CAPÍTULO 12

Más adelante, cada vez que pensara en aquel reencuentro, Marjannah recordaría haberse sentido como una máquina del Taller, reducida a la inmovilidad después de que sus engranajes saltaran por los aires. Demasiado perpleja para decir nada, solo pudo presenciar, con una mano sobre la balaustrada de la escalera, cómo sus escoltas intentaban reducir a la camerotiense del cabello cobrizo, haciendo revolotear los faldones de su levita.

—Tú —dijo al cabo de unos segundos. ¿Aquella era su voz? ¿Desde cuándo sonaba tan insegura como la de Raisha?—. ¿Cómo me has…?, ¿cuándo has…?

—Qué curioso que ahora seáis vos quien se muere por hacer preguntas —dijo la recién llegada, sin dejar de forcejear entre unas guardianas que apenas le llegaban por la barbilla; la sultana no recordaba haber estado ante ninguna otra mujer tan alta—. Habríais tenido bastante tiempo para planteármelas todas… si os hubieseis acordado de que seguía con vida.

—Majestad. —Otra guardiana acababa de entrar desde la Gran Plaza y se inclinó a toda prisa ante Marjannah—. ¡Esta forastera se ha colado en el palacio!

—Se abrió camino entre nuestras compañeras y consiguió aturdir a Subh con esta… —La muchacha que venía con ella alzó el arma que le habían arrebatado, parecida a un rifle de plata con un pequeño depósito, justo encima de la culata, en el que brillaban unas chispas azules—. Esta monstruosidad digna de los Tres Es-posos.

—Pues deberemos aparentar algún tipo de ceguera transitoria —contestó la soberana—. Es su alteza real Cordelia Darlington… la tercera hija del rey de Cameroth.

—Comandante Cordelia Darlington —corrigió la aludida—, si no es mucha molestia.

Al escuchar esto, los dedos de las guardianas se aflojaron y la mujer se soltó de un malhumorado tirón. Unos mechones rojos habían escapado de su recogido, cuyas trenzas parecían estar tan meticulosamente conectadas como las ruedas de un engranaje.

Pero el peinado era lo único que había cambiado en ella: sus pecas seguían siendo las mismas que antaño y sus ojos como glaciares, también. «Que Shamaya se apiade de mí».

—¿Y a qué debemos el honor de vuestra visita, alteza? —inquirió Marjannah con la mayor dignidad que pudo reunir—. Me temo que no se nos había informado de esto.

—He estado viajando desde Brigantia durante los últimos cuatro días. Imaginaba que mi dirigible alarmaría a vuestros súbditos, así que he preferido entrar en la ciudad a pie.

Cada palabra que salía de sus labios poseía la resonancia de un disparo. «Me odia», comprendió Marjannah mientras examinaba su atuendo, que solo tras unos segundos reconoció como el uniforme de la Guardia Celestial, el cuerpo de seguridad encargado de patrullar por los distritos aristocráticos de Brigantia. Unos cordones plateados recorrían horizontalmente la pechera de su levita azul, a juego con las charreteras de sus hombros.

—Veinte años —siguió diciendo la mujer mientras el escarnal mecánico, que había volado hasta el vestíbulo, se posaba en su brazo—. Desde luego, os habéis hecho de rogar.

—Os dije que era cuestión de tiempo, mi señora, aunque, personalmente, preferiría habernos ahorrado los emiratos del norte. Hasta las calles de Infierno son pulcras a su lado.

La chirriante voz del autómata pilló a todas las presentes por sorpresa. Marjannah ni siquiera tuvo que volverse hacia Itimad para adivinar que se había quedado boquiabierta.

—Lo siento, Gilroy —se disculpó la princesa. Un camafeo adornaba el cuello alto de su uniforme: el ojo plateado con iris en forma de engranaje del Culto de la Razón—. He oído decir que os habéis casado unas cuantas veces, majestad —siguió en tono corrosivo.

