CAPÍTULO 26
«Es el colmo de las ironías que me haya vuelto popular justo ahora», pensó Zafirah mientras se apresuraba por uno de los corredores del Taller, nada más salir de una clase de Hidráulica. Desde su escapada a través de la cúpula de la Rotonda, las muchachas con las que compartía dormitorio no se despegaban de ella, preguntándole sin parar si las dejaría montar en la alfombra, si planeaba construir una para cada miembro del Harén y si era verdad que había empujado a propósito a la demiurga Mihrimah sobre unos cuencos de humus. Aquella mañana parecían igual de dicharacheras, pero Zafirah se escabulló antes de que pudieran darle alcance para refugiarse en la espesura de los jardines, cuya belleza no sirvió precisamente para tranquilizarla, ahora que sabía que su hogar estaba en peligro.
«¿Seguirían estando tan encantadas conmigo si sospecharan que mi madre es una traidora? ¿Que pretende quebrantar su juramento para ayudar al heredero con el que se supone que acabó de niña?». El desasosiego de Zafirah amenazaba con asfixiarla mientras pasaba ante la Madrasa Real, la escuela a la que asistían las pequeñas antes de ser asignadas a una facción del Harén. Al dejar atrás una de las ventanas le llegó la voz de Fátima, hablándoles a sus alumnas de la Migración, y acertó a ver a unas chiquillas sentadas sobre cojines mientras la maestra explicaba la lección, señalando un mapa con una vara. Ella misma había ocupado uno de esos asientos el año anterior, antes de enfrentarse a la Triple Prueba en la que Wallada, Itimad y su madre evaluaban a sus futuras alumnas.
La Triple Prueba en la que no podía haber importado menos su éxito con los engranajes de Itimad: la generala Aixa ni siquiera se había cuestionado la posibilidad de que acabara en otra facción. «Zafirah tiene que estar conmigo —había zanjado—. La educaré igual que a las demás y le enseñaré todo lo que sé».
¿Pensaba enseñarle también a conspirar cuando fuera mayor? ¿A poner en peligro el mundo que debía proteger, que supuestamente amaba tanto, solo para que su hermano…?
—Esas manos. —Zafirah no fue consciente de que acababa de acceder al patio de la Biblioteca Real hasta que alguien le habló. Una anciana la apuntó con un nudoso bastón y después señaló una fuente con él—. Si quieres consultar un libro, debes lavarte las manos.
—Acabo de hacerlo en el Taller —protestó— y vengo directamente de allí…
—¿De esa leonera rezumante de manchas de grasa y carbón? Mejor me lo pones. —La anciana se apoyó en el bastón—. O te las vuelves a lavar o no entras.
Rezongando para sí, la pequeña se acercó a la fuente, decorada con un mosaico que representaba el sol de Shamaya. Hasta que no examinó sus dedos, la anciana no la dejó pasar; y cuando por fin lo hizo, Zafirah se apresuró hacia el arco de entrada, flanqueado por dos sibiricos que tejían un encaje de sombras sobre el enlosado.
Después de haberse dejado mecer por el murmullo del agua y el piar de las aves, el silencio del interior la hizo sentirse como si se le hubieran taponado los oídos. Hacía años que no se dejaba caer por allí y se detuvo en la entrada, mirando insegura a su alrededor.
—Zafirah —la llamó Lubna de repente. La bibliotecaria se encontraba sentada detrás de un mostrador de caoba, compartiendo una tetera con Hafsa—. Esto sí que es una casualidad. Estábamos hablando de ti.
—Sí, todo lo que se rumorea en el Harén es cierto —contestó exasperada—. He diseñado una alfombra voladora, he sembrado el caos en la Rotonda con ella y por poco…
—No me refería a eso —la interrumpió la mujer, y Zafirah se calló—. Queríamos saber si es cierto que has llegado hasta el oasis de Namirah, como nos ha asegurado Itimad esta mañana. Tendrías que escuchar cómo habla de ti, parece una gallina clueca con su polluelo… Supongo que la experiencia habrá sido toda una aventura.
—Yo diría que está más abrumada que emocionada —terció la astuta Hafsa, dando vueltas a su tacita de cobre—, por mucho que tenga ahora al Harén comiendo de su mano.
