CAPÍTULO 23
Mucho antes de aquel encuentro, cuando el tren de Raisha y Sheng todavía estaba atravesando los Eslabones del Sur, Zafirah continuaba surcando el cielo nocturno a lomos de su alfombra, tan sobrepasada por la euforia que no parecía caber en su cuerpo como para entender lo que sentiría un yinn todopoderoso al escapar de su relicario.
Hacía horas que había perdido la noción del tiempo; no habría sabido decir a ciencia cierta dónde estaba ni qué dirección debía tomar para regresar a palacio, aunque no podía preocuparle menos. Las mejillas empezaban a dolerle de tanto sonreír mientras la alfombra planeaba sobre el desierto, con la desenvoltura de una criatura acuática que llevara toda la vida nadando en el mismo estanque. Cada presión de los pies de la niña sobre los estribos metálicos provocaba una respuesta más inmediata, la clase de comunicación silenciosa que, según la generala Aixa, cualquier guardiana que se preciara debía desarrollar con su montura. «Ojalá me vieras ahora, madre. Ojalá pudieras asegurarle a todo el mundo que tú sí que creíste en mí cuando nadie más lo hacía».
Muy por debajo de Zafirah, las tres sombras proyectadas por su alfombra reptaban a toda velocidad sobre la arena, un océano de plata pulverizada arrugado aquí y allá por unas olas imperceptibles. Era la primera vez que veía el Mar de Cobre con sus propios ojos y su inmensidad hizo que la embargara una sensación desconcertante, mezcla de pequeñez absoluta y, al mismo tiempo, de una libertad sin límites. «Podría ir a donde quisiera —se dijo mientras tiraba hacia arriba de las agarraderas y la alfombra se elevaba un poco más, con los conjuros de Wallada reluciendo a la luz de las lunas—. Y no solo dentro de Aramat, sino del continente, de Gaiatra entera… Tengo todo el mapa de nuestro mundo a mis pies».
Hasta que el aliento no escapó de sus labios como bocanadas de humo, la pequeña no fue consciente del frío que hacía. La velocidad de la alfombra convertía el viento en un cuchillo mientras contemplaba el horizonte, en el que habían empezado a recortarse unas montañas; debía de ser la cordillera de Nesrinush, la que recorría la costa occidental del sultanato. La perspectiva de visitar aquel lugar la animó aún más, pero acababa de apretar el talón izquierdo contra el estribo cuando algo atrajo su atención.
Demasiado pendiente del paisaje, no se había percatado de que ya no eran tres las sombras que planeaban sobre la arena, sino seis. Zafirah, desconcertada, levantó la cabeza.
—¿Qué…? —Una silueta inmensa avanzaba en la misma dirección que ella, aunque desde abajo no distinguía qué era; solo alcanzaba a ver lo oscuro que tenía el plumaje. «Debe de ser un pájaro del desierto —dedujo— o un águila…».
Con la diferencia de que nunca había visto un águila tan grande ni había imaginado siquiera que pudiese existir. A Zafirah se le agarrotaron las manos al atisbar cómo unos pájaros más pequeños (falcaroles de las montañas, parecían desde abajo) se desperdigaban a toda prisa cuando la monstruosa criatura se arrojó contra ellos. Cada una de sus plumas medía más que el cuerpo entero de un falcarol, y sus garras eran tan enormes que la niña la creyó capaz de despedazarla junto con la alfombra si advertía su presencia.
«Pero ¿de dónde ha salido esa… cosa?». Obedeciendo al instinto de supervivencia más primitivo, cambió de dirección para alejarse cuanto fuera posible del pájaro, aunque no lo bastante rápido: acababa de hacerlo cuando lo oyó chillar por encima de ella.
—Maldita sea —masculló Zafirah. El repentino viraje debía de haber atraído su atención, porque se precipitó en pos de la niña como había hecho, apenas unos segundos antes, con los falcaroles—. ¡Deprisa, deprisa, deprisa…! —espoleó a la alfombra.
En aquel momento, envidiaba más que nunca a los tecnólogos camerotienses que, gracias al éter del que Itimad había estado hablándole, podían comunicarse con sus autómatas como si estos tuvieran la capacidad de entenderles. El miedo le hacía surcar el aire como una cometa zarandeada por el viento mientras los chillidos de la criatura sonaban cada vez más fuertes. «Es muchísimo más grande que yo —se dijo entre jadeos, aunque de repente pensó—: Es muchísimo más grande…, pero eso también tiene sus problemas».
