CAPÍTULO 15

—Si lo que pretendíamos era marcharnos sin llamar la atención, nos hemos cubierto de gloria —comentó una incrédula Marjannah al día siguiente, nada más entrar en uno de los cementerios situados al otro lado de la muralla de la ciudad. El dirigible camerotiense se hallaba amarrado al alminar más alto y todo el barrio parecía haberse concentrado a su alrededor para contemplar aquel artefacto, tan diferente de los que solían salir del Taller—. ¿No se te ocurrió un sitio más discreto?

—Debería haber echado el ancla en medio de tus primorosos jardines —respondió Cordelia Darlington de malos modos—, aunque era mucho esperar que tu soldadesca no se hubiera puesto a dispararle con esos arcos del demonio recubiertos de escritura brujeril.

Marjannah tuvo que tragarse el chascarrillo sobre sus «primorosos jardines» que acudió a sus labios mientras, a espaldas de ambas, la capitana Khadiya dejaba escapar un gruñido ominoso. Los miembros del Diván, tal como la sultana había imaginado, se habían quedado atónitos al descubrir que pretendía marcharse de incógnito a Helial, pero les había aliviado saber que Khadiya y un pequeño séquito de guardianas la acompañarían al archipiélago flotante, vestidas de paisano como ella. Marjannah se sentía bastante cómoda con su disfraz, una túnica ceñida a la cintura sobre unos bombachos y una capa escarlata, pero lo cierto era que a la capitana le sentaba como un tiro cualquier cosa que no fuera su cota de malla dorada y su casco puntiagudo.

Cuando dejaron atrás los últimos mausoleos, simples casuchas cochambrosas en cuyas azoteas se apiñaban los curiosos, la sombra del dirigible se cernió sobre ellas como la de un monstruoso cetáceo. La bolsa de aire se encontraba aprisionada en el interior de un armazón plateado, cuyo esqueleto hizo pensar a Marjannah en las ballenas de los corsés que solía llevar en la Academia Tecnóloga, y las articulaciones esmaltadas en azul relucían como solo podía hacerlo una creación camerotiense destinada a la aristocracia. «No está relleno de aire —comprendió mientras miraba los suaves resplandores que, cada pocos segundos, se adivinaban debajo de la membrana de la bolsa—. Usan éter para propulsarlo».

Después de que Cordelia accionase unos resortes, una pasarela se desplegó desde la góndola suspendida de la bolsa. Las guardianas más jóvenes susurraron una plegaria a Shamaya detrás de la sultana, pero esta se hallaba demasiado pendiente de algo que acababa de distinguir en el casco metálico para preocuparse por su integridad física.

—¿Eso de ahí es un simurg? —dijo señalando una escultura que, como un mascarón de proa, parecía proteger con sus alas la cristalera de la cabina situada en la parte frontal.

—No he oído hablar de eso en mi vida —contestó la princesa, y empezó a subir por la pasarela con sus recias botas—. Se trata de un Ave Fénix; así es como se llama mi nave.

—A mi señora le gustan los pájaros de fuego —dijo Sir Gilroy, que revoloteaba a su alrededor como un moscardón molesto—; siempre tan elegantes, con sus plumas rojas…

—Estoy segura de que, si le gusta el de ahí arriba, será porque no puede hablar —le respondió Marjannah mordazmente, y se dispuso a seguir a Cordelia—. Todavía estoy a tiempo de invitar a Itimad a venir con nosotras; seguro que se lo pasaría en grande contigo.

Pero cuando accedieron a la góndola, sacudida por una vibración casi imperceptible, se quedó tan sorprendida que ni siquiera siguió escuchando a Sir Gilroy. No había puesto un pie jamás en un dirigible, por acostumbrados que estuvieran en Cameroth a viajar así; cuando se marchó a Puerta de Paz para la firma del tratado, lo hizo en uno de los barcos del sultanato que zarpaban del puerto de Tharmida. El interior era una sucesión de estancias revestidas de papel pintado en tonos azules, con las bóvedas recorridas por unas vigas metálicas similares a la armadura externa de la nave. Todo el espacio del que esta disponía se había aprovechado al máximo y, tras atravesar dos estrechos corredores con ojos de buey, otro desde el que se accedía a la sala de máquinas y un comedor adornado con una araña tintineante, desembocaron en la cabina situada en la proa.

