CAPÍTULO 13
En lo más profundo del Mar de Cobre, entre las ruinas del caravasar incendiado y los despojos de docenas de cadáveres, Raisha había roto a sollozar contra la armadura de escamas de Aldashir, incapaz de articular una palabra. Era desconcertante que el roce de algo tan frío pudiera ofrecer tanto consuelo, se dijo en un arrebato de lucidez; parecía lo único cálido que quedaba en todo el desierto.
—Aldashir…, he tenido tanto miedo, tanto… —Ahora que el peligro había pasado, algo daba la impresión de haberse soltado en su interior y Raisha se preguntaba si conseguiría dejar de llorar algún día—. Aparecieron de repente, salieron de debajo de la arena… y al precipitarse sobre ellos…
Pero la voz la abandonó y lo único que pudo hacer fue señalar, con el rostro hundido en la melena metálica de Aldashir, los cuerpos desperdigados a su alrededor. El del cazador ka-shita se encontraba al otro lado de la hoguera, con sus vísceras reluciendo dentro de un pecho destrozado a dentelladas, y el visir la hizo apartarse suavemente de él.
—Creí que me iban a matar, como a los demás… Los han despedazado, los…
—Ya ha pasado, Raisha —contestó él, y la rodeó con sus patas de león—. Nadie va a tocarle un pelo a mi princesa mientras yo esté aquí o le arrancaré la cabeza también a él.
La noche parecía haberse tragado todos los sonidos, salvo el crepitar de las llamas que seguían devorando a los monstruos. De los mercaderes que habían escapado no quedaba ni rastro; Raisha supuso que estarían camino de Qa’Ifar, demasiado aterrados para procesar lo que acababa de suceder.
—Ahora lo entiendo: tú eras ese pájaro que había encima de la muralla —continuó diciendo mientras se dejaba caer sobre una palmera medio carbonizada—. No me explico por qué no me detuviste entonces, pero de no haber sido por ti… esos cadáveres me habrían…
—No eran simples cadáveres, pequeña; eran gules. —Y al reparar en su confusión, el Gran Visir añadió—: Los demonios necrófagos de los Tiempos Antiguos, a los que no se había vuelto a ver desde hacía siglos. Se dice que vagaban de noche por los cementerios, profanando las sepulturas para darse un festín con los cuerpos…, aunque, a juzgar por lo que acabamos de ver —miró los restos de Adoulla, de cuya garganta seguía manando sangre—, estos no parecían hacer demasiados ascos a los vivos.
—Pensaba que eran las víctimas de la banda del Alacrán, porque los vimos salir de unas tumbas recién cavadas —susurró Raisha. «Pero esas garras tan afiladas, y esos miembros putrefactos… ¿Qué muertos recientes presentan un aspecto semejante?».
—Puede que hasta hace unas horas lo fueran, pero algo los ha devuelto a la vida, o a la imitación retorcida de la vida que parecen tener ellos. De todos modos, preferiría que dejáramos esto para más adelante; necesito intercambiar unas palabras con cierto conocido tuyo.
Raisha no entendió a qué se refería Aldashir hasta que, tras saltar con una agilidad prodigiosa por encima de otros dos mercaderes, lo vio arrojarse sobre algo invisible que parecía estar alejándose en dirección al asustado grupo de camellos. Solo cuando aquello soltó un quejido supo lo que estaba sucediendo, y vio un círculo de luz azul titilar en la penumbra, cerca de las últimas palmeras, antes de que el heliano se hiciera visible.
Había caído de bruces sobre la arena, con el enorme león sobre él. Cuando Raisha se apresuró a reunirse con ambos, vio que Alda-shir lo había inmovilizado contra el suelo, como había hecho antes uno de los gules con ella.
—No tan deprisa, su serenísima majestad. Me parece que tienes un par de explicaciones que darme antes de poner pies en polvorosa.
—Esto es increíble —exclamó la princesa, y se cruzó indignada de brazos—. ¿Ibas a dejarme abandonada en medio del desierto? ¿Después de lo que he hecho por ti?
—Yo diría que con lo de antes… ya habíamos quedado en paz —farfulló él con la boca llena de arena—. Además, ahora tienes a tu mascota para que te proteja de cualquier… —Pero Aldashir apoyó una pata en su cabeza para hundírsela más en la tierra.
Cuando Raisha se detuvo a su lado, esquivando las sepulturas de las que habían salido los monstruos, vio que los ojos de Aldashir relucían más rojos que nunca.
