Mango se pone a rascar la puerta de mi cuarto alrededor de la medianoche. Lo corro para que vuelva a la habitación de mi mamá y Tom, y me lanza una mirada que me hace sentir como la peor persona del mundo.

Espero otra media hora para asegurarme de que no va a volver antes de salir de puntitas. Los ronquidos de Tom se escuchan hasta el pasillo; bajo por las escaleras, deteniéndome a cada paso para oír los ronquidos detrás de mí.

La computadora de Tom tiene contraseña. Pruebo con el nombre de mi madre, el de Petey y hasta el mío con distintas combinaciones de nuestros cumpleaños. Ninguna funciona, ni cuando sustituyo nuestros nombres por «NYGiants».

Abro el primer cajón de su escritorio, buscando un post-it perdido con las contraseñas. Llevo mi mano hasta el tercer cajón, pero no se mueve cuando jalo la manija.

Siento el miedo asentándose en mi estómago. Dejé este cajón abierto; seguro Tom lo encontró así y supo que alguien estuvo hurgando. Me lo imagino revisando el contenido, darse cuenta de que el teléfono de Jen no estaba, y concluir que solo hay una persona en esta casa con razones para robárselo.

Me apoyo con tanta fuerza en el escritorio que la silla se corre hacia atrás. Necesito salir de aquí. Cuando me doy la vuelta para quedar de frente a la puerta, suelto un pequeño grito.

Los brazos de Tom están doblados sobre su pecho. Me mira como si hubiera un millón de cosas que quisiera decir, pero solo pronuncia una palabra:

—Siéntate.

Tom señala hacia el sillón de dos plazas junto a la ventana. Hago lo que me pide mientras él enciende la luz y se sienta en su escritorio. Junta los dedos de ambas manos en punta, frente a su boca. Cierra los ojos y se mueve en su silla, dibujando pequeños semicírculos.

No sé si está esperando que me defienda o no.

—¿Qué haces? —pregunto al fin.

Tras un instante, me responde.

—Intento decidir si hay forma de ponerte una regañiza sin involucrar a tu madre.

—¿No dijiste que mi mamá no necesita enterarse de todo lo que pasa aquí?

Tom me mira con los ojos desorbitados.

—¿Crees que es gracioso? Aquí guardo mi pistola.

Su voz se quiebra al decir «pistola» y me aplasta las entrañas.

—¿Cómo se mató? —Claro que ya se lo he preguntado antes. La respuesta nunca cambia. Pero que Tom se niegue a contarme la verdad es como otra palomita en la columna de Ethan.

Él me mira, impasible.

—Le juré a tu madre que nunca te lo diría.

—Qué mierda. Puedo soportarlo.

Tom azota una mano sobre su escritorio.

—Eso no lo decides tú.

Por un segundo creo en serio que va a explotar contra mí. Pero luego su expresión se suaviza. Se pasa una mano por la cara, respira escandalosamente y me mira como si por un momento se le hubiera olvidado que estoy aquí.

—Tienes que despertarte temprano para el desfile de mañana —dice—. Hablaremos de esto en otro momento.

—Quiero que lo hablemos ahora —suelto; sueno como una niña caprichosa y odio comportarme así.

Tom suspira y lleva su mano hasta el segundo cajón del escritorio. Busca hasta sacar una botella de bourbon y un vaso. Lo miro confundida mientras se sirve cuatro dedos y se los toma de un trago.

—¿Por qué tienes eso en tu escritorio?

Tom mueve su vaso en círculos, con los ojos puestos en lo que quedó al fondo.

—A tu madre no le gusta que beba.

—¿Porque bebiste demasiado cuando Jen se murió?

Tom se sirve otra porción considerable de bourbon.

—Le atinaste.

Mientras se toma el segundo vaso, siento cómo crece el agujero en mi estómago.

—¿Es necesario que hagas eso?

—Mónica, si quieres que hable de algo de lo que realmente no quiero hablar, sí, sí es necesario.

Tom cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás. Cuando los vuelve a abrir, me mira fijamente.

—¿Qué quieres saber?

«Todo».

—¿Por qué no me confrontaste cuando te diste cuenta de que me había llevado el teléfono de Jen?

—No estaba del todo seguro de que no había sido tu madre quien lo tomó. No sabe que me lo quedé cuando cancelé el número de Jen.

—Pero ¿por qué te lo quedaste?

—Mónica, si tu hija se quitara la vida, querrías examinar cada cosa que hizo para descubrir por qué.

—Entonces sabes que estuvo hablando con Ethan McCready. Él fue la última persona que la llamó.

—Sí. Cuando descubrí que era su teléfono, me puse como loco y le dije algunas cosas que no debí. Lo acusé de cosas.

—¿Creíste que él tuvo algo que ver?

—El chico tiene un intento de suicidio en su historial. —Tom hace girar los restos de líquido en su vaso—. Así que, sí. Creí que tuvo algo que ver.