—Y enviudado las mismas —dijo el pájaro—, más rápido de lo que dicta el decoro.

—Esto… Perdonad que me entrometa —dijo Itimad a su vez, y se deslizó entre la sultana y Cordelia con ojos brillantes—. ¿Eso es un autómata de Industrias Blackstone?

—La firma de mi cuñado —confirmó secamente la princesa—. ¿Qué importancia tiene?

—¿Significa eso que funciona… con éter? ¿Por eso posee un repertorio de respuestas mayor que nuestras cajas de resonancia? —Tras colocarse deprisa las lentes, Itimad agarró al autómata, que protestó con un «¡señorita!»—. Se llama Gilroy, ¿no? ¿Puedo…?

—Por supuesto que no —respondió Cordelia, y se lo arrancó de las manos—. Bastante saben ya de nuestra tecnología esas artesanas, artífices o como se llame lo que tienen aquí.

—Y es Sir Gilroy, señorita —dijo el escarnal, atusándose irritado las alas mecánicas.

—Me parece que necesitaremos algo más de privacidad —dijo Marjannah, y respiró hondo antes de mirar a Cordelia—. Estaba a punto de dirigirme a mi pabellón…

—Si es una invitación, supongo que no tengo más remedio que aceptar —repuso esta.

—Estupendo, pues. Khadiya —Marjannah se volvió hacia la musculosa capitana, que había irrumpido también en la estancia—, puedes llevarle el arma a su alteza. —Y tras echar un vistazo a una frustrada Itimad, Cordelia la siguió por uno de los corredores con azulejos que partían de la habitación y la capitana, apoderándose del rifle, hizo lo mismo.

Mientras hablaban, el atardecer había acabado de caer sobre Sairayat y los jardines parecían haberse sumergido en las profundidades de un océano carmesí. La vegetación recordaba más que nunca a una selva, mantenida a raya a duras penas por un ejército de jardineras alrededor de unos senderos entrecruzados en una cuadrícula perfecta. Las fuentes murmuraban para sí en los pequeños claros abiertos entre los parterres, haciendo tambalearse, como barcas a punto de naufragar, a los pétalos rojos de las sarabandas caídos en su interior, en torno a los cuales revoloteaban unas zaraspas.

Por suerte para Marjannah, el incómodo paseo no se prolongó demasiado. Pronto distinguieron sobre los árboles la cúpula bulbosa del pabellón, en cuyo interior encontraron a unas sirvientas colocando unas bandejas. La sultana se desprendió de sus babuchas antes de subir a la estructura octogonal, rodeada de arcos decorados con marañas de enredaderas.

—Vosotras dos, podéis retiraros —les dijo a las muchachas. Una de ellas era Aouda y pocas cosas le apetecían menos que tener a una de sus amantes y a Cordelia Darlington en la misma habitación—. Lo mismo os digo a vosotras, Khadiya —añadió girándose hacia la capitana—. No os necesitaré por ahora.

—Majestad… —Sus ojos oscilaron entre Cordelia y ella—. ¿Estáis segura de…?

—A menos que nuestra invitada camerotiense tenga más armas escondidas en los recovecos de su ropa —Cordelia frunció aún más el ceño—, dudo que deba temer por mi integridad. Podéis esperarme fuera, si eso os hace sentir más tranquilas.

—Como ordenéis, majestad —respondió Khadiya, y tras hacer un gesto a las guardianas, las cuatro abandonaron el pabellón.

Había una mesita cubierta de espejos entre un montón de cojines, con un primoroso juego de té y unos cuencos de almendras garrapiñadas y pasteles de semillas de guraba. «A Raisha la vuelven loca esos pasteles», recordó la sultana con un arrebato de dolor, aunque se esforzó por reponerse. No, no debía pensar ahora en Raisha ni en su posible traición.

