CAPÍTULO 22

Una montaña envuelta en un océano de nubes: eso fue lo que le pareció Brigantia cuando el tren dejó atrás un puente levadizo, tendido sobre las vías mediante un complicado sistema de engranajes, y la ciudad emergió de una niebla que no había hecho más que espesarse desde que cruzaron los Eslabones del Sur.

«Cameroth no tiene una capital: tiene dos —se dijo Raisha mientras contemplaba, sorprendida, los elegantes edificios que despuntaban sobre la cumbre de la colina, un delirio arquitectónico de arbotantes de hierro, cristaleras de colores y esmaltes relucientes que no podría haber sido bautizado con otro nombre que Cielo. El distrito de la aristocracia daba la impresión de flotar sobre la niebla, hasta que uno comprendía que aquel cinturón vaporoso estaba formado por el humo de las fábricas de Infierno, una parte de Brigantia situada muy por debajo de los puentes de acceso a la capital—. Dos ciudades distintas construidas en el mismo lugar, pero sin apenas comunicación entre ellas —pensó cuando el tren se detuvo en la Estación Central—; por lo menos, no en ambas direcciones».

—Espero que no te entusiasmes demasiado, porque no nos vamos a quedar en la parte empingorotada —dijo Sheng mientras descendían al andén, donde los tableros mecánicos giraban a toda velocidad anunciando la partida de los próximos trenes—. Me han hablado de una pensión en la que no nos harán demasiadas preguntas, pero se encuentra en Infierno…, lo cual no deja de ser una ventaja. Dudo que nadie te reconociera allí.

—Dudo que mis propios súbditos lo hicieran si me viesen con esta pinta —contestó Raisha mientras se calaba más el bonete—. Hasta a las chicas del Harén les costaría.

La ropa que Sheng había escamoteado para ella, una falda de cuadros azules, una toquilla de lana gris y una blusa blanca, estaba tan remendada que no podía evitar sentirse como una mendiga entre todas aquellas damas con polisones y sombreros de plumas.

—Estos guantes están muy gastados —se lamentó sin dejar de caminar detrás del chico—. El plumín de mi pulsera no hace más que asomar a través de los agujeros…

—Menuda tragedia estética —replicó él, y se dio la vuelta para enseñarle las esposas de hierro que le habían colocado antes de bajar del tren—. ¿Su alteza preferiría esto?

—Te recuerdo que venir aquí ha sido idea tuya. Los dos estamos igual ahora mismo.

—Con la diferencia de que las demiurgas os habéis acostumbrado a usar la magia, pero para nosotros es tan natural como respirar. Me siento como si me estuvieran tapando la nariz todo el tiempo. —Con un gruñido de impotencia, el muchacho ocultó las esposas bajo las mangas—. Más vale que no te muevas mientras cambio tu dinero.

Raisha prefirió no decirle que no se atrevía a dar ni un paso porque la sensación de haberse adentrado en otro mundo era abrumadora. Después de que Sheng la dejara sola, se sentó en un banco para contemplar, a través de la bóveda acristalada, los dirigibles y pájaros mecánicos que surcaban el cielo crepuscular, y más tarde se distrajo observando a los policías uniformados en azul y plata («la Guardia Celestial», la había llamado Sheng) y los carteles de propaganda de las paredes. El emblema del Culto de la Razón, el ojo con iris en forma de engranaje, se repetía una y otra vez en ellos, aunque no le dio tiempo a mirarlos de cerca; Sheng salió de la casa de cambios cuando se disponía a hacerlo.

—Espero que al menos te hayas entretenido —dijo mientras le entregaba un sobre—. Aquí tienes: tres caballeros y cinco cortesanos.

—Gracias. —La princesa miró el sobre y después a Sheng—. Ahora dame el resto.

—Estás espabilando a marchas forzadas, ¿eh? —Con un resoplido, Sheng metió la mano dentro de su chaqueta para sacar cinco monedas más—. No sé si me conviene.

—Dijiste que estaba más guapa cuando era astuta —le recordó Raisha. Mientras se encaminaban hacia la salida, detrás de la que se arremolinaba la niebla, echó un vistazo dentro del sobre—. ¿Todas las monedas llevan el Ojo de la Razón?

—Lo que dije era que estabas más guapa cuando te ponías furiosa —matizó él—. Y hasta la ropa interior de esta gente debe de llevar el Ojo de la Razón; ya te advertí que son unos fanáticos de lo racional, por irracional que eso sea. Estos son los caballeros —Sheng señaló unas monedas de plata— y estos de cobre, los cortesanos. La moneda más pequeña es el ciudadano de estaño, pero ya nos los darán cuando cambiemos esto.