—Pero él sabía que algo estaba mal e intentó decírtelo. Y no lo escuchaste. No le hiciste caso cuando intentó decirte lo que vio en la casa de los Berry la noche de los asesinatos.

—No vio nada, Mónica.

Me trago la bola de ira atorada en mi garganta.

—¿Alguna vez has considerado siquiera que quizás sí vio algo? ¿Que quizás Jack Canning no fue el asesino?

—Varias veces, sí.

No esperaba esa respuesta. La seguridad que Tom tenía cuando lo confronté semanas atrás ya no está.

—Entonces ¿por qué no buscaste más? —exijo saber.

—Hablamos con los amigos de Susan y Juliana. No dejamos ni una piedra sin voltear. Nadie quería hacerles daño a esas chicas.

—¿Hablaste con Carly Amato?

Tom agita sus párpados cansados.

—¿Quién?

—Era amiga de Juliana.

—El nombre no me suena. Pero si eran amigas, alguien tuvo que haber hablado con ella.

—Pues podría haber mentido para proteger a quien lo hizo. Acabas de decirme que sí consideraste que Jack Canning no haya sido el asesino.

—Cariño. —Tom tiene los ojos rojos, está al borde del llanto—. Solo porque no estoy cien por ciento seguro no significa que no creo con todo mi corazón que fue él. Creo que el hombre que asesinó a esas chicas está muerto.

Escucharlo decir eso es como un golpe directo a mi corazón.

—Creo que el hombre que mató a Jen está muerto —dice, y mis ojos se llenan de lágrimas—. Culpo a Jack Canning por su muerte. Sé que desearías que aún hubiera alguien a quien culpar. A veces yo también lo quisiera.

Me limpio la cara con la manga de la pijama. Tom me pasa la caja de pañuelos de su escritorio y vuelve a sentarse.

Miro a Tom después de sonarme la nariz.

—¿Sabías que era Ethan McCready quien te estaba enviando las cartas que tienes en tu escritorio?

Tom cierra los ojos.

—Lo sospechaba, sí.

Cuando vuelve a abrirlos, se sirve otro bourbon. Luego nota mi mirada y deja el vaso sobre su escritorio en vez de tomárselo de un trago.

—¿Por qué? —susurro—. ¿Por qué te quedaste con su teléfono?

Tom me mira con los ojos empañados.

—De vez en cuando reviso esas llamadas. Ya me sé los números de memoria, pero siempre vuelvo a ellos como si fueran un código que no logro descifrar. —Hace una pausa y mira el vaso de bourbon sobre su escritorio—. Escucho su buzón de voz con la esperanza de encontrar algo nuevo. Supongo que es la misma razón por la que McCready me envía esas cartas. Creemos que si preguntamos lo suficiente, las respuestas van a cambiar.

El nudo en mi garganta se aprieta aún más.

—No puedo dejar de escuchar el grito de mi mamá —digo—. En el carro, cuando me recogió esa mañana. ¿Hay cosas que no puedes dejar de ver o escuchar?

Tom asiente. Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás hasta que casi no le alcanzo a ver la cara.

—El perro estaba acurrucado junto al cuerpo de Susan, temblando —dice cuando se incorpora de nuevo—. El maldito tenía las patas llenas de la sangre de Jules.

Tom nunca me había contado nada sobre lo que vio en la casa de los Berry. Debe estar borracho para revelarme algo tan íntimo como que Beethoven, el amado perro de Susan, se acostó junto a su cadáver.

Entonces se me ocurre algo.

—El perro, ¿no habría intentado atacar al asesino?

—Alguien del tamaño de Jack podría quitarse de encima a un perro.

—Pero ¿el perro estaba lastimado? ¿Cojeaba o algo?

Algo en el rostro de Tom me dice que no había pensado en eso. O sí, porque es un buen policía, pero lo descartó, porque hasta los buenos policías cometen errores.

Las circunstancias fueron ideales para una investigación negligente. La policía se cegó por sus emociones, siendo más proclive a pasar por alto los pequeños detalles, como, por ejemplo, lo raro que era que Jack Canning hubiese salido de la casa de los Berry sin una enorme mordida del perro.

Por la mañana, al prepararme para el desfile, me siento como una sonámbula deambulando por la vida de Mónica Versión Uno. No me reconozco en el espejo del baño mientras repaso mi rutina de maquillaje, me pongo pestañas postizas y delineo mis labios de rojo. Todo es igual, pero distinto.

Vamos a marchar en el desfile con una rutina al ritmo de la banda escolar; es un baile sencillo y sin gracia. Aun así, la entrenadora nos ordenó que nos arregláramos igual que lo hacemos para las competencias: el cabello perfectamente recogido en un chongo y pedrería en las comisuras de los párpados.

El desfile comienza en el estacionamiento de la escuela; cuando ya estamos todas, la entrenadora nos pone en fila para la inspección. El estacionamiento se va llenando rápidamente con miembros de los equipos deportivos uniformados y gente de la banda con sus estorbosos instrumentos. Una chica está tocando su clarinete, afinándolo con un irritante sonido.