—No creo que pase nada si te sientas tú también —dijo mientras se instalaba en un cojín—. Porque todavía no eres una autómata a la que deba darse órdenes, ¿verdad?

—Prefiero quedarme donde estoy —replicó Cordelia con las manos a la espalda—. Esta no es una visita de cortesía, Mariana, lo sabes de sobra.

—Por no hablar de que ese modo de sentarse es un tanto… exótico —dijo Sir Gilroy.

Marjannah le dirigió una mirada con la que podría haber congelado el fuego, aunque eso no impidió que el autómata se posara en la mesa para inspeccionar críticamente los dulces.

—Tenías razón: han pasado veinte años —siguió diciendo—, pero lo cierto es que no hay un día en que no piense en la Academia Tecnóloga, sobre todo cuando el calor nos golpea con más fuerza. Los paisajes del condado de Astolagh eran preciosos…

—Para alguien a quien no le importara despertarse cada día con un sabañón nuevo.

—Debería ser yo quien se quejase de eso, no una camerotiense de pura cepa. —La sultana apartó al escarnal para servirse un poco de té, con una mano menos firme de lo que habría deseado—. Pero las dos disfrutamos muchísimo allí. Con las clases, por ejemplo…

—Te las pasabas hablando sin parar, y siempre era a mí a quien castigaban —dijo la princesa con resentimiento—. Todavía tengo cicatrices en las manos de los palmetazos.

—Bueno, pero no todos los profesores eran unos ogros. Me acuerdo de que Higgins, el de Relojería, estaba emocionado contigo; no hacía más que repetir que eras un portento.

—Siento deciros, majestad, que Joseph Higgins lleva catorce años internado en un asilo —se inmiscuyó Sir Gilroy—. Le diagnosticaron una demencia incurable poco después de que vos desaparecierais, así que dudo que su opinión acerca de su alteza…

Pero el modo en que Marjannah colocó la tetera en la mesa, haciendo tintinear los vasitos de cristal, le hizo quedarse callado. La soberana se inclinó para mirarlo de cerca.

—Y yo siento decirte, pajarraco de mil demonios, que estás empezando a sacarme de quicio. Si no cierras el pico ahora mismo, dejaré que la jefa de mis artífices te abra en canal como a uno de los corderos asados que solemos preparar aquí, y entonces sí que podrás quejarte de lo exóticas que somos en mi sultanato.

—Gilroy, será mejor que esperes fuera también —dijo Cordelia, aunque en sus ojos había prendido una chispa heladora—. Esta conversación va a volverse muy inapropiada.

—Que os sea leve, mi señora —suspiró el escarnal, y echó a volar hacia la espesura.

Cuando se quedaron solas, un silencio tan espeso como la melaza descendió sobre el pabellón, interrumpido solo por el zumbido de las zaraspas y el piar de una familia de pájaros que anidaba entre los adornos de la cúpula. Marjannah se pasó una mano por los ojos, demasiado extenuada para continuar peleándose con las palabras; había cosas de las que no tenía sentido hablarle si ella era la única para la que seguían significando algo.

Como las iniciales de las que todavía se acordaba a menudo antes de dormirse, una C y una M grabadas con una navaja bajo la repisa de una chimenea. Las noches en vela en el dormitorio que la estufa nunca llegaba a calentar del todo, hablando en susurros hasta que el sol asomaba sobre las escarpadas montañas. Los árboles cubiertos de una nieve crujiente como cristal pulverizado, tan blancos que el cabello de Cordelia parecía sangre a su lado.

Hasta que no apoyó las manos en la mesa, Marjannah no notó que se le había acercado. Los espejos le devolvieron el reflejo de un centenar de Cordelias, todas con el entrecejo fruncido y los labios apretados, y los ojos más acusadores que había visto.

