CAPÍTULO 14

Cuando la criatura que la inmovilizaba contra el suelo abrió las fauces, un gusano resbaló entre sus dientes podridos, cayendo sobre el rostro de la niña. Zafirah estaba tan aterrorizada que solo pudo mirar cómo se cernía sobre ella. Olisqueando a su presa, poniéndola a prueba. Deleitándose con su espanto.

«No me mates, por favor —trató de suplicar, pero no fue capaz de hacerlo; hablar le resultaba tan imposible como salir de su parálisis—. No me mates todavía. No he hecho nada de lo que quería hacer. —La criatura le lamió una mejilla, tomándose su tiempo, mientras rodeaba su garganta con unos dedos como cuchillos, y la niña apenas consiguió reprimir una náusea—. Si acabas conmigo ahora, moriré como una fracasada. No habrá nadie que se acuerde de quién fui…».

Zafirah abrió los ojos de repente, enviando la sábana al suelo de una patada. Con el pulso descontrolado, echó un vistazo en derredor hasta que recordó dónde estaba: en el barracón destinado a las alumnas más jóvenes del Cuartel. A juzgar por el resplandor plateado que se distinguía a través de las ventanas, simples cuadrados abiertos sobre la doble hilera de camastros, todavía faltaban unas horas para que la Diosa del Sol se desperezase.

—Solo ha sido un sueño… —murmuró Zafirah, notando lo áspera que tenía la garganta. Debía de haber estado gimiendo sin despertarse—. Una pesadilla…

—¿Se puede saber qué te pasa? —Roshanak, la muchacha del camastro de al lado, habló tan inesperadamente que la sobresaltó—. Cierra la boca si no quieres que te la cerremos las demás. Me estás sacando de quicio.

Sus compañeras, por suerte, parecían seguir dormidas; en el silencio que inundaba el barracón, sus respiraciones se contestaban unas a otras en un eco interminable. Aquella quietud solo sirvió para ponerla aún más nerviosa, pero Zafirah se obligó a cerrar los ojos mientras su corazón, poco a poco, regresaba a su ritmo habitual.

«Solo ha sido un sueño», se repitió a sí misma, aunque seguía con la piel de gallina. No había pasado más que unos minutos con esa criatura, pero el olor que desprendía (horriblemente dulzón; así era como decían que olía la carne en putrefacción) parecía habérsele clavado en el cerebro. Ni siquiera el alivio que debería haber sentido, cuando Salma, Samra, su madre y ella la vieron convertirse en pasto de las llamas, conseguía calmarla después de pasar por algo así.

«Podría haber acabado con nosotras, pero no lo hizo. No tiene sentido sufrir por los peligros que ya hemos dejado atrás. —Los dientes seguían castañeándole pese al calor que hacía, tanto que temió que todo el Cuartel lo oyera—. Pero si Salma y Samra no hubieran entrado en la botica…, si esa cosa se hubiera escapado por la ciudad…».

Una almohada la golpeó en la cara con tanta fuerza que no pudo contener un «¡ay!».

—Tú sigue metiendo ruido —amenazó Roshanak— y te igualaré todos los dientes.

—Vosotras dos, callaos de una vez —gruñó la supervisora del barracón—. ¡Una palabra más y os tendré toda la semana haciendo flexiones!

Otras dos chicas protestaron medio dormidas, pero Zafirah se puso en pie antes de que pudiera despertarse nadie más y, sin calzarse siquiera las babuchas, salió sigilosamente de la habitación. El corredor de los barracones estaba sumido en la penumbra, pero las paredes pintadas de blanco, cuyo único adorno consistía en un zócalo de azulejos, facilitaban bastante moverse de noche por el Cuartel. No era la primera vez que Zafirah se escabullía así, aunque la posibilidad de que la sorprendieran nunca la había asustado tanto como lo que seguía viendo cada vez que cerraba los ojos, como si se lo hubieran grabado a fuego en la retina.

«Era un único monstruo. No puede haber más en Sairayat…». Al doblar una esquina, el rumor de unos pasos cercanos la devolvió a la realidad y Zafirah se detuvo en el acto. No podía regresar al barracón sin que la oyeran ni abandonar el corredor a tiempo, pero cuando giró sobre sus talones reparó en una hornacina abierta en la pared, un poco más allá.

