CAPÍTULO 17
Hasta que un ruido la arrancó de su somnolencia, Zafirah no se dio cuenta de que se había quedado dormida en uno de los bancos del Taller y de que eso frío que sentía contra una mejilla no era uno de los arenúnculos con los que estaba pegándose en sueños, sino unos alicates de hierro sobre los que había apoyado la cara. Gruñendo para sí, tanteó con una mano encima de la mesa y, al conseguir incorporarse en el banco, comprendió que había estado tan absorta en su trabajo como para acabar perdiendo la noción del tiempo. Algo así no le había sucedido jamás en el Cuartel, aunque Zafirah imaginaba demasiado bien el motivo: desde que se había incorporado a su nueva facción, el entusiasmo que la acompañaba no le daba ni un segundo de respiro y ninguna máquina podía rendir a su máxima potencia durante tanto tiempo como lo había hecho ella.
Solo habían pasado dos días desde que Itimad puso entre sus dedos, con una sonrisa de oreja a oreja, el medallón con la mano extendida de las artífices, pero la pequeña ya se sentía como si siempre hubiera pertenecido a aquel lugar. No habría sabido decir qué le apasionaba más de su día a día, si las clases teóricas de la mañana con Nisreen y las demás profesoras, las tardes inclinada sobre la mesa de trabajo en la que acababa de despertarse o las noches de carcajadas y chascarrillos en el dormitorio, pese a que Zafirah aún sintiera cierta aprensión cuando sus compañeras la invitaban a unirse a ellas. Según le había asegurado Istas, una amiga de Itimad con la que había estado trabajando aquella tarde, aprender a aceptarse a una misma requería más esfuerzo que ganarse la aceptación de los demás, y las heridas que el Cuartel había dejado en ella seguían escociendo.
Era extraño pensar que hubiese sido así, rodeada de desconocidas con las que apenas se atrevía a hablar, como Zafirah se había sentido realizada por primera vez en su vida. Si hubiera tenido a Raisha con ella, no habría necesitado nada más para ser feliz.
—¿Istas? —preguntó en un susurro. Tuvo que restregarse los ojos antes de mirar a su alrededor, medio atolondrada aún por el sueño—. ¿Dónde se ha metido todo el mundo?
Le habría sido imposible precisar si era de día o de noche, pero Zafirah apostó por lo segundo: pese a que las mesas de trabajo siguieran atiborradas de herramientas, no había ninguna artífice trabajando en ellas y solo quedaban encendidos dos farolillos del techo. «Debo de haberme dormido durante sesenta años por lo menos», pensó después de estirar los brazos y sentir cómo un tirón descendía por su espalda, y acababa de empezar a masajearse los hombros cuando algo, al fondo de la sala, la hizo detenerse.
La puerta de las fraguas estaba cerrada a cal y canto, pero de la situada justo enfrente surgía un suave resplandor. Era la del despacho de la jefa de las artífices; de ahí tenía que haber salido el ruido que la despertó, si no habían sido imaginaciones suyas.
—Tía Itimad —la llamó Zafirah en voz alta. Al no obtener respuesta, se levantó con esfuerzo del banco, sintiéndose tan agarrotada como una anciana, y se encaminó hacia la puerta entre la doble hilera de mesas—. Tía, ¿estás ahí? —Se detuvo en el umbral.
La habitación presentaba un aspecto tan caótico como de costumbre (Itimad era la persona más desordenada que conocía, aunque siempre localizaba lo que estaba buscando), y por un instante temió que el rústico escritorio pudiera venirse abajo con tal cantidad de anotaciones, herramientas y artefactos desconocidos amontonados sobre él, hasta que uno de aquellos trastos, medio tapado por una tetera de cobre, atrajo su atención.
