Cinco años atrás

Septiembre

Juliana tenía grandes planes para el segundo año. Ya se habían desecho de la etiqueta de las enfadosas de primero; los de tercero del año pasado que ni siquiera las miraban se habían ido, y habían quedado en su lugar chicos mayores que las miraban de soslayo aun cuando tenían los brazos rodeando las cinturas de sus novias.

Jules no parecía notar las miradas de los chicos mayores. No era el caso de Susan, que sumía el estómago y se acomodaba el cabello detrás de las orejas cuando los jugadores de futbol americano iban a visitar el gimnasio donde entrenaban las porristas. Juliana pensaba en cosas más importantes; el calendario en su habitación tenía códigos por colores: práctica de porristas, Noche del Espíritu, el baile de bienvenida. Ella y Jen habían sido elegidas democráticamente como organizadoras de la fiesta de bienvenida del año pasado, y Susan era secretaria de la clase. Sin embargo, Jules no parecía darse cuenta de lo populares que eran.

Pero Jen sí se daba cuenta. La gente con la que había crecido de pronto parecía nerviosa junto a ella. Se sentía muy sola, pues las personas se mantenían alejadas, como si no estuvieran seguras de que Jen las considerara dignas de compartir su presencia. Además, no ayudaba que Jules tuviera una hora de almuerzo distinta a la suya. Y por si fuera poco, Susan eliminó por completo el almuerzo de su agenda para poder tomar una optativa extra. Jen tenía que sentarse en la cafetería con Bethany, Colleen y sus amigas más jóvenes.

Era una vida que las demás chicas envidiaban. Una vida que ella no estaba segura de querer.

Juliana había dejado Matemáticas y Ciencias, pues le pareció que sería demasiada carga escolar sumada al equipo de porristas y su trabajo en Alden’s, la tienda de abarrotes de sus padres. Por esa razón, la única clase que Jen y Jules compartían era Literatura, a cargo del señor Ward. Cuando Jules salía del gimnasio, donde había pasado su hora previa, se reunía con Jen en su casillero y se iban juntas a clase.

Ese día Jules llegó tarde. Jen la estaba esperando junto a su casillero, preguntándose si debería encaminarse sola al salón. Vio pasar otro minuto en su teléfono antes de levantar la vista y verla al final de pasillo: ahí estaba Juliana, con la frente perlada de sudor y una banda rosa brillante evitando que el cabello se le fuera a la cara. Junto a ella, Carly Amato se estaba riendo de algo. Jules vio a Jen, se separó de Carly y la saludó agitando una mano.

—No me dijiste que Carly estaba en tu clase de Educación Física —comentó Jen cuando Juliana se acercó.

—¿Tenía que hacerlo? —Juliana se abanicó la cara con su cuaderno de Literatura—. ¿Por qué te cae mal?

«Porque estoy bastante segura de que es cocainómana», pensó, pero era una acusación terriblemente fuerte para soltarla así nada más.

—No me cae mal —repuso.

—Como digas. —Juliana se le adelantó para entrar al salón del señor Ward.

Jen se quedó en la puerta por un momento, sorprendida. Juliana acababa de darle el avión. «Como digas» es una puerta que te cierran en la cara; significa «me molesta, pero no me importa lo suficiente como para discutir contigo». Es, en muchos sentidos, lo peor que le podrías decir a una amiga.

Juliana no volteó a ver a Jen en su camino hacia el escritorio del señor Ward, a quien le mostró una nota que la excusaba de su clase para ir a la de Vocalización en el salón del coro. El señor Ward suspiró y señaló hacia el pizarrón, donde estaban escritas las páginas que les tocaba leer ese día. Jules las anotó en su agenda y salió justo cuando sonó la campana.

Jen estaba a punto de llorar, con los pulmones aplastados por esa sensación de pánico que le daba hacerlo en público. La última vez que había llorado en clase fue después de un examen de Matemáticas cuando aún era niña, el único que reprobó en su vida. Los chicos que estaban atrás de ella se burlaron todo el día; llorar en clases era como una traición de su cuerpo. Mantuvo la cabeza baja mientras el señor Ward discutía con las chicas que estaban sentadas en la orilla de la ventana, tomando el sol como tortugas sobre una roca.

—¿Podemos abrir la ventana, por favooor? —Hailey Rosenfield se estaba abanicando con una libreta.

—Siéntense —suplicó el señor Ward.

