CAPÍTULO 11

—Zafirah. —La voz de su madre era tan tenue, amortiguada por sus propios y acelerados pensamientos, que no pudo apartar la mirada del cielo hasta que le asestó una colleja. El sobresalto la hizo regresar a la realidad junto con las risas de sus compañeras—. No nos hemos desplegado por la ciudad para dar un paseo —le reprochó Aixa—, aunque parece que unas lo tenemos más claro que otras.

—Lo siento, es solo que acabo de ver… —Pese a saber que aquello le haría ganarse una sesión extra de entrenamiento, Zafirah alzó de nuevo la cabeza—. ¿Eso de ahí es un dirigible? ¿Un dirigible del reino de Cameroth?

—Parece un boniato pintarrajeado de plata —resopló una de las guardianas—. Los palanquines de esa gente deben de tener forma de pepino… y sus casas, de calabaza.

Las demás volvieron a reírse, pero Zafirah estaba demasiado perpleja para enfadarse. «Esa cosa es gigantesca y, aun así, han conseguido hacerla volar —se dijo mientras la seguía con la mirada; el reflejo del sol en su armazón, antes de desaparecer detrás de un alminar, le hizo guiñar los ojos—. Y solo se han servido de la tecnología, ya que tienen prohibida la magia… ¿Podrían hacer algo semejante en el Taller usando las dos cosas?». Pero un nuevo empujón de su madre, acompañado por un «ni se te ocurra desobedecerme en público», la obligó a seguir recorriendo la avenida que atravesaba el Gran Bazar, empapada por el sudor debajo de la cota de malla.

Llevaban rastreando Sairayat todo el día, pero aún no habían descubierto ninguna pista de Raisha. La generala Aixa había dividido la capital en diez sectores y los había repartido entre sus capitanas, llevándose a Zafirah con ella al distrito comercial. Desde la salida del sol, no habían hecho otra cosa que registrar cada establecimiento, ayudadas por unas cuantas demiurgas que, como cada mañana, iban de uno a otro deshaciendo los conjuros protectores de la noche anterior. La niña había perdido la cuenta de las callejuelas polvorientas que había recorrido, las tinajas de barro que había tenido que esquivar, las alfombras tendidas que había apartado y los cacharros de cobre que, por mucho cuidado que tuviera, habían acabado cayéndosele con un estrépito ensordecedor. Sin embargo, la aparición del dirigible había sido lo único emocionante de la jornada, al menos hasta que Zafirah, que avanzaba al final de la columna de guardianas, reparó en un par de siluetas conocidas en una esquina de la Calle de los Boticarios.

Eran dos niñas más pequeñas que ella, de unos nueve años; tenían los mismos rizos alborotados y unos uniformes de demiurga idénticos, bordados en oro sobre seda púrpura.

—¿Salma? ¿Samra? —Ambas se dieron la vuelta, haciendo tintinear sus aretes de oro—. ¿Qué hacéis ahí paradas? —dijo mientras abandonaba la columna—. Deberíais dirigiros a palacio; mi madre nos ha ordenado retirarnos.

—Guardiana Zafirah —saludó una de las gemelas. Zafirah supo que era Salma por llevar la pulsera en la mano derecha—. Samra y yo estábamos escribiendo unos conjuros…

—… para proteger estas puertas hasta el amanecer —continuó su hermana—. Salma y yo nos encargamos ahora de la Calle de los Boticarios.

—Pues me parece que las guardianas ya han registrado ese establecimiento. El propietario es un comerciante de Hafayah, un tal Aziz… Mi madre ha ordenado que lo interroguen con los demás, aunque aseguran no saber nada acerca de Raisha.

Conocía a Salma y Samra desde que entraron en palacio, cada una arrebujada en un brazo de su tía, la bibliotecaria Lubna. Siempre se las veía pegadas a los bombachos de Wallada, quien parecía haberse tomado su entrenamiento como una misión sagrada; según se rumoreaba en el Harén, eran tan poderosas que ni siquiera les había exigido superar una prueba de acceso. A Zafirah le habría costado decir si les tenía más respeto o más miedo.

