CAPÍTULO 7

El Mar de Cobre cubría cuanto alcanzaba la vista como un inmenso chal de seda, arrugado en un centenar de diminutas ondulaciones que la polvareda hacía estremecerse en la distancia. Habían sido los antepasados de Raisha, medio milenio antes, quienes lo habían bautizado de ese modo, aunque la princesa no comprendió lo acertados que habían estado hasta que emprendió el peregrinaje a los emiratos del norte, que daban la impresión de distar más a cada minuto que se veía obligada a pasar a lomos de su camello.

Llevaban día y medio avanzando por el desierto, bajo un sol que se derramaba sobre sus cabezas como oro fundido y sin detenerse a descansar más que en dos ocasiones. Adoulla, el conductor de la caravana, había dicho que tendrían tiempo de sobra para hacerlo en el oasis de Namirah, a medio camino entre Sairayat y Qa’Ifar, pero Raisha no dejaba de pensar en que aquellas horas se le estarían haciendo eternas al esposo de su madre, escondido en una tinaja que le había sido imposible abrir sin llamar la atención. Al menos él no tenía los muslos repletos de ampollas, reflexionó desalentada, ni la nariz de aquel polvo que se metía por todas partes, ni los ojos doloridos por culpa de un sol que, al caer sobre las crestas de arena, deslumbraba tanto que apenas permitía mirar alrededor.

Tampoco es que hubiera demasiado que ver en esa inmensidad anaranjada. Lo único que se distinguía entre las dunas eran unos cuantos arbustos raquíticos, asomando como las manos descarnadas de un cadáver, y los artefactos mecánicos del Taller con los que se cruzaban de vez en cuando, reducidos casi a espejismos por la arena en suspensión.

—Pronto habrá más máquinas que camellos en estos parajes. —La voz de uno de sus acompañantes sacó a Raisha de su abstracción. Un escorpión de Itimad, tan grande como un elefante, avanzaba entre chirridos sobre una de las ondulaciones, tanteando el terreno con el aguijón de bronce del que se servían para detectar depósitos subterráneos de agua—. Lo bueno es que también habrá nuevas aldeas en las que detenernos.

—Y nuevas tentaciones para la banda del Alacrán —dijo otra viajera, a través del pañuelo con el que se cubría la boca—. Se las vamos a servir en bandeja de plata.

En un acto instintivo, los dos se volvieron hacia el cazador ka-shita que acompañaba a la comitiva, una silueta imponente a lomos de un purasangre gris. Sus tatuajes resaltaban sobre la piel de ébano, tan azules como el mercurial de sus armas.

—La sultana les consiente demasiado —susurró el hombre—. Cualquier día les concederá también un fuero, como a esos engreídos de Sawa…

—Son los mejores guerreros que tenemos en el sultanato —se atrevió a decir Raisha.

—Y los más sonrientes —bufó la mujer—, aunque supongo que merece la pena llevarlos con nosotros. Al menos, por hoy nos hemos librado de los bandidos. —Y cuando señaló hacia delante, la muchacha advirtió, con una sacudida de alivio en el pecho, que Namirah había aparecido ante ellos.

En la Madrasa Real habían estudiado suficientes miniaturas de los oasis como para hacerse una idea de su aspecto, pero ningún artista había sido capaz de plasmar tanta exuberancia. «Es como una herida abierta en la arena —pensó con la boca entreabierta—, una herida que supura sangre…, solo que la suya es verde». Incluso Wallada habría tenido problemas para describir con sus versos la transparencia del estanque que se extendía ante ellos, rodeado de árboles encorvados por el peso de sus frutos y nuevos escorpiones que centelleaban entre los arbustos. Aquella estampa la hipnotizó de tal manera que Adoulla, a quien el cansancio hacía estar aún más malhumorado, tuvo que llamarla a voces para que no se quedara atrás.

—Señorita del aceite, ¿pretendes pasar el resto del día al raso? —A Raisha le llevó un instante entender que se refería a ella—. Tú verás lo que haces, pero parecen haber puesto una olla al fuego y en los caravasares no se espera por nadie.