Una esfera del tamaño de su puño descansaba sobre un soporte de madera, brillando bajo la tenue luz de una lámpara de aceite. Cuando se acercó al escritorio, movida por la curiosidad, Zafirah pensó que se parecía a un melocotón mordido, porque un núcleo más pequeño asomaba, como si se tratara del hueso, debajo de un recubrimiento dorado. «Qué cosa más extraña —reflexionó mientras se arrodillaba sobre unos cojines—. Parece como si hubieran escrito algo en esa bola de dentro… Pero ¿para qué hacerlo si va a quedar oculta?».
Había unas palabras grabadas, en efecto, sobre el núcleo interior del artefacto; los trazos relucían como solo podían hacerlo los versos del Jardín. «No, no lo ha escrito nadie de aquí —comprendió Zafirah, y extendió una mano—. Es un conjuro de las demiurgas…».
—¿Qué se supone que estás haciendo? —La voz de Itimad le hizo retirar el dedo en el acto. Al mirar por encima de la mesa, vio que su tía se había detenido en la puerta, con la expresión más alarmada que le había visto jamás—. ¿Qué haces, Zafirah?
—Solo había venido a… Me quedé dormida en un banco de la sala —respondió su sobrina, confundida ante su reacción—. Vi que la luz del despacho estaba encendida y…
Pero las palabras la abandonaron cuando Itimad, tras aproximarse a la mesa en dos largas zancadas, cubrió el artefacto con un pañuelo deshilachado que había en la alfombra.
—¿De qué se trata, tía? —preguntó la pequeña, más desconcertada a cada instante.
—Eso no es de tu incumbencia —contestó Itimad. Cuando terminó de recolocar el pañuelo, no obstante, le dirigió una sonrisa—. Me llevaría demasiado tiempo explicártelo.
—¿Es un diseño nuevo que te ha encargado Marjannah? ¿Por qué es tan importante?
Itimad tampoco respondió en esta ocasión; se limitó a agarrarla de una muñeca para que regresara con ella a la sala. La niña le echó un último vistazo al escritorio, aunque decidió no darle más vueltas.
—Son casi las tres de la madrugada. ¿Cómo es que no estás con las demás chicas?
—Ya te lo he dicho: me entró sueño mientras trabajaba con tu amiga Istas. —Zafirah se deslizó de nuevo en el banco—. Ni siquiera me enteré de cuándo se fue ella a la cama.
—Eso explica por qué hay tantas copas de vino —repuso Itimad mientras cogía una para olisquearla—. Bueno, me tranquiliza que no te lo hayas bebido tú. Aunque apuesto a que ni siquiera te acordaste de cenar. —Y cuando las tripas de Zafirah respondieron por ella, su tía suspiró—. Debería haberte parido yo en vez de tu madre. Anda, espérame aquí.
Itimad se dirigió entonces a la despensa situada al lado de las fraguas, donde estuvo revolviendo platos hasta regresar con media docena de pastelitos de hojaldre y miel. Se había asegurado de cerrar el despacho con llave, atisbó Zafirah por encima de su hombro.
—¿Y qué era eso tan interesante que te traías entre manos? —preguntó Itimad después de contemplarla comer con mal disimulada avidez—. Debías de estar muy concentrada.
—Es ese proyecto secreto del que te hablé anoche —le respondió la pequeña con la boca llena—, el artefacto que quiero presentarle a mi madre cuando regrese. Istas me ha ayudado con un par de cosas que no sabía hacer, pero creo que por fin he dado en el clavo.
Tras chuparse los dedos pegajosos, se inclinó para sacar algo de debajo del banco.
—Aún no está terminado, pero no me aguanto las ganas de enseñártelo —prosiguió mientras lo desenrollaba sobre la mesa— y así podrás darme tu opinión antes que nadie.
—Un momento —dijo Itimad cuando acabó de extenderlo—, ¿eso es una alfombra?
Por muchas horas que hubiese pasado inclinada sobre ella, la sorpresa que se reflejó en el rostro moreno de su tía casi la hizo sentirse como si la contemplara por primera vez. Aquel prototipo tenía forma rectangular y casi dos metros de largo; uno de sus extremos resbalaba por un lado de la mesa, rozando casi el suelo con las borlas del borde.