—Será mejor que me acompañéis —añadió aun así, y se acercó para agarrarlas con cautela. No obstante, no hicieron ademán de moverse—. Os lo digo en serio —insistió la niña—, os meteréis en un lío si os quedáis aquí, y yo también…

—Hay algo ahí —la interrumpió Samra; había apretado el puño izquierdo—. No podemos marcharnos todavía.

—Pero acabo de deciros que no han encontrado ni rastro de Raisha…

—No nos referimos a Raisha. Hay algo ahí —repitió Salma—, algo oscuro. Enfermo.

El desconcierto de Zafirah era cada vez mayor, pero las gemelas siguieron sin hacer el menor caso al «¡eh!» que les dirigió cuando se acercaron a la puerta. El propietario de la botica había echado el candado, aunque no parecía que aquello fuese un problema: mientras Samra lo sujetaba con una mano, Salma escribió algo sobre el metal y el artefacto, con un chasquido, se abrió entre sus dedos.

«No podré llevármelas hasta que se salgan con la suya», se resignó Zafirah, y tras asegurarse de que no había nadie cerca, las siguió al interior de la tienda. Esta no se diferenciaba demasiado de la Botica Real, situada al norte de los jardines de palacio: un mostrador de madera oscura, desgastada de tanto restregarla, ocupaba casi toda la pared del fondo, aunque apenas se lo veía debajo de las pesas y balanzas de bronce, los morteros de piedra y los crisoles, retortas y alambiques de vidrio. Detrás del mostrador, unas estanterías se combaban por el peso de sus tarros, sellados mediante cera de abeja; y a la derecha de la estancia, algo parecido a unas cortinas marrones colgaba de las vigas del techo, hasta que la niña comprendió que eran manojos de hierbas medicinales puestas a secar.

—Ese sexto sentido vuestro debe de haberos fallado, porque no veo nada aquí dentro —comentó mientras entornaba la puerta. Reconoció las hojas de mandrágora que la enfermera Mashiah solía hervir en leche, los tallos de ajenjo, acónito y ruibarbo de las medicinas de palacio—. Estoy segura de que casi todas estas cosas están en nuestra botica, y a menos que os hayáis convertido de repente en unas expertas…

Al no obtener respuesta, Zafirah rodeó el mostrador para curiosear los frascos de las estanterías. Casi todo lo anotado en las etiquetas le resultaba familiar, aunque también vio ciertas cosas que solo podían proceder del extranjero, a juzgar por sus nombres.

—No sabía que nuestros boticarios comerciasen con Cameroth —se sorprendió la niña, recorriendo con los ojos uno de los estantes superiores—. Sanguijuelas…, ¡qué asco!

Esos tarros tampoco se parecían a los aramatíes: eran de cerámica blanca con unas guirnaldas de flores en el centro, rodeando los nombres escritos con pintura dorada. «Sales de lavanda», leyó en uno de ellos, «tintura de absenta», «láudano», «cocaína», «heroína»…

—«Polvo de momia» —dijo tras estirarse para agarrar uno. «¿De la momia de quién?», no pudo evitar preguntarse—. Los norteños son rarísimos —aseguró mientras lo devolvía a la estantería—. Pero sigo diciendo que, salvo que os refirieseis a sustancias de contrabando, no entiendo qué puede resultaros tan perturbador.

—Guardiana Zafirah —oyó decir a una de las gemelas. Al girarse en su dirección, vio que se había detenido delante de una puerta que parecía conducir a un patio.

Su aspecto le recordó al de un oasis en miniatura, comprimido entre las paredes de los edificios colindantes. «Aquí debe de ser donde el dueño cultiva sus plantas medicinales», pensó mientras se adentraba en él, aunque la cantidad de especies concentradas en aquel espacio tan diminuto no le sorprendió tanto como lo que distinguió junto a los pies de Salma, al abrirse camino entre los arbustos.