—Como el consejero personal de tu esposa, me veo en la obligación de advertirte que se espera algo más de dignidad del sultán de Aramat. —Su voz contenía tanto rencor que, de haberse dirigido a ella, a Raisha le habrían temblado las piernas—. Dime, ¿qué pensabas hacer cuando hubieras cumplido tu misión? ¿Te retirarías como la sombra silenciosa que te han enseñado a ser? ¿O intentarías aferrarte al trono de tu difunta esposa para deleitarnos como un nuevo Khaseem al’Sairahr?
—¿Su difunta esposa? —Confundida, la muchacha miró al heliano y al Gran Visir alternativamente—. No entiendo nada, Alda-shir… ¿De qué estás hablando?
—Esta sabandija habría tratado de dejarte sin madre, Raisha, de no haberte adelantado sacándolo del palacio. No es más que un asesino, un sicario de tres al cuarto —apartó la pata de la cabeza del muchacho, permitiéndole respirar por fin— que adoptó el aspecto del último aramatí escogido por Marjannah como esposo para poder asestarle así el golpe.
Si la arena hubiera vuelto a removerse y la tierra se hubiera abierto para tragársela, la princesa no se habría quedado más estupefacta. Dio un paso atrás, incrédula.
—¿Cómo…, cómo que un asesino? Pero eso no tiene sentido, no es posible…
—He visto esas marcas antes, esos símbolos inscritos en su círculo de luz —replicó Aldashir mientras el muchacho, tambaleándose, se ponía en pie—. Solo aparecen en los conjurados por los Seda; por ciertos miembros de los Seda, concretamente. Considéralos algo parecido a vuestras tugras reales, un emblema que solo os pertenece a tu madre y a ti.
—Pero si mi madre no sabe nada de él. No le ha hecho nada, ni siquiera lo conoce…
—Tu madre cuenta con demasiados enemigos, princesa —respondió Aldashir con cierta tristeza—, aunque la culpa no es solo suya. Los que la queremos deberíamos haber intuido la catástrofe que se nos venía encima cuando aún estábamos a tiempo de detenerla.
Los grandes ojos de la muchacha se posaron de nuevo en el heliano, aunque este no daba la impresión de estar escuchando a Alda-shir. Su rostro era la viva imagen del estupor.
—¿Princesa? —repitió al cabo de unos segundos. Los mechones revueltos que le caían por la cara lo hacían parecer más joven—. Eres…, ¿eres Raisha al’Sairahr…?
—Su alteza Raisha al’Sairahr para ti, cretino sin escrúpulos —respondió Aldashir—. No eres digno siquiera de besar la arena que ella pisa.
Entonces, con una fluidez que a la muchacha siempre le evocaba un remolino de oro, reordenó sus esquirlas metálicas para recuperar su forma humana. Cuando dio un paso hacia el heliano, este retrocedió tan deprisa que tropezó, intimidado por aquel hombre que casi le sacaba una cabeza y cuyos ojos ardían en medio de una máscara impenetrable.
—No es la primera vez que oigo hablar de los de tu calaña, aunque nunca imaginé que pudierais apuntar tan alto. Te ha enviado la Crisálida, ¿me equivoco?
—¿La Crisálida? —preguntó la princesa—. ¿Qué es eso?
—Una hermandad casi tan antigua como Helial, surgida en la isla de Leizu hace siglos. La Honorable Zhao Lian, la matriarca del Clan de la Seda, ha tardado lo indecible en erradicarlos, aunque salta a la vista —añadió Aldashir al notar que el heliano había palidecido— que algunos de esos gusanos son especialmente resistentes.
—¿Cómo has podido averiguar eso? —La cicatriz de su mejilla resaltaba debido a su lividez—. Solo has visto mi rúbrica durante unos segundos, ¿cómo…?
—Llevo demasiado tiempo muerto, mocoso. He tenido oportunidades de sobra para aprender de los susurros de quienes no esperaban ser oídos, incluso entre tu propia gente.
Hubo un nuevo entrechocar de escamas cuando Aldashir hizo aparecer una cimitarra en su mano. Raisha contuvo la respiración mientras apretaba la punta contra la garganta del muchacho, haciéndolo retroceder hasta que su espalda chocó contra uno de los muros medio desmoronados. «Un asesino. Le he salvado la vida a un asesino».
—También me ha parecido leer otras cosas interesantes en ese círculo tuyo —siguió diciendo el visir—, cosas que a nuestra sultana le encantaría conocer, relacionadas con Tharmida.
—Espera un momento —intervino Raisha, sacudiendo la cabeza—, ¿estás diciendo que este fue… el responsable de aquello? ¿La matanza de Tharmida de hace cinco años?