El cielo había empezado a oscurecerse sobre los edificios de hierro que rodeaban la estación, aunque el humo seguía siendo tan denso que costaba creer que en algún momento se hubiera distinguido su azul. Tras aguardar unos minutos debajo de una marquesina, algo parecido a un tren en miniatura («monorraíl», lo llamó Sheng) se detuvo ante ellos para conducirles, por encima de los tejados rezumantes de humedad, hacia la parte de la capital que conformaba el distrito de Infierno.

Raisha no habría necesitado las indicaciones del sistema de megafonía para entender que aquel ya no era el barrio que les había dado la bienvenida. Una pronunciada pendiente los sumergió en una niebla muy distinta, tan negruzca que no le extrañó que los cristales del monorraíl casi diesen la impresión de estar tintados ni que las fachadas de los edificios, apiñados como los dientes desiguales de un anciano, pareciesen teñidas del mismo color. El hierro esmaltado de la estación había quedado muy atrás; allí las casas eran enteramente de ladrillo, salvo por las contraventanas de madera reblandecida por la humedad y las planchas metálicas con hierbajos que cubrían los tejados.

—¿Y bien? —Hasta que Sheng no le habló, Raisha no notó que había estado mirándola desde el raído asiento de enfrente—. ¿Estás horrorizada?

—Por supuesto que no. Solamente es… distinto de Sairayat.

—Tan distinto como una manzana devorada por gusanos de vuestras deliciosas frutas bañadas en almíbar. No eres la primera aramatí que se muere de pena al pisar esto. —Después de describir una amplia curva, el monorraíl aminoró su velocidad y Sheng se puso en pie—. Ya casi estamos.

Otra marquesina protegía la siguiente estación, tan recubierta de carteles como la que habían dejado atrás, aunque incluso eso había cambiado: ahora todos representaban a obreros encaminándose al trabajo en una ordenada fila, observados por el Ojo de la Razón.

—La tecnología también es distinta —se sorprendió Raisha. Cuando Sheng se giró hacia ella, en medio de una escalera, añadió—: Me refiero a que estas máquinas no desprenden un resplandor azul…

—Porque no existe nadie en este distrito capaz de adquirir una de las creaciones de Industrias Blackstone. Solo la aristocracia puede permitirse el éter.

—¿Y quién ha diseñado lo de aquí…, el monorraíl, los autómatas, los…?

—Hay muchas fábricas, pero casi todo lo que veas en Infierno procederá de la Factoría Fortescue, la mayor rival de Industrias Blackstone. —Cuando alcanzaron el final de la escalera, Sheng la cogió de la mano para que la muchedumbre no la arrastrara—. Son los amos del condado de Oxcaster, donde se crea casi toda la tecnología camerotiense.

—Lord Blackstone y lord Fortescue —contestó Raisha, pensativa—. Por eso ambos se han vuelto tan ricos y poderosos…, tanto como para casarse con dos hijas del rey.

—Convirtiéndose, gracias a unos matrimonios basados en el amor —el muchacho puso los ojos en blanco—, en el Lord Tecnólogo de Cielo y el Lord Tecnólogo de Infierno. La Casa Real lo controla todo a través de ellos, y el Culto de la Razón hace lo mismo a través de la Casa Real. Resumiendo: están bien jodidos aquí. —Y sin soltar a una escandalizada Raisha, se adentró en una de las callejuelas cercanas.

En cuanto abandonaron la riada de trabajadores que regresaban a sus casas, la niebla pareció tragarse todos los sonidos. Pronto no oyeron otra cosa que el eco de sus propios pasos, golpeando unos adoquines pegajosos por la humedad, y el de los cascos de algún caballo mecánico en una calle cercana. El vapor dibujaba un halo amarillo alrededor de las farolas, aunque apenas acertaban a iluminar unas casuchas que amenazaban con desmoronarse y unos escaparates atrancados con gruesos maderos.

Una de esas cristaleras debía de llevar bastante tiempo rota, porque estaba cubierta por dos o tres capas de carteles donde habían garabateado algo que hizo detenerse a Raisha: un pájaro dibujado a toda prisa con pintura roja, de cuyas alas extendidas habían resbalado unos regueros similares a la sangre. El parecido le provocó un incomprensible escalofrío, pero Sheng la hizo reaccionar con un «¿quieres dormir al raso o qué?» y la muchacha se apresuró tras él.