Habían alcanzado casi la cordillera de Nesrinush, cuyas peladas cumbres empezaban a ensangrentarse con los primeros rayos del sol. Unos colmillos de piedra semejantes a estalagmitas se elevaban un poco más allá, y la niña se encaminó hacia ellos después de echar un vistazo a sus espaldas. Ahora que lo tenía más cerca, el aspecto del ave resultaba aún más sobrecogedor; más que unas garras, observó Zafirah, tenía manojos de cimitarras.
—Vamos, acércate un poco más… —murmuró mientras se lanzaba a toda velocidad entre los pináculos de piedra. Oyó cómo unas rocas se desprendían tras ella cuando el pájaro las golpeó con sus gigantescas alas—. Solo un poco más…, unos segundos más…
Hubo un desplome aún mayor, seguido por un chillido de inconfundible rabia, y la pequeña respiró por fin cuando el pájaro pasó de largo. Le había perdido la pista debido a lo erosionado del terreno, pero hasta que su silueta no se alejó sobre las montañas, una mancha negra contra el cielo rebosante de estrellas, no se tranquilizó del todo. «Ha faltado poco —pensó mientras azuzaba a la alfombra, haciéndole abandonar el diminuto recoveco en el que se había ocultado—, pero puede que su nido no esté lejos de aquí».
A medida que la adrenalina la abandonaba, su miedo se convertía en una preocupación tan inmensa como la criatura. Zafirah había escuchado unos cuantos relatos en los que aparecían aves como esa, pero siempre pertenecían a los Tiempos Antiguos, la época anterior a la Migración; desde que los primeros sultanes Sairahr se habían hecho con aquel territorio, nadie había vuelto a oír hablar de ellas. «Pero los yinns siguen vagando por el Mar de Cobre, y también cosas peores… como la que nos atacó en aquella botica».
Nunca había sido tan consciente de lo desconocida que era Gaiatra, de los horrores que aguardaban al otro lado de las murallas de palacio. Los últimos chillidos del pájaro reverberaron entre las montañas, cada vez más lejos de Zafirah, y estaba a punto de emprender el regreso a su propio nido cuando reparó en que había alguien más por allí.
Un punto de luz había aparecido entre las estribaciones de Nesrinush, brillante como un faro en medio de la penumbra. Estaba demasiado lejos para distinguir nada, pero supuso que se trataría de una hoguera, a juzgar por cómo tremolaba en la penumbra.
«Deben de ser beduinos», se dijo una intrigada Zafirah, y antes de pensar seriamente en lo que estaba haciendo, había espoleado a la alfombra en dirección a la luz. El amanecer aún no había descendido sobre las montañas, así que no tuvo problemas para mantener el rumbo hasta que, al rodear un peñasco escarpado, se topó con que el campamento era mayor de lo que había imaginado: una docena de tiendas montadas sobre unos toscos maderos, entre las que habían encendido el fuego. Un hombre permanecía sentado al lado con las piernas cruzadas mientras un segundo hablaba en susurros con él.
Silenciosa como una lagartija, Zafirah desmontó de la alfombra y se acurrucó entre unos pedruscos, enrollándola contra su pecho. Algo metálico relucía con el fuego, y solo al cabo de unos segundos supo lo que era: uno de esos samovares de hierro que los habitantes de las montañas, según había oído decir, llevaban consigo para calentar el agua del té.
—… por enésima vez, aunque sigas insistiéndome con lo mismo —decía el hombre sentado con mal disimulada impaciencia—. No sé qué tendré que hacer para que me creas.
—Es demasiada casualidad que ocurra justo ahora, cuando más cerca estás de salirte con la tuya. Pero recurrir a un heliano para algo así es lo último que esperaba…
—No recurriría a un heliano ni para encargarle que me zurciese la ropa. Dioses, si hubiera averiguado el modo de colarme en ese palacio, lo habría hecho mucho antes —el hombre se inclinó hacia el samovar con una taza—, y te aseguro que no me entretendría secuestrando a una niñata malcriada, estando tan cerca de esa ramera que tiene por madre.