—¿No hay tripulación? —preguntó la sultana desde la puerta. Allí no se veía a nadie más que al autómata encargado de manejar el timón, una máquina que solo se distinguía de los paneles de control porque poseía la parte superior de un cuerpo masculino que, con sus bigotes engominados, no habría desentonado en la ópera brigantina—. ¿Ni sirvientes?

—Siento que no estemos a la altura de lo que su serenísima majestad merece —dijo la princesa desde el otro lado de la cabina—. Me gusta ser lo más autosuficiente posible.

—Si me importaran tanto los lujos, alteza, me habría quedado en mi palacio. Es solo que me sorprende que los Darlington, por una vez en su vida, apuesten por la austeridad.

Cordelia se había puesto a presionar unos botones en la espalda del autómata, pero aquello le hizo girar la cabeza hacia Marjannah. Tenía la mandíbula apretada.

—Que tu sangre sea azul no te convierte en una inútil incapaz de cuidar de ti misma.

—Ya que estás tan deseosa de que nos tiremos de los pelos, puedes sacar tu rifle para batirnos en duelo —repuso la sultana, cuya paciencia parecía haberse quedado en tierra—. Sería más sensato hacerlo ahora que cuando estemos sobrevolando el océano.

Hasta que no oyó un chirrido sobre su cabeza, no fue consciente de que había apretado los puños. Cordelia dio un paso atrás mientras observaba, con más desconcierto que enfado, cómo las nervaduras metálicas que se cruzaban en el centro de la bóveda parecían tensarse en los extremos, como unos felinos preparándose para atacar.

—Estoy consintiéndote más de lo que recuerdo haber hecho con nadie —continuó diciendo la sultana—, pero esta no es una batalla que te convenga librar, ni ahora ni nunca.

—Tened cuidado, mi señora —intervino Sir Gilroy, y Marjannah le oyó añadir en un susurro—: Puede que los rumores que os han llegado no estuviesen desencaminados.

—No te preocupes, Gilroy, no va a hacernos nada. Sabe tan bien como nosotros lo mucho que nos necesita… y, hasta donde yo recuerdo, eso solía ser lo único que le importaba.

Las nervaduras volvieron a chirriar y unas diminutas grietas aparecieron en un par de ellas, pero cuando Marjannah aflojó los dedos, todo quedó en silencio. En vez de replicar, se dio la vuelta para abandonar la cabina y dejó que el pájaro las condujera, a sus cuatro guardianas y a ella, a los camarotes situados en el piso superior de la góndola, al que se accedía por una escalera de caracol tan estrecha que Khadiya apenas cabía en ella.

El parecido entre aquellas habitaciones y su antiguo dormitorio de la academia fue como una pinza en el corazón: tenían los mismos revestimientos de madera oscura y las mismas alfombras con motivos vegetales, a juego con el papel de las paredes. Cuando por fin pudo cerrar la puerta de la suya, después de que las guardianas le subieran el equipaje, Marjannah se permitió derrumbarse con las manos sobre los ojos.

«Ha faltado poco. Demasiado poco. —Se pasó los dedos nerviosamente por el pelo, recolocándose los mechones negros y dorados detrás de las orejas, y dio unos pasos hacia una segunda puerta que, como comprobó al acercar la cara a un pequeño cristal, daba a lo que parecía ser un balcón—. ¿Qué diría mi niña de esto? —se preguntó con una congoja aún mayor—. ¿Se atrevería a subir aquí? Nunca le han gustado demasiado las alturas».

Apartar a Raisha de sus pensamientos empezaba a suponerle un dolor semejante al que habría sentido si, después de que la enfermera Mashiah se la pusiera en brazos nada más nacer, se la hubiera arrancado sin que pudiese hacer nada por impedirlo. «Tiene que seguir estando sana y salva. De lo contrario, yo lo sabría. De alguna manera lo sabría».

