Esta casa se hizo para alguien sin alma. Por eso tiene sentido que mi madre la quisiera con tanta vehemencia. Me puedo imaginar cómo se encendía el brillo en sus ojos mientras recorría la nueva construcción de cinco habitaciones y tres baños y medio. Seguro cree que esta casa es la respuesta a todos nuestros problemas.
Cuando Tom, mi padrastro, me mostró el baño de mi cuarto con su propio jacuzzi, dijo: «Apuesto a que te sientes como Cenicienta», porque es un idiota.
Debería estar feliz por mi madre y por Tom, ya que la casa vieja tardó tanto en venderse que estuvo a punto de destruir su matrimonio. Debería alegrarme por no tener que escuchar nunca más las frases: «el terrible mercado de bienes raíces» y «mala ubicación». Ni ellos ni el agente de ventas tenían los huevos para decir abiertamente que nadie quería comprar una casa en la calle de los horrores.
Lo peor de esta nueva casa es que no hay forma de escabullirme a mi habitación. El recibidor principal da directo al comedor, así que, cuando vuelvo de las pruebas para el equipo de baile, puedo ver a mi madre en la mesa con Tom y Petey, su «pilón», y la comida china que pidieron para llevar.
Petey tiene diez años. Mi mamá se casó con Tom cuando yo tenía cinco. De niña, la escuché diciéndole a mi abuela que tanto ella como Tom ya no querían más hijos. Mi mamá nos tenía a Jen y a mí, y Tom tenía una hija universitaria con su exesposa. Cuatro meses después, mamá ya estaba esperando a Petey. O sea que sin duda fue un pilón.
—Mónica —dice mi madre—. Estamos cenando.
En otras palabras: «Ni intentes huir a tu cuarto».
Voy de malas hacia el comedor y el olor de la comida rápida me revuelve el estómago. Todo me duele: estar de pie, caminar, sentarme.
En la mesa, Petey está sorbiendo fideos chinos. Uno se le escapa de la boca y cae sobre la pantalla de su iPad, pues sería imposible que hiciera una función básica como comer sin jugar Clan Wars.
—Petey —advierte mamá—, por favor, deja ese juego.
—Pero tengo que cosechar mis cultivos.
—¿Quieres que el iPad se vaya a la basura?
—No tirarías un iPad a la basura.
—Peter.
Petey pone los ojos como platos porque mamá solo usa su nombre completo cuando está a punto de estallar. Me dan ganas de decirle al pobre chiquillo que no es su culpa que mamá esté medio loca.
—Mónica. —Tom levanta la vista de su teléfono, dándose cuenta al fin de que estoy ahí. Se quita los lentes para leer y les echa vaho. Luego los limpia con su camisa—. ¿Qué tal las pruebas?
—Bien.
—¡El nuevo restaurante chino nos dio más galletas de la suerte esta vez! —dice Petey.
—Genial —le respondo, lo cual resume bastante bien la profundidad de mis interacciones con mi medio hermano.
Mi mamá tiene la mirada fija en mí, pero yo no quito los ojos de la caja de arroz blanco. Tomo un plato y me sirvo un poco.
—¿Qué pasa? —cuestiona Petey. Me toma un segundo darme cuenta de que me está hablando a mí. Ahora Tom también me está observando. Mi mamá hace un gesto como si acabara de tragar vómito.
—¿Puedo ir a acostarme? —pregunto.
—Ve —asiente ella.
Cuando llego al pasillo, escucho a Petey quejándose.
—¿Por qué ella puede hacer lo que quiera?
Prácticamente tengo que arrastrarme por las escaleras para llegar a mi habitación. Los analgésicos de venta libre que mi mamá me trajo son basura pura. Llamaría a Matt, mi exnovio, porque, aunque lo niegue, es amigo de gente que puede conseguir pastillas de las buenas. Pero Matt se graduó y ya no está en Sunnybrook, y no hemos hablado desde julio.
Mi almohadilla térmica aún está guardada en uno de los contenedores que compramos mamá y yo en Bed Bath & Beyond antes de mudarnos. La busco, mordiéndome el labio. La enfermera del doctor Bob dijo que sería como un fuerte cólico menstrual. Pero duele tanto que me quiero morir.
