberíamos poner cámaras de seguridad —digo.

—¿Ah, sí? —Tom no levanta la vista de su tazón de cereal—. ¿Por qué?

—Esta casa es demasiado grande. No me siento segura cuando estoy sola.

Mi madre cierra de golpe el refrigerador.

—Casi nunca estás sola en la casa.

Tom y yo la seguimos con la mirada mientras sale de la cocina. Momentos después, le grita a Petey que baje a desayunar o le quitará el iPad.

Cuando se pierden las ruidosas pisadas de mamá sobre las escaleras, Tom deja su tazón y me mira.

—¿Esto es por Juliana y Susan?

Mi espalda se tensa. No lo había escuchado decir sus nombres en años.

—Quizás.

—No sabía que eso aún te daba miedo.

Tengo un rápido recuerdo de mí, hace cinco años, hecha un ovillo como un perro a los pies de la cama de mi madre y Tom. Después de los asesinatos, estaba demasiado asustada para dormir sola en mi habitación.

—Claro que me asusta. No puedo simplemente olvidar lo que pasó.

—No dije que deberías hacerlo. Es solo que no habías mencionado a las chicas en mucho tiempo. ¿Por qué estás pensando en eso ahora?

No sé si me estoy imaginando el tono de sospecha en su voz.

—Pronto se cumplirán cinco años.

—Mon —dice Tom—, nunca volverá a pasar nada como eso.

—No puedes estar seguro.

—No puedo estar seguro de que no va a azotar un tornado mañana, pero aun así es poco probable que pase.

Me pregunto por qué cree que eso me hará sentir mejor.

—Veré lo de las cámaras. —Tom se levanta y me da un apretón en el hombro—. Intenta disfrutar el día. Está lindo. Quizás deberías sacar a caminar a ese cerdo que tienes por perro.

Al escuchar la palabra con «C», Mango entra trotando a la cocina. Tom se va a la sala y le dice a Petey que más le vale que deje el iPad y coma antes de que mamá termine de bañarse.

Me siento junto a la barra. Mi hermano entra y sus ojos siguen pegados a Clan Wars mientras se acomoda en el banco frente a mí, donde mamá dejó un tazón vacío y su caja de cereal.

Me levanto cuando el sonido que Petey hace al masticar se vuelve insoportable. Necesito pensar; no hay nada que pueda hacer para descubrir quién le escribió ese poema a Jen hasta mañana por la mañana, cuando pueda hablar con el señor Ward.

Mi mente viaja hasta la casa al otro lado de la calle. Él o ella dijo que no nos conocemos, pero él o ella sí sabe dónde vivimos. También tiene la seguridad de que Tom es un mentiroso, entre otras cosas. O sea que es posible que quien escribió la carta conozca a Tom, al menos lo suficiente como para tener nuestra nueva dirección.

La situación es casi tan desconcertante como la idea de que un loco desconocido esté acosándonos.

Pienso en la colilla de cigarro junto al ventanal. Quizás él o ella dejó algo más.

Mango está desparramado en el suelo de la cocina como una rana, con la cola meneándose de un lado a otro. Tomo su correa que cuelga de un gancho en la pared.

—Dile a mamá que salí a pasear al perro —le grito a mi hermano mientras llevo a Mango hacia la puerta. Me detengo de golpe cuando llegamos a la calle.

Hay una camioneta estacionada en la entrada de la casa. Junto a ella un hombre está recargado en una reluciente vagoneta negra, platicando con el conductor de la otra camioneta. Mango comienza a ladrar y el hombre voltea a verme.

No había visto a nadie afuera de esa casa desde que nos mudamos; no puede ser una coincidencia que los vendedores o agentes de bienes raíces, o quienes quiera que sean esos tipos, hayan vuelto el día después de que entré a husmear en la propiedad. ¿Me habrá visto alguien?