Había una modesta pensión en el edificio de enfrente, tan poco acogedora como el aspecto de la mujer que les abrió la puerta y que, hasta que no le enseñaron las esposas de Sheng, no les permitió pasar a un recibidor débilmente iluminado por un quinqué. Detrás de un mostrador colgaba una docena de ganchos con llaves, y la dueña cogió dos de ellas para entregárselas después de contar minuciosamente las monedas que la princesa le dio.

—Menuda forma de tirar el dinero —rezongó Sheng cuando Raisha abrió una puerta en un descansillo minúsculo—. Podríamos habernos metido los dos en el mismo cuarto.

—Ya te dije que no pensaba dormir más contigo; tienes las manos demasiado largas.

—Pues no te quejabas de eso cuando me arrimaba a ti para que dejaras de temblar. —Tras soltar en la cama el hatillo con la antigua ropa de Raisha, Sheng paseó una mirada crítica a su alrededor—. Pero siento decirte que aquí hace aún más frío que en el tren.

Aquella habitación era mucho más pequeña que la de la posada de Qa’Ifar, y cuando Raisha se giró hacia la ventana, descubrió a qué se debía su temperatura: uno de los cristales también estaba roto y la dueña de la pensión había tapado el hueco con una plancha de madera, demasiado delgada para detener las corrientes de aire. «Tiene que haber ocurrido algo raro en este barrio —pensó mientras se abría camino entre la cama de hierro y una cómoda raquítica para abrir la ventana—. Hay demasiados cristales rotos».

La habitación daba a la callejuela por la que habían entrado; la pintura roja del pájaro resaltaba nítidamente entre la mugre. Cuando alzó los ojos hacia el cielo, Raisha distinguió el brillo metálico de algo que, en la Estación Central, había confundido con unas aves.

—Sheng —lo llamó, y él rodeó la cama para acercarse. La muchacha señaló hacia arriba con un dedo—. ¿Qué es eso que vuela sobre la niebla? Pensé que se trataría de comunicadores, pero… parecen autómatas humanos con alas.

—Si te refieres a los veladores, son otra de las creaciones de Industrias Blackstone —contestó Sheng, mirando por encima de su hombro—. Ayudan a la Guardia Celestial a patrullar por la noche deteniendo a los delincuentes que se cuelan en el distrito de los ricos. Créeme, no quieres cruzarte con ellos, y no solo porque midan el doble que tú.

—Incluso desde aquí dan escalofríos… —Entonces se percató de que Sheng había apoyado las manos en la repisa, rodeándola con los brazos—. Ya puedes marcharte a tu cuarto; no necesito preguntarte nada más.

—No tengo ninguna prisa —contestó Sheng—. Las vistas son mucho mejores aquí.

—Pero si ni siquiera las has… —Al darle la espalda a la ventana, atrapada aún contra su pecho, Raisha entendió a qué se refería—. Ah… —tartamudeó—. Esta clase de vistas.

Creía que no podría detestar más aquella media sonrisa, precisamente por lo mucho que empezaba a gustarle, pero estaba equivocada. «Es un asesino —se repitió por enésima vez desde que habían partido de Qa’Ifar, clavando los ojos en la profunda cicatriz de su mejilla para no tener que enfrentarse a su mirada—. Un canalla que solo quiere reírse de ti».

—No estás acostumbrada a esto, ¿no? —dedujo Sheng tras unos segundos.

—¿A tener a un criminal pegado a mí como una lapa? No, la verdad es que no —dijo ella, sonrojándose a su pesar—. No solía frecuentar demasiado las mazmorras del palacio.

—A coquetear sin que se te trabe la lengua —contestó él, divertido— y sin ponerte tan roja como ahora. Pero supongo que es parte de tu encanto. —Cuando alzó una mano para apartarle un rizo, recolocándoselo dentro del bonete, Raisha se odió por el modo en que se le aceleró el corazón—. No te haces una idea de lo poderosa que serías, princesa —añadió en un tono más serio—, si aprendieras a controlarte.

Aquello la descolocó tanto que ni siquiera se le ocurrió qué decir. «Pero si nunca ha habido ni una pizca de poder en mí; ni siquiera puedo escribir un conjuro sin que las cosas salten por los aires». Los dedos de Sheng seguían rozándole la cara, pero no le dio tiempo a añadir nada: algo silbó en ese momento a sus espaldas, atravesando el aire a toda velocidad, antes de entrar por la ventana abierta.

A Raisha se le escapó un grito cuando golpeó a Sheng en la cabeza, haciéndole caer de espaldas. Una serpiente dorada, no más ancha que su brazo, había pasado rozándole el bonete para aterrizar al lado del muchacho, y en cuanto sus escamas empezaron a reordenarse, comprendió de quién se trataba.