Desesperada por distraerse, forcejeó con el pestillo de la puerta hasta conseguir abrirla. La brisa abrasadora procedente del Mar de Cobre le revolvió el pelo al salir al balcón, una pasarela de apenas cuatro palmos de ancho que recorría toda la popa del Ave Fénix. Desde allí arriba, las azoteas arenosas de Sairayat hacían pensar en casitas de juguete… como las que tenía Raisha en su alcoba, recordó sin poder evitarlo, cuando aún era una chiquilla a la que resultaba muy sencillo controlar.

«Raisha siempre ha sido buena», le había dicho a Aldashir la última vez que los tres estuvieron juntos. Y ahora no tenía la menor idea de si volvería a verlos, pensó con las manos crispadas alrededor de la barandilla, ni de si habrían sido capaces de traicionarla…

—¿… de verdad, mi señora, que esta excursión a Helial servirá de algo? —oyó decir entre el silbido del viento—. ¿Que en la Ciudad Celestial sabrán algo sobre esa chiquilla?

—Si te interesa mi opinión, sigo pensando que se marchó por su cuenta. —Esa era la voz de Cordelia—. Debía de ser desquiciante tener que convivir con una madre así.

—Quizás esto no sea más que una estratagema para entreteneros. Si la alternativa es reconocer lo de la Academia Tecnóloga, no le quedan muchas más opciones.

Cuando Marjannah giró sobre sus talones, descubrió que había una puerta entornada un poco más allá, agitándose suavemente sobre sus goznes. Tras vacilar un segundo, apoyó una mano en el costado de la góndola antes de dar unos pasos silenciosos en esa dirección.

—A juzgar por cómo reaccionó al veros, en la escalera del palacio —continuó Sir Gilroy mientras se acercaba a ellos—, debió de conmocionarle bastante vuestra aparición.

—Como a un ratero de los bajos fondos la aparición de la Guardia Infernal —repuso Cordelia con impaciencia—. Ahora ven aquí para echarme una mano, Gilroy. Sabes que hay asuntos que no podemos demorar ni por todas las sultanas de Aramat y sus caprichos.

Hubo un silencio antes de que algo distinto sonara en el camarote: un ronroneo que Marjannah había escuchado muchas veces en el Taller, producido por una constelación de ruedas diminutas girando a toda velocidad. Sin apartarse de la pared, siguió acercándose a la puerta hasta poder echar por fin un vistazo a la habitación.

Cordelia, afortunadamente, no reparó en su presencia. Había apoyado las manos en el escritorio en el que estaba posado Sir Gilroy, entre montones de libros cuidadosamente apilados y cuadernos de anotaciones. Se había desprendido de la levita y la imagen de su cuerpo enfundado en un chaleco gris, cerrado en el pecho con una doble abotonadura, hizo que los pensamientos de la sultana tomaran una momentánea (y agradecida) bifurcación.

—Ha habido un cambio de planes. —Hablaba más despacio ahora y Marjannah no tardó en entender por qué: Sir Gilroy debía de tener algún sistema de grabación dentro de su cuerpo y Cordelia quería encargarle que transmitiera un mensaje, igual que hacían con los comunicadores en Sairayat—. Por razones de fuerza mayor, voy de camino a Helial ahora mismo, así que me será imposible estar a vuestro lado si la ocasión se presenta antes de lo previsto. Pero mis instrucciones siguen siendo las mismas, y también lo último que os ordené antes de partir: manteneos preparados, más unidos que nunca, y sobre todo… —Cordelia se detuvo unos segundos—. Demostradles que nunca seréis como ellos.

Cuando el ronroneo se apagó dentro del pequeño autómata, la princesa le acarició la cabeza recubierta de terciopelo antes de observar cómo se marchaba a través de la puerta entornada. También Marjannah lo siguió con los ojos hasta que Sir Gilroy se convirtió en una mota diminuta entre los palmerales, rodeó en una amplia curva los anillos metálicos del reloj astronómico de la Gran Plaza y, tras sumergirse en una bandada de relucientes comunicadores aramatíes, desapareció en dirección a las brumosas tierras de Cameroth.

