Tras despedirme de la señora Ruiz, prometiéndole que iré a su casa para conocer al bebé cuando saque mi licencia de conducir, vuelvo a mi computadora. Ya se cargaron todas las fotografías.

Comienzo con las que están en la carpeta llamada SUNNYBROOK VS SHREWSBURY. El partido en el que se tomó la tristemente célebre fotografía de las cinco porristas de Sunnybrook.

Voy abriendo una por una, y me detengo en una imagen de Juliana y una chica rubia. Tienen unas «S» pintadas de azul y amarillo en la mejilla. Le están mandando besos a la cámara. La otra chica es unos treinta centímetros más alta que Juliana, y lleva su rubia coleta tan arriba que parece que le sale del centro de la cabeza. Tiene un piercing en el labio superior y una expresión rebelde que no encaja con su uniforme de porrista.

Se me había olvidado que traje conmigo el anuario de primero de Jen, después de revisar sus cosas la otra noche. Saco el libro y me acomodo entre las almohadas de la cama. Reviso todas las fotografías. Mango entra a mi cuarto, olisqueando el aire. Cuando se sienta al pie de mi buró, lo levanto y lo dejo sobre la cama. Mientras hace círculos buscando un lugar cómodo, vuelvo al inicio del anuario y busco a la chica rubia en otras imágenes: fotografías del equipo, de los bailes y de la Noche del Espíritu.

No está en ninguna de ellas. Debió ser nueva en el año de los asesinatos; es imposible que fuera menor que mi hermana.

Le echo un vistazo a mi teléfono, que está en el buró. Antes de pensarlo mejor, le llamo a Ginny. Responde al segundo timbrazo.

—¿Mónica? —No parece sorprendida por mi llamada; casi suena como si estuviera esperando que fuera yo.

—Sí. Hola —respondo, nerviosa de pronto—. ¿Es un mal momento?

—No, para nada. —Hace una pausa—. ¿Estás viendo las fotografías?

—Sí. Estoy intentando descifrar de quién más era amiga Juliana, quién podría saber por qué se veía tan mal mientras construían el carro alegórico. —Recuerdo lo que la señora Ruiz me dijo sobre que Susan y Jen estaban peleadas, y que Juliana estaba en medio del pleito, y lo pienso por un momento. Me siento como una chismosa o voyerista, intentando analizar todo lo que hizo y sintió una adolescente una noche de hace cinco años—. Hablé con la mamá de Juliana. No sabe por qué su hija estaba llorando esa noche. Cree que quizás fue porque mi hermana y Susan Berry no se hablaban.

—¿Por qué estaban peleadas? —pregunta Ginny.

—Ni idea. Jen nunca dijo nada. —Acerco la fotografía de Juliana y la chica rubia para ver mejor—. Encontré una foto de Juliana con una chica rubia, pero no está en el anuario de primero de mi hermana. ¿Puedo ir a ver los anuarios viejos de la señora Goldberg mañana a la hora del almuerzo?

—Los tengo aquí... en mi casa —dice Ginny—. Me dio copias de los últimos cinco años para que pudiera comparar los diseños. ¿Cómo es esa chica?

—Es alta y delgada. Tiene el cabello rubio superplatinado, como teñido.

—Entendido. Voy a revisar y te llamo.

Ginny cuelga, pero yo no suelto el teléfono. Mango deja caer su cabeza sobre mi rodilla y deja escapar un ronquido sonoro. Mis latidos se aceleran ante la idea de encontrar a la rubia; una porrista de Sunnybrook que podría contarme cosas que desconozco sobre las chicas. O que no recuerdo.

Cuando mi teléfono suena, respondo antes de que timbre otra vez.

—Hola.

—Hola. —Es la voz de Ginny—. Creo que la encontré en la fotografía del equipo de porristas. Cejas superdelgadas y un piercing sobre el labio, ¿verdad?

—Sí, esa es.

—Bien. Se llama Carly Amato. Estaba en tercero.

Carly Amato. Le doy vueltas al nombre en mi cabeza, decepcionada. Esperaba reconocerlo, que una pieza de información largamente olvidada saliera a la luz.