—¿Aldashir? —Antes de que acabara de decirlo, el Gran Visir se hallaba de pie ante ellos, con su túnica, su turbante y su apariencia humana—. ¿Cómo…, cómo has…?

Pero Aldashir ni siquiera la oía; estaba mirando a un Sheng que había retrocedido a toda prisa hacia el armario. El resplandor de sus ojos pintaba la habitación de escarlata.

—Dame una razón para no matarte aquí mismo. —Poco importaba que no hubiera alzado la voz; hasta Raisha se echó a temblar—. Una sola razón, y puede que me lo piense.

—Sé preparar… un té de flor de las montañas estupendo —balbuceó él.

—Hace demasiados años que no tomo té —respondió Aldashir, y se inclinó para cogerlo por las solapas. Sheng no parecía pesar nada cuando lo alzó—. Los mismos que llevo muerto, aunque no tardarás en entender qué se siente. Prueba otra vez.

—Pero si ni siquiera hemos tenido tiempo de conocernos… —La voz del muchacho se convirtió en un gemido cuando lo estampó contra la pared, con sus pies suspendidos a dos palmos del suelo—. Puede que nos estemos perdiendo una… maravillosa amistad. Que descubras lo bien que te caigo… si hablamos como personas civilizadas…

—Lo único que quiero descubrir es lo preciosa que quedará tu cara aplastada contra los adoquines de fuera. O mejor aún, contra la tarima de las ejecuciones de nuestro palacio.

—Aldashir, ¿qué estás haciendo aquí? —dijo Raisha, todavía estupefacta.

—Lo mismo que en aquel caravasar de Qa’Ifar: salvarte de las alimañas. Por suerte para todos, esta no tiene pinta de resucitar después de muerta.

Pero un crujido procedente de la escalera les hizo girarse hacia allí, y el Gran Visir soltó de mala gana a Sheng antes de convertirse en un montón de escamas. Para cuando la dueña de la pensión, con el ceño aún más fruncido, abrió la puerta de la estancia sin molestarse en llamar, se encontró solo con Raisha y Sheng.

—Mi criado… ha perdido mi baúl en la estación —dijo la muchacha, y le sacudió una bofetada que le hizo soltar un «¡eh!»—. Acabamos de darnos cuenta.

—Pues si quiere ponerlo en su sitio, que sea en la calle —masculló la mujer—. Bastante hago dejándola entrar con un heliano, estando las cosas en Brigantia como están.

Cuando cerró la puerta de mal humor, Sheng le dirigió a Raisha una mirada aviesa.

—Eso no ha sido una improvisación —le echó en cara—. Me has arreado con ganas.

—Es posible —afirmó ella, y se volvió hacia el visir mientras este recuperaba su aspecto anterior—. Sé que estarás furioso, Aldashir, pero… esto no ha sido solo culpa suya.

—¿Qué? —preguntó Aldashir—. Raisha, ¿qué estás diciendo?

—Es verdad que usó una de sus rúbricas para dormirme, pero, mientras nos dirigíamos hacia aquí, estuvimos hablando de lo que queríamos hacer en Qa’Ifar… y me di cuenta de que Sheng estaba en lo cierto: tío Ahmed no era la ayuda que necesitábamos.

Entonces le explicó con qué aliados camerotienses pretendía reunirse al tiempo que Sheng se restregaba la frente, en la que había empezado a asomar un chichón. El visir no le quitó los ojos de encima mientras atendía a Raisha, y para cuando esta acabó de hablar, sentada sobre la chirriante cama, estaba tan oscuro que Aldashir encendió la lámpara de la mesilla.

—Su alteza Sebastian Blackstone —se limitó a contestar—. ¿Sabes lo que se intentó negociar entre ese muchacho y tú, durante la firma del tratado de Puerta de Paz?

—Madre nunca lo ha hablado conmigo —dijo Raisha, sonrojada—, pero al Harén no se le escapa ni un cotilleo. Sé que Cameroth pidió mi mano a cambio del acuerdo.

—¿Que querían casarte con el principito? —se sorprendió Sheng—. Eso no me lo contaste en el tren, cuando decidimos… —Pero una mirada de Aldashir lo acalló.

Tras guardar silencio durante unos segundos, fue a sentarse al lado de Raisha. La chica respiró aliviada cuando la agarró de la mano.