—Tengo demasiadas preguntas ahora mismo —acabó diciendo Itimad al ver cómo la observaba la pequeña, expectante ante su reacción—. Parece tela a simple vista…
—Es un entramado metálico —contestó Zafirah—, una malla que he tejido con hilos de plata, de esos que usan las orfebres para sus adornos de filigrana. Istas me echó una mano convirtiendo un armazón de madera que nadie utilizaba en una especie de telar.
—Por eso es tan flexible… —Tras ponerse a tientas unas lentes de aumento, Itimad levantó una de las esquinas de la alfombra para examinarla de cerca—. Pero aquí has usado otro material —dijo mientras señalaba la cenefa de flores que recorría los bordes.
—Hilos de oro en vez de plata —asintió la niña—, para que las demiurgas escriban un conjuro a lo largo del perímetro. Voy a pedirle al Jardín que me ayude a hacerla volar.
Al escuchar esto, Itimad se quedó mirándola por encima de las lentes, pero Zafirah estaba demasiado emocionada para notarlo; se había puesto de rodillas sobre el banco.
—Se me ocurrió la idea hace unos días, estando con mi madre en el Gran Bazar. Vi pasar el dirigible de la princesa de Cameroth y pensé: «Si mezcláramos la magia con la tecnología, podríamos construir algo aún más impresionante que eso». Ni siquiera tendríamos que recurrir a nada parecido a ese éter suyo para conseguir que volase.
—Has estado trabajando a escondidas en una alfombra voladora. —Los ojos de su tía seguían asaetándola—. Sabes que las historias en las que aparecen no son reales, ¿verdad?
—Claro que sí, no soy una cría…, pero esto es distinto. Fíjate. —Zafirah se estiró para tocar la parte delantera—. En los dibujos de los cuentos, los príncipes que vuelan en las alfombras lo hacen sentados sobre ellas, pero eso no tiene sentido. He incluido un par de agarraderas aquí —dio un tirón a una de las delgadas tiras soldadas a la malla— para manejarla como si fueran unas riendas, y con esos estribos de ahí —señaló otras dos piezas situadas en la mitad inferior— podemos hacer que cambie de dirección cuando queramos.
—Es fascinante que la postura de los príncipes sea lo que menos creíble te parezca de este asunto —contestó una Itimad cada vez más perpleja—. Estamos hablando de vo…
—También me he dedicado a estudiar cómo lo hacen los pájaros. —Cuando Zafirah corrió a uno de los almacenes y regresó con una pequeña jaula, su tía abrió los ojos de par en par—. Es un escarnal que atrapé en los jardines —le explicó—; he estado soltándolo en el dormitorio, cuando no había nadie más, para tomar notas sobre su manera de planear.
—Espera, Zafirah, espera un momento… Tenemos que hablar de unas cuantas cosas.
—No te preocupes: lo devolveré con su familia en cuanto haya terminado. Aún me quedan algunas comprobaciones que hacer, pero cuando esté segura de que todo va bien…
—Zafirah. —Ahora el tono de Itimad era más tajante, y la niña enmudeció. Su tía la había agarrado de las manos—. Creo que no me entiendes —continuó—, no pongo en duda que hayas trabajado como la que más. Eso es lo que me entristece.
—¿Qué quieres decir? —se sorprendió la pequeña—. ¿No te parece una gran idea?
—Lo que me parece es que has estado invirtiendo demasiado esfuerzo caminando hacia un espejismo. —Esta vez fue Zafirah quien abrió mucho los ojos. Itimad le apretó más los dedos—. Si hubiera sido un proyecto personal, no le daría importancia; todas las que estamos aquí nos hemos equivocado alguna vez. Pero siendo un período de prueba…
Con el traqueteo desde el almacén, el escarnal había empezado a piar, haciendo que el silencio resultara aún más tenso. Mientras se soltaba, Zafirah se preguntó cómo era posible que un momento antes hubiese tenido hambre. De repente se sentía como si cada uno de aquellos pastelitos se hubiera multiplicado por diez dentro de su estómago.