Acababa de encaramarse a ella, teniendo cuidado de no tirar la palangana colocada dentro, cuando dos siluetas se perfilaron al final del corredor. No eran las de unos cadáveres andantes, comprendió aliviada; ambas parecían llevar la cota de malla de las guardianas.

—… ni un rincón de la ciudad sin inspeccionar, pero no ha servido de nada. Hemos puesto patas arriba los otros bazares, los Oasis Carmesíes, el barrio de los mendigos…

—En la Calle de los Boticarios tampoco hemos encontrado mucho más. —Cuando entornó los ojos desde su escondite, Zafirah reconoció las delgadas trenzas que su madre se hacía en el pelo, recorriéndole la cabeza hasta el inicio de la coleta—. Aunque, después de lo ocurrido en la tienda de ese Aziz, nada habría podido sorprenderme.

—¿De modo que lo que contaban las chicas es verdad? —Aquella era la capitana Khadiya, una sombra tan enorme como un armario—. ¿Lo que viste allí…?

—Debía de ser un gul o una gula…, o como demonios se llamen sus hembras. De no haber sido por las gemelas de Wallada, no sé cómo nos la habríamos quitado de encima.

—Tu Zafirah debe de haber pasado un miedo espantoso. —Como Aixa no contestó, la capitana siguió susurrando—: Nunca pensé que tendríamos que enfrentarnos a criaturas como esas. Los horrores de los Tiempos Antiguos parecían haber quedado en el pasado…

—Eso creía todo el mundo hace una generación, hasta que Marjannah apareció con sus yinns y su tecnología mágica. Me pregunto qué dirá de este asunto cuando se lo cuente.

—En cuanto a eso… —La niña se encogió más en la hornacina, con la espalda pegada a la pared—. Quizás sería mejor no hacerlo, Aixa. No en este momento, al menos.

—¿De qué estás hablando? —Aixa se detuvo en seco—. Es nuestra sultana, ¿cómo…?

—Me ha mandado llamar hace unas horas, antes de retirarse a su alcoba. Quiere que algunas de mis guardianas y yo la acompañemos mañana a Helial. Dada la importancia que parece poseer esa visita, dudo que debamos sumar otra preocupación a las que ya tiene.

Aquella noticia descolocó a Zafirah casi tanto como a su madre. La generala siguió observando a Khadiya sin decir nada, como una escultura bañada por la luz de las lunas.

—¿A Helial? —fue todo lo que atinó a responder—. Pero ¿qué se le ha perdido a Marjannah allí? Supongo que no pensará… —Aixa vaciló de nuevo—. ¿Es que cree que al secuestrador heliano podría haberle dado tiempo a cruzar nuestra frontera con Raisha?

—Yo diría más bien que la princesa de Cameroth ha tenido algo que ver. La sultana se quedó a solas con ella en el pabellón, durante un buen rato… y, cuando hemos hablado en su despacho, ha dicho que nos acompañaría en este viaje. De hecho —Zafirah vio cómo Khadiya tragaba saliva—, pretende que nos marchemos en su dirigible.

Pero la generala no se compadeció de su aprensión; había fruncido el ceño.

—Por la Diosa, ¡de eso debería encargarse la diplomacia, no la soberana de Aramat en persona! ¡Los malditos isleños pondrán el grito en el cielo cuando la vean llegar!

—Me imagino que es lo que responderá el Diván cuando lo convoque para darle la noticia —contestó Khadiya, y se encogió de hombros—. Tú te marchas también, ¿verdad?

—Dentro de unas horas, así que debería estar preparándome. Claro que no sé qué sentido tiene continuar con nuestra búsqueda en el desierto —Zafirah supo sin necesidad de mirar a su madre lo rabiosa que estaba— si Marjannah no confía en nuestro buen hacer.

