CAPÍTULO 2
A través de los agujeros abiertos en la cúpula de bronce, el sol que caía a plomo sobre la cabeza de Zafirah, la hija de la generala Aixa, empezaba a hacerla sentirse como si estuviera dentro de los baños. El sudor corría por dentro de su blusa y empapaba su trenza negra, pero no tenía intención de moverse; necesitaba la mayor cantidad de luz posible para lo que se traía entre manos y esa parte del palacio, desde que su madre estaba al tanto de sus incursiones en el Taller, era su única alternativa.
Abierto sobre sus rodillas como un cadáver en una escuela médica, el escarabajo mecánico en el que llevaba trabajando toda la semana aguardaba a que lo terminara con una paciencia casi conmovedora. Mientras escogía otra herramienta entre las escondidas dentro de su ropa, la niña echó un vistazo para asegurarse de que Aixa no estaba en la Rotonda, el patio situado en el corazón del Harén que servía como lugar de esparcimiento a las alumnas de las tres facciones. Las alfombras colocadas alrededor de los parterres empezaban a llenarse con las primeras que acudían a cenar, y la fuente erigida debajo de la gran cúpula calada competía con el murmullo de los laúdes tañidos desde una de las galerías circundantes.
Con la lengua entre los dientes, continuó trasteando en las entrañas del escarabajo hasta que, tras asegurarse de que todas las piezas estaban conectadas, cerró con cuidado su caparazón metálico. A simple vista, no se diferenciaba mucho de los insectos de verdad, salvo por las pinzas que, para alborozo de Zafirah, estiró con un chirrido. Unas demiurgas se habían sentado tras ella para picotear unos pastelitos, colocados por unas sirvientas sobre una mesita de cobre, y la niña se agachó tras unos cojines para dejar el escarabajo en la alfombra. Sus patas temblaron un instante antes de ponerse en movimiento y Zafirah sonrió mientras lo observaba avanzar, subiendo y bajando con rapidez sobre las dobleces de la tela, hacia el cojín en el que se sentaba una de las chicas.
Cuando se enganchó con las pinzas a su velo morado, tuvo que taparse la boca para que no la oyeran reírse. El escarabajo fue trepando por su espalda hasta que alcanzó su cabeza, aunque no permaneció mucho allí; una de las demiurgas dejó escapar un grito, otra exclamó «¡Sunita!» y la aludida empezó a manotear, asustada, hasta que consiguió deshacerse de él. Cuando vio lo que era, se puso roja como la grana antes de girarse, con los ojos entornados de ira, hacia unas artífices cercanas.
Estas estaban tan entretenidas arrojándose dátiles que no la vieron inclinarse para garabatear algo en una de las patas de la mesa. Al contacto con el plumín que recubría su índice, el cobre comenzó a relucir y la mesita acabó saltando por los aires, derribando las bandejas de dátiles, los cuencos de pistachos y los pastelitos a su alrededor.
Solo entonces Zafirah decidió que había llegado el momento de retirarse; se agachó para recuperar el escarabajo, pasó corriendo entre las demiurgas y abandonó la Rotonda con una enorme sonrisa. Atrapado entre sus dedos, el pequeño autómata le dio un pellizco.
—No te preocupes, te soltaré en cuanto nos hayamos marchado —le prometió en un susurro—. Más vale que madre no te vea entre mis cosas o me hará comer en los barracones durante el resto del mes.
Pero de la generala Aixa seguía sin haber ni rastro, o al menos Zafirah no dio con ella al inspeccionar la Rotonda desde una galería. Las únicas guardianas eran de su misma edad, sentadas con el entrecejo fruncido en una de las sombras proyectadas por la cúpula. Un poco más allá había otro grupo de demiurgas, igual de remilgadas que las amigas de Sunita, mientras que las artífices estaban repantingadas por todas partes, desternillándose de cualquier cosa. Sus carcajadas llegaron hasta Zafirah haciéndole sentir, como siempre que se encontraba cerca, la necesidad dolorosa de ser aceptada en su facción, por mucho que supiera que esa era una batalla perdida desde que pisó el Harén.