—¿Qué quieres decir con eso? —se sorprendió Zafirah—. Si habéis estado hablando con tía Itimad, os habrá explicado también por qué necesitaba hacerlo. Quería demostrarle a mi… —la voz amenazó con traicionarla—, a mi madre que merezco quedarme en el Taller.
—Pero, de paso, nos lo has demostrado a todas —respondió Hafsa—, y la cuestión es que esos cachivaches pueden ser más útiles de lo que tú misma habías imaginado. No veo el momento de que Marjannah regrese para planteárselo: con una pequeña inversión del Tesoro Real, podríamos crear cientos de alfombras parecidas. Piensa en la utilidad que tendría algo así, en lo que supondría para el ejército de Aramat…
—Deja que la chiquilla disfrute de su momento de gloria, Hafsa —la riñó Lubna, y sonrió a Zafirah—. ¿Para qué has venido? ¿Necesitas consultar algún libro?
—Solo una…, una de esas recopilaciones de relatos antiguos, los que Raisha sacaba para leerme cuando era pequeña. Muchos hablaban de alfombras voladoras y pensé que…
—Ah, sí, os encantaba pasaros las tardes aquí. Supongo que recordarás dónde están, así que siéntete como en casa. Y cuando acabes —Lubna alzó la tetera—, ven a tomar algo.
Entonces se volvió para continuar hablando con Hafsa y Zafirah se alejó discretamente por el pasillo situado a mano derecha. La gran sala de lectura estaba al fondo, y tras dejar atrás las silenciosas estancias destinadas a las copistas, las traductoras y las encuadernadoras, la niña desembocó en un amplio espacio envuelto en la luz que atravesaba las celosías del techo y recorrido por docenas de escaleras que se entrecruzaban sobre sus paredes conformando una retícula romboidal.
«Marjannah no ha podido dejarnos más claro cuáles son los cimientos que tenemos que remover», habían sido las palabras del príncipe Sharr. «No, las palabras del Alacrán —se corrigió a sí misma mientras ascendía hacia la sección dedicada a la geografía, la flora y la fauna de Gaiatra—. Quiere atacar algo que es importante para la sultana…, pero ni siquiera tengo claro si sabe algo sobre Marjannah que los demás ignoramos».
A decir verdad, sus orígenes eran un misterio para Zafirah; solo había llegado a sus oídos la historia de cómo Khaseem al’Sairahr la convirtió en su concubina. Sus pequeños dedos fueron rozando los lomos de los libros, colocados horizontalmente en unos huecos que recordaban a los de un palomar, y acababa de empezar a revisar los de la sección que le interesaba cuando se fijó en un título que la hizo detenerse.
Libro de las bestias, los monstruos y las criaturas legendarias. El autor era un tal Dharmendra Bhara del que nunca había oído hablar, aunque no fue aquello lo que atrajo su atención. «Es un bestiario —pensó Zafirah, y lo sacó con cuidado de su nicho. Una tira de piel mantenía cerrado el manuscrito, cuya cubierta estaba adornada con una cenefa de armelias grabada sobre el cuero—. Puede que hable de esa criatura que sobrevolaba la cordillera de Nesrinush…».
Pero ninguna de las miniaturas se correspondía con aquel pájaro tan enorme. Solo al llegar al final se dio cuenta de que era el primer tomo de una serie, y continuó examinando los demás hasta que, al hojear el penúltimo, el corazón le dio un brinco. Allí estaba el ave, tan parecida a un águila que podría confundirse con una de ellas de no ser porque sujetaba un elefante con sus garras.
«De todas las criaturas pertenecientes a los Tiempos Antiguos, el ruc es una de las más poderosas, con excepción de los yinns». El autor se dedicaba a describir después su anatomía, diciendo que solían tener el plumaje blanco o pardo, que sus huevos podían medir más de diez pies de largo y que, tras atrapar a unas presas tan inmensas como el elefante de la miniatura, las dejaban caer para que se hicieran pedazos y se lanzaban sobre ellos para devorarlos. Decía también que no siempre habían sido tan salvajes; los primeros sultanes Sairahr habían domado unos cuantos y se habían hecho incluso con un simurg que, según el bestiario, era un ave aún mayor que los rucs, capaz de prender fuego a la tierra a su paso. De ese pájaro no se había vuelto a saber nada desde que Farid al’Sairahr, durante la Guerra del Norte y el Sur que enfrentó cuatrocientos años antes al sultanato con el reino de Cameroth, fue abatido junto con su simurg en los Eslabones del Sur, sin que ninguno regresase de la cordillera.