Solo entonces se atrevió a mirar a Cordelia, y el cambio que acababa de producirse en su actitud la tomó por sorpresa: sus hombros se habían hundido como los de una persona derrotada y sus ojos mostraban un cansancio que no recordaba haber visto en ella. «¿Qué diablos quería decir todo eso? —se preguntó medio escondida detrás de la puerta, con un inquietante presentimiento aleteando en su cabeza—. ¿Qué ocasión tiene que presentarse?».

Para ser alguien acostumbrado a moverse en la política como un pez en el agua, estás demostrando ser curiosamente ingenua. —El presentimiento se revistió de una voz inconfundible—. Sé que darías cualquier cosa por convencerte de que estás siendo paranoica. De que ese «demostradles que nunca seréis como ellos» no significaba «demostradles que nunca seréis como los aramatíes».

Una daga atravesó su cerebro, o al menos fue así como Marjannah lo sintió. El dolor la embistió con tanta fuerza que la envió contra la pared, y la soberana no pudo contener un alarido estrangulado al resbalar desde allí al suelo. Hace muchos años te pregunté por cierto corazón que habías roto —siguió escuchando mientras pugnaba por apoyarse en las manos—, pero no quisiste hablarme de ello. Es una verdadera lástima; te habría explicado un par de cosas sobre lo que el despecho puede desencadenar.

—¿Mariana…? —Cordelia se había asomado al balcón, atraída por su grito ahogado, y la estaba mirando con los ojos muy abiertos—. ¿Qué haces tirada junto a la barandilla?

Pero la sultana no pudo contestarle; el universo entero había desaparecido, dejando un inmenso vacío en el que no había más que dolor. «Eso no podía tener… nada que ver con Aramat —razonó—. Ella no está conspirando contra mí…».

Por supuesto que no, como tampoco lo estará haciendo tu Raisha. Qué cosas se me ocurren.

—¿Es que has perdido el juicio? —siguió diciendo la princesa mientras daba unos pasos en su dirección, aunque no se inclinó para ayudarla—. ¿Qué pretendes conseguir, acabar en una de las fosas abiertas en ese cementerio?

—¡Majestad! —oyó decir al otro lado del balcón, junto con unos pasos apresurados.

Unas botas con la puntera curvada irrumpieron entonces en su campo visual: las de la capitana Khadiya y dos de sus subalternas. Debían de estar montando guardia delante de su puerta, se dijo mientras la primera se agachaba a su lado, hasta que la oyeron gritar.

—Majestad, ¿estáis bien? —Tras darle la vuelta con una delicadeza sorprendente en alguien tan enorme, Khadiya miró furiosamente a Cordelia—. ¿Os ha hecho algo esta…?

—Tenga cuidado con lo que dice, capitana, o la obligaré a responder por ello —la cortó la camerotiense en tono de advertencia—. ¡Ni siquiera me ha dado tiempo a tocarla!

Porque no querría hacerlo ni aunque fueras la última persona de Gaiatra. —Medio enmudecida por la agonía, Marjannah le echó los brazos al cuello a Khadiya para que la llevara a su camarote y la capitana la cogió en volandas como si fuera una niña.

Las alarmadas guardianas las precedieron hacia la habitación, cuya alfombra estaba arrugada donde debían de haber tropezado en su precipitación al entrar. Khadiya la dejó con cuidado en la cama, sobre unas sábanas que exhalaban un vago olor a lavanda, y se acuclilló a su lado. «Habías estado callado desde ayer por la tarde —pensó esta con los ojos clavados en el estampado del baldaquino—. ¿Por qué has regresado a mí justo ahora, cuando más preocupaciones tengo?».

Creía que los dos sabíamos que solo era una prórroga,no una capitulación.

«¡No he organizado todo esto para incumplir nuestro acuerdo! Solo necesito tiempo…».