—Tampoco te hagas ilusiones —refunfuñó otro mercader al pasar por su lado—. Las lentejas de la última vez nos dejaron para el arrastre hasta Qa’Ifar.

Ruborizada por haber llamado la atención, Raisha azuzó a su montura en pos de las de sus compañeros, descendiendo a trompicones por la pendiente arenosa hacia la construcción erigida entre las palmeras. No era muy diferente del caravasar de la Puerta del Norte, aunque sus muros pedían a gritos una mano de pintura; tenía un patio cubierto para el descanso de los viajeros, almacenes para las mercancías y media docena de edificios secundarios, incluido un modesto santuario dedicado a Shamaya.

Para cuando consiguió desmontar, casi todos los demás habían atado a sus animales a una hilera de estacas. Raisha se demoró a propósito hasta que, cuando el último turbante cruzó el arco del caravasar, tuvo la seguridad de que nadie estaba pendiente de ella y agarró al camello por las riendas para conducirlo hacia la espesura.

«Por favor, que no se me haya muerto. Por favor. —Tras encontrar un claro entre los arbustos, tan densos que le llegaban por la barbilla, procedió a desatar uno de los fardos. La tinaja se hundió en la arena con un golpe sordo, pero eso fue todo; de su interior no escapó el menor sonido—. Ay, madre», pensó cada vez más asustada.

—De acuerdo, ahora solo tengo que… deshacer lo que hice. —Se subió a una piedra para observar la tapa de bronce—. ¿Hola? —dijo dándole unos golpecitos.

Nadie respondió a su llamada. Tras dudar unos segundos, Raisha llamó con un poco más de energía, pero los resultados fueron los mismos. «¿Es porque los agujeros de la tapa se han llenado de arena? —se preguntó con creciente angustia—. ¿Se ha ahogado por eso?».

—Está bien. Está bien, está bien, está bien. —Se quitó el velo con dedos temblorosos e hizo lo mismo con su guante, tan empapado que su mano casi parecía nadar en el interior, para apoyar el plumín de su tembloroso índice en la tugra de la tapa—. Esto ya sabes cómo funciona, así que solo es cuestión de repetirlo…, primero así y a continuación…

Pero no pasó nada cuando acabó de reescribir la complicada marca que ella misma había trazado. La ansiedad le atenazó el estómago al comprender que no recordaba el orden de los elementos. Durante un rato probó todas las combinaciones posibles (primero la curvatura inferior con su nombre, después la de la izquierda con el título de su madre, luego el apellido de su padre), hasta que recordó algo que le había oído decir a su hermanastra Aixa: la fuerza bruta, en ocasiones, abría más puertas que la magia.

Apretando los dientes, la princesa empujó la tinaja con todas sus fuerzas hasta que sintió cómo empezaba a perder el equilibrio. Apenas le dio tiempo a apartarse antes de que cayera hacia delante, rodando entre los arbustos a una velocidad cada vez mayor hasta que, después de saltar sobre las raíces de unos sibiricos, se estrelló contra una palmera con un estrépito que le hizo alegrarse lo indecible de haberse alejado del caravasar.

Solo cuando oyó unos gemidos, acallados por el ruido de unos pájaros a los que había hecho levantar el vuelo, se atrevió a abrir un ojo entre sus dedos. Los fragmentos de la tinaja yacían en la orilla del estanque, y entre ellos acababa de aparecer un brazo…

—¿A ti qué demonios te pasa? —Una cabeza apartó a un lado la tapa, y la muchacha retrocedió—. ¿Qué problema tienes con mi frente? ¿No bastó con una vez?

«Bueno, parece que al menos sigue vivo». Solo entonces cayó en el detalle de que no tenía preparada ninguna explicación ni la menor idea de cómo iba a reaccionar él… aunque, cuando acabó de apartar las esquirlas de barro para ponerse en pie, el desconcierto que la embargó la hizo olvidarse de esas cuestiones.