—Tú siempre habías confiado en mí —consiguió responder al cabo, detestando el súbito temblor de su voz—. Me habías hecho creer… que merecía estar en el Taller, que…
—Y pondría una mano en el fuego por ello —aseguró Itimad, conmovida—. Tienes talento de sobra, Zafirah; ni se te ocurra pensar lo contrario. Te he visto desentrañar en un minuto mecanismos que habrían hecho sudar a artífices de mi edad. El problema es que esto —apoyó una mano en la alfombra— no cuenta con ninguna maquinaria interna. Por aerodinámico que resulte su diseño, ningún conjuro del Jardín conseguiría hacerlo volar.
—¡Pero si las demiurgas son capaces de encantar cualquier cosa! Cuando escriben sus versos en las alas de los comunicadores para que lleven mensajes de un lado a otro…
—Los comunicadores son muy ligeros; usamos las láminas de cobre más finas para que puedan remontar el vuelo —explicó Itimad—. Pero esto no se mantendría en el aire durante más de unos segundos, suponiendo que lograse despegar.
Por muchas reprimendas de Aixa que hubiera soportado, por mucho que se hubieran reído de ella sus antiguas compañeras, Zafirah no recordaba haberse sentido nunca tan mal.
—Hablaré con tía Wallada —dijo aun así—. Si hay alguien capaz de hacerlo, es ella.
—Supongo que te responderá lo mismo que yo, pero no pierdes nada por intentarlo. Prueba a decirle que todo es un plan para hacer rabiar a tu madre y puede que se lo piense.
«Pues se lo pediré a Salma y Samra —se dijo la niña, y negó con la cabeza cuando su tía le ofreció más pastelitos—. Seguro que son mucho menos escépticas que las mayores».
—Vamos, Zafirah, alegra esa cara. Sabes que se me parte el corazón viéndote así…
—No pasa nada —se apresuró a contestar—, no estoy disgustada. Al menos me has dicho la verdad con esto: lo único que he hecho ha sido perder el tiempo.
Era frustrante que Itimad hubiera decidido ser sincera precisamente con eso, pensó mientras descendía poco a poco de la mesa, casi tanto como su propia incapacidad para reprochárselo. De haberse atrevido a hacerlo, Zafirah podría haberle hablado de su tío muerto, el príncipe Sharr. De lo que les había oído contar a su madre y a ella, en la arena del Cuartel, sobre la noche de su asesinato. De cómo se habían manchado las manos durante la Conjura de Aramat, de lo poco que les había importado no ser otra cosa que lo que Zafirah era entonces: unas niñas a las que no les quedaba mucho más que su propia desesperación.
Claro que también, se dijo mientras observaba la puerta del despacho, podría haberle preguntado si ese artefacto en el que estaba trabajando era un nuevo diseño encargado por Marjannah, más relacionado de lo que Itimad querría reconocer con sus esposos muertos.
—A lo mejor podríamos presentarle a tu madre el proyecto para las nuevas balistas de repetición —dijo su tía. Al prestarle atención, Zafirah vio lo culpable que parecía sentirse—. A fin de cuentas, aquella idea no fue de Nisreen ni mía, sino tuya… y los diseños armamentísticos siempre han servido para aplacar su mal humor.
—Es un alivio saber que cuento con una segunda baza —comentó la niña mientras se ponía en pie—. De todos modos, tenías razón: es muy tarde y debería estar en la cama.
—Zafirah, espera… —Pero antes de que Itimad dijese nada más, había enrollado la alfombra para echársela al hombro, tambaleándose casi por su peso, y se había apartado de la última persona a la que habría esperado defraudar.