—Estamos sentadas. —Hailey chocó su hombro con el de su amiga. Las chicas soltaron unas risitas, quejándose de que acababan de salir del gimnasio. El pobre señor Ward se veía como si acabara de salir de la universidad.

Jen las ignoró y levantó la vista de su cuaderno solo para copiar la tarea del pizarrón. «Escribe una reflexión sobre el escenario y cómo este contribuye a crear una atmósfera en la historia». No podía pensar, ni siquiera podía recordar qué había leído de Cumbres borrascosas la noche anterior.

Juliana estaba enojada con ella. Jen no podía recordar otro momento en el que hubiera hecho enojar tan en serio a Jules. Era difícil lograrlo, lo cual solo se empeoraba por el hecho de que su estúpida discusión hubiera sido por Carly Amato, una chica que Juliana había conocido hace apenas un par de meses.

«No estoy bien». Jen no se dio cuenta de que eso era todo lo que había escrito en su libreta hasta que el señor Ward preguntó si ya habían terminado la actividad y si alguien quería compartir su respuesta con la clase.

Cuando sonó la campana, Jen arrancó la página de su libreta. La hizo bolita y la tiró en el bote de basura del salón. Para cuando llegó a su casillero, ya estaba llorando. Escondió la cabeza. Alguien la tocó suavemente en el hombro. Al voltear, Jen se encontró frente a frente con Ethan McCready.

Conocía a Ethan desde niño; odiaba que la gente lo llamara Ethan McCreepy y le dolía cada vez que uno de los jugadores de futbol le pegaba a Ethan en la nuca al pasar junto a él en el camión.

Pero, si era totalmente honesta, Jen sabía que Ethan no ayudaba en su defensa. En la secundaria dejó de hablar con todos menos con sus dos amigos, unos chicos del club de cómputo con pantalones demasiado grandes para ellos y aliento a pizza de la cafetería. Era raro ver que Ethan no estuviera encorvado sobre su escritorio, con la capucha de la sudadera puesta y audífonos en las orejas, sin importar cuántas veces los maestros le hubieran dicho que se los quitara.

Pero lo peor de todo era que Ethan realmente podía ser espeluznante. La primera vez que Jen lo vio, él la estaba observando.

Jen estaba en el bosque detrás de su casa, buscando piedras lisas en el arroyo, cuando escuchó el crujir de unas ramitas. Se quedó acuclillada, sin moverse, esperando ver un venado al levantar la vista. En vez de eso, lo que encontró fue a un chico con un mal corte de cabello y una camiseta de Led Zeppelin.

—Hola —dijo él—. ¿Qué haces?

Jen extendió una mano con la palma abierta. Ethan se acercó más e inspeccionó la piedra, que era tan suave y blanca como una perla.

Después de ese día, él empezó a aparecerse con cierta regularidad. Luego de que Jen le contó que de grande quería ser veterinaria, Ethan le llevó un libro de la biblioteca lleno de imágenes de reptiles y anfibios. Si tenían suerte, lograban atrapar sapos en pequeñas cubetas de plástico para playa, pero ella siempre lo obligaba a soltarlos.

Consideró invitar a Ethan a cenar, como lo hacía siempre con Susan, pero le daba pena pedirle permiso a su mamá. Odiaba que su mamá le hiciera preguntas sobre chicos y lo último que quería era admitir que había estado pasando tiempo a solas con uno.

Y luego Ethan lo arruinó todo.

El verano entre el cuarto y quinto año de primaria, habían estado cazando renacuajos. Jen vio un grupo de ellos retorciéndose junto a la roca donde ambos estaban acuclillados.

Jen puso las manos en forma de cuenco y los sacó del agua.

—¡Agarré unos!

Ethan puso sus manos sobre las de ella para que los renacuajos no se escaparan. Cuando Jen levantó la mirada, él la estaba observando y su instinto le anunció sin falla lo que estaba por ocurrir.

La boca de Ethan se plantó sobre su labio superior y Jen pensó que quizás le había fallado la puntería. Antes de que pudiera reaccionar, los labios de él encontraron los suyos. Cuando se alejó, a Jen le quedó un sabor a gomitas ácidas.

—Perdón —dijo él. Jen se fue corriendo a su casa sin llevarse su cubeta.

Les había mentido a Juliana y Susan sobre su primer beso. Les dijo que fue con Joe Halpern en la oscuridad de un cine cuando estaban en primero de secundaria. Para entonces ya llevaba años sin hablar con Ethan; no volvió al arroyo tras el día de los renacuajos. Se sentaba lejos de él en el camión y evitaba el contacto visual cuando les tocaba estar en la misma mesa durante la clase de Arte.