—Nunca había escuchado ese nombre.

—Ya la busqué —interviene Ginny. Parece apenada—. Encontré el perfil de Facebook de una chica que se parece a ella. Ahora tiene el cabello oscuro. Y su bronceado se ve... menos falso.

—Espera. —Hago clic en mi laptop para que vuelva a encender y busco a Carly Amato en Facebook. La chica que Ginny describió es el primer resultado.

De acuerdo con sus publicaciones, Carly Amato es estudiante de enfermería en la Universidad Pública de Orange County. La mayoría de sus publicaciones se tratan de cuántos exámenes tiene y fotos de un yorkie llamado Peanut, al que se refiere como «su bebé».

Sigo dando clics hasta que llego a sus fotos más antiguas y la veo transformarse en reversa hasta ser rubia y con piercings.

—Definitivamente es la misma chica.

—¿Qué le vas a decir?

—No sé. ¿Qué debería decirle?

Ginny lo piensa.

—Quizás solo podrías decirle la razón real por la que quieres hablar con ella.

—Sí. Bueno. Gracias.

Me hace prometerle que le avisaré si Carly me responde y terminamos la llamada. Ginny hace que la idea de decir la verdad parezca tan fácil. «Podrías solo decirle la razón real».

Pienso en las reacciones de Rachel y Tom ante mis preguntas sobre las muertes. Por unos instantes, contemplo el mensaje vacío para Carly en mi Facebook antes de empezar a escribir.

MÓNICA:

Hola, Carly. Estabas en el equipo de porristas con mi hermana, Jen Rayburn, en la prepa de Sunnybrook. La mamá de Colleen Coughlin está organizando un homenaje en la escuela y queremos reunir al viejo equipo para que participe. ¿Crees que podríamos platicar?

Me llevo la uña del pulgar al espacio entre mis dientes, leyendo la penúltima frase una y otra vez. Una mentira tan descarada podría arruinarlo todo. Cualquiera que haya ido a la prepa de Sunnybrook sabe que la señora Coughlin es un demonio; mencionar su nombre podría hacer que Carly envíe mi mensaje directo a la papelera.

Borro esa línea y solo dejo el: «¿Crees que podríamos platicar?».

Cuando despierto, reviso mi bandeja de entrada. Está vacía, pero mi mensaje para Carly Amato aparece como leído.

Lo leyó hace seis horas.

Tom no descansa el sábado y mi mamá tiene que trabajar en el foro, así que me toca cuidar a Petey y lo hago con audífonos que aíslan del ruido para ahogar el sonido de su práctica de trompeta en la sala.

Estoy embarrando crema de cacahuate en una rebanada de pan tostado para que mi hermano almuerce cuando mi teléfono comienza a vibrar en la barra de la cocina. El nombre de Ginny brilla en la pantalla. Me quito los audífonos de un tirón y aceptó la llamada.

—Hola. —Intento no sonar demasiado ansiosa, sin éxito. Pero hay algo en el interés de Ginny por el asunto que reencendió mis ánimos: me hizo sentir que tiene sentido. No solo ya le conté todo a alguien, sino que, además, ella me cree.

La respuesta de Ginny se pierde bajo el sonido de «La Cucaracha».

—Dame un segundo. —Salgo a toda prisa por la puerta que conecta a la cocina con el garage y me encierro ahí—. Listo. ¿Qué hay?

—He estado revisando la página de Facebook de Carly. —La voz de Ginny es apenas un susurro, como si hubiera alguien cerca de ella, escuchando—. Acaba de registrar su entrada en la biblioteca de la Universidad Pública de Orange County.

Reacomodo mi postura y recargo la espalda contra la puerta.

—¿Qué tan lejos está esa universidad?

—A veinte minutos. —Hace una pausa—. Mi mamá no necesita su auto hasta las siete.

—¿Tienes licencia? —pregunto—. Ni siquiera sabía que ya tuvieras diecisiete.

—Desde el lunes. —Ginny suena casi apenada.

