CAPÍTULO 16
—Creo que nunca había pisado un sitio más distinto de Sairayat —aseguró Raisha cuando, un par de días después de ponerse en camino hacia Qa’Ifar, atravesaron la puerta situada al sur de la muralla. Hacía varias horas que había anochecido, pero las callejuelas que rodeaban la recién construida estación ferroviaria, coronada por una cúpula de hierro de la que escapaba una densa humareda, seguían tan concurridas como al mediodía—. ¿Cómo pueden respirar con todo este humo?
—Es el precio a pagar a cambio de la prosperidad tecnológica —dijo Aldashir, que seguía con la apariencia de un caballo; había formado unas riendas con sus escamas para que Raisha se agarrara a ellas—. Nos servirá como entrenamiento para cuando el Camino de Hierro llegue a la capital.
Pese a lo esbeltas que eran las columnas de la estación, había tanta gente entrando y saliendo de ella que apenas pudieron distinguir la parte superior de uno de los trenes. A la princesa le pareció más monstruoso que las criaturas legendarias de las que hablaban los libros de la Biblioteca Real: una serpiente interminable (al menos, eso parecía en la distancia) recubierta de placas metálicas y con unas fauces inmensas donde oscilaban unos pistones alargados como colmillos.
—Suerte que las demiurgas han ensayado sus conjuros de disipación de humo en las fraguas del Taller —comentó Aldashir mientras tiraba suavemente de ella—. Al menos, nos libraremos de esta niebla.
—Muy generoso por vuestra parte quedaros con esos avances —respondió Sheng de mal humor—. Porque no necesitamos en absoluto la ayuda del emir de Qa’Ifar…
—Deja que los políticos decidan el orden en que moverán las piezas, mocoso, y limítate a hacer lo que se espera de ti. Ya sabes cuáles son las condiciones de este acuerdo.
El muchacho masculló algo que Raisha no acertó a entender, pero movió las manos dentro de las mangas de su chilaba. Una sucesión de círculos azules iluminó el aire, aunque nadie pareció fijarse en ellos; y tras caminar unos minutos entre los vendedores ambulantes de comida, los porteadores doblados por el peso de sus baúles y las familias de viajeros que se llamaban a voces, la princesa tuvo la certeza de que nadie los veía como lo que realmente eran.
Tampoco en la posada donde se detuvieron, no muy lejos del bazar principal, parecieron advertir que quien acababa de solicitar una alcoba no era el mercader de mediana edad que creían tener ante ellos, sino tres personas distintas. Un mozo los condujo por una escalera hasta el primer piso del edificio, tan polvoriento y descolorido como todos los de la ciudad; daba la impresión de que a Qa’Ifar entera, salvo la estación, la habían arrancado a paletadas del desierto.
—Supongo que servirá para un par de noches —comentó Aldashir cuando cerraron la puerta. Una sencilla mampara de madera separaba el aseo del resto de la estancia, con unos jergones en una esquina y una alfombra con una mesita en otra—. No creo que tarde en persuadir a tu tío Ahmed si consigo reunirme con él a solas.
—Mejor no le digas que te he acompañado —le recordó Raisha—. Hasta que no le tanteemos sobre madre, no sabremos si estará dispuesto a apoyarnos.
Sin prestarles atención, Sheng atravesó la alcoba para dejarse caer al lado de la mesita, donde el mozo había colocado una bandeja de comida. El aroma de las hojas de parra rellenas de carne y el yogur con especias habría hecho que a Raisha le sonaran las tripas en cualquier otra ocasión, pero seguía tan inquieta por lo que se traían entre manos que se sentía incapaz de probar nada.
—Escucha, pequeña, ya sabes que no tienes por qué hacerlo —dijo el Gran Visir en voz baja mientras le acariciaba los hombros—. Si no te atreves a quedarte con él…
—Las princesas aramatíes son mi especialidad culinaria preferida —oyeron decir a Sheng entre bocado y bocado—. Una pena que ahora esté ocupado comiendo otras cosas.
—No pasa nada —murmuró Raisha—, no es él lo que me preocupa. Es solo que…
—Sigues teniendo miedo de que tu madre no te lo perdone —adivinó Aldashir, y la chica asintió con la cabeza gacha—. Nunca dejará de sorprenderme lo poco que pareces conocerla, después de diecisiete años pegada a sus faldas. Si le arrancaras el corazón del pecho, echases a correr con él y te cayeras de bruces, el corazón de tu madre se pondría a hablar para preguntarte si te has hecho daño. No puedo prometer que no se enfadará contigo, pero acabará entendiéndolo… y todo volverá a ser como antes.