Porque aquella no era la persona que esperaba ver. No era a la que Raisha había empujado, inconsciente, dentro de la tinaja, ni podía parecérsele menos. El hombre que ahora se hallaba ante ella debía de sacarle un par de años y tenía la piel más pálida que había visto; sus ojos eran estrechos, tan negros como el cabello recogido en una coleta que, aunque medio desbaratada por culpa del sudor, llegaba casi hasta la toalla con la que seguía vestido. Una profunda cicatriz dibujaba una cruz sobre su mejilla izquierda, dándole un aspecto tan amenazador que a la princesa le temblaron las piernas.

Hasta que no distinguió la marca de su frente, una herida más antigua que la que le debía de haber provocado la caída, no asimiló que se encontraba ante la misma persona. Su mano derecha descendió, poco a poco, para coger una rama caída entre los arbustos.

—No se te ocurra acercarte —susurró. El modo en que trató de blandirla ante ella habría hecho resoplar a Aixa—. Te lo advierto, me pondré a gritar.

—No lo haría ni aunque me ofrecieran mi peso en oro, maldita demente —resopló el desconocido. Cuando se llevó una mano a la cabeza, Raisha se percató de que tenía sangre en los dedos—. ¿De verdad no podías sacarme de otro modo?

—Escribí una tugra en el recipiente…, un conjuro de cierre, antes de dejar Sairayat, pero no pude… —La princesa sacudió la cabeza, cada vez más confusa—. ¿Quién eres tú?

—El desgraciado al que casi le has roto la crisma, porque estar a punto de asfixiarme en una tinaja no era un método de tortura lo bastante refinado. —El joven se limpió los dedos contra la toalla—. Pero supongo que «secuestrado» es más correcto.

—No, tú no eres…, tú no eres ese hombre. —Raisha retrocedió de nuevo hasta que su espalda chocó contra otro sibirico—. ¡No te pareces en nada al que saqué del palacio!

Resultaba complicado olvidarse de aquel rostro, sobre todo siendo tan atractivo: los caracoles por debajo de las orejas, la piel morena contrastando con el blanco de los ojos…

—Si te refieres a que he perdido algo de color, será consecuencia del encierro —fue la respuesta del muchacho, pronunciada con la mayor indiferencia—. El conjuro del que hablas y el que usaste en Sairayat contra mí… ¿los escribiste con esa cosa? —Señaló su pulsera con la cabeza, y ella se apresuró a esconderla—. ¿Eres una de las famosas demiurgas del Harén?

—Eso no importa ahora, ¡lo que importa es que no eres la persona que yo creía! ¡El hombre al que quería salvarle la vida era aramatí, mientras que tú…! —Raisha se detuvo, bajando la rama sin darse cuenta—. Eres del Imperio de Helial, ¿verdad?

Tampoco había tenido oportunidad de hablar con ningún heliano; su único contacto con ellos había sido observarlos de lejos, entre las colgaduras del palanquín que compartía con su madre, durante alguno de sus viajes a la ciudad costera de Tharmida. Sabía que se dedicaban a la magia desde antes incluso de que existiera Aramat, que su archipiélago se hallaba suspendido entre las nubes, muy por encima del mar… y poco más, en realidad.

—Ahora mismo, no me queda más remedio que serlo —replicó el joven—, ya que agoté casi todas mis energías tratando de escapar de esa condenada cosa. Pero, si tanto te interesa saberlo —alzó las manos a la altura del pecho—, puedo ser lo que se me antoje.

Cuando trazó un círculo con los índices, una línea azul apareció ante los perplejos ojos de la muchacha, siguiendo el rastro invisible dejado por sus dedos. Unas ramificaciones diminutas, parecidas a las que le había visto dibujar en la alcoba del palacio, se entrelazaron como los hilos de una telaraña resplandeciente, dejándola casi tan atónita como lo que distinguió en su interior: el chico seguía de pie ante ella, con la toalla a la cintura…, pero la parte de su cuerpo que quedaba dentro del círculo presentaba un aspecto muy diferente.

Aquella túnica aramatí, con bordados de hilo plateado, podría haber pertenecido al hijo de un emir, igual que el rostro que apareció cuando abrió más los brazos, haciendo que la circunferencia aumentara de tamaño. Eran las facciones del hombre con el que se había encontrado en la alcoba; el hombre por el que había dejado su hogar.