Para buscar a una hija que no ha podido dejarte más claro lo mucho que le importas —dijo la voz con un resoplido—. Y ahora, por su culpa, vas a condenar a todas las hijas del sultanato.

Los dedos de Marjannah estrujaban tan fuerte las sábanas que casi le dolían. Cuando se atrevió a mirar a la capitana, entre la neblina tendida sobre sus ojos por aquella agonía insoportable, vio que sus rasgos también estaban agarrotados por la preocupación.

—Khadiya —dijo pasados unos segundos, en un susurro—. Sé que esto te parecerá incomprensible, pero dime… ¿Cuántos presos tenemos en las mazmorras?

—¿Qué? —La capitana arrugó su tosco entrecejo—. Majestad, ¿os encontráis bien?

—Respóndeme a esto, por favor… Entre los alborotadores, los rateros detenidos en el bazar, los violadores y asesinos…, ¿cuántos están esperando ahora mismo su ejecución?

Una jugada muy astuta, aunque siento decirte que estás perdiendo el tiempo. Esas no eran las condiciones del acuerdo, querida, y ya es demasiado tarde para cambiarlas.

—Aquel muchacho de Iskagash, con el que todos creen que me casé… —«Faisal», recordó al borde del desmayo—. ¿Sigue aún… en las mazmorras?

—Le ordenasteis a la generala Aixa que no le dejara marchar —contestó Khadiya, más confundida a cada instante—. Al menos, hasta que diésemos con la princesa Raisha.

—Avisa a palacio de que lo quiero muerto, con la salida del sol. Como a los demás.

Una de las guardianas hizo un ligero movimiento, pero su compañera la cogió de un brazo negando con la cabeza. Khadiya guardó silencio mientras la soberana murmuraba:

—El cargo también ha de ser el de siempre: alta traición. Y si al pueblo le extraña mi ausencia… —contuvo un gemido—, basta con decir que me he puesto enferma.

—Como… deseéis, majestad. —Y tras llevarse una mano al pecho, Khadiya se puso en pie—. Le encargaré a Awa que regrese a palacio antes de que levemos anclas.

Buena chica —dijo la voz mientras la capitana, obedeciendo a un gesto de Marjannah, hacía un gesto a sus subalternas para abandonar el camarote—, aunque solo te ha servido para comprar un poco más de tiempo. En algún momento tendrás que volver a hacer lo que se espera de ti si quieres que lo que hemos construido juntos, los dos, siga manteniéndose en pie. Pero ahora —añadió en voz más queda— te has ganado un descanso.

El susurro se deshizo en sus oídos como una voluta de humo después de apagar una vela. Solo cuando se llevó el dolor consigo Marjannah fue capaz de coger aire, con la ansiedad de quien ha permanecido un minuto entero bajo el agua, y acababa de abrir los ojos cuando vio que no todo el mundo se había marchado.

Cordelia continuaba de pie en la puerta del balcón. Nada más girarse hacia allí, supo que había presenciado la conversación y también lo que debía de estar pensando de ella.

—¿He oído bien? —preguntó en un tono que le recordó a un cuchillo envuelto en terciopelo—. ¿Has ordenado que ejecuten a un hombre por un crimen que no cometió?

—Esto no es asunto tuyo… No lo entenderías; no te molestes siquiera en intentarlo.

Al notar que los ojos de ella estaban clavados en su frente, Marjannah alzó una mano para palparse la piel. La quemadura se había extendido aún más sobre ella: las dolorosas costras habían sobrepasado su ceja hasta sumergirse en la raíz del pelo.

—Los rumores eran ciertos, entonces —dijo Cordelia—. O estás perdiendo el juicio o estás perdiendo la humanidad. No sé cuál de las dos cosas será peor para tu pobre pueblo.

—Cordelia —la llamó la sultana débilmente, pero para entonces ya había regresado a su camarote, dejándola sin más compañía que el rumor de las entrañas del Ave Fénix y aquel silencio, demasiado placentero para durar demasiado, que reinaba al fin en su cabeza.