Cuando la rodeó con sus brazos metálicos, Raisha se apretó contra su pecho durante tanto rato que se le enfrió una mejilla, hasta que Aldashir la soltó con un «enseguida vuelvo» y, tras cambiar su aspecto humano por el de un pájaro, echó a volar a través de la ventana. La joven lo contempló alejarse hacia el palacio de Ahmed al’Qa’If, que solo se distinguía de los demás edificios por sus cúpulas con azulejos, antes de darse la vuelta.
Sheng seguía pendiente de la comida, sentado entre unos cojines deshilachados. El laúd que alguien tañía en el piso inferior hacía aún más incómodo el silencio.
—Ya te he dicho que no tengo intenciones de devorarte, princesa —dijo sin mirarla siquiera—. Me tomo más en serio de lo que creéis mi supervivencia.
—Qué considerado —resopló Raisha, aunque después añadió—: La verdad es que, después de tantos días en el desierto, me resulta extraño no ser ya la «chica sin nombre»…
—Yo también lo prefería; me hacía pensar bastante menos en verdugos, cimitarras ensangrentadas y ejecuciones en general. —Tras picotear de un cuenco de uvas peladas, el muchacho le echó un vistazo—. Deberías comer algo tú también.
Extendió el brazo hacia ella y Raisha, tras dudar un momento, se acercó para coger una uva, conteniendo un quejido al inclinarse. El golpe que se había dado contra un muro durante el ataque de los gules seguía pasándole factura entre los omóplatos.
—Gracias por lo que hiciste, por cierto —dijo a regañadientes—. Cuando nos atacaron esas cosas en el caravasar…
—¿Te refieres a salvar mi propio pellejo? —contestó Sheng—. Se me da muy bien, como acabo de decirte. En un trabajo como el mío, acabas aprendiendo a la fuerza.
Daba igual lo desenfadado que fuera su tono; aquello le puso la piel de gallina a Raisha. Hablaba de «su trabajo» como lo haría un curtidor o un alfarero.
—De modo —se obligó a decir— que fuiste tú el responsable de lo que pasó en Tharmida.
—«La matanza de Tharmida», la llamasteis tu niñera metálica y tú —dijo él, y mojó un trozo de pan en el yogur—. No es un mal nombre, pero prefiero no hablar de ello.
—Acabaste con una familia completa de mercaderes. Todos helianos, igual que tú.
Sin dejar de masticar, Sheng la miró a los ojos y Raisha percibió en él algo que no había visto antes. Ya no era despreocupación, ni siquiera sarcasmo: era una advertencia.
—¿Te ofende que fueran compatriotas míos? —se limitó a preguntar.
—No me ofende, me enfurece —le corrigió ella— porque no importa que fueran extranjeros: sucedió en nuestro sultanato. Deberíamos haber sido capaces de impedirlo.
—En el sultanato de tu madre, princesa, no el tuyo. Cuando sepa lo que has estado haciendo a sus espaldas, puede que se piense dos veces lo de entregarte el Trono del Sol.
Pero Raisha no estaba dispuesta a que aquella grieta que se abría en su interior, cada vez que pensaba en su madre, acabara partiéndola en dos.
—Tal vez no sea yo quien sujete las riendas de Aramat, pero eso no me ha impedido estar al corriente de lo que sucede. Sé que eran dos mercaderes, uno de ellos con esposa y dos hijos pequeños… ¿Por qué los asesinaste a sangre fría?
—Te he dicho que prefiero no hablar de ello. —La advertencia en los ojos de Sheng se había convertido en una auténtica amenaza, aunque al final respondió—: ¿De verdad piensas que a los que trabajamos para la Crisálida se nos informa acerca de los porqués?
Raisha ni siquiera sabía qué pensar; aquello rebasaba los límites de su moral más de lo que podría expresar con palabras. Con un resoplido de resignación, él apoyó la espalda contra el tapiz de la pared y empezó a trazar unos círculos en el aire, aunque la princesa tardó en percatarse de lo que hacía: como si obedecieran una orden silenciosa, las hebras de su ropa fueron cambiando de aspecto para convertirse, ante los atónitos ojos de Raisha, en unas prendas helianas muy distintas.
En cuestión de segundos, su chilaba había desaparecido y una chaqueta negra, larga hasta las rodillas y ceñida con un fajín de seda azul, había ocupado su lugar.