A regañadientes, Zafirah devolvió el libro a su nicho, aunque solo para coger, en un impulso, uno de los tomos anteriores. «Si habla de criaturas como esas, tal vez lo haga de los goles, los gones o como sea que se llamen esos cadáveres andantes», pensó mientras buscaba la sección encabezada por la letra G. Efectivamente, allí había otra ilustración que le revolvió el estómago. «A diferencia de las almas en pena —explicaba el autor—, los gules no conservan recuerdos de su paso por la tierra; no son más que carcasas putrefactas que, al ser reanimadas por un resurrector, abandonan sus tumbas para devorar cuantos cadáveres encuentren, convirtiéndolos a su vez en muertos en vida».
«Por eso madre le pidió al Alacrán que no trajeran ninguno a Sairayat. Sabía lo que le sucedería al pueblo si los dejaban sueltos por la ciudad. —La representación de aquel gul era tan realista, con sus dedos rematados en garras y su mandíbula desencajada, que a Zafirah la asaltó un escalofrío—. Pero el Alacrán cuenta con una resurrectora, según ella. Debe de ser alguien que se encuentra con su banda… porque una magia tan poderosa como esa solo funcionará estando cerca de las tumbas».
Cada vez más desasosegada, cerró el libro para continuar con lo que la había llevado hasta allí, aunque siguiera dudando sobre lo que debía buscar. «Los cimientos que tenemos que remover —continuaba repitiéndose al cabo de una hora mientras examinaba un mapa de Gaiatra en uno de los mamotretos más enormes que había visto, con el emblema solar grabado con ácido dorado sobre la cubierta—. Podría ser el reino de Sawa, el asentamiento más antiguo del continente, o la propia Sairayat por tratarse de la capital…, pero el Alacrán le prometió a madre que no atacaría esta ciudad. —Se mordió el labio inferior, cerrando el libro—. ¿Será capaz un bandido de mantener su palabra?».
Perdida en sus pensamientos, tardó unos segundos en darse cuenta de que se había quedado mirando el emblema de la cubierta. El sol de Shamaya, con sus rayos ondulantes como serpientes, era casi idéntico al de la fuente del patio, y fue aquello lo que le hizo acordarse de algo más que había dicho el Alacrán. «No habló solo de desestabilizar a Marjannah, sino también a su diosa, a Shamaya… ¿No se referiría a…?».
Zafirah volvió a abrir el libro con tanta brusquedad que lo oyó crujir, pero Lubna, por suerte, debía de seguir detrás del mostrador. Con el corazón en un puño, pasó las páginas para regresar al mapa y fue deslizando el índice por él hasta dar con lo que buscaba. Un diminuto círculo situado al norte, entre las montañas de Furaq y el río Pari, con cuatro palabras aún más pequeñas escritas debajo: Gran Templo de Armeda.
Estaba demasiado cerca de la cordillera en la que moraban los bandidos para ser una casualidad. Zafirah corrió a los nichos para sacar un libro tras otro, formando una pila en el rellano de la escalera, hasta dar con uno que confirmó sus sospechas: aquel templo del que Fátima les había hablado en clase era el más antiguo del Culto de Shamaya.
Construido pocos siglos después de la Migración, el Gran Templo de Shamaya en Armeda se convirtió en una seria amenaza religiosa para los primeros sultanes Sairahr desde que institucionalizaron el culto a los Dioses del Desierto. Destruido por orden de Mahmoud al’Sairahr, se vio relegado al olvido hasta que la sultana Marjannah, como primera medida en su proceso de restauración de la religión de Shamaya, decretó la reconstrucción de Armeda y el regreso de las adoratrices solares al templo. La planta de este pasó a ser el modelo en el que se inspiraron los santuarios posteriores: un espacio octogonal con un patio para las abluciones, un alminar a cada lado y una cúpula central, junto con el único elemento que se conserva de su aspecto primitivo: una gran estatua de Shamaya con los brazos extendidos en torno al complejo, tallada en la ladera de la montaña y mandada restaurar también por decreto real.
Había un dibujo de esa misma planta en la página de la izquierda, rodeado por una orla de motivos geométricos. Zafirah solo había visto de refilón el plano que le había entregado al Alacrán uno de sus secuaces, pero, cuantas más cosas leía sobre aquel edificio, más convencida estaba de que su sospecha era cierta.