Un agujero cuadrado se recortaba en el suelo, cerca de las raíces de un árbol. Cuando Zafirah se detuvo a su lado, vio que había una luz encendida allí abajo.

—Samra se dio cuenta de que estas plantas no eran de verdad —dijo Salma, y señaló la trampilla que acababan de levantar; había unas hojas de seda parduzca adheridas a ella.

—Y Salma pensó que el dueño debe de esconder algo muy importante —añadió su hermana mientras se acuclillaba—, si tanto miedo tiene de que se lo roben.

—Pues… no me queda más remedio que daros la razón —murmuró Zafirah. «Tienes que traer ahora mismo a madre», fue lo primero que le vino a la cabeza, pero luego pensó: «¿No sería esta una manera de demostrarle que sirves de algo? ¿Averiguar por ti misma si hay alguna pista de Raisha?»—. Será mejor que no os apartéis de mí, porque no sabemos qué nos espera ahí abajo.

Pero Salma ya se había acercado con una escalera de mano, que el propietario había dejado contra una pared, y Samra la estaba ayudando a meterla por el agujero. Tras apartarse la trenza, Zafirah comenzó a descender hacia lo que comprobó que era un rudimentario sótano, sin nada más que unas cajas de madera y unos sacos de arpillera amontonados en una esquina. «A lo mejor nos estamos imaginando cosas —pensó mientras las gemelas retiraban la escalera después de bajar—. Pero ¿por qué tantos esfuerzos por ocultar este lugar?».

—Mirad eso… —susurró cuando comenzaron a recorrer la estancia. Alguien había cerrado con prisas uno de los sacos y un puñado de polvo, de un turquesa inconfundible, se había derramado a su alrededor—. Parece polvo de glaucinas… ¡No me lo puedo creer!

—Eso no es lo que hemos venido a buscar, guardiana Zafirah —dijo Salma.

—¡Pero si sabéis tan bien como yo lo valioso que es! Los mercaderes que comercian con él deben pagar un impuesto especial, y la sultana hace que una inspectora de palacio examine cada cargamento… Es imposible que haya llegado aquí de manera legal. —Pero las gemelas habían seguido caminando hacia el fondo y Zafirah las siguió a regañadientes.

Había una pequeña puerta a cada lado, aunque las habitaciones a las que conducían quedaban en penumbra; no parecía haber más lámparas encendidas que la del sótano. Aun así, no tardó en reconocer unos barrotes de madera en la de la derecha, medio ocultos bajo una sábana raída, y cuando se acercó más, comprobó que pertenecían a una jaula.

—Hay algo en el interior —susurró Salma. Un bulto permanecía acurrucado en una esquina, aunque apenas se lo distinguía—. ¿Es un animal?

—Es demasiado grande para ser un animal —dijo Samra—. Pero huele como uno…

—Como uno muerto —dijo Zafirah a su vez, y las gemelas la miraron. Notaba las piernas bastante más inseguras de repente—. Apartaos —susurró—, le echaré un vistazo.

También le temblaba la mano con la que agarró el borde de la sábana, pero se repitió a sí misma que era una guardiana y las guardianas no se asustaban. Al tirar de la tela, la luz iluminó el bulto del interior y Zafirah oyó cómo Salma y Samra contenían el aliento, porque su silueta era definitivamente humana. «Es una mujer —se dijo tapándose la nariz; el olor era más penetrante ahora y tan dulzón que le revolvió el estómago—. No lo entiendo… ¿Se trata de una esclava? ¿Por qué la habrán…?».

Pero la mujer dejó escapar un gruñido, más parecido al de una bestia que al de un ser humano, y las niñas se apartaron a toda prisa. Una mano se agitó en la penumbra y una mata de pelo oscuro rozó el suelo cuando se giró hacia ellas… hasta que Zafirah la miró a la cara y su aprensión se convirtió en un grito.