—Aunque en ese caso sí lo sabía. —La muchacha estaba tan hipnotizada que tardó en entender de qué estaba hablando—. Esos mercaderes procedían de Sakatsu, la isla del Clan de la Madera, pero no eran demasiado populares entre los suyos. Habían huido a Tharmida con unas recetas de incienso robadas a una importante dinastía local; supongo que ahora comprenderás por qué deseaban librarse de ellos.
—¿Fue el Clan de la Madera quien encargó ese golpe? —Raisha no daba crédito a lo que estaba oyendo—. Pero si Aldashir me explicó que sus familias son de las más nobles y antiguas… ¡El propio Emperador Celestial procede de una de ellas!
—¿Y desde cuándo eso convierte a una persona en un dechado de virtudes? —bufó el muchacho—. Qué ingenua eres, princesa, y qué mal va a tratarte la vida. Ten por seguro que, si Gaiatra fuera un árbol, estaría podrido desde las raíces hasta la punta de las ramas.
Con un último movimiento de los dedos de Sheng, los pespuntes del cuello alto de una túnica, con serpientes bordadas sobre seda negra, se cerraron alrededor de su garganta.
—Hasta las flores que parecen más delicadas —concluyó—. Por eso es mejor no interesarse por los porqués, no querer saber más de lo imprescindible. —Y tras vacilar un instante, añadió en voz más baja—: Nos volveríamos locos si lo hiciéramos.
Algo en el tono del muchacho hizo sentir a Raisha una extraña lástima, aunque no bastó para ahogar su bochorno. «Eres demasiado buena, cariño», le había dicho su madre en más de una ocasión, pero no había sido consciente de la debilidad que aquello podía suponer. «Eres demasiado inocente. Y demasiado estúpida».
—¿Cómo hacéis eso? —preguntó en cambio, decidida a enterrar el hacha de guerra aunque solo fuera por una noche—. Me refiero a lo de los círculos y la ropa.
—Lo mismo podría preguntarte yo acerca de esas pulseras del Harén.
—Eso lo sabe todo el mundo: nuestra magia procede de un yinn atrapado aquí, en el interior de un relicario de hierro y oro. —Raisha dio unos golpecitos al suyo—. Pero, si te contara cómo la usamos, mi hermanastra Wallada me arrancaría la cabeza con un conjuro.
—Pues no me parece un trato muy justo. Si quieres que te enseñe lo mío, tendrás que enseñarme lo tuyo. —Y cuando se puso roja como un pimiento, Sheng soltó una risa que, por primera vez, no parecía sarcástica—. Vamos, siéntate aquí.
Se hizo a un lado sobre la alfombra y Raisha, tras dudar unos segundos, fue a instalarse con él. Sheng movió los dedos y otro círculo de luz apareció entre ambos, derramando un resplandor azul sobre el rincón.
—El heli es la energía espiritual de nuestra tierra, una fuerza que solo los helianos podemos manejar —le explicó—. Se dice que hace miles de años, cuando Gaiatra acababa de nacer y nuestro archipiélago descansaba aún sobre el agua, una serpiente alada habitaba en cada una de las seis islas. Fueron ellas quienes les dieron el aspecto que ahora poseen y les transmitieron su espíritu al morir…
—La maestra Fátima nos contó que cada clan tiene una magia distinta —contestó ella sin apartar los ojos del círculo, una telaraña de luz cada vez más densa—. Me imagino que estos símbolos —cuando las tocó con un dedo, las inscripciones del interior temblaron un segundo, aunque enseguida recuperaron su nitidez— también son diferentes.
—En realidad, son iguales para todos; lo que cambia es aquello sobre lo que actúan. El heli de mi isla reside en la seda y por eso podemos manipularla. Por ejemplo… —Cuando Sheng movió los índices, una línea horizontal apareció en medio del círculo, dividiéndolo en dos partes y, al cabo de un momento, en cuatro—. Fragmentación. —Al señalar la alfombra, la muchacha dio un respingo: acababa de dividirse debajo de ambos en cuatro pedazos más pequeños—. No funciona solo con la seda, sino con las telas de cualquier tipo. Esta otra rúbrica, en cambio, es Unificación.
Nada más trazar otro círculo, la alfombra se remendó sola. Raisha estaba fascinada.
—¿Eso significa que si un clan distinto lo dibujara…, el de la Madera, por ejemplo…?