—¿Quieres saber qué es lo que recuerdo yo? —preguntó en voz baja—. Recuerdo la incredulidad cuando supe que te habías marchado, sin dejarme ni una maldita carta de despedida, y la humillación cuando tuve que regresar a mi casa, al palacio de Brigantia, después de que el director Joyce hablara por eterófono con mi padre para darle la noticia.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Marjannah, atónita—. Te… ¿expulsaron?

—Ahora no finjas que no estabas al tanto. No tengas la desfachatez, si realmente sabes lo que es eso, de actuar como si no hubiera formado parte de tus planes.

Sus pecas también seguían siendo iguales que en sus sueños, y Marjannah se odió por recordar con tanta exactitud cada una de sus coordenadas: una encima del labio, dos en la aleta derecha de la nariz. Otra donde no podía distinguirla ahora, sobre una clavícula.

—Es lo primero que oigo al respecto, Cordelia, te lo aseguro —dijo pasados unos segundos—. Estuve tan ocupada con todo lo que sucedió después que no…

«Estuve tan ocupada seduciendo a un sultán que ni siquiera pude acordarme de que seguías existiendo». El dolor atravesó el rostro de ella como una nube pasando ante el sol.

—Debe de extrañarte que el mundo continuara girando sin tu excelsa presencia.

—Pero lo que me cuentas no tiene ni pies ni cabeza. Acabo de decirte que eras la mejor alumna de la Academia Tecnóloga, incluso el claustro de profesores lo reconocía…, y ya sabes lo que algunos opinaban sobre la presencia femenina en sus aulas.

—Es curioso que menciones eso —repuso la princesa—. Ahora lo opinan todos, y precisamente es gracias a mí…, la persona que ellos piensan que robó aquellos planos del despacho del director, sin saber que la única responsable se había dado a la fuga en plena noche, como la ratera que demostró ser, importándole un comino que incriminaran a otra.

La mano que Marjannah había alargado para coger una almendra se quedó suspendida en el aire. Cuando miró a Cordelia, vio que se había girado hacia uno de los arcos para contemplar la escultura de bronce de un estanque cercano, un pavo real con la cola calada como una celosía de cuyas plumas brotaban chorros de agua.

—Y es aún más curioso lo que he descubierto aquí, después de buscarte durante veinte años bajo cada piedra de Occidente —continuó diciendo—. Una tecnología de lo más interesante, teniendo en cuenta cómo estaban las cosas cuando gobernaba tu marido.

Como en respuesta, una pequeña bandada de comunicadores atravesó el cielo hacia el alminar del oeste, donde unas secretarias recibían los mensajes enviados a palacio. La sultana cerró sus ojos maquillados de oro, demasiado consciente del claqueteo con el que el reloj astronómico de la Gran Plaza anunciaba las ocho y el chirrido con el que el pavo real del estanque, que había desplegado de nuevo la cola, aleteaba bajo las gotas de agua.

—Te juro por mi alma, Cordelia, que nunca pretendí causarte problemas —dijo al cabo de un rato—. Es cierto que no fui sincera contigo al ocultarte la verdadera razón por la que me trasladé a la academia. Mi única justificación es que… era necesario que lo hiciera.

—¿Porque estabas preocupada por lo que sucedía con tu pueblo mientras Khaseem al’Sairahr ocupaba el trono? —resopló Cordelia, todavía de espaldas—. No me hagas reír, Mariana; a ti te traía sin cuidado este sultanato. Te burlabas de Aramat tanto como todos.

—Tenía que hacerlo para mantener las apariencias. Se suponía que era del condado de Alhazara, y ya sabes que los sureños están desesperados por ser aceptados en Cameroth. —Desvió la vista hacia la entrada del pabellón, pero las guardianas estaban demasiado lejos para oírla. «No puedo dejar que se enteren de esto o será el final»—. ¿Para qué has venido? ¿Qué quieres de mí?

—Que reconozcas de una vez lo que sucedió, ante los responsables de la academia y Cameroth entero. Que admitas que fuiste tú quien robó todos esos secretos tecnológicos.