—Aixa, no creo que se trate de eso. La princesa Cordelia debe de haberle contado algo que nosotras ignoramos, o alguno de los contactos con los que ha estado hablando…

—Eres tan ingenua como enorme, Khadiya. Lo único que va a conseguir Marjannah es complicarlo aún más, y si el Imperio de Helial considera que su visita es una amenaza… —Tras guardar silencio unos segundos, las dos mujeres siguieron caminando—. Puede que no traiga consigo a mi hermana, sino a la guerra.

—Shamaya bendita, tampoco es necesario ser tan fatalista. La sultana no se ha equivocado ni una sola vez hasta ahora, no nos arrastraría a un conflicto internacional sin…

Pero para entonces habían llegado a la esquina del corredor y Zafirah no tardó en oír cómo sus voces se acallaban. Solo cuando el silencio lo inundó todo de nuevo se atrevió a bajar de la hornacina, con el pecho oprimido por una angustia muy distinta de la que había estado sintiendo hasta entonces pero casi igual de inquietante.

«Una guerra. —La pequeña temblaba otra vez, descalza sobre los azulejos. La capitana había dicho que probablemente no ocurriría, pero aun así…—. Los primeros que marchan a la guerra son los soldados, y eso es lo que se supone que somos todas aquí. Incluida yo».

Casi sin darse cuenta de lo que hacía, avanzó detrás de Aixa y Khadiya para salir a la arena de entrenamiento, que parecía muchísimo mayor al no haber un alma en ella. Las dos debían de haberse encaminado a sus aposentos, pero continuó sin hacer ruido por la arquería del muro norte, desde donde se accedía a los edificios destinados a los almacenes, hasta detenerse delante de unas grandes puertas de madera con clavos de hierro.

Aquella era la armería del Cuartel, protegida de las incursiones indeseadas mediante un cerrojo que, pese a la cantidad de resortes que poseía, la niña no tardó ni medio minuto en abrir gracias a dos diminutos alambres. Tras guardárselos en una muñequera oculta dentro de su camisa de dormir, echó un vistazo para asegurarse de que no había nadie por allí y se deslizó en el interior de la armería.

Al colarse por las celosías del techo, los haces de luz lunar recordaban a una lluvia de flechas congeladas en medio de su trayectoria. Zafirah dio unos pasos por la habitación, cuyas paredes apenas se distinguían tras los arcos recurvos modificados por el Taller, los escudos redondos con el sol de Shamaya y los centenares de jabalinas, lanzas y mazos alineados en sus respectivos soportes. También se encontraban ahí los maniquíes de entrenamiento, almacenados junto a unas cotas de malla deterioradas; y más allá, sobre una robusta peana de madera, descansaba una espada idéntica a la que Aixa solía llevar a la cintura, aunque tan recubierta de intrincados diseños de esmalte, por tratarse de una copia destinada a usos ceremoniales, que costaba precisar si era un arma o una pieza de joyería.

Los pasos de la niña la condujeron como una sonámbula hasta ella y, antes de darse cuenta de lo que hacía, había estirado la mano hacia la empuñadura. La punta bífida repiqueteó sobre el enlosado cuando la levantó de la peana; pesaba más de lo que había imaginado, tanto que sus delgados brazos apenas podían blandirla. «Es lo que le habría sucedido al abuelo, si lo que dicen de él es cierto. Si realmente era demasiado pusilánime para empuñar una espada, aunque todo Aramat dependiese de ello».

En algún momento debía de haberse echado a llorar, pues los contornos del arma se estremecían ante sus ojos, como si estuviese observándola a través del agua. Con un alarido de rabia, Zafirah se arrojó contra el maniquí más cercano, asestándole un espadazo tras otro hasta que el peso de la espada acabó por hacerle perder el equilibrio.

El bronce tintineó de nuevo contra el suelo, pero ni siquiera entonces lo soltó. Se quedó de rodillas sobre los azulejos, con la cara cada vez más empapada y los labios temblorosos, hasta que sintió cómo una mano se posaba en su hombro.

—Zafirah. —¿En qué momento había entrado la generala y cómo no la había oído acercarse?—. Voy a tener que encargarle un cerrojo más complicado al Taller —siguió diciendo en voz queda— si tus compañeras se enteran de que es tan sencillo colarse aquí.

