CAPÍTULO 3

Un par de horas después, tras despachar los últimos trámites burocráticos del día, reunirse con la jefa de las artífices para discutir unos diseños y contraer matrimonio con el esposo de turno en el santuario de los jardines, la sultana se retiró a sus aposentos con un suspiro de cansancio. Había tenido tantas cosas rondándole por la cabeza que apenas prestó atención al muchacho; sus ojos eran grandes y oscuros, le había parecido de pasada, y las manos con las que sostuvo las de ella, mientras la sacerdotisa de Shamaya las rodeaba con una cinta dorada, más suaves de lo que esperaba, comparado con los anteriores. «Espero que también sea menos escandaloso —caviló recostada dentro de su bañera mientras una sirvienta le untaba el pelo con aceites, metida hasta las rodillas en el agua, y su Gran Visir, acomodado en la alfombra como un tigre, pasaba revista a algunas cuestiones de última hora—. Con un único espectáculo como el de esta mañana tendremos más que suficiente».

—Omar al’Hafay continúa protestando por las obras del ferrocarril —decía Aldashir en ese momento, con la cabeza apoyada en las patas metálicas—. No hace más que repetir que el Camino de Hierro va a acabar con la mano de obra de su emirato…

—El Camino de Hierro importa más que su décimo palacio —replicó la sultana entre las sarabandas que flotaban en el agua, grandes flores encarnadas con pétalos salpicados de amarillo—. Es increíble que tenga tan poca vergüenza como para recriminarme algo así.

—En cuanto a los bandidos del Alacrán, siguen haciendo de las suyas. Hace unas horas recibí un comunicador del emir de Qa’Ifar informándonos de que han saqueado otro caravasar cerca de la frontera. Ninguno de los mercaderes ha sobrevivido.

—Pero sus mujeres sí que lo habrán hecho —intervino la sirvienta con rabia—, y los mercados clandestinos de Sawa estarán encantados de recibir carne fresca, aunque sea gracias a ellos.

—Sé que preferirías no buscarles las cosquillas a los sawitas, Marjannah —se mostró de acuerdo Aldashir—, pero tenemos que dejarles claro que la esclavitud está prohibida en tus dominios, en todos y cada uno de ellos, si queremos acabar con esos condenados ataques. Tu generosidad al concederles el fuero que tanto reclamaban no implicaba cerrar los ojos ante semejantes tejemanejes.

—Por eso no te preocupes; me ocuparé de que les quede cristalino. Dudo que a sus nobles les siga apeteciendo trapichear con bandidos después de que una delegación se deje caer por allí. —La sultana cogió un espejo colocado sobre el borde de la bañera, junto a los botes de marfil de los aceites—. De momento, dile a Aixa que refuerce las guarniciones del norte y haz venir a más cazadores kashitas para acompañar a las comitivas —siguió diciendo—. Si la noticia circula entre los hombres del Alacrán, puedes apostar a que se lo pensarán dos veces antes de cruzarse en su camino.

Faltaba poco para que se pusiera el sol y los rayos que atravesaban las celosías se arrastraban por el suelo como dedos de ámbar. El rostro que le devolvió la mirada a Marjannah habría hecho desmayarse a los poetas de antaño de no ser por la quemadura que se extendía alrededor de su ojo izquierdo. Aquella marca irradiaba un extraño resplandor que muchas damas de Sairayat, creyendo sin duda que se trataba de la última moda, habían empezado a imitar con polvos dorados. Una finísima línea apareció entre sus cejas mientras rozaba con un dedo la piel arrugada de su párpado.

—Aouda, querida. —La sirvienta dejó de masajearla de inmediato—. Será mejor que nos dejes solos. Te mandaré llamar más tarde, cuando haya terminado aquí.

—Mi señora —respondió la muchacha mientras se ponía en pie, y tras secarse las piernas con una toalla, se inclinó para abandonar la habitación.

Solo cuando la puerta se cerró a sus espaldas Marjannah se volvió hacia el Gran Visir. Este permanecía tendido en la misma postura indolente, aunque sus ojos rodeados de escamas, lo único que nunca cambiaba en su anatomía, estaban fijos en ella.

—¿Crees que he hecho lo correcto, Aldashir? —preguntó en un tono muy distinto.

—Sabía que seguías dándole vueltas al asunto de Raisha —suspiró el visir—. De lo contrario, habrías explicado con todo lujo de detalles qué partes del cuerpo pretendes cortarles a esos bandidos.

—Solo es una niña, lo sabes tan bien como yo —replicó la sultana—. Aún no está lista para escuchar ciertas cosas… ni descubrir hasta qué punto le atañerán algún día.