Inclino la cabeza, rompo el contacto visual con el hombre y doy vuelta a la derecha. Sigo caminando hasta que las casas nuevas empiezan a perderse de vista y aparecen las menos ostentosas.

Frente a una pequeña casa de dos pisos con paredes amarillas descascaradas, Ginny Cordero está arreglando el jardín. Lo hace por su cuenta; no está ayudando a nadie, como yo solía ayudar a mi mamá a arrancar la maleza del jardín delantero de nuestra antigua casa. Ginny está agachada, sacando tallos muertos y maltratados de la tierra, como si todo el jardín fuera suyo.

—Hola —digo.

Ginny se da la vuelta. Me saluda agitando una mano con cansancio mientras su entrecejo se arruga por la confusión. En la otra mano lleva una regadera con agua que está goteando.

Va hasta donde estoy. Mira a Mango, pero no se agacha para acariciarlo, como suele hacer la mayoría.

—¿Cómo se llama?

—Mango. —Hay un momento de incómodo silencio. Y luego mi boca suelta un—: Mi hermana le puso ese nombre.

Ginny no dice nada, pero la expresión en su rostro me deja saber que no la incomodé; casi parece triste.

—Era muy linda. Tu hermana.

Dudo por un momento, pero al final pregunto:

—¿Quieres ir a caminar conmigo?

—Claro.

Ginny deja la regadera en la escalera de la entrada. Un gato blanco y negro se asoma por el cristal de la puerta. Cuando ve a Mango, su cola se tensa. Mango suelta un aullido y el gato sale corriendo.

—Perdón —me disculpo.

—No pasa nada. —Ginny vuelve a mi lado y salimos de su jardín—. Hace calor aquí afuera.

—Lo sé. —No sé si puedo hacerlo: sostener una dolorosa conversación sobre nimiedades como el clima. No sé ni siquiera por qué vine.

—¿Sabes? Jen iba al mismo gimnasio que yo —comenta Ginny—. Hace mucho tiempo.

Mango se detiene. Olisquea el punto en el que termina el pasto de los jardines y comienza la calle, a varias casas de la de Ginny. Comienza a caminar en círculos; si Ginny no estuviera ahí, le daría un tirón para que siguiera caminando. Pero no quiero que Jen se escape, no quiero que se pierda en el cementerio de las conversaciones inconclusas.

—Recuerdo haberte visto en el gimnasio —afirmo.

—Tu hermana era amable. No hay mucha gente amable.

Su voz se apaga y me llega un recuerdo de tercero de secundaria. Estaba en clase de Geografía, sentada hasta el fondo. Las chicas junto a mí se burlaban cada vez que el maestro decía el nombre completo de Ginny al pasar lista. Decían «Virgen-ia» en vez de «Virginia», enfatizando lo de «Virgen». «Miren su espalda de jugador de futbol americano y su pecho plano. Seguramente ni siquiera le ha bajado».

Y yo no hacía nada, porque no era mi problema. No decía nada, porque Kelsey Gabriel, que estaba tomando esa clase por segunda vez, fue la que le puso a Ginny el apodo de «La Brazos de Hombre».

Ginny al fin me mira, retomando el tema.

—Tu hermana merecía algo mejor. Igual que todas esas chicas.

—¿Conoces la casa que está enfrente de la mía? —pregunto.

—¿La que no terminaron?

Asiento.

—¿Has visto algo raro? ¿Como alguien que no viva por aquí rondando la casa?

—No, no lo creo. —Ginny frunce el ceño—. ¿Por qué?

Lo que sea que me haya impulsado a preguntarle sobre la casa también me prohíbe decirle que encontré algo raro ahí. Si lo hiciera, tendría que explicarle por qué estaba en la casa. ¿Ginny me creería si se lo contara?

—Por nada —digo—. Tengo que regresar a casa. Gracias por caminar conmigo.

Ginny asiente. Mientras me doy la vuelta, dice mi nombre y se despide levantando una mano.

—Nos vemos mañana en el ensayo.