—A veces comprendo demasiado a Marjannah: nos preocupamos tanto por ti que seguimos empeñados en verte como una niña. —Y mientras apretaba sus dedos, dijo en voz baja—: No estoy seguro de hasta qué punto conoces la situación, pero tu madre hizo lo correcto rechazando la petición del rey Reginald, por absurdo que pueda parecerles a las chicas del Harén. Entregarte a Cameroth te habría dejado a su merced.

—Lo dices como si se tratara del peor destino posible —se sorprendió Raisha—. Es cierto que Brigantia parece espantosa, pero no tendrían por qué portarse mal conmigo.

—Cariño, tu madre no quiere aumentar su deuda con Cameroth porque ya le debe más cosas de las que ellos imaginan. Dada la encantadora compañía que tenemos —el visir dirigió una mirada mordaz a Sheng—, entenderás que prefiera no darte más detalles.

—Lo único que entiendo es que he estado rodeada de secretos. ¿Nada de lo que me contasteis era verdad? ¿Tengo que confiar sin más en lo que me digáis?

«¿Tengo que seguir siendo una inútil el resto de mi vida?», era lo que habría querido preguntarle realmente, pero la frustración le había puesto un nudo en la garganta.

—Nadie te ha exigido eso ni lo hará jamás —aseguró Alda-shir—. Si es lo que deseas, puedo tantear el terreno para averiguar de qué pie cojea su alteza, pero te advierto que no será sencillo ganarlo para nuestra causa. El rey Reginald no tolera la disidencia ni en su propia familia… Sus hijas lo saben demasiado bien.

—No estoy interesada en que se enfrenten por mi culpa —aseguró la muchacha— ni en que mi madre pase a ser una enemiga declarada de Cameroth. Solo necesito averiguar si un poco de presión internacional podría hacerla cambiar de opinión.

—Supongo que no tardaremos en averiguarlo. Ahora que me acuerdo… —Aldashir echó su capa escamosa hacia atrás—. Antes de marcharme detrás de ti, cuando supe que habías abandonado el palacio, recogí de tu alcoba algo que me olvidé de darte en Qa’Ifar.

Cuando introdujo uno de sus guanteletes entre los pliegues metálicos, las escamas se apartaron dejando un hueco en medio. Raisha no reconoció lo que había dentro hasta que se lo alargó, y una exclamación escapó de sus labios.

—¡Mi diadema! ¡No me atreví a cogerla porque pensé…! —Pero sabía que no hacía falta decir más, así que se limitó a abrazarle—. Gracias por traer contigo a Aramat.

—Tú eres Aramat para tu madre y para mí, y siempre lo serás —contestó él, aunque enseguida recuperó su seriedad—. Y ahora, deja que tu visir se ocupe de hacer su trabajo.

—Estupendo, entonces podemos dar por zanjada esta reunión —dijo Sheng con una palmada—. Nos veremos mañana por la…

—Quieto ahí. —Aldashir se descompuso en un río de esquirlas doradas antes de recomponerse a espaldas de Sheng—. Hace un momento estabas deseando que pasásemos más tiempo juntos —continuó, provocándole un sobresalto—, así que estás de enhorabuena: me vas a tener tan pegado a ti como una sombra metálica.

—Eso solo era una manera de hablar. Lo que quería decir…

—Sé lo que querías decir, mocoso, pero no cambia nada. No pienso quitarte los ojos de encima a partir de ahora, como tendría que haber hecho en Qa’Ifar. A lo mejor, cuando te despiertes dos, tres, cuatro veces por la noche y me encuentres sentado al pie de tu cama, se te quitan de una vez las ganas de hacer el imbécil. —Y levantando a Sheng por la oreja, lo sacó al descansillo con un «ay, ay, ay» antes de girarse hacia Raisha—. Hablaremos más tarde, pequeña.

Ella esbozó una sonrisa antes de que la puerta se cerrara. Cuando se quedó sola en la habitación, el brillo de la diadema le hizo mirarla de nuevo, aunque con una expresión muy diferente. Sus dedos recorrieron los adornos de hilo dorado, tan parecidos a los de la capucha de su madre, antes de quitarse el bonete para ponérsela en su lugar, como había hecho tantas mañanas en el palacio.

«Es por el Bien Mayor. —El diminuto espejo colocado sobre la cómoda le devolvió un reflejo desconocido, como si fuera un fantasma quien la observaba desde allí—. Todo lo que estás haciendo es por el Bien Mayor. Madre acabará entendiéndolo algún día». Pero la diadema parecía pesar más a cada instante, y Raisha se la acabó quitando para esconderla dentro de una almohada mientras se preguntaba, apoyando la cabeza en ella, si la vocecita interna empeñada en llamarla «traidora» callaría algún día.