Su interlocutor (interlocutora, dedujo una perpleja Zafirah; tenía voz de mujer) dejó escapar un resoplido de desdén, pero cuando dio unos pasos alrededor de la hoguera, cuyo crepitar ahogaba el ruido procedente de las tiendas, el resplandor incidió sobre un adorno bordado en oro sobre los ropajes negros del hombre y la niña sintió que le faltaba el aliento.
Por muy tosco que fuera su diseño, seguía resultando inconfundible: un insecto con cuatro pares de patas, dos de ellas rematadas en pinzas, y un afilado aguijón. «Un alacrán».
—Siento que hayas viajado hasta aquí en balde —añadió el hombre, a través del pañuelo que le cubría la mitad de la cara—, pero no puedo echarte una mano con esto. Si tanto te preocupa lo que haya ocurrido con tu pobrecita hermanastra…
—Sigue siendo mi princesa, te guste o no, y eso me hace responsable de su seguridad.
—Pues quizás tendríais que haberla vigilado mejor. No dice mucho de las guerreras más implacables de la serenísima sultana —el bandido pronunció aquel título como si le supiera a hiel— haber sido burladas en su propio terreno nada menos que por un extranjero.
—Qué más dará de dónde sea. —Un ruido metálico acompañaba a la mujer con cada paso que daba, un entrechocar de piezas de bronce—. Cuando le ponga las manos encima…
Al detenerse al otro lado de la hoguera, la luz se derramó también sobre su rostro y Zafirah quiso morirse, porque era el último que habría deseado ver allí. Las lenguas de fuego remarcaban aún más sus pómulos, el derecho atravesado por tres cicatrices que arrancaban de su sien. «Madre… Madre, ¿qué estás haciendo tú aquí?».
—Me imagino —siguió diciendo Aixa en un tono tan cortante como el viento— que tampoco tendréis nada que ver con lo que mis guardianas y yo encontramos en el bazar.
—¿Algún juego trucado de pesas? —contestó el Alacrán con indiferencia, cerrando el grifo del samovar—. ¿También somos responsables de los delitos de la población local?
—Sabes perfectamente a qué me refiero. Había una tienda en la esquina de la Calle de los Boticarios, regentada por un comerciante de Hafayah… y digo «había» porque, tras el incidente de la semana pasada —matizó Aixa—, no tuve más remedio que clausurarla.
—Arrojando al bueno de Aziz a las mazmorras de su majestad, por supuesto. Y yo confiando en que, por primera vez en tu vida, te hubieras atrevido a hacer la vista gorda…
—Puedo hacer la vista gorda, ¡pero no milagros! Shamaya bendita, mi propia hija estaba conmigo entonces, además de dos demiurgas del Harén. ¿Cómo esperabas que…?
—No se te ocurra mentar a Shamaya en mi presencia. No vuelvas a hacerlo jamás.
La cucharilla con la que el Alacrán había empezado a remover el té dejó de dibujar círculos de inmediato. Cuando levantó los ojos hacia Aixa, el rencor que latía en ellos hizo que a la niña se le encogiera el estómago, aunque el pañuelo siguiera ocultándole el rostro.
—De todas las cosas que me apetecen ahora mismo, verte convertida en otra de sus adoratrices es una de las últimas —continuó en un susurro amenazador—. Especialmente después de todo por lo que pasamos cuando ese culto maldito todavía era una blasfemia.
—Es curioso que me hables tú de blasfemias —replicó Aixa—. Esa gula con la que Zafirah se tropezó en el sótano de Aziz ¿decidió meterse por sí sola en una jaula?
—Tu Zafirah se está tropezando con demasiadas cosas, más de las que le convienen.
En un acto reflejo, la pequeña se encogió aún más entre las rocas, aun sabiendo que no podrían distinguirla desde allí abajo. El Alacrán, tras dejar la taza en la arena, suspiró.
—Esperaba poder contártelo con calma, pero ya que has mencionado el tema… Los ataques de gules que se han estado produciendo durante los últimos días son cosa nuestra.
