CAPÍTULO 24
Al lugar donde el gobernador Delphinstone había hecho conducir a los piratas se lo conocía como el Acantilado de las Despedidas, y Cordelia no tardó mucho en averiguar cuál era su paradero. Demasiado encolerizada para regresar después de la discusión, prefirió subir a su alcoba de la Residencia Delphinstone, aunque solo para deshacerse de su levita; un cuarto de hora más tarde, estaba atravesando Cabo Armisticio en un corcel mecánico que le habían prestado en las caballerizas, con la cabeza inundada de pensamientos tan contradictorios que no sabía cómo empezar a desgranarlos.
El atardecer era más cálido de lo que había imaginado, y también más húmedo; al poco de empezar a cabalgar, estaba tan empapada que no hacía más que desplazarse de una sombra a la siguiente. «Tal vez ese necio decía la verdad —pensó en cierto momento, al pasar ante unos porches iluminados de los que surgía un batiburrillo de risas mezcladas con música de violines—. Tal vez la situación de su pueblo no sea tan grave como tenía entendido, pero si uno se atreviera a rascar esta capa de pintura…».
Resultaba frustrante no poder dar nada por seguro en aquel sitio, sobre todo para una persona tan recta como Cordelia. Siempre había hallado consuelo en la claridad con la que el Bien y el Mal estaban separados en su universo, la clase de alivio que el capitán de un dirigible encontraría en su brújula, su sextante y sus cartas aéreas. En su vida solo había existido un claroscuro, uno con nombre propio…, y quizás era eso lo que tanto la había atraído: el hecho de que sus sombras volvieran aún más deslumbrantes sus luces.
«No sigas por ahí —se regañó a sí misma, y azuzó al caballo con renovado brío—. Eso acabó antes incluso de empezar, y en el fondo fue mejor así. Nunca fuiste para ella más que un instrumento. —Cuando bordeó una plaza en la que se había reunido una pequeña multitud, Cordelia dedujo que en ella había un pozo sagrado; allí era donde se dejaban caer cada tarde las ofrendas para la Prometida, la última personalidad adoptada por el Mar Espejado tras la muerte de una rica heredera a la que los piratas habían arrojado al agua. Fue entonces cuando terminó la Era de la Madre, que había hecho que las mareas fueran dóciles y los naufragios, más escasos que nunca, para comenzar la de la Prometida—. Por lo menos aquello te sirvió para descubrir la clase de cosas de las que es capaz. No sabía lo que son los escrúpulos cuando la conociste y no parece probable que lo haya aprendido en estos años».
Los faroles de los porches empezaban a iluminarse cuando dejó atrás las últimas casas de la barriada. Pronto los adornos marinos abandonaron las fachadas, las incrustaciones de estuco se volvieron más escasas y, cuando se adentró en la parte de la ciudad más cercana a la costa, Cordelia comprendió que los rumores de decadencia que habían llegado a sus oídos no andaban desencaminados.
Porque esa cara de Cabo Armisticio no podía parecerse menos al espléndido retrato de prosperidad que Delphinstone había tratado de venderles. Allí no había faroles, sino antorchas clavadas en la arena; la gente no se reía ni daba palmas en los porches, sino que se arracimaba en las sombras intercambiando cosas que no acertaba a distinguir; hasta los edificios se habían convertido en cabañas mugrientas, cuyo aspecto hacía pensar en despojos arrancados de pecios hundidos para formar con ellos un cadáver monstruoso. También el mar había dejado su impronta en esas placas metálicas, porque no había una que no estuviera cubierta por una pátina de suciedad parecida a la que se adhería a las quillas de los barcos.
«Esto no es solamente un nido de mendigos: es un nido de contrabandistas», pensó Cordelia, sintiendo cómo le hervía la sangre. De modo que en eso consistía la famosa paz de aquellas islas: la riqueza de lo que se veía a simple vista solo ocultaba la corrupción de los bajos fondos, aún mayor de lo que había presenciado en la propia Brigantia. Mirara donde mirara, no veía otra cosa que rateros comerciando en la oscuridad mientras los restos de maquinaria camerotiense y aramatí cambiaban de mano a la vez que las monedas locales, pequeños discos de nácar y madreperla atravesados por un agujero.