Era difícil no preguntarse en momentos así cómo sería todo dieciocho años antes, cuando Khaseem al’Sairahr aún se sentaba en el tono de Aramat…, cuando el Harén era lo que significaba su nombre y no la escuela femenina fundada por la sultana Marjannah tras su golpe de estado. Donde ahora estaban el Cuartel de las guardianas, el Taller de las artífices y el Jardín de las demiurgas, no había más que estancias perfumadas en las que las concubinas se bañaban, acicalaban y esperaban a su señor para servirle de maneras que Zafirah, a sus doce años recién cumplidos, no acababa de comprender. El escarabajo la devolvió a la realidad con un nuevo pellizco y la pequeña se lo guardó antes de que alguien la viera, pero acababa de hacerlo cuando reparó en un rostro conocido.
Raisha estaba atravesando uno de los senderos de la Rotonda, con los ojos clavados en sus babuchas (siempre miraba hacia el suelo, como si no fuera una princesa) y una expresión sombría. Zafirah recordó entonces los rumores que circulaban sobre lo sucedido en el balcón, durante la ejecución del último esposo, y echó a correr en pos de su tía o, como prefería considerarla, su hermana.
Su trenza oscilaba al alcanzar la galería opuesta, cuyos conjuros centelleaban sobre los primorosos capiteles. Raisha acababa de detenerse un poco más allá, pero a Zafirah no le dio tiempo a alcanzarla; estaba a punto de llamarla cuando le llegó el inconfundible sonido de la voz de la sultana.
La niña se detuvo en seco junto a una de las columnas en sombra. Al asomarse por detrás, vio a Marjannah caminando con Alda-shir, el Gran Visir de Aramat. Los dos parecían estar hablando de algo importante, aunque la sultana sonrió al ver a Raisha, y de un modo que hizo despertar en Zafirah la misma envidia que sentía por las artífices.
Daba igual lo absorta que estuviese en sus asuntos, incluso lo sanguinaria que todos dijesen que era: Marjannah siempre sonreía al encontrarse con su hija. La generala Aixa debía de haberle sonreído, que Zafirah recordase, media docena de veces en toda su vida.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le oyó decir—. Pensaba que seguías en clase.
—Le he pedido permiso a Wallada para marcharme antes —respondió Raisha, acercándose con un susurro de su ropa. Llevaba la misma que las demás demiurgas, unos bombachos de seda púrpura, a juego con un corpiño bordado en oro, y un velo de gasa tachonado de soles también dorados—. Creo que tenías razón en lo que dijiste esta mañana: me ha debido de sentar mal algo de lo que cenamos.
—De modo que al final has acabado haciéndolo, Marjannah —dijo Aldashir en tono de reproche. Era aún más alto que la sultana, con un turbante rematado por una pluma, una túnica ceñida con un fajín y una capa que lo seguía como una sombra—. Me parece que habíamos acordado que era demasiado joven para acostumbrarla a los venenos, por mucho que eso le beneficie cuando conspiren en su contra.
—Deja de decir gansadas por una vez —contestó la sultana— o harás que se lo crea.
—Personalmente, la esencia de fragantina me parece la mejor opción —prosiguió Aldashir, impertérrito—, aunque deja demasiadas evidencias; solo un primerizo recurriría a ella teniendo otras sustancias a mano. Por el contrario, el veneno de los arenúnculos…
—Por eso no tenéis que preocuparos. —La princesa sonrió por primera vez—. A la enfermera Mashiah sí que le hago caso, sobre todo cuando nos habla de plantas ponzoñosas.
—Esa es mi chica —respondió el visir, y en apenas un segundo, como si fuera de agua en vez de metal, abandonó su forma humana para adoptar la de un tigre, frotándose contra Raisha de la cabeza a la cola—. Pero ojo con los arenúnculos: te salen unos granos espantosos —susurró— y no habrá quien aguante a tu señora madre si te ocurre algo así.
Apoyó la cabeza sobre el hombro de la muchacha y Raisha, sonriendo de mala gana, le acarició el cuello metálico con cariño. Como siempre que se encontraba ante él, Zafirah tuvo que controlarse para no estirar una mano con reverencia, hipnotizada por los cientos de diminutas escamas que constituían su anatomía y que el Gran Visir podía reordenar a voluntad para adoptar la apariencia que se le antojara. Había sido Marjannah la creadora de aquella armadura, le había explicado unos años antes Itimad, la jefa de las artífices; la había construido con sus propias manos después de encontrar a Aldashir en el templo en que había sido sepultado, atrapando su espíritu en un relicario alrededor del cual había tejido aquella red prodigiosa. «Entonces es lo mismo que hacen con los yinns, cuando los encierran dentro de las pulseras de las demiurgas», había dicho una desconcertada Zafirah. «Supongo que sí —había contestado Itimad—, con la diferencia de que los yinns no necesitan un cuerpo tanto como el alma en pena más sabia de Aramat».