De pronto, el agua daba la impresión de haberse enfriado a su alrededor. El Gran Visir no respondió de inmediato; se limitó a incorporarse sobre la alfombra y, tras subir ágilmente los escalones que conducían a la bañera, apoyó las patas delanteras en el borde.

Vistos de cerca, sus ojos eran aún más impactantes, por acostumbrada que estuviese a ellos. Eran como dos carbones idénticos ardiendo en el interior de un horno.

—Escúchame, Marjannah —le respondió—. Cuando me encontraste hace dieciséis años en ese templo en ruinas, cuando no era más que un espíritu atrapado entre dos mundos y tú, una adolescente empeñada en cargar con el peso de un sultanato entero, no me entregaste este cuerpo porque te divirtiera la idea de tener un fantasma irreverente rondando por tu palacio. Lo hiciste porque habías escuchado todas esas historias acerca de mi sabiduría y el modo en que había servido a tus predecesores, mucho antes de que la dinastía de los Sairahr pisara Gaiatra por primera vez.

—Lo cual demuestra que los cronistas eran unos embusteros —dijo la sultana con indiferencia—. No recuerdo que ninguno mencionara lo gamberro que puedes llegar a ser.

—En cualquier caso, aquella noche me comprometí a servirte también a ti, incluso si eso implicaba decirte las verdades que menos te apeteciera escuchar —Marjannah clavó los ojos en el agua, apretando los labios—, y nada de lo que me digas hará que cambie de opinión con respecto a tu pequeña. Porque no le hemos inculcado entre los dos ese condenado sentimiento de responsabilidad suyo para después tenerla entre algodones.

—No me refería… a eso. —La sultana dudó unos segundos—. Hablaba de lo que le hice a mi esposo. De lo que obligué a todas aquel día a hacerles a los demás.

En el silencio que siguió a esto, las risas de las alumnas del Harén que paseaban por los jardines resonaron casi como si estuvieran en la habitación. Finalmente, Aldashir dijo:

—Khaseem al’Sairahr era el mayor parásito que se ha sentado en el Trono del Sol en más de seiscientos años. Si de él hubiera dependido, aún seríamos una nación de esclavistas, un puñado de aldeas perdidas en el desierto y sometidas a sus caprichos…

—Díselo a los emires de Hafayah, Qa’Ifar y Tharmida. Debían de querer a su primo bastante más de lo que pensábamos; en estos años, no han hecho más que contar historias sobre cómo el Culto de Shamaya me sorbió el seso para obligarme a acabar con mi marido.

—Y si preguntas en el emirato de Iskagash, dirán que eres una heroína, sobre todo desde que se han enriquecido tanto con el sistema de regadío que diseñaste —contestó el Gran Visir—, y en el reino de Sawa añadirán que el golpe de estado les ha conducido a una nueva era de prosperidad, en absoluto relacionada con el dichoso fuero que les concediste. La gente solo hace propaganda de lo que sabe que le beneficiará.

—Pero ahora mi ciudad está convencida de que soy una asesina despiadada —insistió Marjannah, y apoyó los brazos humeantes sobre el borde de la bañera—. Puede que eso sea lo que le da miedo a Raisha: que nunca me haya sentido culpable por nada.

—Lo cual demostraría que sabe menos de ti de lo que cree, porque no hay un solo día en que no lea la culpabilidad en tus ojos al acordarte de cierta persona.

Como si sus palabras hubieran tirado de una cuerda, Marjannah alzó la cabeza para observarle, pero las sarabandas que flotaban entre la espuma atrajeron su atención hasta que las apartó con los dedos. «Ya hay suficiente rojo en mis manos para pensar en eso —reflexionó mientras se hundían en el agua, tan encarnadas como los cabellos de sus recuerdos— y, a estas alturas, debe de haberse olvidado por completo de mí. Probablemente sea lo mejor para todos».

—Empiezo a dudar sobre quién me conoce menos. Soy una tirana sanguinaria que no sabe lo que son la compasión ni el perdón, ¿o es que lo has olvidado?

—La que parece haber olvidado que ya no se encuentra delante de sus súbditos eres tú, querida. A mí no tienes que intentar engañarme con esa máscara que te pones cada día.

—Lo digo en serio, Aldashir. Tal vez mi pueblo esté en lo cierto y lo que hice aquel día, aunque nos abriera las puertas a un mundo nuevo, me persiga hasta mi último aliento. Tal vez sea el monstruo que empiezan a ver en mí, capaz de decapitar a un esposo cada… —Pero la voz de Marjannah se convirtió en un gemido y, después, en un alarido ahogado que hizo enderezar la cabeza a Aldashir.