Parecía que a aquel territorio no podría habérsele adjudicado un emblema mejor. El cangrejo volador era el único animal de Gaiatra capaz de moverse por el agua, la arena y el aire, símbolo de las excelentes relaciones que la República de Paz había construido con Cameroth, Aramat y Helial… Ahora Cordelia entendía que «moverse» no era más que un sinónimo de «enriquecerse», porque lo que hacía era parasitar cuanto estaba a su alcance.
—Señorita. —Hasta que no sintió cómo le tiraban de la camisa, no se percató de que había aminorado el paso—. ¿Le apetece pasar un buen rato conmigo, señorita?
Una muchacha se encontraba a su lado, una niña todavía; iba envuelta en un chal sobre el que caían las guedejas oscuras de su pelo. Su rostro parecía maquillado a brochazos, aunque no tanto como para disimular lo hundido de sus pómulos.
—Puedo hacer que se lo pase bien —siguió diciendo mientras deslizaba una mano por la manga de Cordelia—. Nos llevará todo lo que quiera y haré lo que usted me pida.
—¿Cuántos años tienes? —dijo Cordelia con un nudo en el estómago.
—Trece, señorita —contestó ella, y se abrió el chal para revelar un escote del que casi parecían saltar las vértebras—. Pero todos dicen que soy bastante experimentada.
Cuando esbozó una sonrisa, la princesa sintió que aquellos labios la cortaban como puñales. «¿Cómo pueden permitir esto? ¿Cómo pueden seguir mirándose al espejo?».
—No lo dudo —respondió con esfuerzo, y desabrochó unos botones de su chaleco. Hacía años que no se sentía tan mal—. ¿Aceptas soberanos de Cameroth?
—¿Quiere decir… las monedas grandes? —se sorprendió la muchacha, pero cuando Cordelia extrajo una bolsa que dejó caer en sus manos, se quedó sin respiración.
—Ahí tienes suficiente para sobrevivir durante un mes, pero creo que harías mejor comprando un pasaje de barco —respondió en voz baja, y tras asegurarse de que nadie había visto el intercambio, espoleó a su caballo mientras la chica la observaba alejarse como si la Prometida en persona hubiera aparecido ante ella.
Odiaba al mundo entero esa noche; odiaba Cabo Armisticio, odiaba Puerta de Paz, odiaba al gobernador Delphinstone y su peluca empolvada y hasta la fuente donde les habían servido la sopa. «Pero no puedes arreglar todos los problemas de Gaiatra sola, estúpida. —Se tragó las lágrimas—. Ya sabes de qué ha servido intentarlo».
Cuando por fin alcanzó el Acantilado de las Despedidas, el cielo tenía el color de los zafiros y el mar bailaba al compás de su resplandor. Había un grupo reunido cerca de la escarpada pendiente, casi tan numeroso como el que había visto en el pozo, y después de desmontar junto a unas oficinas y entregarle las riendas a un chico, se encaminó hacia él.
—¿Es ahí donde tienen a los piratas? —le preguntó a un hombretón al que parecían haberle encargado mantener a distancia a la muchedumbre—. Necesito hablar con ellos.
—Nadie puede acercarse —la cortó el individuo—, no hasta que acabe la ejecución.
—Oiga, fue mi dirigible el que asaltaron, así que me he ganado el derecho a tener unas palabras con esos tipos. Solo será un momento, unos minutos como mucho…
Pero el hombre se conformó con cruzarse de brazos y Cordelia comprendió que no tenía más opciones. «A este paso, me quedaré sin recursos antes de poner un pie en Helial», pensó mientras rebuscaba otra vez en su chaleco para sacar una moneda.
—Unos minutos como mucho —repitió mientras se la entregaba al hombre, cuyos ojos relucieron con inconfundible avaricia—. Sé que el mar no espera a nadie.