—Despedazaría algo construido con madera, mientras que los del Jade, la Tinta, el Bambú y el Papel solo podrían interactuar con su propio heli. No me preguntes por qué funciona, porque no tengo más idea que tú; sería como preguntarse por qué el sol calienta.
Mientras decía esto, Sheng agarró unos cojines para colocarlos sobre la alfombra y se recostó en ella, con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Raisha tuvo que esforzarse por aparentar un aire mundano, como si mantener una conversación con un hombre tumbado («un asesino», se repitió) fuera lo más habitual en su vida.
—Pero tu magia también te permite adquirir otra apariencia. Al colarte en el palacio o en esta posada…, o al volvernos invisibles a los dos ante esos gules…
—Ya te dije que a los Seda se nos da bien manipular las percepciones de los demás; por eso hay tantos actores, ilusionistas y espías entre nosotros. Los Bambú, en cambio, tienen una resistencia tremenda; los Tinta son más rápidos que nadie a la hora de comunicarse entre sí… Por ejemplo —añadió mientras la tocaba en un hombro—, con un par de rúbricas en tu espalda, dejaría de dolerte.
—¿Cómo te has dado cuenta? —preguntó la chica, tensándose ante su roce.
—El talento para la observación es tan importante en la Crisálida como el talento para la supervivencia. —Él la miró durante unos segundos—. No voy a matarte, ¿sabes?
—Ya sé que no vas a hacerlo —repuso Raisha—, es solo que…, bueno, no me parece que dejarme tocar por un extraño sea lo más correcto, sobre todo en esta situación.
—Si te preocupara tanto la corrección, princesa, estarías acostada ahora mismo en tu cama de Sairayat, soñando con un mundo en el que todo es precioso y delicado y la gente huele de maravilla y sus ropas brillan una barbaridad. —Cuando Raisha le lanzó una mirada corrosiva, Sheng sonrió—. Esa expresión me gusta más. Date la vuelta.
A regañadientes, dejó que la agarrara por los hombros para volverla de espaldas. Después de sentarse tras ella, Sheng le quitó el chaleco para dejarlo en la alfombra y la muchacha no pudo reprimir un escalofrío cuando sintió las puntas de sus dedos entre los hombros.
—Relájate y deja que me encargue de esto. —Sus manos comenzaron a dibujar círculos en su blusón, sobre la zona dolorida—. ¿Es justo ahí?
—Sí… —dijo Raisha sin poder disimular su sorpresa—. ¿Cómo lo has sabido?
—No es la primera vez que hago algo así. —A medida que sus pulgares le recorrían la espalda, una curiosa calidez parecía extenderse por sus músculos, siguiendo las curvas de sus dedos—. Aunque, si te hace sentir mejor, nunca había llevado tanta ropa como ahora ni había sido todo tan respetable.
—Por la Diosa, eres… —comenzó a protestar Raisha, pero se calló cuando Sheng le echó los pesados rizos negros hacia delante para descender poco a poco por su blusón.
Con cada nueva rúbrica dibujada sobre ella, el dolor de su espalda se extinguía un poco más, siendo sustituido por la sensación más placentera que Raisha recordaba haber experimentado. Era como estar en una bañera caliente, en un lecho de plumas en invierno.
—Ahora que me acuerdo… —Al girar la cabeza, vio que su rostro estaba iluminado por el resplandor danzante de los círculos—. Sheng, ¿puedo preguntarte algo?
—Ya lo estás haciendo —contestó Sheng mientras la hacía mirar al frente.
—Antes has hablado de seis serpientes, una por cada isla… —Raisha hizo un esfuerzo por no perder el hilo; el alivio empezaba a sumirla en la somnolencia—. Pero en el mapa del despacho de mi madre… hay siete islas en el archipiélago. ¿Es un error cartográfico?
—No. —Sintió la respiración de él contra su pelo—. Una de esas islas desapareció.
—¿Que desapareció? ¿Significa…? —La princesa sacudió la cabeza, luchando con todas sus fuerzas contra el sueño—. ¿Significa eso que se hundió? ¿Que había un clan más?
Pero los párpados le pesaban como si fueran de plomo y la lengua parecía habérsele dormido. Los últimos resquicios de su sentido común le dijeron que aquello no era normal, que su repentino agotamiento no podía deberse solo al cansancio, pero no fue capaz de encontrar su propia voz; todo lo que la rodeaba parecía estar sumergiéndose en la penumbra. «Lo siento, princesa —fue lo último que oyó susurrar—, no es nada personal», y la oscuridad se derrumbó sobre Raisha como un alud.