—Eso lo he adivinado yo sola, y también la identidad de vuestra resurrectora. —La niña frunció el ceño; era la primera vez que oía esa palabra—. Pero una cosa es lo que hagáis en el Mar de Cobre, donde las víctimas se cuentan con los dedos de una mano…
—Se nota que no has pisado todavía el caravasar de Qa’Ifar —comentó el Alacrán.
—… y otra, lo que pretendáis hacer en la capital. Si quieres aprovechar la ausencia de Marjannah para apoderarte del Trono del Sol, dejar gules sueltos por Sairayat no es la idea más brillante, a menos que te apetezca gobernar sobre un pueblo de muertos en vida.
El hombre se limitó a soltar un resoplido, pero Zafirah sintió como si todo el frío del desierto se hubiera colado en su cuerpo. «No puede ser… Madre nunca haría algo así —se obligó a pensar mientras Aixa se agachaba en el suelo, al otro lado de la hoguera—. Madre nunca traicionaría a Marjannah ni nos traicionaría tampoco a nosotras. Debe de ser una estratagema…, algo que Marjannah le ha ordenado hacer para engañar al Alacrán».
—Pensé que lo habíamos dejado claro. —Ahora Aixa hablaba en un tono mucho más quedo, como para asegurarse de que nadie más la escuchaba—. Tus súbditos no tienen la culpa de lo que sucedió. Ninguno movió un dedo durante la Conjura…
—Tampoco lo movieron contra Marjannah cuando se hizo con el poder —replicó el bandido sin mirarla—. Estás muy equivocada si crees que puedo perdonarles algo así.
—Porque fue lo suficientemente astuta como para ganarse su favor, con todas esas promesas de prosperidad que debieron de sonar como música celestial en sus oídos. Pero las cosas son muy diferentes ahora; ya viste lo que ocurrió durante la última ejecución…
—Lo que mis hombres y yo hicimos que ocurriera —le recordó el Alacrán—. Por escandalizados que estén sus súbditos con todo ese asunto de los esposos, fuimos nosotros quienes nos infiltramos entre la muchedumbre para arrojarle esas cabezas de trapo. Que nadie se atreviera a ponerse de su parte no significa que estén dispuestos a aceptarme a mí.
—¡Precisamente por eso tienes que ganarte su lealtad! Sé que a ninguno se nos da bien perdonar, Sharr, pero ya han pasado dieciocho años… Es hora de dejar atrás todo eso.
Por segunda vez desde que estaba allí, Zafirah sintió que la sangre se le convertía en carámbanos de hielo. Casi creyó encontrarse en la arena del Cuartel, escuchando a su madre hablar con Itimad acerca de ese príncipe muerto, el hermano al que se había visto obligada a asesinar por el Bien Mayor. «Cada noche vuelvo a verlo en sueños y sus ojos siguen siendo los mismos —habían sido las palabras de Aixa—. Me observa con más sorpresa que miedo, y eso es lo peor de todo… Me despierto con una única pregunta en mi mente: si lo que hice fue lo correcto». Zafirah no había comprendido entonces el auténtico significado de aquello, como tampoco lo había hecho Itimad: no era haber asesinado a Sharr lo que tanto desasosegaba a su madre, sino haberlo salvado.
«Por eso lo sigue tanta gente —pensó la niña con un creciente espanto—, porque no es un bandido más… El heredero del difunto sultán continúa con vida». Pese a que el frío fuera el mismo, un sudor pegajoso se extendió por su cuerpo, nacido del miedo más atroz.
—Sharr, mírame. Mírame. —Cuando obedeció con el ceño arrugado, Aixa se estiró para agarrarle de las manos, tan morenas y callosas como las suyas—. Lo importante es que todo salió bien —siguió diciendo en un susurro—. Conseguimos engañarlos a todos.
—Salió de maravilla, desde luego —asintió el príncipe—. Ha sido delicioso pasar los mejores años de mi vida en el exilio. Casi dos décadas perdido entre las montañas, sin más compañía que el recuerdo de mi padre bañado en sangre mientras ella, la zorra que me arrebató lo que me pertenecía —apuntó hacia Sairayat con un dedo—, se comporta ante el resto del mundo como la salvadora del sultanato. He esperado demasiado, hermana, y el momento ha llegado por fin. No te plantees siquiera intentar detenerme.