—El heli nunca miente, por mucho que lo haga su invocador. Supongo que esa es la maldición de los miembros de la Crisálida: llevar escritos sus logros incluso en el alma.
La opresión en el estómago de Raisha empezaba a convertirse en un retortijón. No debía de haber una persona en Aramat que no estuviera al tanto de aquello, desde que el hallazgo de los cadáveres de una familia entera de mercaderes helianos, en las inmediaciones del puerto de Tharmida, había desencadenado un conflicto bastante serio entre las guardianas del palacio y los soldados del propio emirato, empeñados en acusarse de ser los responsables de que el autor de la matanza se esfumara sin dejar rastro.
«Y durante todos estos días lo he tenido a mi lado —pensó sin poder apartar los ojos del chico, debatiéndose entre la aprensión y una extraña amargura—. Podría haber acabado conmigo cuando se le hubiera antojado… Ni siquiera habría tenido que recurrir a su magia».
—Si esperas que te diga quién me envió a Sairayat, estás perdiendo el tiempo —fue lo único que contestó este—. Necesitarás algo más que una cimitarra para hacerme hablar.
—No me provoques, mocoso, o esto acabará aún peor para ti.
La punta de la espada se hundió más en la garganta del muchacho. Raisha hizo un movimiento para acercarse a él, pero el visir se lo impidió extendiendo un brazo.
—Sabes que podría eliminarte sin que me temblara el pulso. Si dejáramos tu cuerpo aquí, entre los gules y los cadáveres de la caravana, nadie sabría siquiera que has muerto.
—Eso suena casi tentador. —La resignación con la que el heliano dijo eso hizo que Raisha arrugara el entrecejo—: Daría igual; si no me matas tú, lo harán quienes me encargaron acabar con la sultana. Estoy sentenciado desde que fracasé en mi misión… Por eso quería ir a Hafayah con la princesa.
—Pensaba que era para dar esquinazo a la Guardia Real —se sorprendió ella.
—¿Lo de marcharos a Hafayah fue idea tuya? —Esta vez Alda-shir miró a Raisha y la chica asintió—. ¿Puedo preguntar por qué, de todos los lugares de Aramat…?
—Es el emirato más alejado de la capital —dijo ella, encogiéndose de hombros—, y necesitaba poner la mayor distancia posible con mi madre. Me imagino que estarás pensando que soy una traidora, quizás incluso que estoy conspirando contra ella…
—Tú no serías capaz de conspirar ni contra un arenúnculo, querida. Pero continúa.
—Es solo que… lo que le pregunté en la Rotonda, acerca de las ejecuciones de sus esposos… —Raisha vio cómo el heliano cogía aire cuando el visir apartó la cimitarra—. Tengo miedo, Aldashir. Un miedo atroz de lo que pueda pasarle si enfada aún más a nuestro pueblo.
Las lunas proyectaban sus sombras contra el muro de ladrillo y Raisha clavó los ojos en el triple contorno de su silueta, demasiado abrumada para sostenerle la mirada.
—La quiero muchísimo, más que a nada en este mundo…, y por eso no me puedo quedar de brazos cruzados mientras echa por la borda todo lo que le ha llevado tanto tiempo construir. No puedo permitir que se convierta en alguien peor que mi padre…
—Raisha, tu madre nunca será como tu padre —la interrumpió el visir—. Khaseem al’Sairahr actuaba obedeciendo a sus instintos más bajos; debes de haberlo oído cientos de veces. Era un hombre egoísta y cruel a quien el sufrimiento de los demás, incluida su propia familia, le traía sin cuidado. Marjannah, en cambio… —Alda-shir guardó silencio, como buscando las palabras adecuadas—. Marjannah se ha sacrificado por los suyos de maneras que ni siquiera podríais imaginar. Créeme cuando te digo que todo lo que hace tiene su explicación, aunque aún no seas capaz de entenderlo.
—Es la primera vez que me hablas de ese modo —dijo Raisha, más conmovida de lo que le habría gustado reconocer, y se pasó una mano por los ojos húmedos—. Solo espero que seas igual de persuasivo con mi madre cuando tenga que explicarle todo esto.
—Le hablaré de lo valiente que ha demostrado ser su hija, a la que durante demasiado tiempo nos hemos empeñado en tratar como a una chiquilla —aseguró él, haciéndola sonreír con esfuerzo—. Por suerte para ambos, tendremos tiempo de sobra para preparar nuestro discurso. No voy a llevarte de vuelta a casa, si es lo que estás pensando.