Le llevó unos segundos notar que se había encogido contra el árbol, aunque el desconocido no parecía interesado en atacarla. Con una mueca de cansancio, cerró los brazos dejando que se esfumara el círculo y, con él, su desconcertante disfraz.

—No… lo entiendo —logró responder la muchacha al cabo—. ¿Qué has hecho para que tu cuerpo se…? Quiero decir, seguía siendo de carne y hueso, pero era como si…

—Nada ha cambiado en mi cuerpo. Solo lo ha hecho tu percepción.

—¿Has conseguido engañar así a las guardianas? ¿A las sirvientas que te llevaron la cena, a toda la gente que te vio entrar en el palacio cuando…? —Pero el chirrido de algo arrastrándose entre los arbustos la hizo detenerse, y entonces vio que uno de los escorpiones mecánicos rondaba cerca de allí—. Será mejor que nos alejemos un poco —dijo mientras señalaba un pequeño grupo de palmeras, y después añadió, poniéndose un poco roja—: Y que te ates mejor eso.

Una vez que estuvieron en la espesura, Raisha sacó de uno de los fardos del camello las provisiones que había escamoteado de las cocinas antes de su huida. Los ojos del heliano relucieron cuando le alargó unas rebanadas de pan plano, un puñado de dátiles y unas pasas, y se sentó sobre una raíz para comer con una urgencia que la hizo sentirse culpable. Mientras daba buena cuenta de ello, Raisha aprovechó para espiar entre las ramas más bajas a la gente que rondaba cerca del caravasar. Casi todos eran mercaderes aramatíes, aunque también distinguió a unos cuantos helianos que trataban de cambiar sedas primorosas por el incienso, la mirra y las especias locales; o en el caso de los bienes más codiciados, por el célebre tinte turquesa extraído de las glaucinas de Iskagash, del que había oído decir a Hafsa que valía más que el oro molido.

Comparado con ellos, el muchacho que la acompañaba podría pasar por un mendigo, aunque las cicatrices que Raisha observó en sus brazos, sumadas a la de su mejilla, parecían apuntar en otra dirección. «Pero es demasiado delgado para ser un guerrero. Qué extraño…».

—Aún no me has contado por qué te hiciste pasar por uno de los nuestros —le dijo mientras se sentaba frente a él, sobre otra raíz, y se inclinaba para coger un odre de agua.

—¿Casarme con la serenísima sultana no te parece suficiente motivo? —contestó el muchacho entre dos bocados de pan—. ¿Tener acceso al Trono del Sol, a sus riquezas…?

—¿No sabes lo que ha pasado con todos sus esposos? —se sorprendió ella—. ¿Lo de las ejecuciones públicas de cada amanecer, después de ser acusados de alta traición?

—Un riesgo insignificante comparado con lo que podrías conseguir a cambio. Mira qué curioso, si todavía sigo con esto. —El heliano se arrancó de las muñecas los restos de la cinta nupcial—. Podría recurrir a pulseras de verdad, estando tan podrida de oro.

Su tono era tan desdeñoso que rozaba lo exasperante, pero Raisha seguía sin creer una sola palabra. «Está empeñado en ocultarme algo, aunque no es el único».

—Me parece que me he ganado el derecho a ser quien hace las preguntas —continuó antes de que ella pudiera decir nada, y escupió un hueso de dátil—. ¿Dónde estamos ahora?

—En el oasis de Namirah, a un par de días de Qa’Ifar. Es la primera parada de abastecimiento en la ruta caravanera que conecta la capital con el emirato de Hafayah.

—¿Hafayah? —Él se detuvo a punto de coger otro dátil—. ¿Por qué me llevas allí?

—Bueno, antes dijiste que te había secuestrado… y supongo que es cierto, aunque no por los motivos que puedas imaginar. Lo he hecho por tu bien y por el de mi pueblo.

Al otro lado del estanque, el escorpión emitió un chirrido antes de clavar su aguijón en las rocas, levantando una pequeña nube de arena. Observarlo le pareció más sencillo que sostenerle la mirada al heliano, aunque no dejaba de sentir cómo esta le quemaba la piel.