—Si venías a hablar conmigo por lo de esta mañana, puedes quedarte tranquila —le siguió diciendo la sultana a su hija—. Las guardianas están interrogando a cada habitante de Sairayat para tratar de averiguar quién estaba detrás del ataque. Todo apunta a que no ha sido obra de una única persona, pero Aixa está segura de que alguien acabará cantando.
—No me preocupa eso…, no como esta mañana —replicó Raisha, y soltó la cabeza del Aldashir tigre—. Lo que quiero saber es si…, si realmente es necesario todo esto.
Desde detrás de su columna, Zafirah vio cómo la sultana enarcaba las cejas, con las manos enlazadas delante de su vestido granate. Tenía las uñas tan doradas como los párpados.
—Las represalias son necesarias, niña mía —respondió Aldashir por ella—, incluso cuando nos parten el corazón. Cuando cometías alguna travesura de pequeña, tu madre debía reñirte si era el único modo de que te enmendaras. Con el pueblo sucede lo mismo.
—No es la mejor comparación —dijo Marjannah—. Raisha siempre ha sido buena.
¿Era pena lo que se adivinaba en su voz, aunque su tono imperioso fuera el mismo?
—Estoy hablando de lo de antes…, lo que pasó en el cadalso, con tu último esposo… y con todos los anteriores. ¿Hay algún motivo por el que deba morir uno cada amanecer?
A juzgar por el desconcierto de la sultana, aquello era lo último que esperaba escuchar de labios de su hija. Zafirah notó que sus manos se habían tensado en su regazo.
—Puedes dejar de asistir a las ejecuciones si lo prefieres —acabó diciendo—. Pensé que te ayudarían a acostumbrarte a estas cosas, cuando seas tú quien se siente en el Trono del Sol y no te quede más remedio que dictar justicia.
—Eso no responde a mi pregunta. No conocías a ninguno de esos hombres, no les dio tiempo a conspirar contra ti… ¿Por qué debían morir?
—Raisha —una nota de advertencia se había deslizado en la voz de la sultana—, no creo que este sea el lugar más adecuado para la… conversación que pretendes que tengamos. Hay demasiadas cosas que aún no estás preparada para entender, mucho más importantes que el destino de unos desconocidos. Cuando pase el tiempo y hayas aprendido…
—Madre, tengo diecisiete años —interrumpió Raisha—, los mismos que tenías tú cuando decidiste conspirar contra mi padre. Si eras lo bastante adulta como para hacer algo así, no trates de convencerme de que mi sitio está en el Harén con las demás muchachas.
Había tanta tensión en su voz que Zafirah se sintió avergonzada por estar espiándolas. La reacción de la soberana, no obstante, no pudo parecerse menos a lo que imaginaba: se limitó a contemplar a su hija sin decir una palabra.
—Puede que tenga razón. —Fue Aldashir quien habló, para sorpresa de todas—. Ya no es una cría de la que debamos cuidar, Marjannah, por mucho que te parta el corazón asumir lo mucho que ha crecido. Es hora de que le demos un voto de confianza.
—Le voy a dar mejor permiso para despedazarte en cuanto yo no esté aquí —repuso la sultana, aunque acabó suspirando—. Ya os he dicho que estos no son ni el momento ni el lugar adecuados. Pensaré en ello durante los próximos días, cuando se solucione el asunto de las amenazas…, aunque no os prometo nada.
—Por ahora me basta con eso —dijo Raisha. Su madre asintió con resignación antes de reanudar su camino, pero la chica la agarró de un brazo—. No estás enfadada, ¿verdad?
—Claro que no —contestó Marjannah, y esbozó una sonrisa. Tras acariciar el rostro de Raisha durante unos segundos, la estrechó contra sí—. Eres lo mejor que tengo, cariño mío —murmuró contra sus espesos rizos negros—. Lo único que verdaderamente tengo.