El lunes fue el día que me reuní con ella en la oficina del anuario para ver las fotos. Hablamos durante más de una hora y jamás mencionó que era su cumpleaños. Siento una oleada de tristeza; me pregunto cuántas cosas más desconozco sobre Ginny solo porque nunca me molesté en preguntarle. Ella habla antes de que yo sepa qué decir.

—No tenemos que ir si no quieres. Solo pensé que como Carly está ahí y no te ha respondido...

Mi mamá no va a regresar del foro hasta dentro de un par de horas y no puedo dejar a Petey solo. Para cuando llegue mi mamá probablemente Carly ya no estará en la biblioteca.

—Tengo que cuidar a mi hermano.

Escucho un ligero golpeteo, como si Ginny estuviera tamborileando los dedos contra el teléfono.

—¿No puedes traerlo?

No lo había pensado, pero...

—Voy a tener que convencerlo. ¿Puedes venir en unos quince minutos?

—Ahí te veo —responde alegremente.

Cuelgo y regreso a la cocina. En la sala, Petey ya se rindió con «La Cucaracha» y pasó a otra cosa. Me acerco a él por detrás y pongo las manos en el respaldo del sofá.

—Tengo que ir a un lugar y no me voy a tardar —comienzo, con tono cuidadoso—. Necesito que me acompañes.

Petey voltea a verme, con un gesto de confusión.

—¿Por qué no me puedo quedar aquí?

—Porque mamá me mataría. Puedes esperar en el carro.

—¿En cuál carro? —pregunta Petey—. No puedes manejar.

—Una amiga va a venir por mí.

La mirada de Petey se ilumina.

—¿Rachel?

—No. Pero esta amiga también es linda.

Él lo piensa por un momento y luego niega con la cabeza.

—Apenas encontré algo que ver.

Rechino los dientes.

—Puedes descargar Clan Wars en mi teléfono y jugar en el auto.

—Mamá dijo que no podía jugar Clan Wars hoy.

—Sí, bueno, yo no le diré si tú no le dices.

Petey me observa, evaluando la situación. Aunque está en quinto de primaria, sabe reconocer un mal trato. Suspiro.

—Te doy veinte dólares si vienes conmigo y no le dices a mamá a dónde fuimos.

Diez minutos después, estoy apurando a Petey para que salga de la casa y cerrando la puerta principal mientras Ginny se detiene en la entrada. Lleva puesta su chamarra del gimnasio de Jessie y el cabello recogido en un chongo.

Me subo al asiento del copiloto y Petey se va atrás. Luego observa detenidamente a Ginny.

—¿Tú quién eres?

—No seas grosero —lo regaño—. Ella es Ginny.

Petey se acomoda en su asiento y la mira directamente a los ojos a través del espejo retrovisor.

—¿Juegas Clan Wars?

Ella sonríe y niega con la cabeza.

—No sé qué es eso.

Intento ser paciente mientras Petey le explica a Ginny las minucias de la construcción de villas y los saqueos. Cuando al fin se queda callado, con las piernas contra el pecho y mi teléfono en las rodillas, comienzo a hablar con ella en voz baja.

—Gracias por hacer esto, en serio.

—Fue mi idea —responde, encogiéndose de hombros.

Me doy cuenta de que, en parte, esa es la razón por la que Ginny me agrada tanto: siempre que dice algo, suena sincera. Eso basta para acabar con mis preocupaciones de que en realidad no quiera estar aquí, que de algún modo la haya metido en un lío del que no sabe cómo salirse.

Escuchamos la radio y cambiamos de tema al equipo de baile, por si acaso Petey está de metiche, escuchándonos desde el asiento trasero. Cuando aparece la salida para la universidad de Orange County, doblamos a la derecha hacia el campus y seguimos los señalamientos hacia la biblioteca.

—Y, bueno, ¿qué hacemos aquí? —suelta Petey mientras Ginny se estaciona.

Me toma un momento inventar algo.

—Necesito un libro para la escuela. Nuestra biblioteca no lo tenía.

—¿Tengo que entrar?

Dudo un instante; quiero que Ginny vaya conmigo, pero no puedo dejar a Petey solo en el carro.

—Quizás tu hermano y yo deberíamos esperarte aquí, para que Carly no se sienta acorralada. —La voz de Ginny es apenas más que un susurro.