Un silbido se abre paso entre el escándalo. En todo el estacionamiento, la gente deja lo que está haciendo para buscar la fuente. La señora Lin, asesora del consejo estudiantil, se sube a la caja de la pickup que lleva jalando al carro alegórico de tercero. Se pone dos dedos frente a la boca y silba de nuevo.

—Busquen a sus grupos, por favor. Los miembros de la corte de cada clase deben estar en sus carros. Si van a desfilar y además son parte de la corte, busquen su carro alegórico al final del desfile para la ceremonia de coronación.

La banda toca una ronda de práctica del himno de guerra de Sunnybrook y hacemos la rutina con ellos. Inician el desfile con nosotras bailando y los demás equipos deportivos y los carros alegóricos detrás.

Cuando llegamos a la esquina de la avenida principal, alguien grita mi nombre entre la multitud. Veo a mi hermano saltando y saludándome con una mano. Está afuera de Alden’s con TJ Blake y su madre. Las banquetas están llenas y la policía tiene bloqueadas las calles laterales. El público enloquece con nuestras patadas voladoras. Mientras aplauden, saludo discretamente a mi hermano.

De pronto veo una melena rubia y nuestros ojos se encuentran. Es Allie Lewandowski. Me mira con frialdad y me tropiezo, dando un paso con el pie equivocado.

«¿Qué hace ella aquí?».

No estuvo en la preparatoria de Sunnybrook; hace años que no es entrenadora de aquí. La paranoia me invade mientras considero la idea de que la presencia de Allie tenga algo que ver con nuestra reunión.

Me equivoco en la rutina y agrego un paso extra, por lo que choco con la bailarina frente a mí. Estamos al final de la ruta, en el estacionamiento de una farmacia. No puedo pensar con el zumbido en mis orejas.

Ginny. Tengo que encontrar a Ginny y decirle que Allie está aquí. Me abro paso entre el tumulto hacia el final de la ruta, buscando su chongo rubio rosado. Todas nos vemos iguales con nuestros uniformes y los peinados idénticos.

Alguien me detiene, tomándome por el hombro.

—Mónica —dice Alexa—. Tenemos que ir al carro alegórico para la coronación.

Abro la boca para darle una excusa, pero la gente comienza a gritar. Los carros alegóricos están llegando al final de la ruta y un oficial va dirigiendo las camionetas hacia el estacionamiento. Alexa me jala de la mano y seguimos el carro de tercero. Es una enorme cabeza de tiburón hecha de papel maché. Entre dos palmeras está un letrero que dice AGARREN A SHREWSBURY DE LA MANDÍBULA.

Los demás miembros de la corte ya están en el carro, con unas guirnaldas hawaianas de plástico en el cuello. El conductor, uno de los padres de tercero, se detiene frente a la farmacia.

—Vamos, vamos. —La señora Lin corre hacia donde estamos Alexa y yo, para entregarnos nuestras guirnaldas. Esta parte siempre la hace enojar: el hecho de que todas las chicas del equipo que quedan en la corte elijan bailar en el desfile en vez de viajar en el carro. O al menos cree que tenemos opción.

Uno de los chicos que ya está en el carro le extiende una mano a Alexa, ayudándola a subir. Después hace lo mismo conmigo, pero doy un paso atrás.

—Mónica —suelta la señora Lin—. Necesito que te subas al carro para que podamos empezar la ceremonia. La policía tiene que reabrir el camino en quince minutos.

—Renuncio a la nominación —digo—. Dénsela a alguien más.

Alexa pasa los ojos de mí a la señora Lin.

—¿Puede hacer eso?

Antes de que abra la boca, dos chicos del carro se estiran, me toman por los brazos y me suben.

La señora Lin corre a asegurarse de que las Kelseys, ambas parte de la corte, hayan llegado al carro que viene detrás de nosotros sin incidentes. Me froto los brazos, que ya comienzan a enrojecerse debido a los tirones de los chicos.

Ver a la gente reunida en el estacionamiento esperando la coronación me llena de pánico. Me pongo la guirnalda con el corazón a punto de estallar, buscando a Allie Lewandowski entre la turba.

Al fin la encuentro, frente a la oficina postal junto a la farmacia. Está parada junto a un tipo alto que lleva un gorro tejido y una sudadera de cross-country de Sunnybrook. Es casi medio metro más alto que ella y está volteado hacia el entrenador de futbol que está junto a él, pero tiene un brazo rodeando la cintura de Allie.

Brandon. Brandon y Allie.

Alguien, en alguna parte, grita en un megáfono.

—Y ahora, ¡la corte de primero!

Los gritos casi ahogan nuestros nombres. Cuando llegan al mío, intento esconderme detrás de Alexa, pero es demasiado tarde, ya me vieron los dos. Brandon está aplaudiendo lentamente, con la expresión de un ciervo frente a los faros de un auto. Allie tiene los brazos cruzados sobre el pecho. Ambos parecen ignorar que el otro me está mirando.