Aquello dejó a Raisha descolocada, casi tanto como al heliano. Tras hacer desaparecer el arma, Aldashir tomó asiento sobre el tronco renegrido de un sibirico.
—Hace un momento te he dicho —continuó— que quienes estamos de parte de tu madre tendríamos que haber imaginado los problemas a los que se enfrentaría si el pueblo acababa sublevándose por las ejecuciones. No podemos ni debemos detenerla —dijo cuando la princesa abrió la boca—, pero es posible que exista… una solución conciliadora.
—Espera, ¿eso significa lo que yo creo? ¿Vas a venir a Hafayah con nosotros?
—A Hafayah, no —matizó él—. Tu tío Omar al’Hafay nunca le ha perdonado a tu madre lo sucedido durante la Conjura de Aramat y seguramente trataría de coaccionarla con el Camino del Hierro; no hace más que quejarse de lo cara que está saliendo la construcción del ferrocarril. Te llevaré mejor a Qa’Ifar; está a menos de un día de viaje y tu tío Ahmed al’Qa’If es bastante más razonable. Además, si prometemos echarle una mano con los ataques del Alacrán, seguro que se pone de nuestra parte.
—Por lo que veo, mi familia política es cualquier cosa menos aburrida —comentó el muchacho con un bufido—. Supongo que no importa lo que pueda opinar al respecto.
—Muy poco, sinceramente —aseguró Aldashir—, y tampoco te encariñes mucho con tus nuevos parientes, porque esa ceremonia nupcial fue lo más fraudulento que se ha llevado a cabo en palacio. Desde que adoptaste una personalidad que no te pertenece, los lazos que debían unirte a mi sultana dejaron de poseer la menor validez.
—Si eso fuera cierto, tampoco tendría derecho a hacerme lo que a los demás.
«Es más astuto de lo que creía —pensó Raisha sin quitarle los ojos de encima—. Sabe que no podríamos ejecutarlo como a los otros esposos sin reconocerlo como uno de ellos».
—Me imagino —contestó antes de que Aldashir pudiera hacerlo— que no te servirá de mucho escapar de nuestro cadalso si acabas cayendo en manos de tu propia gente.
—Eso es asunto mío, princesa —repuso él—. Si hay algo que llevo haciendo toda la vida es sobrevivir. He estado en situaciones muchísimo peores.
—Pero nosotros podríamos ayudarte a darles esquinazo —continuó Raisha—. Los crímenes que hayas cometido no cambian el hecho de que me salvaste la vida, justo antes de que llegara Aldashir. Eso bien podría merecer una absolución por parte del sultanato… siempre y cuando sepamos la identidad real de aquel a quien se la vamos a dar.
—Por ahí deberíamos haber empezado —convino Aldashir—. Lo de Faisal te sienta de pena sin tu disfraz; pareces un nabo hervido con esa piel tan paliducha.
El heliano entornó sus ya de por sí estrechos ojos. Cuando por fin habló, el «Sheng» que pronunció a regañadientes apenas fue audible, acallado por el ruido de la hoguera.
—¿Sheng? —repitió Raisha, sorprendida—. Bueno, algo es algo. No esperaba que…
—Hay miles de Shengs en Helial. —Se encogió otra vez de hombros—. Si dais una patada a una piedra, salen cientos solo en la isla de Leizu, así que no os servirá de mucho.
—Ya nos ocuparemos de eso —dijo Aldashir mientras se ponía en pie. Sus escamas centellearon cuando abandonó su forma humana para adoptar la de un caballo, tan grande como el purasangre del cazador kashita. Debía de haber escapado al desierto, comprendió Raisha, durante la refriega contra los monstruos—. Ahora será mejor que nos pongamos en camino, porque aún tenemos mucho Mar de Cobre por delante antes de llegar a Qa’Ifar.
—Mientras avancemos hacia el noreste, todo irá bien —dijo la chica, y se encaramó con torpeza sobre su grupa—. Estamos demasiado lejos de las montañas de Furaq para que aparezcan más bandidos…
—Pero no lo bastante de Sairayat como para despistar a las guardianas. Te recuerdo que ahora somos unos fugitivos, tanto como ese crío al que desmontaré de una coz —añadió Aldashir mientras subía también— como se agarre a tu cintura más de lo debido.
—De todas las cosas que podrían seducirme… —protestó Sheng, pero el visir emprendió un galope tan vertiginoso que a punto estuvo de caer. Antes de que pudiera añadir nada, se habían sumergido en la penumbra de un desierto que parecía recibirles con los brazos abiertos, mientras la hoguera seguía ardiendo a sus espaldas como una pira funeraria rodeada de más cadáveres de los que podía albergar.