Comienzo a sudar tras conectar la almohadilla y me dejo caer en la cama nueva: king size, como la de mamá y Tom. Ella insistió, diciendo que una queen se vería demasiado chica en esta habitación.
Dicen que no debes ponerte la almohadilla directamente en la piel, pero igual lo hago y me acurruco de lado. Con gusto aceptaría que la piel se me derritiera en vez de tener que soportar este dolor en mis entrañas.
Alguien toca a la puerta. Suelto un gemido y mi mamá entra con un frasco de naproxeno y un vaso con agua.
—¿Cuándo fue la última vez que tomaste analgésicos?
—En el almuerzo —miento. Me tomé cuatro antes de las pruebas.
—Entonces puedes tomar dos más. —Mamá se acomoda en la orilla de la cama, pero bien podría estar a kilómetros de mí: el tamaño de la cama es realmente obsceno. Gimo de nuevo, me llevo las piernas contra el pecho y quedo en posición fetal—. Te dije que debías quedarte en casa hoy —añade y sacude el frasco de naproxeno sobre su palma para sacar dos pastillas.
—La entrenadora me hubiera sacado del equipo. —Acepto las pastillas y las trago con ansia.
Mamá no dice nada. Tamborilea los dedos, con sus uñas redondeadas y cubiertas de esmalte transparente, sobre mi edredón. Su tic de ansiedad.
—¿Ya le dijiste a Matt? —pregunta al fin.
—No.
No sé qué está pensando. No sé si realmente quiere que llame a Matt a la universidad y se lo diga.
—Él podría apoyarte —agrega después de un instante—. No tienes que pasar por esto sola.
—De todas formas, ni era suyo.
Miro hacia el frente para no tener que ver la expresión en su rostro.
Cuando se levanta, alcanzo a ver su perfil. Por un segundo parece triste, pero luego se repone.
—Espero que aprendas algo de este dolor.
Mi madre apaga la luz al salir, o al menos lo intenta. Al principio no encuentra el interruptor, porque está justo al otro lado de donde solía estar en mi antigua habitación. Al final se rinde y me deja bajo el resplandor de los focos led de bajo consumo energético y tecnología de punta.
«Se equivoca», pienso. El dolor no debe enseñarte nada; solo existe para lastimarte y ella debería saberlo mejor que nadie.
A la mañana siguiente, mientras yo estoy en el porche mirando la casa al otro lado de la calle y la lluvia golpetea el techo, Rachel llega en su Volkswagen Beetle rojo cereza. En esa casa no vive nadie. Los contratistas tuvieron que abandonar la remodelación interna porque los que la compraron se quedaron sin dinero. Desde que nos mudamos, la casa vacía ha sido el blanco de las quejas de mi mamá. Lo único que la casa hace es existir, sin molestar a nadie. Y eso es exactamente la clase de cosas que ofenden a mi madre.
Rach y yo hemos sido mejores amigas desde niñas. Ella cumplió diecisiete en julio, lo cual significa que consiguió su licencia seis meses antes que yo. Rachel tuvo que repetir el kínder y los niños solían burlarse de ella, porque ¿qué clase de idiota no puede pasar el kínder? Luego en la secundaria le quitaron los frenos, descubrió la plancha para el cabello, le crecieron los senos copa «B» y todos se callaron la boca.
Rachel se baja los lentes para verme mientras me acomodo en el asiento del pasajero.
—¿Te sientes bien?
—Estoy bien —miento—. Desperté tarde y no alcancé a maquillarme.
—Espero que ya estén las listas —dice y mete reversa para salir de mi cochera. Realmente suena nerviosa.
Por supuesto que vamos a estar en la lista. Rachel, nuestra amiga Alexa y yo fuimos las únicas de primero que entraron al equipo de baile hace dos años. Esa mañana, la mamá de Rach nos llevó a las tres a la escuela para que viéramos la lista juntas, con los brazos entrelazados y las rodillas temblando bajo nuestras nuevas faldas de mezclilla en nuestra primera semana en la preparatoria.