Asiento. Una, dos, tres veces, como uno de esos muñecos cabezones.

—Sí. De acuerdo. Tienes razón.

Salgo del auto y me dirijo a la entrada de la biblioteca. La paranoia me invade cuando las puertas automáticas se abren frente a mí. ¿Y si la bibliotecaria me pide mi credencial de la universidad? ¿Y si Carly ya se fue?

La biblioteca es de un piso. Doy una vuelta y paso junto al escritorio de los préstamos y un café. Al fondo hay unas largas mesas con unas cuantas personas agazapadas sobre sus laptops o libros. Un letrero en la pared dice: ÁREA EXCLUSIVA PARA ESTUDIO.

Camino entre las mesas hasta ver a una chica cuyo cabello, con corte de hongo y de color negro azulado, apenas le roza los hombros desnudos. Mi pulso se acelera. Carly Amato voltea hacia donde estoy. Bosteza y toma su teléfono. Desde mi lugar, puedo ver que la pantalla está toda rota.

En la mesa, frente a ella, hay un libro abierto, mostrando un desagradable diagrama del aparato digestivo humano. Pero Carly no está leyendo; está atenta a su teléfono, en uno de esos juegos en los que hay que reventar burbujas.

Quiero salir corriendo, pero Ginny y yo no vinimos hasta acá para que me salga lo gallina en el último momento. Me acerco un poco más a la mesa de Carly y pongo una mano en la silla frente a ella.

—Hola. ¿Me puedo sentar aquí? —pregunto.

Carly Amato me mira, sorprendida. Se ve unos veinte años mayor que en su foto del anuario y en las imágenes de su perfil, aunque solo tiene veintidós, si no me equivoco. Finalmente asiente, señalando la silla con la cabeza para confirmar que está libre. Sin mirarme, se reclina en su silla y bosteza tan fuerte que el chico junto a ella deja su libro para lanzarle una mirada de odio.

—¿Eres Carly?

Carly Amato parece el tipo de chica que respondería una pregunta con un seco: «¿Quién pregunta?». Quizás veo demasiadas películas, porque en vez de eso, deja de jugar en su celular y asiente con la cabeza. La voz que sale de ella es ronca.

—Sí. ¿Te conozco?

—Soy la hermana de Jennifer Rayburn.

—No jodas. —Esta vez Carly sí suelta su teléfono. Se echa para atrás hasta que su silla queda en dos patas, chocando con la que tiene a sus espaldas. El tipo que está sentado ahí se da la vuelta y la mira con molestia, pero Carly lo ignora, sin quitarme los ojos de encima.

—Ya estás, pues… grande. Te recuerdo de nuestros partidos.

No quiero decirle que probablemente está pensando en la hermana menor de alguien más, pues yo casi nunca iba a ver a Jen a los juegos: siempre estaba en mis clases de baile o en casa de Alexa o Rach.

—Creo que yo también te recuerdo —miento—. Antes eras rubia.

Carly busca algo en su bolsa y saca un tubo largo hecho de un metal rosa brillante.

—¿Quieres salir? Necesito vapear.

—Sí, suena bien.

Deja su libro en la mesa y le da unos golpecitos en el hombro al chico sentado junto a ella.

—¿Me cuidas esto?

Él asiente. Parece agradecido de que nos vayamos.

Carly me lleva por una salida de emergencia y se recarga en un costado del edificio. Succiona el tubo y suelta una densa línea de humo que huele a fresas falsas y vainilla. Tras un momento, rompe el silencio.

—Y tú, ¿eres porrista?

Niego con la cabeza.

—Estoy en el equipo de baile. —Carly debe haber olvidado que el equipo de porristas se desintegró. No parece recordar lo que hizo ayer.

—¡Ah! Qué bien, qué bien. —Le da otra calada a su cigarro electrónico; luce como si ya se hubiera aburrido de mí—. ¿Qué te trae por acá? Aún no estás en la universidad, ¿verdad?

—No. —No sé qué más decir. Señalo hacia su vaporizador con un gesto incómodo—. ¿Eso es diferente a un cigarro?