Cuando se puso en pie para apartarse de la hoguera, el fuego iluminó el semblante de la generala y Zafirah tragó saliva; nunca la había visto con una expresión tan desolada.
—Solo quiero recordarte —contestó al cabo, todavía agachada— que esto sí puede hacerse sin derramar la sangre de inocentes. No tenemos por qué comportarnos como ella.
—¿Y qué más te da lo que les ocurra a unos desconocidos? —bufó Sharr—. ¿Dónde estaban tus escrúpulos cada vez que mis muchachos pasaban a cuchillo a otro mercader?
—Los caravasares nunca han sido nada mío, pero Sairayat… Llevo viviendo en ese palacio desde el día en que nací. El Harén se ha convertido en mi hogar. En mi familia…
—Aixa, yo soy la única familia que te queda. Si no me tienes a mí, no tienes a nadie.
Cuando regresó sobre sus pasos, la generala lo observó con unos ojos tan húmedos que parecían de cristal. Sharr se agachó para agarrarla por los brazos, poniéndola en pie.
—De no haber sido por ti —dijo más suavemente—, estaría ahora mismo con padre en el Cementerio Real, convertido en otro nombre más cincelado sobre una lápida. Eres lo único que me recuerda quién soy. —Le acarició los hombros, haciendo tintinear los anillos de su cota de malla—. El único lazo que me une al pasado que me arrebataron.
—Sabes que no me debes la vida solo a mí —murmuró Aixa—. Habría sido incapaz de hacerte cruzar la muralla aquella noche si no hubiésemos contado con ayuda.
—Y cuando me convierta en sultán, me aseguraré de agradecérselo como merece. Lo mismo que haré contigo —le rozó una mejilla— por haberme sido fiel todos estos años.
—Mejor será que reserves tus promesas para el pueblo; a mí no necesitas comprarme.
—Pues me aseguraré de que continúes al frente de las guardianas, como has estado haciendo hasta ahora. Si es lo único que quieres a cambio, me encargaré de informar a mis hombres de lo que les pasará si no obedecen tus órdenes. Pero el momento se acerca, Aixa —Sharr la soltó—, y tienes que decidir de qué lado vas a estar.
—Si no lo hubiera hecho, no me encontraría aquí —respondió ella—, y tampoco tú.
Durante unos segundos, no hicieron otra cosa que mirarse, arrullados por el crepitar del fuego, hasta que otro bandido salió de una de las tiendas. Los hermanos se apartaron de inmediato cuando renqueó hacia ellos; tenía una pierna amputada a la altura de la rodilla, observó Zafirah, y una prótesis de madera rematada en una garra en su lugar.
—Jefe —saludó inclinando la cabeza—, ya estamos todos preparados, de modo que…
—De acuerdo, Hamid. —Sharr agarró el pergamino que le tendía, pero Zafirah no distinguió más que un puñado de líneas desde su escondite—. Ya te he dicho que no voy a acercarme al palacio, al menos por ahora —le recordó a Aixa—, pero eso no quiere decir que pretenda quedarme de brazos cruzados durante la ausencia de tu soberana.
—¿Eso de ahí es un plano? —se extrañó la generala—. Sharr, ¿qué es lo que estás…?
—Lo sabrás cuando llegue el momento, porque no creo que se hable de otra cosa en una temporada. En el fondo, deberíamos estarle agradecidos a Marjannah; no ha podido dejarnos más claro cuáles son los cimientos que tenemos que remover —Sharr se inclinó para besar a su hermana en una mejilla, a través del pañuelo— y la contundencia con la que es necesario hacerlo para desestabilizarlas a ambas, a su Shamaya del demonio y a ella.
Entonces se marchó con el otro bandido, dejando caer a sus espaldas la mugrienta cortina de la tienda, y Aixa permaneció inmóvil unos instantes hasta que, tras acercarse en dos zancadas a un caballo en el que la pequeña no se había fijado, se encaramó sobre su silla y lo azuzó hacia la pendiente escarpada. Solo cuando su sombra se confundió con las proyectadas por las rocas Zafirah comprendió lo que estaba a punto de suceder, y los ojos se le llenaron de lágrimas: aquella era la Conjura de Aramat, la auténtica Conjura de Aramat, y ella una niña de doce años demasiado angustiada para romper siquiera a llorar.