—Sabes que no serviría de nada que lo hiciera. —Marjannah titubeó un momento antes de recordarle—: Tienes treinta y cinco años, no te permitirán matricularte…

—Lo único que pretendo es limpiar mi nombre. Puede que para alguien como tú no signifique nada, pero no estoy dispuesta a continuar con esta mancha sobre mí.

Cuando se aproximó de nuevo a la mesa, la estructura de madera del pabellón crujió debajo de sus botas, pese al espesor de las alfombras. Había olvidado lo importante que era el honor para ella, pensó la sultana. «Es todo lo que tenemos —le había dicho una tarde mientras observaban cómo se ponía el sol detrás de las cumbres nevadas—. Lo único que dejaremos después de partir, el recuerdo que nos sobrevivirá».

—Convertirme en una tecnóloga era todo lo que quería —prosiguió Cordelia—, todo lo que ambicionaba hacer con mi vida, y por tu culpa me lo arrebataron. ¿Crees que me importaba que mi padre fuera el rey de Cameroth, que mis hermanas y yo tuviéramos todo cuanto se nos antojara, todas esas recepciones y bailes en el palacio, esos lujos que me traían sin cuidado? —Con las mejillas encendidas, agarró uno de los cordones de plata de su uniforme—. ¿Ser comandante de la Guardia Celestial te parece un consuelo, teniendo que tratar todo el tiempo con cretinos que se creen superiores a mí? ¿Solo porque piensan que mi cerebro femenino no podría desentrañar el funcionamiento de sus artilugios mecánicos? —Cordelia sacudió la cabeza—. Aquello era el cielo para mí, Mariana, el único que quería alcanzar. Y tú hiciste que me expulsaran para siempre de él.

Si hubiera alzado la voz para gritarle, si la hubiera amenazado incluso, Marjannah no se habría sentido tan culpable, pero el brillo que reconoció en sus ojos azules le puso un nudo en la garganta. Durante unos segundos, nadie habló y la sultana acababa de apoyar una mano en el suelo para ponerse en pie cuando algo la hizo detenerse.

Una mancha oscura empezaba a extenderse por la alfombra, en el espacio despejado entre los cojines. Lo primero que pensó era que se le había derramado el té, hasta que la salpicadura creció aún más, empapando los adornos, y Marjannah vio que unas palabras habían aparecido sobre la lana.

Unas palabras garabateadas con tinta negra, tan recientes como si las acabasen de escribir ante ella. Al inclinarse para leerlas, sintió cómo el corazón le daba un vuelco.

El viento ha traído los ecos del oeste. Cuando los enemigos acechan, la serpiente alada invita a la víbora del desierto a visitar su nido. Z. S.

Los trazos eran inconfundibles; solo los pinceles de Helial podían conseguir que sus palabras cortaran casi tanto como sus espadas. Mientras permanecía paralizada por la conmoción, Cordelia rodeó la mesa para detenerse a su lado.

—¿De dónde demonios ha salido eso? —quiso saber. Observaba el mensaje con la suspicacia que solo la magia podría inspirar a una camerotiense.

—Es una respuesta de Helial —dijo Marjannah en voz baja—, del Regente Imperial.

—¿El Honorable Zhao Shuren? —Cordelia arrugó la frente—. ¿Para esto prescinden los helianos de los comunicadores mecánicos, para enviar semejantes cursiladas?

«La verdad es que se ha vuelto más pomposo con los años —admitió Marjannah para sí, aunque prefirió callarse—. Cuando me invitaba a su cama, al menos, no era tan formal».

—Habrá ordenado al Clan de la Tinta que contacte conmigo. Su heli es el más rápido de todo el archipiélago; pueden comunicarse de una isla a otra en segundos.