Aquello sonó tan extraño que Raisha arrugó el entrecejo, pero no le dio tiempo a preguntar nada más; con un último beso, Marjannah se apartó de su lado y la princesa se quedó observando cómo se alejaba con el Gran Visir. Solo cuando Zafirah estuvo segura de que no quedaba nadie por allí abandonó su escondite para reunirse con ella.
—Hola —saludó tan de repente que Raisha pegó un salto—. Tranquila, soy yo.
—Un día de estos me vas a matar de un susto —le reprochó la chica, aunque le pellizcó cariñosamente la nariz—. Siempre metiendo ese hocico de ratón por todas partes…
—Los ratones serían idiotas si no lo hicieran. De algo tiene que servir ser pequeño.
«Y me serviría aún más en el Taller —no pudo evitar pensar—, donde unos dedos diminutos te permiten hacer lo que se te antoje con unos engranajes en vez de ridiculizarte por no poder levantar una cimitarra».
—He oído lo que has estado diciéndole a tu madre —comentó mientras pasaban de largo ante el arco que daba acceso al Jardín, coronado por el emblema de una mano con el índice extendido de las demiurgas—. No me entra en la cabeza que hayas sido tan valiente.
—Deja de exagerar —contestó Raisha—. Sabes que mi madre no muerde.
—Díselo a las guardianas que estaban esta mañana en la ejecución. —Sus babuchas susurraban sobre los azulejos del suelo—. En el Cuartel no hacen más que hablar de que ha amenazado con enviarlas a la guarnición de Dursiti si no descubren quiénes os atacaron.
En vez de responder, Raisha se puso a tironear de las cadenas de su pulsera, como solía hacer cuando estaba nerviosa. El relicario ovalado que contenía a su yinn parecía quemarle mientras enfilaban un corredor que salía de la Rotonda, abriéndose camino entre las sirvientas cargadas con jofainas, bandejas de comida y alguna que otra pipa de agua.
—¿Recuerdas lo que la maestra Fátima nos explicó en la madrasa, cuando nos habló de… —a Raisha le tembló la voz— la Conjura de Aramat? Dijo que siempre se la recordará como un mal necesario, algo que madre tenía que hacer por el bien de todos…
—Porque, cuando tu serenísimo padre murió, Aramat renació por fin —asintió Zafirah—. Es lo mismo que repiten todas aquí.
—Pero nadie se cuestiona qué pasaría si algún día fuera ella el problema…, si alguien tuviera que alzarse en su contra, como mi madre hizo con mi padre, con tal de impedir que su pueblo… —En ese momento, Raisha se detuvo en medio del corredor, pero Zafirah no supo por qué hasta que miró en la misma dirección.
Habían alcanzado casi el vestíbulo del palacio, revestido con los mismos mármoles rosados con vetas de oro convertidas por las demiurgas en conjuros protectores. Las puertas que daban a la Gran Plaza acababan de abrirse y cuatro guardianas, con sus cotas de malla y sus cascos rematados en punta, escoltaban hasta el interior a un hombre al que Zafirah no recordaba haber visto jamás, aunque eso fue justo lo que despejó sus dudas.
—Supongo que es el de esta noche —le dijo a Raisha. El próximo (y efímero) sultán era más joven que los que lo habían precedido; no debía de tener muchos más años que la princesa y su rostro lampiño contrastaba con las barbas de los de la plaza—. Siempre me he preguntado de dónde los saca tu madre. ¿Los comprará en algún mercado de esclavos?
—No hay mercados de esclavos en Aramat desde que ocupa el trono, salvo los clandestinos del reino de Sawa —murmuró Raisha. Ambas se quedaron mirando cómo las guardianas lo conducían, por la gran escalera central, hacia las estancias en las que la soberana recibía a sus visitas—. Es guapo —siguió susurrando la princesa.
—¿Lo es? —Zafirah arrugó la frente, con las manos a la espalda—. A mí me parecen todos iguales… y para lo que le va a durar la cabeza sobre los hombros, da lo mismo que…
Pero, cuando quiso darse cuenta, Raisha se había apartado de su lado para regresar por donde habían venido, tan rápido que casi corría. Zafirah la llamó, extrañada, pero su tía no se detuvo; «¡Raisha!», continuó exclamando mientras su velo la perseguía como un fantasma, hasta que desapareció dejándola sin más compañía que el inquietante presentimiento de que algo malo estaba a punto de pasar.