—No tiene tabaco ni alquitrán ni esas porquerías. —Carly observa el dispositivo en su mano como si alguien se lo hubiera puesto ahí sin que ella se diera cuenta—. La verdad no sé ni por qué lo intento. He fumado desde los quince.

—Es difícil dejarlo —admito—. A mi padrastro le tomó como veinte años.

Carly me mira mientras una nube de humo sale de sus labios.

—¿Viniste a conocer el campus o algo así?

La expresión en su rostro es clara: «¿Qué diablos haces aquí?».

—Sí —miento—. Te reconocí y se me ocurrió saludarte. ¿Eras amiga de mi hermana?

—Pues las dos éramos porristas. Pero yo acababa de entrar ese año, así que no tuve tiempo de conocerla ni nada.

El frío me muerde los dedos. Meto las manos en los bolsillos de mi chamarra de North Face.

—¿Y de Juliana Ruiz?

Carly me lanza una mirada.

—Fuimos al mismo retiro de porristas ese verano. Nos llevábamos un poco. ¿Por qué?

—Vi una foto de las dos en un partido de futbol. ¿Eran cercanas?

—Apenas la conocía. O sea, odio decirlo, pero las amigas de tu hermana eran medio engreídas.

No parece que odie decirlo. De hecho, parece que se moría de ganas por decírselo a alguien. Mi enojo arrastra una idea desagradable: ¿las amigas de mi hermana sí eran engreídas? Intento recordar algún momento en que Susan y Juliana me hayan hablado realmente, más allá del saludo obligado.

A todos les gusta hablar sobre lo queridas que eran las chicas muertas. Nunca me detuve a considerar otra posibilidad: que Juliana y Susan, y quizás hasta Jen, tuvieran enemigos.

—¿Te acuerdas de Ethan McCready? —le pregunto a Carly.

Ella se da la vuelta para mirarme.

—¿Quién?

—Hizo una lista negra ese año y lo expulsaron. En la lista estaban los nombres de las porristas.

—Ah. —Carly se encoge ligeramente de hombros—. Él.

—¿O sea que sí lo conoces? —insisto.

—Nah. —Carly se lleva el cigarro electrónico a la boca—. Nunca le dirigí ni una palabra, ¿y de pronto me entero que quería matarme? Qué mierda.

Tengo que apretar los labios para que mi boca no se abra de par en par, pues parece que Carly no se ha dado cuenta de que Ethan quería matar a todas las porristas y, efectivamente, cinco de ellas terminaron muertas.

—¿Por qué Ethan te odiaría si nunca habló contigo?

—Los chicos como él siempre odian a las porristas. —Se quita el vaporizador de los labios y me mira—. Excepto a una.

Siento que el estómago se me desintegra.

—Te refieres a mi hermana.

—Ajá. —Carly sigue mirándome sin parpadear con sus pestañas llenas de rímel, como arañas. Es profundamente desconcertante.

—A muchos les gustaba Jen —digo—. Desde la secundaria, a todos los chicos les gustaba.

—Pues no sé si era algo unilateral. —Carly enarca sus cejas ultradelgadas—. Lo de Ethan, quiero decir.

Mi pulso se acelera.

—¿De qué hablas?

En los ojos de Carly se enciende una chispa. «Sé algo que tú no sabes». En ese mismo momento decido que la odio.

—Ella era la única que no estaba en su lista negra —explica—. ¿No lo sabías?

—Eso no significa que mi hermana le correspondiera.

—Pues de niños eran amigos. Vivía cerca de su casa —dice, como si se le hubiera olvidado que Jen y yo éramos hermanas y vivíamos en el mismo lugar—. Andaban juntos en el bosque todo el tiempo.

Eso es imposible. Mi hermana nunca se hubiera juntado con alguien como Ethan. Jamás lo vi en nuestra calle.

—¿Quién dijo eso?

Carly hace una mueca con la boca, como si estuviera conteniendo una sonrisita de superioridad.

—Digamos que viene de una fuente confiable.

Siento cómo se abre una nueva grieta en mi paciencia.

—¿Quién?