Apenas pudo oír el «¿Marjannah?» con el que la llamó ni sentir el roce de sus escamas metálicas en los hombros. Una punzada de dolor la había sacudido con la violencia de un relámpago, recorriéndola desde la barbilla hasta la raíz del pelo; era como si su cabeza estuviera a punto de quebrarse. Con la respiración entrecortada, se agarró al borde de la bañera hasta que una voz, una que habría identificado en cualquier sitio, se impuso a los demás sonidos.

Qué conmovedor es escucharte hablar así. El monstruo consciente de su propia oscuridad, asfixiado en el reino de las sombras.

Aunque apenas fueron unos instantes, el eco que esas palabras provocaron en su cabeza pareció durar una eternidad, y solo al cabo de un rato consiguió volver en sí. Aldashir seguía inclinado sobre ella, con el fuego que ardía dentro de sus ojos convertido en un incendio.

—¿Qué ha pasado, Marjannah? —inquirió—. ¿Qué te ha hecho gritar de ese modo?

—Lo he vuelto…, lo he vuelto a escuchar —dijo ella, casi sin voz—. Estaba dentro de mi cabeza, igual que aquella vez… Por la Diosa —se apretó la frente—, cómo me arde.

—¿De quién estás hablando? —Aldashir no parecía entender nada—. ¿Tu marido?

—No, el otro…, lo otro. —Gimiendo aún, Marjannah se retorció dentro de la bañera para tantear sobre el fondo hasta que sus dedos se cerraron en torno al mango del espejo. Al acercárselo a la cara, soltó otro quejido—. ¡No…!

En cuestión de segundos, la extraña quemadura que rodeaba su ojo se había propagado por la piel circundante, extendiéndose sobre el arco de la ceja con unas incrustaciones semejantes a líquenes y alcanzando casi la parte inferior de su frente. Un par de mechones de pelo habían perdido su negro para teñirse del mismo color, y por un momento le pareció estar mirando un retrato suyo a medio cubrir con pan de oro.

Ni siquiera hizo falta que Aldashir le contestara; sus ojos muertos respondieron a todas sus preguntas. Mientras continuaba sumida en el espanto, el visir recuperó su forma humana y, poniéndose en pie, le quitó el espejo como quien desarma a un niño antes de que se haga daño.

—¿Tienes alguna idea de qué ha podido traerle aquí?

—Sabes perfectamente que lo último que intentaría sería contactar con él —contestó Marjannah en un hilo de voz—. Ha sido porque se ha dado cuenta… Me ha notado dudar.

«Me ha notado débil por culpa de Raisha —se dijo la sultana, y casi de inmediato se avergonzó—. No, nada de esto es culpa suya. Raisha no debe tener cabida aquí».

—Entonces tendremos que asegurarnos de que no dudes nunca más —respondió el Gran Visir— o, al menos, de que él no pueda notarlo. Hay demasiado en juego en Aramat para que su pilar principal amenace con resquebrajarse.

Cuando dejó el espejo sobre un bargueño, lejos del alcance de Marjannah, esta se fijó en cómo agonizaba la luz; Shamaya acababa de ponerse sobre las cúpulas situadas al oeste y sus tres esposos tomaban su relevo en el cielo. Tras permanecer casi un minuto en silencio, Aldashir estiró su mano metálica para apartarle unos cabellos húmedos y Marjannah la apretó sin decir nada contra su mejilla.

—Creo que te dejaré a solas un rato para que puedas relajarte. Ya te he robado suficientes horas de descanso por culpa de Omar al’Hafay, los bandidos y demás.

—No te preocupes —susurró ella—. Es el precio que tengo que pagar por todo esto.

—Pero no nos servirá de nada una serenísima sultana que se desmaya en la próxima ejecución por no haberse dado ni un segundo de respiro. Y deja de toquetearte —le agarró la mano con la que ella seguía recorriendo su ceja— o conseguirás empeorarlo.

—Dudo que eso sea posible —respondió Marjannah, abandonando a regañadientes su inspección. El dolor de cabeza había remitido, pero el eco de aquellas punzadas continuaba latiendo bajo su piel como unos tambores…, como lo último que escuchaban sus esposos antes de morir—. Descansa tú también un poco, aunque no lo necesites…, y acuérdate de enviar a Aouda o alguna de las otras chicas a mi alcoba antes de marcharte. Al fin y al cabo —resopló mientras se hundía más en el agua, entre una espuma cada vez más tenue—, sigue siendo mi noche de bodas.