En ese momento, cuando notó los pelitos que habían comenzado a aparecer sobre el labio superior de Ethan, sintió algo raro en el estómago.

—Se te cayó esto —masculló él, y luego desapareció.

Jen desdobló el papel. Reconoció las palabras que había escrito en su cuaderno al inicio de la clase. «No estoy bien». Ethan había dejado una respuesta: «¿Quieres hablar de eso?».

Jen se ruborizó, aunque era imposible que alguien supiera lo que acababa de pasar. Metió la nota en su bolsillo y se fue a la cafetería, olvidando que ambos compartían la misma hora de almuerzo.

Su mesa ya estaba llena; Mark Zhang tenía el brazo alrededor de los hombros de Bethany Steiger. Bethany hizo un gesto de fastidio y se lo quitó de encima, aunque todos sabían que tenían algo desde el verano.

Cuando Mark vio a Jen, el rostro se le iluminó. Parecía que Bethany acababa de comer algo podrido y Colleen se examinó las uñas, intentando lucir lo más despistada posible. Todos sabían también que Mark Zhang sentía algo por Jen desde primero.

Jen se acomodó en su lugar sin mirarlos. Colleen volteó a verla.

—¿Estabas llorando?

Jen se llevó una mano a la mejilla. Su rostro probablemente aún estaba rojo y seguro el par de lágrimas que se le escaparon en la clase del señor Ward le corrieron el rímel.

—No, es solo que no me siento bien.

—Te ves terrible —opinó Bethany, y los ojos de Colleen se llenaron de horror—. Como si tuvieras fiebre o algo —corrigió.

Jen no iba a caer en la trampa de Bethany. Siempre hacía lo mismo: soltar comentarios desagradables que, como el cuchillo más fino, te crean una herida que no notas hasta mucho después.

—Sé qué te hará reír —comentó Bethany con un dejo de malicia detrás de su té helado, mirando algo en la mesa a espaldas de Jen—. McCreepy nos está enseñando su Ur-ano.

A Jen se le retorció el estómago. Mark Zhang soltó una estruendosa carcajada.

—Increíble. Se le rompió el cinturón en Educación Física. Déjame ver.

Colleen se hizo a un lado, enterrándole el hombro a Jen para que Mark pudiera estirarse sobre la mesa y ver. Jen se negó a voltear y echar un vistazo.

Las carcajadas de Mark fueron en ascenso y su amigo, otro jugador de futbol americano igual de imbécil, se le unió.

—¿Alguien tiene una moneda?

Bethany sacó una de su monedero y se la dio a Mark. Antes de que Jen se diera cuenta de qué estaba pasando, Mark se levantó y le lanzó la moneda a Ethan. Jen se dio la vuelta justo a tiempo para verla rebotar en la espalda de Ethan y caer al suelo. Ethan se tensó, pero no volteó.

—Maldita sea —exclamó Mark—. Vamos, Beth, inténtalo tú.

El resto de la mesa se rio y Bethany tomó una moneda entre su pulgar e índice, examinándola mientras Colleen hundía la cabeza en su comida. Jen miró horrorizada cómo Bethany le lanzaba la moneda a Ethan.

Mark vitoreó.

—¡Cerca! ¿Quién sigue?

A Jen se le estaba cerrando la garganta. Quería gritarles, pero algo la detenía. Y entonces Ethan se levantó. Se acomodó los pantalones y se bajó la camiseta. Su expresión era escalofriantemente tranquila mientras iba hacia el bote de basura con la charola vacía entre las manos.

Se detuvo junto a la mesa de Jen y dejó caer una moneda delante de Mark.

—Creo que esto es tuyo.

Mark le sostuvo la mirada a Ethan mientras le volteaba la charola que traía en las manos. Lo que quedaba de su jugo de frutas salpicó los tenis de Ethan, quien siguió mirando a Mark a los ojos y luego le sonrió con un gesto de superioridad.

—¿Qué diablos te pasa? —A Mark ya no le hizo tanta gracia. La mesa se quedó en silencio. La sonrisa de Ethan pareció ponerlos nerviosos.

Ethan no respondió. Su mirada pasó de largo sobre Jen, como si ni siquiera la notara. Ella lo observó alejarse y, en el último momento, cuando todos en la mesa ya habían retomado su conversación y se reían incómodamente, Jen lo vio.

Ethan dobló los dedos de una mano, formando una pistola.