—Susan Berry —confiesa—. El mismo día en que vio a Ethan escribiendo la lista, descubrió a Jen dejando algo en el casillero de ese tipo. Cuando Susan se lo contó a unas porristas de tercero, ellas la convencieron de decírselo a Heinz.

«Mentiras». La palabra rebota dentro de mi cabeza como una pelota de pinball.

—¿Susan creyó que Jen tuvo algo que ver con la lista negra?

—No sé qué creyó —aclara Carly—. Pero le dijo al director Heinz todo lo que vio.

—Susan no le haría eso a Jen. No inventaría una historia de mierda de Jen ayudando a Ethan a escribir una lista negra.

—Quizás no la inventó. —Carly me sostiene la mirada y le da otra calada a su cigarro para luego soltar el humo por la nariz—. Aunque tampoco puedes creer todo lo que escuchas. Las chicas se la pasan tallando armas diminutas para apuñalar a las otras.

Esa última parte es lo único que tiene sentido de todo lo que ha dicho.

—Claro. —Me trago la docena de groserías que se me ocurren para esta tipa. Esta chica estúpida, mentirosa y horrible que insinuó que mi hermana tuvo algo que ver con la lista negra de Ethan McCready—. Tengo que irme. Perdón por distraerte de tus estudios.

—Descuida. —Carly se acomoda un mechón de cabello detrás de la oreja, revelando una cascada de aretes plateados. Luego, como si de pronto lo hubiera recordado, agrega—: Lamento lo de tu hermana. La verdad es que sí parecía agradable.

—Gracias —digo, con la ira creciendo dentro de mí. Me bajo de la banqueta y me dirijo hacia el estacionamiento tan rápido como me es posible, desesperada por escapar de Carly y del asqueroso olor dulzón de su humo.

Al acercarme al auto de Ginny, los veo a ella y a Petey enfrascados en una animada conversación. Ginny se asoma por la ventana del conductor y su rostro se entristece al verme. Debe ser obvio cómo estuvo mi conversación con Carly; desearía haber dado otra vuelta por la biblioteca para calmarme.

Me acomodo en el lugar del copiloto. Pronto, las manos de Petey ya están en el respaldo de mi asiento y siento su voz y aliento a crema de cacahuate en mi oreja.

—¿Hacen slime en la biblioteca? —Luego se dirige a Ginny—. En nuestra biblioteca hacen slime.

—No, esta es una biblioteca universitaria —digo con voz temblorosa.

Ginny levanta la mirada para ver a Petey por el retrovisor.

—Vi una receta para hacer slime que cambia de color —cuenta—. Deberías buscarla.

—¡Genial! —exclama él alegremente, y se pierde en mi teléfono.

Cierro los ojos y escucho la voz suave de Ginny.

—¿Estás bien?

Asiento, con un nudo en la garganta.

—Carly dice que no era amiga de ninguna de ellas.

Cuando inhalo y abro los ojos, Ginny me está mirando con gesto ansioso.

No tengo el valor para contarle lo que dijo Carly Amato sobre el papel que Jen dejó en el casillero de Ethan. Es una mentira de mierda, no hay forma de que ese papel fuera una lista negra. Sus amigas estaban en él. Amigas cuyas muertes la destruyeron por completo; las quería muchísimo.

Como si fuera un cuchillo, la voz de la señora Ruiz atraviesa mi cabeza. Jen y Susan no se hablaban. Susan fue con el director cuando vio la lista de Ethan McCready. Según Carly, Susan vio que Jen puso algo en el casillero de Ethan...

La nota. «No estoy bien».

Debe tratarse de un malentendido. Eso lo explica todo. Jen solo estaba respondiendo al mensaje de Ethan: «¿Quieres hablar al respecto?». Susan vio a Jen dejando la nota en el casillero de Ethan el mismo día en que lo vio a él escribiendo la lista, y en vez de hablarlo con Jen, fue a decírselo al director Heinz. Obviamente Jen se enojó con Susan, al grado de dejarle de hablar.

—Oigan, ¡deberíamos ir por unos McFlurries! —grita Petey desde el asiento trasero, interrumpiendo mis pensamientos.