«Lo cual demuestra aún más que el propio mensaje lo urgente que es todo esto». La sultana seguía sintiendo la mirada de Cordelia sobre sí, hasta que alzó los ojos hacia ella.

—Antes dijiste que has viajado hasta aquí en un dirigible. ¿Dónde lo has amarrado?

—¿Se puede saber qué importa eso ahora? —dijo la princesa.

—Puede que lo necesite de un modo… más apremiante de lo que imaginas. Estaban ocurriendo cosas muy graves cuando apareciste, pero esto las empeora.

Había pensado que Cordelia no podría enfadarse más, pero la manera en que apretó los puños le dejó claro que se equivocaba.

—Por muy acostumbrada que estés a esfumarte, no pienses que permitiré que me des esquinazo. He dicho que no me marcharé de aquí hasta que hayas…

—No voy a largarme a ninguna parte sin ti —se impacientó la soberana—, ¡te estoy pidiendo que me acompañes! Necesito que me ayudes a viajar hasta Helial, Cordelia. Mi hija… —Y ante el desconcierto de la princesa, Marjannah susurró—: Mi hija desapareció hace dos días y todavía no he dado con su paradero, pese a que mis guardianas la están buscando por toda Sairayat. Creo que Zhao Shuren podría saber algo al respecto.

—¿La princesa Raisha ha desaparecido? —Cordelia sacudió la cabeza—. ¿Qué te hace pensar que no es una simple travesura adolescente?

—Ahora no tengo tiempo para explicártelo, ¡lo que quiero es averiguar si en Helial ha pasado algo parecido! Llévame hasta allí y te prometo… que haré lo que me has pedido.

«Y me cavaré una tumba política casi tan espléndida como la de Khaseem», no pudo evitar pensar, aunque apartó la idea en el acto; Raisha importaba mucho más aquello, más que ninguna otra cosa. Cuando miró a Cordelia, vio cómo el hielo de sus ojos se convertía en sorpresa y la sorpresa, en un inconfundible recelo.

—¿Vas a admitir públicamente que robaste secretos de estado de Cameroth? ¿Reconocerás que yo no tuve nada que ver y que me expulsaron de la academia por tu culpa?

—No tienes que obligarme a memorizarlo; ya habrá tiempo de sobra para poner mi confesión por escrito —replicó Marjannah, y le alargó una mano—. ¿Tenemos un trato?

Muy despacio, Cordelia estiró también la mano para estrechársela. Dio lo mismo que siguiera llevando unos guantes: aquel contacto tan insignificante hizo que le aleteara el pulso y, a juzgar por la premura con la que se soltó, ella también pudo sentirlo.

—Tenemos un trato —repitió Cordelia—, pero eso no quiere decir que esté dispuesta a perdonarte, Mariana, ni mucho menos a confiar en ti. Considéralo más bien una tregua temporal, como el tratado que firmaste con Zhao Shuren y mi padre en Puerta de Paz.

—Me alegra que estemos de acuerdo…, pero es Marjannah. Nadie me llama así aquí.

Shamaya acababa de ponerse sobre la espesura de los jardines y Cordelia ya no era más que una sombra, de manera que la sultana no era capaz de observarle la cara.

—Tienes razón —acabó respondiéndole—, mi Mariana murió hace veinte años. O quizás sea aún peor; quizás la que yo conocía nunca existió. Al fin y al cabo —y se dio la vuelta para apartarse de ella—, esta siempre ha sido una tierra de espejismos y mentiras.

Descendió los tres peldaños del pabellón, con aquellos andares marciales que le eran tan propios, y Sir Gilroy, que debía de haberla esperado en uno de los granados, se le posó en un hombro. La dejaron sola sin despedirse y Marjannah hundió la cara entre las manos, preguntándose cuánta dignidad le quedaba aún por perder.

Y también, aunque tardó algo más en caer en eso, cómo era posible que, desde que había aparecido Cordelia, el murmullo de su cabeza se hubiera acallado.