«Si para él es un culto endemoniado, ¿no tendría sentido preparar un ataque contra su principal santuario? ¿No sería eso un golpe tremendo para Marjannah, después de haber convertido a Shamaya en un símbolo suyo? —Los dedos de la niña aferraban con tanta fuerza el libro que se estaba clavando los remaches de las esquinas, aunque ni siquiera se daba cuenta—. Raisha, ojalá estuvieras aquí —pensó de repente, con un nudo en la garganta—. Seguro que tú sabrías decirme si me estoy equivocando».
Pero Raisha se había escapado, Zafirah no tenía ninguna duda al respecto, y lo había hecho para ayudar al Trono del Sol. Lo había hecho incluso si eso implicaba traicionar a su propia madre, porque era lo que su pueblo necesitaba, o al menos ella lo sentía así. ¿No debería hacer Zafirah lo mismo, ahora que había descubierto lo que Aixa estaba tramando? ¿Era también su deber para con el sultanato?
Solo cuando una lágrima cayó sobre el mapa de Gaiatra, sumiendo en un charquito las Tierras Kashitas del sur, notó que había empezado a sollozar. Tantos años deseando que dejaran de considerarla una niña, y de la noche a la mañana lo habían hecho del peor modo posible: obligándola a tomar una decisión con la que, en cualquier caso, saldría perdiendo.
—Artífice Zafirah —oyó decir, y no pudo contener un respingo. Sigilosas como fantasmas, las gemelas Salma y Samra habían aparecido a su lado—. Estás llorando —señaló una de ellas.
—Es por el polvo de la biblioteca —respondió Zafirah, secándose los ojos de un manotazo—. Debe de haber más entre estos libros que arena en el Mar de Cobre.
Como siempre que estaba ante ellas, le embargó la sensación de que Salma y Samra sabían exactamente lo que le pasaba por la cabeza. «Cada vez dan más miedo estas dos».
—¿Qué estáis haciendo aquí? Creía que teníais clase en el Jardín a esta hora.
—Igual que tú en el Taller —contestó la otra gemela—. Nos hemos escapado por ti.
—Queríamos darte las gracias. Por lo del otro día, lo de la botica. Con ese monstruo.
—No tenéis por qué —les aseguró Zafirah—. Todavía era una guardiana entonces, y mi responsabilidad era proteger… —Pero se detuvo cuando las gemelas, tras mirarse un instante, sacaron algo que habían estado ocultando tras ellas.
La luz que atravesaba las celosías había empezado a declinar, pero Zafirah lo habría reconocido en cualquier sitio: era el pequeño autómata con el que había despistado al gul.
—¡Mi escarabajo! —Lo cogió tan contenta como sorprendida—. No pensé que volvería a verlo, creía que se había quedado en aquel sótano asqueroso…
—Salma lo encontró cuando estábamos a punto de marcharnos —contestó Samra.
—Y Samra pensó que merecías recuperarlo —dijo Salma—, aunque no es el mismo.
—¿De qué estáis hablando? —se extrañó Zafirah mientras daba vueltas al artilugio—. Salvo por estos arañazos, parece estar intacto. Ni siquiera se ha…
Acababa de decir aquello cuando algo la hizo detenerse. Una cenefa dorada recorría la parte inferior del caparazón, delgada como un cabello a simple vista…, hasta que, al acercárselo a la cara, comprobó que estaba formada por palabras.
—Eso es… ¿un conjuro? —Zafirah siguió examinando el escarabajo, desconcertada, y luego miró a las gemelas—. ¿Ha sido tía Wallada quien lo ha escrito?
—Hemos sido nosotras. Queremos que sea un regalo. Por habernos salvado la vida.
—Antes solo era un autómata, pero ahora es un comunicador. Lleva un conjuro de vuelo grabado en las alas —una de las niñas las señaló— para que lo envíes donde quieras.
—Y en la cabeza —la otra señaló algo dorado en torno a sus ojos— lleva un conjuro de transmisión para que grabes tu voz. Así podrás enviar mensajes con él.
—Esto es…, es decir, vosotras sois… —A Zafirah le faltaban las palabras, pero ni siquiera tuvo la oportunidad de buscarlas: como una sola persona, Salma y Samra giraron sobre sus talones y ella se quedó mirando cómo se marchaban con la sospecha de que solo le habían dicho una milésima parte de lo que sabían.