Me llevo la mano hacia el bolsillo vacío con cierto pánico. Pienso en mi cartera en la barra de la cocina: justo donde la dejé después de darle a Petey su soborno.

—Olvidé mi cartera.

—No importa —dice él—. Tengo veinte dólares. Yo invito.

No digo nada. Mi reacción inmediata sería decirle que no, pero no soporto la idea de volver a casa tan pronto.

—Me caería bien un McFlurry —interviene Ginny.

¿Notó que no estoy lista para irme a casa? Me permito respirar.

—A mí también.

Ginny y yo no volvemos a hablar de Carly Amato durante todo el camino de regreso al pueblo. McDonald’s está a solo una cuadra del foro de mi mamá, pero no tengo cabeza para preocuparme por la posibilidad de que nos vea. Cuando Ginny se estaciona, Petey se baja del auto y se echa a correr.

—Espéranos —le digo, aún demasiado abrumada como para enojarme con él. Petey se para en la entrada y sostiene la puerta para que Ginny y yo entremos.

Una vez en el mostrador, pido un helado de vainilla con trozos de Oreo y Ginny elige de Butterfinger.

—Eso es lo que Jen siempre pedía —comenta Petey como si nada, antes de pedirle al cajero una nieve de vainilla con M&M’s. No tengo corazón para decirle que está confundiendo a Jen conmigo, que los McFlurries de Butterfinger solían ser mis favoritos.

—Ve a apartar una mesa —le pido a Petey cuando termina de pagarle al cajero. Lo veo caminar por el restaurante hasta sentarse en un gabinete cercano. Saca mi teléfono y lo pone en horizontal, lo cual significa Clan Wars. Ni siquiera recordaba que aún lo tenía él. La cabeza está a punto de reventarme por tantas preguntas.

—¿Estás bien? —La voz de Ginny es suave, pero me trae de regreso a la realidad.

—No sé. Carly me dijo que Susan vio a Jen dejando algo en el casillero de Ethan el día antes de que lo expulsaran. Tuvo que ser la nota que se estaban pasando entre ellos. Pero parece que Susan creyó que tenía algo que ver con la lista negra y se lo dijo al director Heinz.

—¿En serio crees que Susan haría algo así? —susurra.

—No lo sé.

Ella me mira como si pudiera presentir que hay algo más. Trago saliva.

—Carly hablaba como si Jen estuviera involucrada de algún modo y como si ella no fuera la única que pensara eso.

Ginny no dice nada. El cajero pone su McFlurry en el mostrador, pero ella no va a recogerlo.

—Es una estupidez —dice al fin.

Es la primera vez que escucho a Ginny maldecir y es como una descarga directa a mi cerebro, que me hace despertar.

—¿Verdad? —La miro a los ojos—. No tiene sentido.

El cajero trae mi McFlurry. Ginny y yo tomamos la orden y nos vamos al gabinete con Petey. Me siento junto a él y ella se acomoda en el asiento frente a nosotros.

Dejo que coma una cucharada de su helado antes de mirarla y hablar de nuevo.

—Hay algo más. Carly dice que Jen era la única porrista que no estaba en la lista negra.

Ginny le lanza un vistazo a Petey y baja la voz hasta volverla un susurro.

—¿Estás segura de que quieres hablar de esto frente a él?

—No te preocupes por eso —la tranquilizo—. Mira.

Digo el nombre de Petey a un volumen normal. Una, dos, tres veces antes de gritar: «PETER THOMAS CARLINO».

—¿Qué? —No despega los ojos de mi teléfono. Con un dedo está construyendo un nuevo asentamiento. Con la otra mano, se lleva el helado a la boca.

—¿Ves? —le digo a Ginny—. No hay problema.

Ginny remueve su helado con la punta de la cuchara hasta encontrar un trozo de Butterfinger.

—Que Jen no estuviera en la lista no significa nada —opina—. Solo que le gustaba a Ethan.

—Lo último que ella le escribió fue un «sí».

La voz de Petey al fin rompe el silencio. Señala hacia mi McFlurry intacto.

—¿Te vas a comer eso?