—¿Qué pretendes conseguir con todo eso, chica sin nombre? ¿Qué puede deberle a su pueblo una demiurga a la que su soberana está usando para su propio beneficio?

—Lo único que quiero es ayudar. —Raisha levantó la barbilla, ignorando la indirecta sobre su identidad—. Necesito detener esto como sea: lo de los esposos, las ejecuciones del amanecer, antes de que el pueblo se subleve contra mi…, mi sultana.

—¿El mismo pueblo al que ha estado comprando con lo que parece una prosperidad sin límites? —ironizó el muchacho—. ¿Con un Aramat que pronto estará a la altura de Helial con su magia o incluso a la del reino de Cameroth con su tecnología?

—Falta mucho para que alcancemos a Cameroth, pero aunque fuera así…, hay límites que no deberían traspasarse, ni siquiera en nombre de la prosperidad. En el palacio no hacen más que hablar del Bien Mayor… —Raisha se encogió de hombros, con los ojos clavados en sus babuchas—. Esto es el Bien Mayor para mí. Hacer lo correcto.

El heliano no pareció demasiado impresionado, y no le costó adivinar por qué: la estampa que tenía ante él, aquella chica de diecisiete años pequeña y redondeada, con los ojos tan llenos de terquedad como de miedo, no debía de resultar precisamente imponente.

—Supongo que no me queda otra alternativa que acompañarte —se limitó a decir—. Porque me imagino que, a estas alturas, la Guardia Real ya habrá sido informada de mi desaparición, y dudo que le haya hecho demasiada gracia.

—Casi tan poca como a la sultana Marjannah —aseguró la princesa—. En cuanto pusieras un pie en Sairayat, la generala Aixa haría que te llevaran en volandas al cadalso.

—Sois el colmo de la hospitalidad, chica sin nombre. No entiendo cómo la mitad de la población no hace cola delante del palacio para cortejar a su serenísima serenidad.

—Su serenísima majestad, chico sin nombre. —Raisha le tiró el odre de agua, y el muchacho lo cazó al vuelo—. Si vas a hablar de tu excelsa esposa, hazlo con propiedad.

—Procuraré acordarme de ello cuando me lleven a ejecutar, misteriosa desconocida.

—Mejor que lo hagas cuando estés de regreso en tu hogar, enigmático extraño. —Y la muchacha añadió, señalándole con la cabeza—: Tienes un arenúnculo en el pie derecho.

Al escuchar aquello, el heliano agachó la vista antes de pegar una patada. Un insecto del tamaño de un escarabajo, con el caparazón tornasolado y unas amenazadoras mandíbulas, salió disparado hasta una palmera, donde rebotó antes de sumergirse en la arena. El muchacho dejó escapar un gruñido de resignación.

—No me extraña que me confundan con un montón de estiércol; por tu culpa huelo igual. —Y dio unos tragos al odre antes de ponerse en pie—. Espérame aquí.

—Eso ni lo sueñes —se apresuró a decir Raisha—. Estás muy equivocado si piensas que voy a quitarte ojo de encima. Hasta que lleguemos a Hafayah, sigues siendo responsabilidad mía, y eso incluye… —Pero el chico había echado a caminar hacia el estanque, y Raisha corrió tras él—. ¡Estoy hablando contigo!

—Puedes hacer lo que te venga en gana —dijo el heliano sin inmutarse, y empezó a desatar su toalla—. Creo que te lo pasarás en grande, con unas aguas tan transparentes.

Cuando arrojó la tela encima de un arbusto y se volvió hacia ella, todo lo que Raisha estaba diciendo se evaporó en su boca. Como si no le pertenecieran, sus ojos descendieron por el cuerpo de él hacia algo que nunca antes había visto, algo que la hizo palidecer y, en menos de lo que necesitó para procesarlo, ponerse como una puesta de sol. Hasta que no recuperó el control de su cuerpo, no pudo echar a correr, y las risotadas que la siguieron en su bochornosa retirada sirvieron para confirmar sus temores: había subestimado aquel embrollo al meterse en él, incluso si no implicaba a hombres desnudos.