Ver nuestros nombres en esa lista nos hizo sentir invencibles. Era tan inocente que pensé que ser parte del equipo de baile significaría que no sería conocida como la hermana de una de las porristas. Pero nuestra tragedia no es de esas que la gente olvida fácil; ser la hermana de Jennifer Rayburn es como tener una enorme cicatriz que debo ocultar cada mañana con maquillaje.
Una descarga de nervios me provoca un nudo en el estómago. O quizás es el naproxeno. Mi pésima presentación en las pruebas de ayer es razón suficiente para que la entrenadora me saque si tiene ganas de hacerlo. La entrenadora no es conocida por dar segundas oportunidades. ¿Se te olvidaron tus zapatos de baile? Vete a casa y ni te molestes en venir a la práctica mañana.
Me pregunto si me va a importar siquiera que mi nombre no aparezca en la lista. Recargo la cabeza contra el cristal. Rachel se detiene frente a una señal de alto al final de mi calle. Mira hacia ambos lados y cuenta en voz baja, como la conductora perfecta, la más cuidadosa; siempre mira dos veces hacia mi casa para ver si Tom nos está observado.
Tom trabaja en el departamento de policía local. Al tenerlo como padrastro es muy fácil descubrir cuántas personas que conoces le tienen un profundo miedo a la policía.
Rachel llega a la entrada de la casa de Alexa, quien obviamente no está lista; nunca lo está. Estoy a punto de enviarle un mensaje para preguntarle por qué demonios siempre nos hace llegar tarde. Pero la puerta de entrada se abre de golpe y ella sale, pavoneándose con su sudadera de los Guerreros de Sunnybrook y unos jeans entallados.
Alexa se sube al asiento trasero y de inmediato saca un espejo. Comienza a aplicarse su labial rojo merlot.
—¡El cinturón! —grita Rachel.
Miro a Alexa a través del espejo lateral.
—¿Pues qué haces toda la mañana si siempre te pones el labial en el carro? —pregunto, de mal humor.
Alexa se pasa una mano por el cabello, alborotando sus ondas recién hechas.
—Creo que es obvio que a Mónica ya le va a bajar.
Casi hago que Rachel se detenga para irme caminando.
Llegamos a la escuela unos minutos antes de que suene la primera campana. Las puertas laterales del gimnasio están abiertas de par en par y entramos al pasillo, directo al caos. Por todas partes hay baldes en el suelo que intentan atrapar las gotas de agua que se cuelan sin descanso por el techo. Un guardia está subido en una escalera e intenta pegar con cinta una bolsa de basura en el agujero. Lo escucho mascullar algo sobre la maldita lluvia que ha caído en lo que va del año.
—Este lugar es tan gueto —comenta Alexa y me dan ganas de golpearla, porque no tiene ni idea de lo que realmente significa esa palabra. Además, somos uno de los distritos escolares más adinerados del condado.
Movieron al centro del pasillo algunas vitrinas de trofeos que estaban afuera de los vestidores. Las pasamos de lado, pero igual la veo: mi hermana.
Me sonríe desde la foto más grande que hay en la mayor de las vitrinas. Está posando para la cámara con cuatro amigas. Todas llevan la boca pintada de color cereza; sus faldas de porristas son azules y amarillas. La foto es del primer juego de la temporada en casa, hace cinco años, cuando aún había equipo de porristas.
Una ola de náuseas me recorre por dentro. Día tras día, después de la clase de Educación Física, después de la práctica de baile, desvío mi camino para evitar esa fotografía.
Conocía a todas las chicas que aparecen en ella, a algunas más que a otras. Juliana Ruiz y Susan Berry eran las mejores amigas de Jen y siempre estaban en nuestra casa desde que tengo memoria. Cuando entraron al equipo de porristas en primero, se hicieron amigas de dos chicas de segundo: Colleen Coughlin y Bethany Steiger.
Todas me sonríen: Jen, Juliana, Susan, Colleen y Bethany. Es una foto muy hermosa, a decir verdad.
Para el final de la temporada, todas las chicas que ahí aparecen estaban muertas.