—Con la Prometida, nunca —dijo él antes de hacerse a un lado.
Cuando se acercó al precipicio, Cordelia comprendió en qué consistía el castigo y también por qué despertaba tanta expectación. En esa parte de la costa no había plataformas flotantes y el acantilado descendía en una pronunciada pendiente hacia las rocas lamidas por el oleaje. Había medio centenar de cadáveres colgados de los peñascos musgosos, esqueletos envueltos en harapos a los que las gaviotas habían devorado los ojos mientras sus huesos se teñían de rojo por el óxido de los grilletes.
Cuatro de aquellos cuerpos atrajeron su atención, y no solo por ser los únicos que aún se movían. La princesa avanzó con precaución sobre un saliente, desde donde supuso que tenderían una pasarela para encadenarlos, hasta detenerse a su lado.
—Desde luego, no podrían haber escogido un nombre más adecuado —comentó mientras volvía la vista en la misma dirección que los piratas. Las últimas pinceladas del sol estaban a punto de diluirse en el horizonte, tiñendo de rojo las aguas que los separaban de la costa oriental de Aramat—. Es una pena que nadie más que yo venga a despediros.
Ninguno se molestó en actuar como si la hubiera oído. El que estaba más cerca empezó a tararear una canción en lo que debía de ser la lengua del Enjambre.
—Saqueadores, me imagino —siguió diciendo, y estiró una mano para inspeccionar la tesela verde engarzada en una de las trenzas del hombre—. He oído unas cuantas cosas acerca de vuestro rito iniciático. Recorréis el fondo del mar hasta las Colinas de Jade, donde los helianos depositan los cuerpos de sus emperadores, y arrancáis una tesela de sus armaduras funerarias si los guardias de la necrópolis no acaban antes con vosotros.
«La mayor ignominia que puede sufrir un rey —había gruñido el padre de Cordelia a propósito de aquella práctica—, y a manos de unos muertos de hambre, por si fuera poco».
—Pero, si regresáis a casa con las manos vacías, os convertís en chatarreros. El gremio más bajo entre los piratas, condenados a recoger los despojos que dejan los saqueadores…
—Deberías darle otro uso a esa lengua tuya tan larga —repuso el hombre mientras se soltaba de un tirón—. Lo último que nos apetece ahora es aguantar tu cháchara.
—Pues no tenéis muchas alternativas ni tampoco mucho tiempo. —Cordelia hizo un gesto hacia las alturas, donde la luna blanca acortaba por momentos la distancia que la separaba de la plateada—. Creo que sabéis demasiado bien lo que está a punto de suceder.
—Nosotros no tememos a la muerte, perra de Cameroth —dijo otro de los hombres—. En el Enjambre nos preparamos para esto desde el momento en que nacemos.
Solo al oír aquello reparó en que no sabía nada de sus creencias. «Pero incluso unos canallas como estos creerán en algo. También ellos tendrán un miedo atroz».
—Eres Svein, ¿verdad? —Se aproximó un poco más a él, con la arenilla que recubría el saliente crujiendo bajo sus botas—. Dime, ¿qué se supone que va a pasar con vosotros?
—Cuando las sirenas acudan a la superficie, solo se llevarán con ellas a quienes han caído con valor —repuso el pirata—. Es el precio a pagar por acceder a las Profundidades.
—No parece que esos se lo estén pasando muy bien con su hospitalidad —contestó la princesa señalando a los esqueletos, tan recubiertos de algas gelatinosas como las cabañas que acababa de dejar atrás—. Y a esa amiguita vuestra, la que os acompañaba en el asalto a mi dirigible, tampoco daba la impresión de emocionarle la perspectiva.
Aquello sí obtuvo el efecto esperado: el hombre apartó la mirada, aunque no tan rápido como para no percibir su dolor. Mientras observaba con la mandíbula apretada cómo el agua subía cada vez más, obedeciendo a la llamada silenciosa de las lunas, Cordelia sacó una de las navajas que guardaba dentro de las muñequeras.