—Quería…, quería… —trató de contestar la niña, aunque las palabras se le enredaban en una garganta atenazada por el llanto.

Su madre la ayudó a ponerse en pie y, mientras Zafirah se secaba los ojos, devolvió la espada a su soporte. No hizo ningún comentario sobre las magulladuras del maniquí ni sobre el hecho de que hubiera cogido su arma; solo se quedó mirándola en silencio.

—Me has escuchado hablar con Khadiya —fue todo lo que comentó.

La niña agachó la cabeza, incapaz de enfrentarse a su expresión. Era increíble que sostenerle la mirada a su propia madre fuera aún más complicado que sostener la espada.

—No pasa nada, Zafirah —acabó diciendo Aixa. Cuando le puso dos dedos bajo la barbilla, no tuvo más remedio que levantar la cara, pero la compasión que vio en la de la generala la dejó sin habla—. A veces se me olvida que no se te puede ocultar nada.

—No pretendía espiaros —murmuró la pequeña—, es solo que no podía dormir y…

—Ya. —Tras observarla unos segundos más, Aixa apoyó las manos en su cintura, cubierta todavía por la cota de malla—. Entonces sabrás también que mañana me marcharé al norte para buscar a Raisha y su secuestrador heliano. —Zafirah asintió con la cabeza—. No sé cuánto tiempo estaré fuera…, pero necesito que me prometas algo.

—¿Que trataré de avergonzarte lo menos posible delante de tus colegas? —contestó la pequeña, sorbiendo por la nariz—. ¿Que me quedaré todo el tiempo en el Cuartel, como la perfecta aprendiza que debería ser, sin poner un pie fuera de…?

—No vas a quedarte en el Cuartel, Zafirah. Al menos, no hasta que regrese.

Al escuchar esto, lo primero que se le pasó por la cabeza era que pretendía llevarla consigo, pero no le dio tiempo a entrar en pánico. Aixa se agachó ante ella, sin dejar de mirarla de aquel modo tan extraño, antes de agarrar sus pequeñas manos.

—Mañana a primera hora, antes de partir rumbo al Mar de Cobre, iré a hablar con tu tía Itimad —le susurró—. He ignorado durante demasiado tiempo sus consejos, y los últimos acontecimientos me han demostrado que… por mucho que me pese… —Negó con la cabeza, como si aquello le costara un esfuerzo atroz—. Puede que tu sitio no esté aquí.

—¿De qué estás hablando? —La pequeña no daba crédito a lo que oía; no se atrevía siquiera a pensar que fuese real—. ¿Me vas a dejar…?, ¿vas a permitir que…?

—Le pediré que encargue un nuevo medallón para ti. Aunque, después de lo que has hecho con eso —señaló las puertas—, dudo que lo necesites para acceder a ningún sitio.

Zafirah tuvo que apoyar una mano en la pared más cercana. «Es por lo del escarabajo mecánico —comprendió entonces—, porque logré distraer al monstruo con él, aunque fuese madre quien lo matase. Ahora sabe que puedo ser de utilidad».

—Antes de que te hagas ilusiones, te advierto que será un período de prueba —continuó Aixa, quien parecía haber leído en su rostro como en un libro abierto—. Tienes hasta el día de mi regreso para demostrarme que, en una facción más acorde a tus talentos, eres capaz de hacer algo por lo que merezcas estar en el Harén.

—¿Quieres que diseñe otro artefacto como ese escarabajo? ¿Por lo que le has dicho antes a Khadiya…, lo de que tal vez se avecine una guerra para la que no estamos preparadas?

Cuando Aixa la miró, la tristeza que la niña descifró en sus ojos la desconcertó y preocupó más que su repentina comprensión.

—Sí, Zafirah, puede que se avecine una guerra. Una que ni siquiera Marjannah, con toda su astucia y su poder, sea capaz de ganar. —Y enderezando la espalda, se puso otra vez la máscara de generala implacable—. Ahora regresa a la cama y que no te vuelva a ver husmeando donde no debes. Quiero esas ganzúas que tienes por dedos lo más lejos posible de mis cerrojos, y me trae sin cuidado que sea tu última noche aquí.