Porque apenas quedaba algo que mereciese el nombre de «cara». Un agujero ocupaba el espacio en el que debería haber estado su nariz y unos dientes amarillos chirriaron, sin labios que los ocultaran, antes de que la criatura se arrojara contra los barrotes.

—Es un…, es un… —balbució Zafirah, blanca como la cal—. ¿Es un cadáver…?

—Algo oscuro y enfermo —murmuró una de las gemelas, como antes de entrar en la botica. Las manos de la mujer habían aferrado los barrotes, con sus huesos asomando entre la piel putrefacta, y cuando la madera crujió por sus empellones, Zafirah dejó escapar un «¡corred!» antes de empujar a Salma y Samra a la otra habitación.

Los gruñidos de la criatura aumentaron de intensidad hasta que, con una sacudida en el corazón, oyó cómo la jaula se hacía pedazos. «¡Vamos, vamos, vamos!», instó a las gemelas para que la ayudaran con la escalera, pero ni siquiera les dio tiempo a enderezarla: con un siseo escalofriante, la mujer saltó por encima de unas cajas, se arrojó contra la pared de enfrente y cayó delante de las niñas.

Esa vez Zafirah chilló más por el sobresalto que por el miedo. Tras enderezarse, la criatura dio unos pasos hacia ellas, haciéndolas retroceder a trompicones.

—A… a… ¡atrás! —balbució Zafirah, poniéndose delante de las gemelas. Comparada con aquellas uñas semejantes a garras, la cimitarra que desenvainó parecía el juguete de una cría—. ¡No te acerques —continuó gritando—, no te atrevas a acercarte…!

—Reserva el aliento para lo importante; no creo que esta cosa te entienda.

La voz que sonó detrás de la criatura arrancó otro alarido a las niñas, y Zafirah se preguntó si no estaría soñando cuando la generala Aixa, un relámpago de cuero y bronce en la media luz, se lanzó sobre el cadáver. «¿Qué está haciendo ella aquí? —se preguntó la chiquilla—. ¿Ha regresado al descubrir que había desaparecido?».

—No conseguirás matarla, madre —le advirtió—. ¡Ya está muerta!

—Pues entonces se lo recordaré, porque parece haberlo olvidado —rugió su madre.

Cuando aquel ser se le arrojó encima, buscando su garganta con los dientes, Aixa lo apartó de una patada antes de asestarle un espadazo. Samra y Salma gritaron a la vez cuando un brazo rodó por el suelo, acompañado por un chorro de sangre que, para perplejidad de Zafirah, no era roja, sino del color del betún.

Al mirarla a la cara, el destello de esperanza que había sentido se esfumó como por ensalmo. También la generala abrió los ojos de par en par, sin bajar su espada.

—No…, no lo entiendo. —La criatura abrió la boca para rugir de nuevo y Aixa se apresuró a proteger con su cuerpo a las niñas—. No parece sentir nada…

—También se le debe de haber olvidado lo que es el dolor —respondió su hija, y al ver el rojo que salpicaba su cota de malla, tiró de un brazo de Aixa—. ¡Cuidado…!

No habría sabido decir cómo se las ingeniaron para retroceder, detrás de Aixa y los mandobles de su espada bífida, hacia otra de las habitaciones del fondo. «¡Subid ahí, y deprisa!», ordenó a las niñas mientras intentaba mantener al monstruo a raya, y cuando las gemelas y Zafirah consiguieron encaramarse, una tras otra, a un armario medio desvencijado, esta le alargó una mano para ayudarla a subir también.

El dueño de la botica debía de guardar dentro cosas bastante pesadas, porque ninguno de los envites de la criatura fue capaz de derribarlo. Se quedó merodeando de un lado a otro, con los dientes tan desenvainados como las garras y siseando sin parar mientras la generala, todavía enarbolando su arma, se esforzaba por recuperar el aliento.

—Esta cosa —logró articular—, esta condenada cosa… no debería estar aquí. —«Dirás más bien que no debería existir», pensó Zafirah, aunque estaba demasiado espantada para hablar—. Esposos Lunares, ¿de dónde la habrá sacado ese Aziz?