—Mis compañeras de viaje me contaron lo que ocurrió en la cabina. Dicen que le faltó tiempo para escabullirse cuando os atraparon y le dio igual lo que sucediera con vosotros. —Las lunas relucieron en la diminuta brújula incrustada en el mango de la navaja, junto a un juego de ganzúas en miniatura—. Pero no lo hizo con las manos vacías.
Cuando el pirata tragó saliva, Cordelia supo que no se había equivocado. Algo debía de haber ocurrido entre la chica y él, algo que ahora dolía más que una condena a muerte.
—Me dijeron que se llevó algo que me pertenecía. Un camafeo con el símbolo del Culto de la Razón; solo los miembros de la Casa Real de Cameroth podemos lucirlo. Así que me imagino —la princesa apoyó el filo de la navaja bajo la barbilla mal afeitada del hombre— lo importante que debía de ser demostrar que he dejado de suponer un engorro.
El nivel del agua seguía ascendiendo; las primeras gotas comenzaban a estrellarse contra sus botas de cuero. «¡Ya ha pasado el tiempo, señora, apártese de ahí!», oyó gritar.
—¿Quién os encargó hacerlo? —preguntó en voz más baja, y obligó al pirata a girar la cabeza hacia ella—. ¿Fue cosa de mis hermanas? ¿O —respiró hondo— de mi padre?
—Demasiados enemigos para una persona que se considera tan íntegra —contestó mordazmente el hombre—. Tal vez deberías empezar a escoger mejor tus gestas, princesa.
Una descarga de agua pulverizada impactó contra el acantilado, dejando a Cordelia tan empapada como si acabara de salir del mar. Casi se alegró de que fuera así; hacía años que nadie la veía con los ojos llorosos, ni siquiera Sir Gilroy, y no estaba dispuesta a que aquel indeseable lo hiciera. No cuando lo único que tendría que estar sintiendo era rencor.
—Todavía estáis a tiempo de decírmelo —consiguió articular—. Dame los nombres de quienes me quieren muerta, y te daré un final más rápido que el que te espera.
—Que te jodan, zorra —espetó el hombre antes de escupir a sus pies.
—Como prefieras. —Tras guardarse el arma, Cordelia se puso en pie para regresar a la parte más elevada del acantilado—. Dales recuerdos a las sirenas de mi parte.
El agua rugía tan fuerte ahora que apenas se oía hablar a la gente, y el estrépito con el que golpeaba las rocas le hizo preguntarse cuántos esqueletos habrían sido arrancados de sus grilletes después de que sus huesos se desmenuzaran. Con la piel escociéndole por la sal, permaneció durante casi media hora de pie entre la emocionada muchedumbre, observando cómo el oleaje subía cada vez más. Vio cómo el agua alcanzaba los pies de los saqueadores, que habían reanudado su extraña tonada; poco a poco, fue subiendo por la pendiente para cubrirlos hasta la cintura; unos minutos más tarde, hasta los hombros, y después, hasta el mentón. La canción se apagó en sus labios y Cordelia se encontró preguntándose, en un arrebato supersticioso que en Brigantia le habría salido caro, si alguna criatura marina habría acudido realmente a aquella invocación.
«Es el precio a pagar por acceder a las Profundidades», resonó la voz de Svein en su cabeza mientras los cabellos del pirata, adornados también con una tesela de jade, flotaban unos segundos más antes de desaparecer entre la espuma. «¿Es posible que esta gente sí lo hubiera entendido…, que existen cosas por las que merece la pena arriesgarlo todo, incluso la propia vida? ¿Un hatajo de delincuentes con los que no podía tener menos en común?».
Pero la marea ya había alcanzado casi la cumbre del acantilado, y cuando la gente comenzó a desperdigarse, charlando animadamente entre sí, Cordelia no pudo hacer otra cosa que emprender el regreso a Cabo Armisticio, sintiéndose tan sola y tan perdida entre toda aquella humanidad como una gota de lluvia en medio del océano.