El armario volvió a bambolearse, esta vez con tanta violencia que la generala, en un acto reflejo, rodeó a Zafirah con un brazo.

—He sido una estúpida viniendo sola —masculló mientras la criatura deslizaba las garras por la parte delantera del mueble, arrancándole virutas de madera—. Les dije a las demás que no hacía falta que me acompañasen, que te llevaría de la oreja a casa yo sola…

—Espera —murmuró Zafirah, palpándose la ropa—. Se me ha ocurrido algo.

Acurrucadas a su derecha, las gemelas contemplaron cómo metía una mano dentro de su cota de malla hasta encontrar lo que buscaba: un objeto mecánico que hizo entornar los ojos a Aixa. El escarabajo que Zafirah había fabricado agitó las patas cuando se estiró, por detrás del cuerpo de su madre, para apoyarlo en la pared, donde permaneció quieto unos segundos antes de echar a correr.

La criatura no pareció fijarse en cómo describía una curva, ni tampoco en cómo saltaba desde la pared para escabullirse hacia el sótano. Solo cuando chocó contra una caja, emitiendo un «pum» apenas perceptible, la vieron darse la vuelta como una exhalación para dirigirse a la otra estancia.

—Ha funcionado —exclamó Zafirah cuando sus pasos se alejaron—. ¡Está distraída!

—Pues no podemos dejar pasar esta oportunidad. —Y tanteando con una mano en la pared, la generala se dispuso a bajar—. No se os ocurra moveros, oigáis lo que oigáis.

—Generala Aixa, espera —dijo una de las gemelas. Había un brillo de repentina decisión en sus ojos—. Salma sabe cómo acabar con ese monstruo.

—Samra lo ha pensado al mismo tiempo que yo —dijo la otra—. Mediante el fuego.

—¿Qué estáis diciendo? —Zafirah echó un vistazo al sótano, donde la sombra de la criatura continuaba moviéndose sin parar—. La única lámpara encendida es la de esa habitación. Para cuando quisiéramos llegar hasta ella, esa cosa nos…

En vez de responder, Salma estiró el brazo y Aixa, tras titubear un segundo, le entregó su espada. Las gemelas se inclinaron entonces sobre ella; hubo un chirrido metálico, un destello luminoso bajo sus rizos castaños y, cuando Zafirah empezaba a preguntarse cuánto tardaría en volver el monstruo, las dos alzaron la cabeza a la vez, como marionetas unidas por la misma cuerda.

Había algo escrito en la espada, observó cuando se la devolvieron a Aixa, palabras grabadas sobre la hoja antes de que esta se bifurcara. «¿Han hechizado el arma de madre?».

—Ahora es más poderosa —explicó Salma, y cuando Samra deslizó una mano por la parte sin filo, el conjuro se puso al rojo y la espada quedó envuelta en llamas.

Aixa soltó un jadeo de incredulidad, pero esta se disipó de inmediato. Al parecer, la criatura no había conseguido dar con el autómata, porque acababa de regresar a la estancia. Por primera vez, su rostro descompuesto mostró algo parecido a una emoción al vislumbrar las llamas, pero no le dio tiempo a reaccionar: antes de que pudiera hacerlo, Aixa se había arrojado sobre ella hincándole el arma en el pecho.

Por escalofriantes que hubieran sido sus gruñidos, ninguno aterrorizó tanto a Zafirah como el que soltó en ese momento. El fuego prendió en su cuerpo como si estuviese hecho de madera reseca; las llamas ascendieron por su torso, se extendieron por sus brazos y la envolvieron hasta la coronilla, convirtiéndola en una antorcha incapaz de hacer otra cosa que chillar. La generala se apartó de un salto cuando casi la rozó en su alocado baile, pero no habría sido necesario hacer más: con un aullido aún mayor, la criatura cayó de rodillas y, para cuando Aixa le cercenó la cabeza de una única estocada, ya había dejado de moverse.